Una lectura de la Teología del Cuerpo

Versión completa (Profesores)

Una lectura de la Teología del Cuerpo

Autores – Contactos

Graciela Palau – gmpalau@gmail.com

Pablo Mones Cazón – pablomonescazon@gmail.com

Manuel de Elía – mjdeelia@gmail.com


Presentación

Este archivo contiene el esqueleto para un Curso de Teología del Cuerpo, resumen elaborado en base a la Catequesis de San Juan Pablo II en las Audiencias Generales (AG) de los miércoles que pronunció entre 1979 y 1984.

Comienza con una Introducción sobre su pensamiento y su antropología, y una tabla final con los links de las dichas catequesis en la página web del Vaticano.

El deseo principal de este trabajo es presentar aquella visión de la antropología teológica enseñada por el Papa santo, que integra una visión completa de lo humano partiendo desde su origen en el plan divino de Dios para el hombre y evidencia el fin de la existencia del hombre. Al ser una Teología del cuerpo (TdC) puede ser útil a muchas discusiones actuales en torno a la sexualidad.

Los responsables de este trabajo estarán enormemente agradecidos de cualquier aporte, sugerencia o aclaración que pueda mejorar esta reducida exposición

Introducción:

Breve recorrido del pensamiento antropológico de San Juan Pablo II.

En este curso vamos a estudiar los temas que desarrolla San Juan Pablo II en su catequesis a la que se denomina teología del cuerpo (Teología del Cuerpo). Esperamos entusiasmar con un redescubrimiento de cuestiones aparentemente conocidas sobre el camino de santidad en el matrimonio como en el celibato que, a la luz de estas enseñanzas, pueden brillar más en todo su esplendor y atractivo.

El mensaje de Jesús sobre el matrimonio y el sexo, dice Christopher West, es una buena noticia, pero, quizás por la influencia maniquea, el desprecio de lo corporal, o por la influencia puritana, de ver el sexo más como ocasión de pecado en lugar de percibirlo como medio de plenitud personal, hemos perdido la capacidad de admirar la unión conyugal y la complementariedad de lo masculino y lo femenino como imagen de Dios. El matrimonio entendido como comunión de personas es tan elocuente que, a través de esa realidad, podemos descubrir la vida intratrinitaria de comunión de amor entre las Personas divinas.

Teología del Cuerpo es el sorprendente título que Juan Pablo II dio a sus 129 audiencias catequéticas, entre septiembre de 1979 y noviembre de 1984. Él mismo nos dice que su catequesis es una reflexión bíblica sobre el hombre como persona y el sentido de su existencia. Es teología o estudio de Dios a través del mismo cuerpo y a partir de las palabras de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento y las enseñanzas de Jesús.

Obviamente que tratará sobre el significado de la corporeidad humana como varón y mujer, particularmente en lo que concierne a la llamada de los dos a hacerse “una sola carne”. Pero la Teología del Cuerpo no apunta sólo a personas casadas porque, como dijimos también habla de sexualidad a personas solteras o célibes. Lo importante es saber que la Teología del Cuerpo no se limita meramente a un estudio de la sexualidad humana, de la masculinidad y la femineidad y del matrimonio, sino que es un lugar teológico, donde Dios se revela, se manifiesta a sí mismo en la creación de la diferenciación sexuada, y dice al hombre, varón y mujer, cuál es su identidad. Por eso estamos también ante una antropología o estudio del ser humano, varón y mujer.

Vamos a profundizar en el proyecto original de Dios para la humanidad: por qué nos hizo varón y mujer, qué pasó después de la caída, cuál es la grandeza del hombre redimido destinado a la Resurrección con nuestros cuerpos. Allí nos uniremos con las Personas divinas en los nuevos cielos y la nueva tierra en una vida nueva en la que no necesitaremos “casarnos”. Eso no contradice la belleza y grandeza del matrimonio, sino que, muy por el contrario, se consumará: Jesús nos invita a una Boda nupcial en el cielo de El con nosotros, la Iglesia, que somos su Cuerpo Místico.

El mismo San Juan Pablo II nos dice que este estudio teológico del ser humano como imagen y semejanza de Dios sirve para el auto–entendimiento de su ser en el mundo y nos ofrece el redescubrimiento del significado de la completa existencia, del significado de la vida. Y que, por lo tanto, esta teología del cuerpo es la base del método más apropiado de la auto–educación del hombre. El ser humano no determinado por sus instintos es educable y necesita conocerse para modelar sus tendencias al bien de su mismo desarrollo y plenitud.

Importancia de esta cuestión en la cultura actual

El desafío al que nos enfrentamos para vivir nuestra fe y conformar nuestra conducta a las enseñanzas de la Iglesia, no es sólo una mentalidad secularista sobre la verdad de la persona y el relativismo moral o la oposición existencial a una ética sexual, la crisis del matrimonio y la negación de la familia, sino algo mucho más radical, que es una visión del ser humano o antropología individualista, opuesta a la antropología cristiana porque niega la identidad sexual como un dato de la naturaleza y opone a ella la libertad. Es necesario comprender esa distinción y falsa oposición que plantea la cultura de hoy entre naturaleza (reducida a la noción cosmológica de la naturaleza material que obedece a leyes naturales) y libertad (entendida como pura autonomía sin límites, libertad absoluta que rige el mundo de la cultura humana donde no hay leyes naturales). En esta falsa oposición se construye una visión del hombre libre hasta de su propia condición humana, que puede producir modificaciones sobre su propio modo de ser y obrar, sin ningún tipo de restricción, porque su libertad es un absoluto. Como decía un twittero: “señora, no hay nada escrito en el corazón del hombre”. San Juan Pablo II lo explicaba así hace ya veinte años:

A la imagen de hombre y mujer, propia de la razón natural, y particularmente del cristianismo, se opone una antropología alternativa que rechaza el dato, inscrito en la corporeidad, según el cual la diferencia sexual posee un carácter identificante para la persona. Como resultado de ello, entra en crisis el concepto de familia fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, como célula natural y fundamental de la sociedad. La paternidad y la maternidad son concebidas sólo como un proyecto privado, realizable incluso mediante la aplicación de técnicas biomédicas, que pueden prescindir del ejercicio de la sexualidad conyugal. De ese modo, se postula una inaceptable "división entre libertad y naturaleza", que, por el contrario, "están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas" (Veritatis Splendor, 50).[1]

Ya en el Documento Gaudium et Spes la Iglesia respondía que sí hay ley natural escrita en el corazón del hombre, en su conciencia, pero que puede entenebrecerse por el pecado:

En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad.[2]

Según las enseñanzas de san Juan Pablo II hay una respuesta cristiana al fracaso de la antropología individualista/utilitarista/relativista y a la antropología colectivista/marxista y esa respuesta exige profundizar en un personalismo ontológico arraigado en el análisis de las relaciones familiares primarias. Y por eso Juan Pablo II ve necesario profundizar en la antropología personalista, vinculada a la vocación humana natural de formar un matrimonio y una familia.[3] Propone que estos temas (persona, matrimonio, familia, fecundidad, libertad como raíz y centro de la antropología) sean estudiados y explicados en su conjunto, como lo que son: una realidad vital inseparable. Es típico de su forma de abordar los temas esa mirada integral y armónica de su objeto de análisis: por ejemplo, desde su juventud estudia siempre la ética con su fundamento antropológico y la antropología vinculada a la acción moral.

Al desarrollo de esa antropología filosófica y teológica dedicó Karol Wojtyla – Juan Pablo II – su vida, movido por una finalidad pastoral: explicar al hombre quién es el hombre y cómo alcanza su plenitud y su felicidad. Lo hizo desde el ámbito académico filosófico durante los años en que fue profesor en la KUL, universidad de Lublin, en el contexto de la propagación estatal del ateísmo marxista, y luego, en todos los años de su pontificado, donde se descubre esa clave antropológica como fundamento de todas sus enseñanzas magisteriales. Son, de un modo u otro, desarrollos de algunos puntos del texto conciliar Gaudium et Spes en el que trabajó personalmente junto con Yves Congar y el Cardenal Suenens entre otros. Los números 22y 24 de este documento son citas recurrentes en el Magisterio, en el Catecismo de la Iglesia y en miles de sus catequesis y discursos:

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.[4]

El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.[5]

Tres escritos antropológicos complementarios

Hay tres escritos de Karol Wojtyla - Juan Pablo II que es necesario conocer para comprender su antropología integral filosófica o personalismo integral y la que él llama la antropología adecuada que arroja sobre la existencia humana la luz de la Revelación a la que asentimos por la fe. Una antropología adecuada a la realidad esencial de lo humano.

Dos escritos, de corte filosófico, son Amor y Responsabilidad y Persona y Acción. El tercero, teológico, vinculado a los anteriores, es la antropología adecuada que desarrolla particularmente en su catequesis denominada teología del cuerpo: estudio de lo que Dios dice, a partir de la condición humana que fue creada a su imagen y semejanza. Somos un espíritu corporeizado o cuerpo espiritualizado, unión sustancial de cuerpo y alma semejantes a Dios por nuestra capacidad de amar. Semejantes a Dios Uno y Trino por nuestra capacidad de comunión interpersonal en el amor.

