Claudia Maineri

RESIDUAL

02.12.16



“Cruces Monumentales “ Andrés Grillo


“Todo cuerpo sumergido en la sombra, en una sombra de la que no sale, es un cuerpo invisible. Pongámoslo a la luz y se hará visible, sin duda, pero no por ello dejará de proyectar una sombra en algún lugar: su sombra, su parte de misterio.”

Es el miedo, concluirá Georges Didi-Huberman en “El Gesto Fantasma”, que subyace en las imágenes, como promesa de horror y terrorífica aparición inconsciente, que, sin embargo, se deja percibir desde lo sutil hasta la exagerada exhibición de la fotografía de prensa en zonas de conflicto. La oscuridad de la que hace hincapié Didi-Huberman no es extensible a las efigies de Claudia Maineri, pero sí la proyección del misterio, del vestigio y la cultura sepultada que a través de siglos ha dejado saber de su existencia a través de fragmentos o trozos que relatan su existencia, a la cual nos acercamos homologando los contextos y entrenando la mirada. Es que hemos recubierto de significados propios de nuestra cultura aquello que fue creado, milenios y siglos atrás, en detrimento del valor concreto que aquellos monumentos poseían.

Los trabajos de Claudia Maineri quieren hacernos partícipe de la experiencia de la ruina, el resto, lo que queda. Sus esculturas se erigen con el peso de la historia y la fragilidad de su relato, la relación de lo afirmado y lo negado, lo presente y lo ausente. La solidez de una civilización sustentada en la proyección de su gloria y poder como testimonio imperecedero. Esas esculturas provienen de contextos sumamente específicos, como es el caso de las Cariátides, de una Grecia victoriosa en apogeo.

No debe olvidarse que en el caso de las esculturas clásicas, éstas permanecieron como remanentes misteriosos de un mundo desconocido, durante siglos, ejerciendo una presencia mágica, las más de las veces tornándose como destructoras del mundo conocido. La traducción humanista fue la encargada de acercar la distancia, aún en falta.

Hay mucho más en la perfección de las formas, que la artista desea poner en evidencia. Quiere involucrarnos en ello a partir de la profundidad en la que hemos archivado estos iconos y empujarnos a cuestionar el conjunto de vectores que fueron determinando el enaltecimiento y consagración de ruinas y monumentos, más allá y dentro de su belleza y expresión. El halo singular con que han sido coronadas cada una de estas esculturas no permite un intercambio simple. Muy por el contrario, imponen la tectónica de su historia y desplazan su esplendor a lo largo de innumerables reproducciones de diversa índole. Los iconos, cuidadosamente seleccionados por la artista, se muestran como bulto, como material facetado, pero sobretodo como obra de arte.

La elección del material viene a jugar un rol determinante. El plumavit (Poliestireno Expandido), le confiere a las figuras una dualidad visual/háptica, pues la imagen archivada debe hacerse lugar en conjunto a este material. Se sustrae la escultura para dar cabida a la obra de arte a razón de la pérdida de gravidez, definición y nobleza.

Certeza absoluta la de Maineri de llevarnos a esta visión dual de la escultura clásica. Es armónica e irreproducible en su impacto visual y cultural, y no obstante, en lo anodino de su materialidad discurre en una visión de lo efímero, de la caducidad y lo fatal, que destruye imperios y civilizaciones enteras.

Si, buena parte de estos monumentos, fueron creados para expresar el poder triunfante, y así, la voluntad de trascendencia ejemplar, la artista se replantea desde la oposición mármol/ plumavit, material noble y vulgar, la realidad del ícono en la contemporaneidad. Es este material siempre auxiliar, sobrante, el que posee una mayor resistencia a la erosión, permitiéndose tener una duración de casi tres mil años, invariablemente de la acción de elementos orgánicos sobre él. La majestuosidad del mármol se ve en el entredicho de su reproducción.

Tal como vaticinó Benjamin, la escultura hiper reproducida destrona a la obra original readaptando nuestra relación con el objeto, que esta vez se muestra lejos de toda ambición vindicadora, desdoblada en pura forma, yacente en un continente de poca valía, que bien podría ser otro.

Es importante también considerar que en estas esculturas de Claudia Maineri, el lugar de la percepción es de gran relevancia. Las piezas clásicas parecen emerger de una convergencia de puntos evidenciada en la distinta velocidad de sus facetados, al movernos en torno a la figura. En otro movimiento, la artista vuelve a dar énfasis al lugar en que abandonamos lo aprendido respecto a las obras de arte. Entre la semejanza y la reproducción, y en la posibilidad de convergencia de distintos puntos en el espacio, brotan la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y el David de Miguel Angel, de manera de poder ser reconocidos pero al mismo tiempo, diluidos.

Visto así, las esculturas exhibidas nos muestran como en su reconocimiento operan distintos niveles de percepción y apreciación que determinan lo que entendemos por escultura. Amparada en la tradición más clásica, la artista observa con admiración y agudeza la perfección del canon, interrogándolo a fin de dilucidar cómo la maestría del oficio y las tecnologías que las originaron, han logrado asentarse como elemento visual fundamental de la Cultura impuesta desde el occidente europeo. A sabiendas de la intención histórica de la herencia hacia una gran civilización occidental eurocentrada, se nos quiere poner en antecedente de la ficción del monumento en manos de un régimen estético, cuando ya no conmemoramos ni hazañas bélicas, ni a renombrados caudillos, reyes o ciudadanos, y cuando mucho menos ofrendamos a los dioses propios.

Convencida de la belleza de sus formas, éstas son recreadas en el plumavit, en un contenedor contemporáneo que ensaya su presencia entre lo banal y lo trascendente, entre el ensayo y la obra maestra. Maineri parece suponer que readaptando las formas clásicas puede dilucidar en el misterio milenario, ahondar en la cultura desaparecida, recordar que ante todo es un vestigio, un fragmento incompleto y erosionado al que sumamos en la cúspide de nuestra enseñanza. Por tanto, la artista no renuncia a la genealogía de estas imágenes, sino que insiste ir en la búsqueda de sentido del cuerpo objetual de los referentes de sus esculturas.

Claudia Maineri exhibe un grupo escultórico sostenido en la ambigüedad de los recovecos de la historia y su sobrecarga textual y teórica, el cómo estas formas han devenido iconos, imágenes del saber de una cultura a la que hemos sido arrastrados, y cómo así antes como ahora, el arte ha sido utilizado para consolidar a las elites en ejercicio del poder.

Volviendo a las palabras de Georges Didi-Huberman, éste desde un acercamiento de la obnubilación que el exceso de imágenes impone, borrando la realidad del drama, de la muerte, nos permite recordar que toda imagen, toda obra de arte en rigor, representa por un lado el vigor y el triunfo de un grupo humano sobre otro, que a la vez significa la derrota y la sangre de otros. Siendo así, parece más determinante recordar las palabras del Benjamin de la “Tesis de Filosofía de la Historia” cuando observamos el conjunto, y nos vemos como los sujetos históricos que solíamos ser: “¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?”