Zola
y la era de los murciélagos
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El cielo
Levante la vista. Mire el cielo en todas direcciones. Si distingue unos artefactos esféricos suspendidos e inmóviles, sabrá que la paz ha llegado por la fuerza.
Pero cualquier sistema tecnológico, por avanzado que sea, actúa solo sobre los síntomas de la violencia; nunca toca su raíz: la agresión humana, la ambición de poder, el miedo, la codicia o la ideología que empuja a alguien a atacar. La verdadera seguridad nace de la capacidad de las personas para resistir la violencia antes de que surja, de resolver los conflictos sin infligir daño y de respetar la vida incluso cuando podrían ejercer la fuerza.
La tecnología puede mitigar los estragos, pero solo la paz previene su necesidad. Fomentar la empatía, la resolución de conflictos, la educación cívica, la cooperación y el respeto por la vida reduce la necesidad de cualquier defensa física. En un mundo así, las armas se vuelven innecesarias y las amenazas dejan de ser un problema real.
Ninguna máquina puede reemplazar la sabiduría humana que decide no agredir. Ninguna defensa será más poderosa que una comunidad que se protege mutuamente por elección y conciencia. Solo entonces la paz podrá entenderse no como la negación del conflicto, sino como su dominio consciente.
La paz impuesta por la fuerza es una paradoja moral. Nace del convencimiento de que el ser humano, dejado a su libre albedrío, es incapaz de alcanzar la armonía sin la intervención de un poder superior. Bajo esa lógica, la violencia se convierte en instrumento de orden y el sometimiento, en la antesala de la paz. Pero ¿puede una paz así llamarse verdadera?
Toda imposición alberga una fractura ética: anula la voluntad del otro. Si la paz se logra mediante el miedo o la superioridad tecnológica, no es una conquista del espíritu, sino un cese táctico de la resistencia. El silencio que sigue a la fuerza no es necesariamente serenidad, sino contención.
Sin embargo, los defensores de esta ética sostienen que el fin —la preservación de la vida— justifica los medios. Argumentan que una paz forzada puede servir de transición: un paréntesis de calma que permita reconstruir el pensamiento moral y enseñar a las generaciones futuras a convivir sin recurrir a la violencia. En este sentido, el acto autoritario se presenta como una medicina amarga: necesaria, pero peligrosa.
El dilema, entonces, no radica en la eficacia de la fuerza —pues es innegable—, sino en su legitimidad. ¿Quién decide cuándo es justo imponer la paz? ¿Qué autoridad puede arrogarse ese derecho? Y, sobre todo, ¿puede el orden nacido de la coerción transformarse alguna vez en una paz auténtica, libremente asumida?
Tal vez el verdadero desafío ético de la paz impuesta sea convertir la obediencia en comprensión. Si el poder que la impone no logra transformar el temor en conciencia, su victoria será solo aparente: un equilibrio precario sostenido sobre el silencio de los vencidos.
Este relato transcurre en el presente. Lo iré desarrollando a medida que disponga del tiempo necesario para explicar los distintos hechos que estoy viviendo. En mi nueva condición de ciudadano de este otro mundo, comprendo que todo lo que relate debe estar cuidadosamente meditado. La OPT (Organización de los Pueblos de la Tierra) está tomando forma y comienza a consolidarse como un órgano de decisión con repercusiones internacionales.
Si todo va bien, ya se los iré narrando.