En Amor y Responsabilidad se aborda la descripción de quién es la persona humana, porque ella es quien está detrás de los actos de amor humano en las relaciones de varón y mujer, en sus relaciones sexuadas: contrapone el acto de gozar y el acto de amar procurando descubrir quién es el sujeto que se refleja en esas acciones y conduciendo la reflexión al descubrimiento de quién es la persona y cuáles son los actos que le son propios y conformes a su dignidad personal. Surge de esos análisis la conclusión de que la persona es un sujeto y no un objeto, que no se la puede usar como si fuera una cosa (cosificar). Es un sujeto de interioridad. Brotan de las relaciones humanas libres un mundo de intimidad que se puede comunicar y compartir hasta cierto punto. La persona es un sujeto de interioridad capaz de conocer y de amar, dos acciones que sólo pueden realizar los humanos. Además, la persona puede realizar esos actos o no, y los puede hacer de distinto modo porque no está determinada por sus instintos, como el animal. Por eso es un ser libre y decide sobre sí mismo, se autodetermina por un querer en el que nadie le puede sustituir. Tiene tendencias y deseos, no instintos.

De esa noción descriptiva de quién es la persona (metafísica u ontología) se deriva cómo deberían ser las relaciones de amor interpersonales (ética o moral) y las actitudes de respeto y entrega que corresponden a la dignidad, al valor de la unión personal. Los niveles del amor y las expresiones que brotan del ser humano pueden ser corporales o físicas, sensibles, afectivas y espirituales, y el trabajo educativo sobre uno mismo, el cuidado de si, debería apuntar a que su comportamiento sea conforme a su condición de persona y a la del otro con quien nos relacionamos. El ethos o modo de comportarse y las actitudes propiamente humanas se derivan de la condición de este ser sexuado varón y mujer. El amor trabajado y modelado se hace virtud y sólo el amor virtuoso es el verdaderamente humano.

En Persona y acción y artículos posteriores a su publicación, Wojtyla desarrolla una antropología propia, complementaria con la antropología clásica metafísica realista y tomista, pero más dinámica. Usa su metodología fenomenológica (descriptiva) que parte de la experiencia integral de las acciones humanas y muestra los niveles de donde parten: el nivel sensible físico involuntario, el nivel psicosomático de la acción, el nivel afectivo y emocional, y la acción que realmente refleja quién es el hombre: el acto humano libre y moral, el que parte de la autodecisión en base a lo que dicta la propia conciencia. Una conciencia que descubre los valores y ajusta su comportamiento a las normas que los protegen.

En sus catequesis sobre la teología del cuerpo, un desarrollo antropológico existencial sobre el sentido de la vida humana, la vocación a la Comunión de amor y a la fecundidad, parte de la palabra revelada por Dios en el Génesis, y de las enseñanzas evangélicas de Jesús que remiten a ese designio creador originario de Dios: no como un individuo más de la especie “animal” sino como un ser elegido para entrar en comunión íntima de Amor con Él y, por tanto, hecho a su imagen y semejanza. Está haciendo teología, no filosofía, pero los conceptos son los mismos que alcanzó mediante la razón filosófica y ahora se iluminan y engrandecen desde la mirada de fe.

La evangelización debe fundarse en el núcleo de la fe que predicó Cristo mismo, es decir, en el anuncio (kerygma) del designio amoroso y redentor de un Dios que se revela para salvarnos y manifestarnos su Amor, su llamada al Amor[6]. En la búsqueda de la imitación de Cristo, el Maestro, que invita a todo fiel cristiano a seguirle, recorremos un camino de autoformación en unas etapas que Juan Pablo II sintetiza en Memoria e identidad[7]:

1. Vencer el pecado, cumpliendo los mandamientos mediante una progresiva purificación interior.

2. Descubrir los valores que son las luces que iluminan la existencia y, a medida que el hombre se trabaja a sí mismo, brillan cada vez más en el horizonte de su vida y se incorporan mediante la acción perseverante que nos lleva a la posesión de destrezas morales o virtudes. Así, por ejemplo, Con la observancia del mandamiento «no cometerás adulterio», se practica la virtud de la pureza, lo que significa conocer cada vez mejor la belleza desinteresada del cuerpo humano, de la masculinidad y la feminidad. Precisamente esta belleza gratuita se convierte en luz para sus actos que permite moverse más libremente por todo el mundo creado. Esa luz interior ilumina sus actos y abre sus ojos al bien del mundo creado que proviene de Dios.

3. Llegar a la vida de unión, vida contemplativa, cuando se siente cada vez menos en sí la fatiga de luchar contra el pecado y se experimenta más el gozo de la luz de Dios que impregna toda la creación. Se vive, en cierto modo, un anticipo de la vida eterna porque estamos unidos a Dios en todo, y estamos en contacto con El a través de todos los seres creados que dejan de ser una amenaza o un riesgo de pecar. Esto también se aplica a las relaciones entre los sexos.

En estas palabras retoma el esquema clásico del itinerario que proponía la espiritualidad como un recorrido que comienza en la vida purificativa y a través de la vía unitiva llega a la iluminativa, plenitud de comunión con Dios.

Clave antropológica de su pensamiento.

La visión del hombre de Karol Wojtyla es la clave de comprensión de todo su pensamiento filosófico y teológico. Su antropología filosófica es llamada personalismo en un sentido amplio, que él llama la “antropología adecuada” o “antropología integral” de la persona humana, con un fundamento metafísico. La edición italiana de toda su obra filosófica lleva el título de Metafísica de la persona.

Su pasión por el hombre y la defensa de su dignidad están en el centro de todas sus enseñanzas. Ponía pasión en el esclarecimiento de ese alguien, el sujeto humano que no es una cosa o un objeto. La persona humana sujeto no es algo, sino alguien que mediante sus actuaciones se hace mejor o peor persona. La describe a partir de la experiencia humana, con el uso de su razón y el análisis fenomenológico, y la propone como centro de interioridad, capaz de conocer, de amar y de decidirse libremente o autodeterminarse por un querer único en el que nadie la puede sustituir[8].

Su interés juvenil por los temas éticos y antropológicos lo llevaron a profundizar en la comprensión de lo humano a partir del pensamiento y de la acción humana eficiente, libre, para mostrar la naturaleza del ser personal, la subjetividad del espíritu humano, el hombre interior, la persona o ser personal[9], a través de lo que elige hacer. El ser humano no está determinado, sino que se autorrealiza, pero no se construye desde la nada, al menos como dice hoy cierta filosofía, sino que se autoconstruye a partir de algo dado, que es la condición humana biológica, psicológica, sensible y afectiva: desde su condición tendencial, con su inteligencia y voluntad. Y aún más, con la fuerza que proviene de la gracia de Dios.

La persona tiene una experiencia moral de su propia libertad. De modo particular, cuando la conciencia interioriza el valor del bien (de lo bueno) y la bondad de una ley que protege ese bien, uno se siente interiormente obligado, por ejemplo, a un acto de amor y responsabilidad. A obrar, incluso, en nombre de una verdad desnuda (así la denomina en su libro Persona y Acto), cuando los sentimientos no acompañan en la decisión de obrar lo bueno, lo verdadero. Por ejemplo, ante el posible atractivo de una persona casada en el caso de haber contraído matrimonio y querer ser fiel a ese compromiso.

La conciencia propia, que debemos formar, no es autónoma, no se da las leyes a sí misma, ni determina lo que es bueno o malo (relativismo, subjetivismo), sino que tiene que discernir qué es lo bueno para mí, como ser humano, y para los demás, en unas circunstancias concretas (objeto, fin y circunstancias). Esto no transforma la moral en heterónoma, que recibe leyes desde fuera de sí, sino que revelará como teónoma: surge de lo que Dios ha inscrito en nuestro ser, corporal, espiritual, afectivo, libre.

Como filósofo, Karol Wojtyla utiliza el análisis descriptivo (fenomenológico) de la experiencia o conocimiento experiencial que tenemos sobre nosotros mismos por el autoconocimiento. A esta, se suma la experiencia del conocimiento sobre “lo humano” que obtenemos por nuestra relación con las otras personas. Pero, su método filosófico, no se reduce a una mera descripción de la experiencia humana, sino que se apoya o fundamenta en la verdad metafísica, es decir, en la realidad, en cómo entendemos que las cosas son.

¿Qué somos? Un ser real, objetivo, cognoscible, existente y poseedor de una estructura natural (naturaleza) común a todos los seres humanos de todos los tiempos y de toda la geografía humana. Esta estructura humana natural, o naturaleza, o condición humana, es lo que niega hoy la cultura contemporánea al oponer naturaleza y libertad, como si nuestra libertad fuera tan absoluta que pudiera modificar lo dado, común a todo ser humano, o al oponer naturaleza y cultura, como si nuestro ser fuera absolutamente dependiente del contexto en que vivimos, pues creamos cultura, es verdad, pero sin sentido ni criterio alguno, dirían hoy los constructivistas, relativistas y hedonistas.

En su pensamiento Wojtyla armoniza y enriquece el alcance de la luz natural de la razón o filosófica de lo humano, con una mirada desde la fe revelada. La Revelación agudiza nuestro conocimiento de la verdad natural y nos ayuda a penetrar más en el misterio del hombre que sólo se esclarece en el Misterio del Verbo Encarnado[10]: Jesucristo es Quien nos revela el Amor y nos enseña que nosotros, creador por el Amor a su imagen y semejanza, también estamos hechos para amar y esa es, por tanto, la estructura donal de nuestra condición humana.

En el año 79, su primer año de pontificado, ya hace explícito su interés en el hombre, temática que venía profundizando como profesor de filosofía en Lublin. Ya había escrito Amor y Responsabilidad y Persona y acción antes de asumir el pontificado.

Debo confesar que, la reflexión sobre el hombre, es, en primer lugar, un interés peculiar y directo por el hombre concreto, por cada hombre singular –como criatura constituida en su dignidad natural y sobrenatural, gracias a la convergencia y acción providente del Dios Creador y del Hijo Redentor– y para mí un habitus mentale, que llevo conmigo desde siempre, pero que se ha afianzado con una determinación más clara después de la experiencia de mi juventud y después de la llamada a la vida sacerdotal y pastoral (3–XI–79).[11]

El hombre no encuentra respuesta al sentido de la vida, del sufrimiento, el dolor y la muerte: necesita trascender hacia la búsqueda de un sentido que va más allá de la sola constatación de su presencia:

Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? (…) Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.[12]

Misterio del hombre y misterio de la Redención

La esperanza y el optimismo antropológico que contagiaba Juan Pablo II, está fundado en una mirada confiada en la fuerza de la redención que enaltece la dignidad humana, la sana. Su mirada esperanzadora refleja su fe en la fuerza de la condición humana creada y redimida, y en la mirada propia de una antropología integral y adecuada. Esta visión no es fruto sólo de su fe sobrenatural, sino también de su experiencia y reflexión: es también antropología filosófica. El vigor de su esperanza estaba empujado por un auténtico deseo de servir a los hombres –amor verdadero– y un ardiente deseo apostólico de mostrarles el camino adecuado para encontrar la felicidad.

«Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma la Constitución Gaudium et Spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?[13]

Sólo en Cristo se esclarece el misterio del hombre y sus dimensiones. Sólo una visión cristiana del hombre dará respuesta a los interrogantes humanos. Cuántas veces, y de cuántos modos, intentó explicarlo San Juan Pablo II:

“Jesús es el “hombre nuevo” (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la “divinización”, a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.[14]

Uno de los desafíos de la evangelización en este tercer milenio es lograr mostrar el atractivo de las enseñanzas tan ricas y fecundas del Magisterio de Juan Pablo II fundadas en la Constitución Gaudium et Spes que él mismo presenta como un compendio de antropología bíblica:

“En aquellas páginas se trata del valor de la persona humana creada a imagen de Dios, se fundamenta su dignidad y superioridad sobre el resto de la creación y se muestra la capacidad trascendente de su razón. También el problema del ateísmo es considerado en la Gaudium et Spes, exponiendo bien los errores de esta visión filosófica, sobre todo en relación con la dignidad inalienable de la persona y de su libertad. Ciertamente tiene también un profundo significado filosófico la expresión culminante de aquellas páginas, que he citado en mi primera Encíclica Redemptor hominis y que representa uno de los puntos de referencia constante de mi enseñanza: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”.[15]

En el año del comienzo del Concilio Vaticano II era un joven Obispo de 42 años que reflexiona profundamente sobre el misterio de la Redención y escribe en sus apuntes:

La Redención (Redemptio) abarca también una cierta tendencia a la revalorización de todo lo creado[16], y menciona la constitución psicosomática del ser humano y una alabanza de su condición corporal (cfr. Gaudium et Spes, 14). Se presenta la condición dialógica del ser humano expresada en su creación como imagen de Dios y su complementariedad en la mutua referencia del varón y la mujer como don.

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Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II

En la introducción anterior hemos intentado dar un pantallazo del origen de la Teología del cuerpo en el pensamiento de San Juan Pablo II. Fijemos tres conceptos fundamentales que resumen en una frase la materia que veremos.

1. Cuerpo: nuestra persona–cuerpo, como varón o mujer, revela que estamos diseñados para hacernos don en la entrega de la persona–cuerpo.

2. Persona: somos un “tú” único, diseñado para hacerse don por sí mismo (libre), y aceptar como don, amándolo por sí mismo, a un “Tú” con mayúscula y a un “tú” con minúscula, simultáneamente.

3. Felicidad: la mutua donación y aceptación plenas nos hace “comunión de personas” a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad: nos hacemos uno con la persona amada y con Dios, en nuestro cuerpo.

4. Hombre: puede ser útil e inteligente recordar que en hebreo – y en muchas lenguas – la palabra “hombre” se aplica inclusivamente a varón y mujer, como lo hará Juan Pablo II.

En una frase: Dios nos ama, por eso nos hizo personas humanas (cuerpo) capaces de su felicidad, que es la donación y aceptación plenas, en la comunión de personas, en el cuerpo.

Ahora vamos a sumergirnos en la Teología del cuerpo, avanzando de la mano de su autor, para después intentar sacar algunas conclusiones para nuestra vida.

El análisis estrictamente teológico del libro del Génesis, en particular Gén 2, 23–25 constituye un paso más entre la «antropología adecuada» y la «Teología del Cuerpo, estrechamente ligada al descubrimiento de las características esenciales de la existencia personal en la «prehistoria teológica» del hombre: el itinerario que Juan Pablo II propone puede exponerse así de modo esquemático:

1. Creación del hombre, varón y mujer = prehistoria teológica (“el principio”).

2. Caída – pecado original y después = historia de la caída del hombre, varón y mujer.

3. Redención de la humanidad = hombre redimido, ayuda de la gracia, conversión y transformación (el hombre “histórico”).

4. Hombre resucitado para la eternidad = cielo comunión de los santos (“escatología”).

¿Es esta la historia del hombre sobre la tierra? ¿Cómo puede articularse de modo coherente este relato con, por ejemplo, la comprensión evolucionista del hombre? La Sagrada Escritura, sobre todo los primeros capítulos del Génesis no son un libro de historia, ni de arqueología… Son un relato salvífico, epistemológicamente compatible con cualquiera de las más razonables hipótesis científicas en estos ámbitos. Sería difícil no advertir que el libro del Génesis, especialmente Gén 2, 23–25, contienen una densidad de compresión antropológica poco común y de una rara riqueza. Presenta una narración no sólo «originaria», sino también «ejemplar» de la existencia del hombre y, en particular, del hombre «como varón y mujer». La tradición bíblica refiere un eco lejano de la perfección física del primer hombre. ¿Puede encerrarse esta narración en el género mitológico? Sí, con la condición de entender lo que es un mito: en este caso, el término «mito» no designa un contenido fabuloso, sino sencillamente un modo arcaico de expresar un contenido más profundo. Sin dificultad alguna, bajo el estrato de la narración antigua, descubrimos ese contenido, realmente maravilloso por lo que respecta a las cualidades y a la condensación de las verdades que allí se encierran[17] [7-11-79]. El Profeta Ezequiel, comparando implícitamente al Rey de Tiro con Adán en el Edén, escribe así «Era el sello de la perfección, lleno de sabiduría y acabado de belleza. Habitaba en el Edén, en el jardín de Dios...» (Ez 28, 12–13).

En primer lugar, una recomendación: vale la pena tener a mano un apunte con las citas bíblicas y magisteriales fundamentales en la que San Juan Pablo II funda su desarrollo teológico. Al inicio de algunos capítulos, y sobre todo al final de este trabajo, se ofrece una recopilación. Recomendamos imprimirlos en una hoja aparte.

Ahora sí, con los textos a la vista, haremos un recorrido por las primeras dieciséis audiencias de la Teología del cuerpo, desde el 5–9–79 hasta el 9–1–80. San Juan Pablo II extrae verdades reveladas por Dios en la Biblia con el método y espíritu del filósofo, que a cada paso se pregunta sin cansancio –con pasión– el porqué de cada palabra. A ese espíritu inquieto le añade la observación de lo que experimenta el ser humano, fenómenos que quedan a la vista en su lectura detallada de la Escritura. Esa pasión de filósofo no empaña en nada su rigor teológico, con el que entiende cada versículo de la Sagrada Escritura a la luz de las enseñanzas de la Iglesia.

La lectura de estas Catequesis se hace lenta por el estilo metódico de profundización, recurrente y circular del modo de pensar y exponer del Papa santo, y por su interés místico en acercarse todo lo posible a la verdad de Dios. Para agilizar la lectura, expondremos el contenido de las audiencias con nuestras palabras y de manera resumida, citando en cursiva lo que sea textual del autor, con comentario mínimos… Entre corchetes iremos indicando las fechas de las audiencias según figuran en la web del Vaticano, para que cada uno pueda acceder al contenido de forma directa y completa.


Textos imprescindibles

Gén 1, 26–31

(relato llamado elohista, de Elohim, com se llamaba en ámbito levítico a Dios)

26Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. 27 Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.28 Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.» 29 Dijo Dios: «Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento. 30 Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento.» Y así fue. 31Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto.

Gén 2, 7–8 y 15–25

(relato yahvista, de Yahvé, como llamaban a Dios en ámbito sacerdotal– más antiguo que el elohista. En el vers. Gén 2, 4 se articulan los dos relatos)

7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente. 8 Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. (…) 15 Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase. 16 Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, 17 más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio.» 18Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada.» 19 Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. 20 El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada. 21 Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. 22 De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. 23 Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.»24 Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.25 Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro.

San Mateo 19, 3–12

3 Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?» 4 El respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, “los hizo varón y hembra”, 5 y que dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una solacarne?”6 De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre7 Dícenle: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?» 8 Díceles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. 9 Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer – no por fornicación – y se case con otra, comete adulterio.» 10 Dícenle sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse.» 11 Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. 12 Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.»

I. A. Una Verdad Original Olvidada: el Hombre, Varón y Mujer

¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Mt 19, 4).

“Al principio”

Las catequesis del Papa empiezan recordando el diálogo entre Jesús y los fariseos acerca del divorcio (Mt 19, 3–12 y Mc 10, 2–12). El Maestro sitúa el problema en un marco claro para que sus interlocutores entiendan el origen de la cuestión: “al principio no fue así”. Ese principio está revelado en el Génesis “al principio”, y el Señor les cita Gén 1, 27: “varón y mujer los creó”; y Gén 2, 24: “los dos se harán una sola carne”. Y añade con sentido normativo: “lo que Dios unió, no lo separe el hombre”. Para entender esta norma de unidad e indisolubilidad hay que profundizar en el designio de Dios “al principio”. [5–9–79]

En su segunda audiencia el Papa nos lleva “al principio” y nos hace notar que en el Génesis encontramos dos relatos de la creación del hombre, uno a continuación del otro. El primero que aparece, en el capítulo 1, es el posterior en el tiempo, es decir, el segundo relato, contenido en el capítulo 2, es el más antiguo. Debemos tener en cuenta que ambos relatos del Génesis se encuentran dentro del género del mito, no en el sentido de irreal, sino de figura con la que se quiere transmitir aspectos esenciales de una realidad que trasciende el conocimiento evidente (cf. la ya citada Audiencia 19–9–79, nota 1): como señala Ratzinger, el mito es el relato de una verdad inefable, en un lenguaje limitado, pero comprensible y revelador.

El primer relato esconde en sí una potente carga metafísica señala el Papa. Revela el ser (en sentido ontológico) del hombre, al declarar que “a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó”; y revela su existencia como ser contingente llamado a la procreación (“sean fecundos y multiplíquense y pueblen la tierra”). La diferencia del sexo está subrayada sólo respecto del hombre (a diferencia del resto de la creación) hace notar el Papa, y Dios bendice al mismo tiempo su fecundidad, es decir el vínculo de las personas. Cuando el autor se refiere al hombre, ha de tenerse en cuenta que en hebreo se refería al ser humano, varón y mujer. De esta manera se empieza a hacer visible esa imagen de Dios en el hombre, varón y mujer, llamado a participar de la misma vida interior de Dios. Este ser imagen de Dios se constata, según el Papa, en el hecho de que Dios al ver al hombre recién creado, mientras a cada paso de la creación veía que “era bueno”, al crear al hombre, “vio que todo era bueno” (en otras traducciones: “vio que era muy bueno”). Eso nos llevará a una ética del ser humano y de su corporalidad. [12–9–79]

La conciencia del hombre, varón y mujer, y su añoranza del “principio”

En la tercera audiencia San Juan Pablo II aborda el segundo relato de la creación del hombre, el más antiguo de los dos, y el más detallado. Según el autor, es el primer testimonio de la conciencia humana, en el sentido de que describe la experiencia subjetiva del hombre. [19–9–79]

En este contexto, el Papa nos anima a profundizar en la revelación también a partir de la experiencia del hombre, varón y mujer. Nos señala que el conocimiento depende del ser que conoce: no podemos entender al hombre “histórico” (el de la historia posterior al pecado, nosotros) sin referencia al estado de inocencia previo en el que fue creado a imagen de Dios. Cristo mismo hace referencia a ese “principio”, no solo como origen prehistórico, sino también como parte de la historia de la salvación de la cual Él es el Redentor prometido. Por eso San Pablo dice: “(...) también nosotros, (…) gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8, 23). Esta frase del Apóstol es expresión de la experiencia del hombre histórico en su cuerpo: el hombre tiene conciencia de la necesidad de ser redimido, en su cuerpo. [26–9–79]

El hombre, varón y mujer, al principio

En el primer relato del Génesis se entiende por “el hombre”, como dijimos, al varón y a la mujer: “a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1, 27). Probablemente al leer este versículo habremos entendido que quería decir que ambos son, cada uno de ellos, seres humanos. Sin embargo, el Papa nos hace ver que lo que realmente quiere decir es que el hombre como creación de Dios, a imagen y semejanza suya, es varón y mujer. Es decir, no fue creado uno sin el otro, y no serían imagen de Dios uno sin el otro. Esto queda más claro a partir del análisis del segundo relato, en el que, si bien parece que el varón y la mujer son creados por separado, no es así. Precisamente, Dios quiere revelarnos que “no es bueno que el hombre esté solo”, es decir el hombre siempre es varón y mujer, y solo así es imagen de Dios: y es bueno, muy bueno.

La “soledad originaria del hombre”, como la llama el Papa, no se refiere al varón, sino al ser humano. No se trata de la “falta de mujer”. Según explica al comentar el segundo relato, el hombre está en búsqueda de su propia identidad, y constata a través de un test, poner nombre a todos los animales, que él, el ser humano es un sujeto, distinto del resto de los individuos, que es capaz de conocerlos y de autoconocerse, pero no encuentra en ninguno de ellos un “ayuda adecuada”, para ser hombre, imagen y semejanza de Dios. Podríamos decir que, desde el punto de vista ontológico, el varón no es hombre sin la mujer. Ni la mujer sin el varón [10–10–79 y 24–10–79].

De esta manera, San Juan Pablo II nos enseña que el relato de Génesis 2 debe leerse a la luz de Génesis 1, en el que la creación del hombre es varón y mujer, y que el Papa llama unidad originaria.

La soledad originaria sólo se relata a los efectos de conocer la experiencia subjetiva del hombre que aún no encuentra su identidad humana, y que solo lo conseguirá al ver a la mujer. Explica que, así como en el relato, el varón no es hombre hasta que encuentra a la mujer, el hombre (varón y mujer) no se autoconoce por su capacidad de reflexión (metafísica) o de autodeterminación (libertad), sino por la experiencia de su cuerpo, que es el “cultivar y someter la tierra”, es decir, por el trabajo que es lo propio del cuerpo y en el que se expresa la persona y, evidentemente también, en su diferenciación sexuada, en el reconocimiento de una atracción hacia el otro que promete felicidad en la unión sexual que, descubrirá, es más que simple libido. [31–10–79]

Ese encuentro de los dos se da después de un sueño tan profundo que equivale, según el Papa, a un retorno al no ser, en busca de su identidad, para despertar siendo “dos”. Este segundo relato del Génesis da un orden a la revelación de la antropología. En primer lugar, se nos revela la soledad originaria del hombre que se reconoce “alguien” frente a los “cuerpos que son algo”, los animales. Después se revela la unidad originaria por la diferencia varón y mujer: en la exultación del varón frente a la mujer (“Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”, Gén 2, 23) podemos ser testigos de la toma de conciencia del hombre del significado de sus cuerpos, y por lo tanto del gozo divino de la comunión de personas que están llamados a vivir a imagen y semejanza de Dios. [7–11–79]

La teología del cuerpo se presenta así como teología de la masculinidad y la feminidad. Es decir, el hecho de ser cuerpo sexuado va más allá de ser varón y mujer, ya que alcanza su significado en que somos imagen de Dios: somos “alguien para otro”, comunión de personas, que en lo humano es ser cuerpo sexuado. Por eso esta teología conlleva una ética, un “ethos” lo llamará (cf. diálogo de Jesús con los fariseos: Mt 19 y Mc 10), un modo de vivir del hombre–cuerpo; y una sacramentalidad (Efesios 5, 29–32), es decir, una acción de Dios que nos comunica su misterio, su Vida, a través de la vida corporal del hombre. [14–11–79]

Resumamos en pocas palabras lo visto hasta ahora, para luego avanzar un poco más: El hombre, varón y mujer, es creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1, 27). Descubre esa altísima dignidad a la que ha sido llamado a través de su masculinidad y feminidad, que son como dos «encarnaciones» de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo (soledad originaria). Podemos decir que el hombre, varón y mujer, conocen en sus cuerpos, llamados al amor, su semejanza con Dios (unidad originaria), y a través de ésta, a Dios mismo (comunión de personas). Por eso, concluye el Papa, de esta manera, masculinidad y feminidad significan un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, incluida la historia de la salvación: están llamados corporalmente a la comunión con Dios. Sus cuerpos hablan de su origen, de su vocación y destino divinos.

La expresión “y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gén 2, 24) se refiere sin duda al acto conyugal. Sin embargo, el contexto bíblico revelado con la ayuda de San Juan Pablo II nos obliga a entrever desde el «principio» la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo, es decir, nos obliga a ver el cuerpo y los sexos como vocación a la comunión de las personas. Esa unión en “una sola carne” hace revivir la unidad del hombre desde la soledad originaria (virginal) de ambos. La soledad es superada por la asunción libre de la soledad del otro yo–cuerpo como propia, y esa superación es la que le da el significado al cuerpo: mi yo–cuerpo solo es para tu yo–cuerpo solo. Y esto se da por elección libre, como respuesta libre a una invitación divina, a una vocación: “El hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”. Esta autoconciencia y autodeterminación del hombre para ser “una sola carne” se da en la medida en que tienen una conciencia madura del significado de su corporeidad. En cada unión en “una sola carne” se renueva el misterio de la creación en el origen: comunión de personas. Y en cierto sentido se perpetúa el compromiso libre de ser imagen y semejanza de Dios en el futuro. [21–11–79]

Desnudez originaria

A los conceptos revelados de soledad y unidad originarias se suma ahora el de desnudez originaria. Génesis 2, 25 dice así: "Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello"[18]. Este es un concepto clave de comprensión. Gén 2, 25 revela el estado de conciencia y experiencia recíproca del cuerpo. Los grados de conciencia del hombre histórico (cargado con la herencia del pecado) tienen su punto de partida en la inocencia originaria: la presencia turbadora del desnudo del otro sexo para el hombre histórico fue precedido por una presencia gozosa originaria. En Gén 3, 7, el momento en que se comete el pecado original, marca un momento nuevo, distinto: “Abriéronse los ojos de ambos, y ‘entonces’ vieron que estaban desnudos”. La vergüenza es aquí una experiencia no sólo originaria, sino "de límite". Hay un cambio en cuanto a la desnudez originaria. Gén 3, 11: "¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?". Este cambio se refiere directamente a la experiencia del significado del propio cuerpo frente al Creador y a las criaturas. Debemos reconstruir el sentido de “desnudez originaria” para entender el significado del cuerpo en su soledad y unidad originarias [12–12–79].

El Papa se pregunta qué es esa vergüenza relativa al cuerpo, que no existió en el origen y que aparece después del pecado. En la experiencia del pudor, el ser humano experimenta el temor en relación al «segundo yo» (…), y esto es sustancialmente temor por el propio «yo». Después del pecado, la propia desnudez se vive como problemática: se siente una vulnerabilidad frente a la mirada del otro, y frente a la desnudez del otro. La corporalidad se convierte en una pantalla que esconde a la persona, en una atracción perturbadora, que cosificando al otro, dificulta la comunión. Y se siente también mirado de esa forma. Con el pudor el ser humano manifiesta casi «instintivamente» la necesidad de la afirmación y de la aceptación de este «yo» según su justo valor. La vergüenza (y el pudor sexual) son expresión de la vocación a ser un yo, una persona, no una cosa. Es temor que reclama la justa aceptación del yo. El pudor expresa tanto la soledad originaria como el orden debido a la comunión de personas. Al mismo tiempo que señala una distancia, indica un nivel idóneo de acercamiento entre el varón y la mujer, dando lugar a una ética en la convivencia entre varones y mujeres.

El hombre, originariamente solo, descubre su unidad al conocer a la mujer (en su pura desnudez), que le ayuda adecuadamente (“carne de mi carne”) a conocer inocente y espontáneamente el significado de su cuerpo y la verdad sobre su humanidad–imagen de Dios. Y él, a su vez, le revela corporalmente esa verdad a ella. Podríamos reconocer que el cuerpo humano–varón no tiene sentido si no existiera el cuerpo humano–mujer y viceversa. No tendría sentido sin la unidad del hombre, cuyo cuerpo humano es varón y mujer.

El conocimiento del hombre en sus cuerpos de varón y mujer no es un conocimiento sólo exterior, sino una comunicación plena de la persona en su exterior (desnudez) que comunica espontáneamente la plenitud de su interioridad personal, dando lugar a la communio personarum, una comunión de personas, entre personas. El cuerpo expresa a la persona en su ser concreto ontológico y existencial. Es un hecho extraordinario en el normal conocimiento humano de lo sensible, porque comunica también el espíritu personal. Esa comunicación de la personal interioridad equivale a la comunicación de la imagen de Dios en la persona, a imagen y semejanza de la communio personarum de Dios [19–12–79].[19]

Significado esponsal del cuerpo

El conocimiento recíproco del varón y la mujer implica también un conocimiento interior que es participación del conocimiento pleno que tiene Dios. Un conocimiento en el que no hay ruptura entre lo sensible y lo espiritual, ni entre la persona y su sexualidad, masculino y femenino. Se comunican en la plenitud de su humanidad en cuanto communio personarum, es decir como don recíproco: la comunión de personas es la mutua entrega entre el varón y la mujer. Ese ser don el uno para el otro, descubierto al verse físicamente, es el significado esponsal de sus cuerpos.

El Papa hace notar que Jesús contesta a los fariseos hablando del Creador y la creación. De esta manera el Maestro introduce en las consideraciones hechas hasta ahora un nuevo criterio de comprensión, que llamaremos "hermenéutica[20] del don". Esa hermenéutica es la que se caracteriza por la creación de la nada como “donación de la nada”, y que existe en todo lo creado.

El hombre, varón y mujer, es don (creado), pero también destinatario del don. Y esto es muy importante, porque sólo en la medida en que el hombre, única criatura amada por sí misma, es destinataria de la creación, podemos hablar de don de Dios en la creación, porque hay “alguien” que recibe el don. No hay don si no se dona a alguien. Pero más aún, el hombre, varón y mujer, se reconoce, en el significado esponsal de su cuerpo, llamado a responder a Dios, capax Dei –capaz de ser como Dios–, donándose a sí mismo, a imagen y semejanza del Creador. [2–1–80]

En el contexto del segundo relato del Génesis, el Papa se pregunta si el primer "hombre" , en su soledad originaria, viviría el mundo realmente como don. La respuesta es no. De hecho, el Papa indica que es necesario observar que por vez primera aparece claramente una cierta carencia de bien: "No es bueno que el hombre (varón) esté solo —dice Yahvé—, voy a hacerle una ayuda..." (Gén 2, 18). Adán todavía no es imagen y semejanza de Dios. Sólo cuando Adán tiene enfrente a Eva, se reconoce como don, y entiende el mundo como don.

El hombre (varón y mujer) es imagen de Dios en cuanto existe “para alguien”, en un recíproco don, en comunión de personas. Esta realización de la imagen de Dios como don en el hombre es el origen de su felicidad, de lo “bueno” del hombre (varón y mujer). Por eso, es esencialmente simultáneo en el hombre su masculinidad o femineidad y su ser persona. Es Fulanito (persona) para (como varón); o Fulanita (persona) para (como mujer). El cuerpo sexuado es el testimonio de que la creación es don, realizada por el Amor que es fuente de toda donación. El hombre es el primer testigo de ese testimonio, y así lo “lee” en su corporalidad Este significado “esponsal” del cuerpo (masculino o femenino) es la fuente arquetípica, dice Benedicto XVI, del gozo del ser humano (cf. Deus Caritas Est, 2).

Por otra parte, que “se hagan una sola carne” (Gén 2, 24) implica sumisión de la persona a la comunión de personas y a su fecundidad. El varón y la mujer, al hacerse “una sola carne”, empiezan a “ser para” de manera consciente. La soledad, el solipsismo moderno, recibe así una vía de escape a la comprensión del ser humano como individuo autónomo.

Al mismo tiempo “no sentían vergüenza” (Gén 2, 25) indica que no se trataba, en el “principio”, de “sentir” la sexualidad como un mero instinto que coacciona, sino que el hombre lo viviera con libertad. En esto se ve que la unidad del hombre en la carne es solo análoga al resto de los animales, con los que hay un claro parecido, pero que se distingue absolutamente en cuanto al significado de su cuerpo y a la comunión de personas, a imagen y semejanza de Dios. [9–1–80]

I. B. La Plenitud Personal, Consecuencia de la Teología del Cuerpo

Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, – El los hizo varón y hembra. – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» (Mc 10, 5-9).

Esta segunda parte del primer capítulo abarca las audiencias de la serie Teología del cuerpo de San Juan Pablo II entre las fechas 16 de enero y 2 de abril de 1980.

Plenitud de Vida: verdadera felicidad

La felicidad que buscamos los hombres a lo largo de toda nuestra vida es amar (desarrollar plenamente la capacidad de dar, de darse, de hacer felices a otros) y ser amados (ser plenamente aceptados en cuanto “persona singular”, más allá de nuestras capacidades o limitaciones). En este amar y ser amados, nuestros interlocutores son Dios (al menos experimentado como aspiración) y los demás, empezando por los que nos rodean.

Pensémoslo, y nos daremos cuenta de que todo lo que pensamos, queremos y hacemos tiene estos dos objetivos, muchas veces de manera simultánea. Todo el hacer del hombre (el trabajo, el arte, la técnica…), en cuanto canal de expresión de lo humano, en todo el mundo y a lo largo de la historia, de una manera u otra, también hace referencia a la búsqueda, con éxito o fracaso, de estos dos fines.

Esas dos finalidades que componen la felicidad humana están llamadas a hacerse realidad cuando la persona humana (varón o mujer) forman una comunión de personas, a imagen y semejanza de Dios. Esa comunión implica la expresión corporal de su libertad de ser don; y a la vez, la aceptación plena de la otra persona, que responde con la donación de su misma persona corporal. Se puede decir que, creados por el Amor, esto es, dotados en su ser de masculinidad y feminidad, ambos están "desnudos", porque son libres de la misma libertad del don, dice el Papa. [16–1–80]

San Juan Pablo II nos anima a descubrir esta verdad revelada en un texto del Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes, 24: “Más aún, cuando el Señor Jesús ruega al Padre ‘para que todos sean una sola cosa, como yo y tú somos una sola cosa’ (Jn 17, 21–22), abriéndonos perspectivas cerradas a la razón humana, nos ha sugerido una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás".

A raíz de ese texto el Papa santo, afirma contundentemente que en la comunión de personas el ser humano realiza el sentido mismo de su ser y existir. Y agrega que esa comunión revelada en el Génesis no solo es "originaria", sino también "ejemplar" de la existencia del hombre, en particular del hombre "como varón y mujer", donde ejemplar significa arquetipo de toda otra comunión. [16–1–80]

Aunque esperamos el acuerdo del lector sobre este doble contenido de la felicidad humana, comprendemos que, por más que compartamos el ideal de la comunión de personas como objetivo, el día a día nos pueda sugerir desdecirnos. La tentación de reservarnos, de usar a los demás, se presentan de un modo u otro. Las limitaciones para esa comunión son más, o más fuertes, que las fuerzas de nuestra libertad de donarnos y aceptarnos plenamente: cada día debemos hacer las cuentas con nuestro egoísmo. Pensamos que caer en este desánimo antropológico es comprensible, pero no justificable. Nos animamos a decir que quizás ese desengaño provenga de plantear la búsqueda de la felicidad sin terminar de entender el papel que juega Dios en nuestra comunión de personas. Intentaremos, con la ayuda de San Juan Pablo II, iluminar este punto esencial del camino de la felicidad.

La comunión de “personas”

El doble fin de la felicidad, amar y ser amados, se hace “carne” en la catequesis del Papa. Nos asegura que el significado “esponsalicio” del cuerpo es componente fundamental de la existencia humana en el mundo. Y aun cuando sufre y sufrirá deformaciones, siempre permanecerá el nivel más profundo, que exige ser revelado en toda su verdad, como signo de la "imagen de Dios" en el hombre, varón y mujer.

El Papa precisa el contenido de la comunión de personas cuando nos dice: El varón acoge interiormente a la mujer tal como el creador la ha querido "por sí misma", imagen de Dios a través de su feminidad; y recíprocamente, ella lo acoge tal como el creador lo ha querido "por sí mismo" y lo ha constituido imagen suya mediante su masculinidad. Ese querer “por sí mismo”, por su valor o dignidad absoluta, supera la dimensión simplemente física de la "sexualidad". Así, además de la capacidad de hacerse don, el cuerpo masculino y femenino hacen posible “afirmar a la otra persona”, amada por sí misma por Dios: elegida por el Amor eterno. Esta afirmación es la acogida del don que es la otra persona. Cuando esa afirmación/acogida es recíproca da lugar a la comunión de personas. Se da en el interior y abarca todo lo masculino y femenino exterior, sin experimentar vergüenza. Al contrario, la revelación y el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo explican la felicidad originaria del hombre y, al mismo tiempo, abren la perspectiva de su historia terrena, a la que él no se sustraerá jamás a este "tema" indispensable de la propia existencia [16–1–80]. O el hombre, varón y mujer, descubren su corporalidad como camino a la felicidad, o no la encontrarán nunca.

Esta felicidad de amar y ser amado en comunión de personas tiene un presupuesto que abordamos ahora, y es el que nos mostrará el papel de Dios en nuestra comunión de personas. Se trata, nada más y nada menos, que de descubrir el secreto de la felicidad del ser humano.

La inocencia original

Para que quede claro el presupuesto de la comunión de personas, aclaremos primero algunas ideas. Solo el ser es bueno; llamamos “mal” a su ausencia (ens et bonum convertuntur, ser y bien se identifican, dice la filosofía). Y el ser empieza a ser por creación (de la nada), es decir por donación, por gracia, por amor. Por eso cuando recibimos un regalo reconocemos al dador, y decimos: “Gracias”. Y el donante responde: “de nada”. Es como si dijera: “no lo hice por otra cosa. Lo hice de la nada, por amor”. Por eso, el Papa dice: Sólo el amor crea el bien.

Si la felicidad es la donación y la aceptación del don, podríamos decir con el Papa que la felicidad es el arraigarse en el amor. Es decir, que el sentido gozoso de la propia vida se sostiene y se alimenta (se arraiga) en amar y sentirse amado.

El autor de la teología del cuerpo explica que esa felicidad original por el amor actúa como “inmunidad” de la “vergüenza”: cuando hay amor verdadero no cabe el temor. Este temor sería justamente la experiencia humana de exponer la propia persona a la posible ausencia del amor verdadero que exige la comunión de personas, es decir, a una mirada que se fija en los valores sexuales, y no en la persona, una mirada lujuriosa, y no desinteresada.

Esta inmunidad, dice el Papa, nos orienta hacia el misterio de la inocencia originaria del hombre. En nuestra visión actual de hombre pecador, nos resulta inimaginable esa tal inmunidad. Solo nos la imaginamos de manera negativa o antinatural. ¿Es posible amar inocentemente? El Papa nos contesta: Esta inocencia pertenece a la dimensión de la gracia contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso[21] don hecho a lo más íntimo del hombre al "corazón" humano que permite a ambos, varón y mujer, existir desde el "principio" en la recíproca relación del don desinteresado de sí. Esto se muestra plásticamente en relato bíblico en la naturalidad serena en que Adán y Eva viven frente a frente en su desnudez.

El Papa nos dice que es esencial que el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo que hemos hecho en la lectura del Génesis se realice a través de la inocencia originaria. Y que a su vez ese descubrimiento revela qué es esa “inocencia original”. Nos está diciendo que la gozosa y plena comunión de personas del “principio”, en la que el hombre es feliz a imagen y semejanza de Dios, solo se da en esa inocencia, que se revela en “su actuación”, en la capacidad (imposible para el ser humano limitado) de ser comunión inocente de personas. El Papa precisa: Es un misterio de la existencia del ser humano, anterior a la ciencia del bien y del mal, y como "al margen" de ésta. Por lo tanto, no es “inocencia” (in–nocere) en el sentido de “no ser malvado”, ni de una inmadura ingenuidad, sino en el sentido de plenitud de ser, el bien sin daño. Una presencia contundente del bien que es el amor, y que no deja espacio a un amor parcial, puramente sexual, por ejemplo (que implicaría la entrada de la vergüenza). El hombre "histórico" trata de comprender el misterio de la inocencia originaria por contraste, esto es, remontándose a la experiencia de la propia culpa y del propio estado pecaminoso (“No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (…) ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Rom 7, 19. 24). Sin embargo, el Papa señala que la inocencia originaria es, pues, lo que "radicalmente" (en sus mismas raíces), excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón–mujer, elimina su necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su conciencia.

Ese misterio humano original, anterior a la ciencia del bien y del mal (pensar en el árbol del Paraíso del que no deben comer), que capacita para amar a imagen y semejanza de Dios, consiste en un don hecho al hombre, una gracia (toda la creación es don para el hombre). Pero que en este caso es la dimensión más profunda y determinada de la gracia, esto es, de la participación en la vida íntima de Dios mismo, en su santidad. Ésta es, asegura el Papa, fundamento interior y fuente de la inocencia originaria del ser humano. Es decir, aunque la inocencia originaria hable sobre todo de la gracia que ha hecho posible la donación recíproca del uno al otro a través de la masculinidad y feminidad en este mundo, nos dice, sin embargo, esta inocencia parece referirse ante todo al estado interior del "corazón" humano, de la voluntad humana. Esa inocencia es el regalo de la presencia de la santidad de Dios en el corazón humano. Es la comunión con Dios. Una rectitud originaria, que permite la experiencia recíproca del cuerpo como experiencia de su significado esponsalicio (según el testimonio del Génesis 2, 23–25). Dios restaura al hombre caído, convirtiéndose en garante de su pureza ya no originaria, sino restaurada por la gracia divina.

La inocencia recuperada y la felicidad son realidades en la comunión de las personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de la existencia del hombre en el misterio de la creación. La felicidad de la comunión –del significado esponsalicio de la masculinidad y la feminidad humanas— está condicionada por la inocencia originaria. Es la "pureza de corazón", que conserva una fidelidad interior al don según el significado esponsalicio del cuerpo. Sólo se puede ser felices en la comunión varón–mujer con una inocencia, rectitud interior, que los haga capaces de un amor que es esencialmente darse. Dirá más adelante Benedicto XVI que, evidentemente, también pide recibir.[22]

El Papa da un paso más en la comprensión: por consiguiente, la inocencia originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio sereno de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier experiencia del bien y del mal. [30–1–80] En presencia del otro no se experimenta la turbación de la vergüenza, sino la vocación a la comunión.

Pensamos que esa manifestación de la inocencia podríamos llamarla paz. Esa paz del corazón que permite la entrega serena y confiada, por la feliz experiencia de ser recibidos en la verdad del significado esponsalicio del propio cuerpo, en su masculinidad y feminidad. Paz que es la “limpieza de corazón” que hace feliz al ser humano, varón y mujer, “porque ven a Dios” en sí mismos, en su llamada a amar y ser amados.

La plenitud como camino: crecer en la felicidad de la comunión de personas

Esta capacidad de ser comunión de personas y alcanzar el doble fin de la felicidad, es una gracia y una tarea. El Papa explica que en las raíces de esta experiencia (del significado esponsalicio del cuerpo) debe estar la libertad interior del don, unida sobre todo a la inocencia (libertad y gracia). Podemos decir que la inocencia interior (esto es, la rectitud de intención) en el intercambio del don consiste en una recíproca "aceptación" del otro, tal que corresponda a la esencia misma del don; de este modo, la donación mutua crea la comunión de las personas. Se trata, pues, de una "aceptación" o "acogida" tal que exprese y sostenga, en la desnudez recíproca, el significado del don y por eso profundice la dignidad recíproca de él. El amor es la única realidad humana que, por ser imagen y semejanza de Dios, no tiene límite, puede siempre crecer. Y la dignidad humana, a imagen y semejanza de Dios, reclama un amor sin límite, continuamente en camino. (Cf.S.Th., I–II, 24, 7, ad. 2–3).

El Papa lo explica mejor: Esa dignidad corresponde profundamente al hecho de que el Creador ha querido (y continuamente quiere) al hombre, varón y mujer, "por sí mismo". La inocencia "del corazón" y, por consiguiente, la inocencia de la experiencia significa participación moral en el eterno y permanente acto de la voluntad de Dios.[23] No deseo a la otra persona para mí, sino que la quiero en sí misma, y vivo el amor como buscar el bien de la otra persona (benevolencia, querer el bien del otro, “darme”), actividad en la que encuentro la felicidad. Lo contrario de esta "acogida" o "aceptación" del otro ser humano como don sería una privación del don mismo y por esto un trastrueque e incluso una reducción del otro a "objeto para mí mismo" (objeto de "apropiación indebida", etc.). Producir tal extorsión al otro ser humano en su don (a la mujer por parte del varón y viceversa) y reducirlo interiormente a mero "objeto para mí", debería señalar precisamente el comienzo de la vergüenza. Efectivamente, ésta corresponde a una amenaza inferida al don en su intimidad personal y testimonia el derrumbamiento interior de la inocencia en la experiencia recíproca. [6–2–1980]

San Juan Pablo II profundiza de manera asombrosa en el desarrollo, en el crecimiento en el amor. En todo el proceso del "don de sí": el donar y el aceptar el don se compenetran, de tal manera que el mismo donar se convierte en aceptar, y el aceptar se transforma en donar. Génesis 2, 23–25 nos permite deducir que la mujer, la cual en el misterio de la creación fue "dada" al hombre por el Creador, es "acogida", o sea, aceptada por él como don, gracias a la inocencia originaria. Cuando en esta aceptación se asegura toda la dignidad del don, mediante la ofrenda de lo que ella es en toda la verdad de su humanidad y en toda la realidad de su cuerpo y de su sexo, de su feminidad, ella llega a la profundidad íntima de su persona y a la posesión plena de sí (se descubre amada, digna de ser). Por eso, esa aceptación de la mujer por parte del hombre y el mismo modo de aceptarla se convierten en donación del varón a la mujer. Añadamos que el don de sí crece en virtud de la disposición interior al intercambio del don y en la medida en que encuentra una igual e incluso más profunda aceptación y acogida, como fruto de una cada vez más intensa conciencia del don mismo. Es decir, al darme me descubro pleno, y afirmándome, me confirmo en el camino de darme; al recibir, gozo del don del otro y mi felicidad se completa.

Por el otro lado, parece que el segundo relato de la creación haya asignado al varón "desde el principio" la función de quien recibe el don (cf. especialmente Génesis 2, 23). La mujer está confiada "desde el principio" a sus ojos, a su conciencia, a su sensibilidad, a su "corazón"; él, en cambio, debe asegurar, de cierto modo, el proceso mismo del intercambio del don, la recíproca compenetración del dar y del recibir el don, la que, precisamente a través de la reciprocidad de la mujer, crea una auténtica comunión de personas. En otras palabras, si el varón no recibe a la mujer como don, sino como objeto, plantea la relación como cerrada a la comunión, en la que la mujer no podrá donarse, porque ha sido cosificada, rechazada como persona.

El hombre se enriquece no sólo mediante ella, que le dona la propia persona y feminidad, sino también mediante la donación de sí mismo. La donación por parte del hombre, en respuesta a la de la mujer, es un enriquecimiento para él mismo; en efecto, ahí se manifiesta como la esencia específica de su masculinidad que, a través de la realidad del cuerpo y del sexo, alcanza la íntima profundidad de la "posesión de sí", gracias a la cual es capaz tanto de darse a sí mismo como de recibir el don del otro.

El hombre, pues, no sólo acepta el don, sino que a la vez es acogido como don por la mujer, en la revelación de la interior esencia espiritual de su masculinidad, juntamente con toda la verdad de su cuerpo y de su sexo. Al ser aceptado así, se enriquece por esta aceptación y acogida del don de la propia masculinidad. A continuación, esta aceptación, en la que el hombre se encuentra a sí mismo a través del "don sincero de sí", se convierte para él en fuente de un nuevo y más profundo enriquecimiento de la mujer con él. El intercambio es recíproco, y en él se revelan y crecen los efectos mutuos de "don sincero" y del "encuentro de sí". [6–2–80]

Si la felicidad humana está en amar y ser amado (en “darse” y saber “recibir”), Jesucristo, que nos amó primero, y que está presente en nuestros corazones por la gracia de su Espíritu, actúa en nosotros: nos abre un camino de comunión personal con Dios que supera infinitamente la inocencia original del hombre.

Como queda a la vista, la Teología del cuerpo es esencial para conocer quién es el hombre y quién debe ser, nos dice el Papa [13–2–80]. El hombre se siente, en su cuerpo de varón o de mujer, sujeto de santidad y ese cuerpo, a pesar del pecado, revela una "llamada a la gloria" (cf. Rom 8, 30). [20–2–80]

La posesión de la humanidad en la procreación

El hombre, varón y mujer, llamados a la comunión de personas, se revelan el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio "yo" humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Esta comunión es llamada también “conocimiento” (Gén 4, 1–2). Esa terminología arcaica es destacada por el autor de la teología del cuerpo, porque encierra el contenido de la comunión como acto libre; y a la vez de apertura a toda la verdad del hombre. Por eso, dice el Papa, la conciencia del significado del cuerpo implica la paternidad y la maternidad: Una vez que Adán “conoció” a su mujer, su cuerpo y sexo de mujer revelan lo más propio de la feminidad mediante la maternidad: "la cual concibió y parió" (Gén 4, 1). La mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del hombre, es decir, el significado generador y "paterno" de su cuerpo [5 y 12–3–80].

Dios confió al hombre toda la creación. Sin embargo, explica el Papa, hay una gran diferencia entre el mandato divino de someter la tierra en referencia a los otros seres vivientes (animalia), y el mandato: "Procread y multiplicaos, y henchid la tierra" (Gén 1, 28).Una cosa es dominar la tierra y ser custodios del árbol de la vida (de lo viviente) y otra es generar la vida a imagen y semejanza de Dios. En la donación de sus personas, en la realización del acto sexual, a imagen de la comunión de amor de Dios, son como "arrebatados" juntos, dice el Papa: juntamente otmados ambos en posesión por la humanidad (…) en la unión y “conocimiento” recíprocos para recuperar su humanidad, de la admiarble madurez masculina y femenina de sus cuerpos. Es interesante hacer notar que en la Biblia el acto sexual no es concebido como “posesión” y “éxtasis” – al modo de Platón (cf. Deus Caritas Est, 4)–, sino como “conocimiento”. En otras palabras, entregados en “mutua desposesión” por amor, se ponen, juntos, a disposición de la procreación como instrumentos del Creador. Después del pecado este significado del cuerpo del hombre quedará también opacado, y la procreación ya no se verá como gozosa consecuencia de la mutua donación a imagen y semejanza de Dios, sino como dolor y sacrificio, unidos a la muerte que será parte de la existencia terrena del hombre. Sin embargo, señala el Papa, la vida se sigue abriendo camino, como si ambos, varón y mujer, afirmaran en el nuevo hombre engendrado: “he aquí que era todo muy bueno” [26–3–80].

II. La Redención del Corazón

“Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que miro a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 27–28)

Presupuestos sobre la verdad del cuerpo y su ética

El texto de referencia para el análisis de Juan Pablo II son las palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña:

«Habéis oído que fue dicho No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27–28).

También el presupuesto de su discurso:

«No penséis que he venido a abrogar la ley o los profetas: no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17).

Tomamos estas palabras como Palabra de Dios que resuena delante de su pueblo, recordándole la verdad que reside en lo más profundo de sus corazones. Son las palabras del Creador que le dicen a su criatura qué y por qué lo ha hecho, y nadie mejor que Él para recordar una ley que nace de su creación amorosa: la ley está no en Tablas, sino en el corazón de cada uno (cf. 2 Co 3, 3).

La fuerza y claridad de la enseñanza del Señor, su perentoria llamada a un comportamiento nuevo, dirigida a una multitud variada de oyentes, nos hace entender que se trata de una verdad de ley natural: está dirigida a todos, y todos pueden entenderla[24].

El corazón como fuente de moralidad

Su mención del corazón, y de la posibilidad de un adulterio del corazón introduce una absoluta novedad en la ética, al desviar la atención de los actos exteriores a su fuente más auténtica: el corazón. Este desarrollo de la ética cristiana ha sido muy valorado por autores contemporáneos, al resaltar la subjetividad, el mundo interior del hombre.

Moralidad es armonía. Hacia la plenitud de la comunión.

Este giro hacia la interioridad permite descubrir las coordenadas de la moral en el mismo hombre, y no en un sistema exterior de referencias. El hombre, varón y mujer es capaza de darse la ley que descubre en su propia estructura interior: el descubrimiento de las fuerzas que obran dentro suyo le permiten entender cómo llevarlas armónicamente hacia lo que es bueno. Así, la moral no es un código de comportamiento que se me impone desde fuera (heterónomo, heteronormativo), sino la búsqueda de una armonía que entiendo en mí, como proyecto, como vocación, hacia la comunión, que es la plenitud para la que estamos hechos.

Hombres y mujeres de toda edad y condición escuchan a Jesús decir que deben mirar al corazón: aquella dimensión de la humanidad con la que está vinculado directamente el sentido del significado del cuerpo humano, y el orden de ese sentido [23–4–80]. Como dice el Papa, esa palabra se dirige hoy al hombre “histórico”, al hombre en nuestra condición de criaturas pecadoras, pero también redimidas. Jesús recordará a sus oyentes cuál es la verdad de su condición, para que, conociéndola, pueda encontrarse con su plenitud: la comunión, la convivencia armónica, el amor.

Exige una teoría de la corporalidad

Significado esponsal de la estructura corporal

El tema del que habla Jesús es el adulterio. Todos los que los que lo escucharon supieron de qué hablaba, y nosotros hoy también. Habla de aquel pecado que en David comenzó con la mirada (2 Sam 11, 1). Sus palabras se refieren al varón que, mirando, puede cometer adulterio en su corazón, aunque se refieren de modo simétrico a la mujer.

En el inicio de sus catequesis, el autor ha mostrado cómo el cuerpo humano tiene una estructura en la que es posible reconocer el significado esponsal, una invitación a la comunión corporal que es signo de la comunión espiritual que supone amar y ser amados. Pero en la condición “histórica” que vivimos después del pecado original, se ha instalado en esa estructura la triple concupiscencia, explicada en la concisa fórmula de la primera Carta de San Juan 2, 16–17: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo». El mundo, en San Juan, no es aquello que “Vio Dios que era bueno” (Gén 1), sino el “mundo sin Dios”, que es rechazado por el hombre en su corazón.

De la limpieza de la mirada al deseo concupiscente

El hombre se ha transformado en el “hombre del deseo”, del deseo errado de “ser como Dios” según la invitación del “mundo” y no de Dios. El hombre se pone su propia ley, contra el designio de Dios. En el relato del pecado original se presentan de modo arcaico, pero elocuente, profundas verdades antropológicas con un lenguaje denso, que el Papa nos ayuda ahora a descifrar.

El primer hombre se esconde de Dios porque se da cuenta de que estaba desnudo. Ha hecho su entrada en el mundo la concupiscencia, la dificultad para experimentar su cuerpo de un modo sano y abierto, porque se ha transformado, deformado, su transparencia originaria. La experiencia de la vergüenza irrumpe en la vida del varón y la mujer. Es sugestiva la reacción de Adán: “Temeroso, me escondí, porque estaba desnudo” (Gén 3). La desnudez comporta un sentido de desprotección, de sentirse desconectado de Dios. Supone el desplome de la condición originaria del cuerpo, imagen de Dios. El relato señalará, además, la conciencia del inicio de una hostilidad del mundo que ahora negará sus frutos, y hará vacilar en el varón y la mujer el reconocimiento de su bondad. Se puede hablar de una vergüenza cósmica: el ser creado a "imagen de Dios" y llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gén 1, 28), es sometido por la tierra, justamente en la "parte" que manifiesta su semejanza con Dios: el cuerpo. [14–5–80]

La vergüenza ante la desnudez

La vergüenza recíproca del varón y la mujer, fruto del pecado original, señala una deformación de la vivencia de la original armonía de la diferenciación sexual, de la original sintonía de la relación entre sexos. Esa armonía corporal y espiritual está ahora lastimada, de manera que el cuerpo, antes vehículo de fuerzas de comunión se transforma en un obstáculo [4–6–80]. La autoposesión y el autodominio iniciales está dañado: fruto del cambio se oscurece el significado del cuerpo que el hombre trae al mundo.

La reacción de cubrirse de vestiduras revela el impulso a “defenderse”. ¿De qué? De una mirada que ya no mira con respeto al cuerpo, sino que lo invade, viola su pureza, ya no lo reconoce como un signo de comunión de amor, sino que lo mira como objeto. Pero esa transformación de la mirada no está en el cuerpo, sino en el corazón del varón y de la mujer; no está en la sexualidad somática, sino en la mirada transformada [deformada], oscurecida: la transformación nociva está en el corazón [26–6–80]. El relato nos lleva a una lectura no abstracta de esa transformación, sino a experiencias corporales fácilmente comprensibles.

Esa transformación de la mirada, marcada ahora por la concupiscencia, cercena la libertad interior con que el varón y la mujer vivían su desnudez, aquella libertad que les permitía reconocerse sexualmente distintos y complementarios en el respeto, atraídos, pero disponibles para darse (ética del don) y poseerse como comunión de personas. Aun así, detrás de la vergüenza, del temor, tal vez podemos entender que, a través del recurso al pudor, el cuerpo seguirá siendo una voz que llama a la comunión en la pureza de un amor de entrega. El corazón se ha transformado, decimos. ¿Hemos, entonces, de desconfiar del corazón? ¡No! Se tratará ahora de vigilar serenamente, de controlarlo, para que no se deje llevar por su desorden [23–7–80].

El Papa se detendrá en una lectura fenomenológica impresionantemente reveladora de los matices que contiene el relato bíblico, en los que sutilmente se entiende el modo diferenciado de vivir ese pudor y ese desorden por parte de la mujer y del hombre. La transformación y el desorden es bilateral, pero la mujer lo sufre más. Al varón corresponde una especial responsabilidad como primer custodio de la dignidad de la mujer y de la reciprocidad del don, para que el equilibrio se mantenga o se rompa. Se ha introducido en la primera pareja una ruptura de la capacidad de donarse libremente, y hace entrada en el mundo la relación de dominio [30–7–80]. Lo que, en el momento originario, en la creación, era una fuente de gozo y entrega libre, se convierte ahora en un mensaje ambiguo, falsable, cuando el deseo del cuerpo –bueno y querido por Dios– se transforma según el desorden del corazón, en un deseo desordenado del corazón, que ya no persigue la comunión de personas a imagen de Dios.

La apertura al amor y la entrega. Redención.

Es ahora cuando San Juan Pablo II introducirá la lectura del pasaje del Sermón de la Montaña, donde Jesús se refiere al deseo del corazón.

Insistimos en la atención que ha de prestarse al público al que se dirige Jesús: sabe quiénes son los que oyen, varones y mujeres normales, conscientes de sus dones y sus límites, comparables a los de todo tiempo y lugar. Y de modo indirecto se dirige todas las sociedades de todos los tiempos, que no son otra cosa que el fruto de las relaciones de los varones y mujeres concretos, a los que llamará a profundizar, y mirar su corazón.

La mirada del corazón, fuente de la ética

Qué se entiende por adulterio.

¿Qué entendía el auditorio por adulterio? Una falta de fidelidad a la alianza conyugal, que, en el lenguaje de los Profetas, Dios había erigido como signo de su Alianza. En una sociedad que no rechazaba del todo la poligamia, entendía que más allá de la existencia de concubinas, el adulterio era una falta seria. El Antiguo Testamento se había detenido largamente en este segundo tema, soslayando el primero: no tenían la misma entidad. El matrimonio suponía un derecho al cuerpo del cónyuge [27–8–80], y romperlo suponía una traición y falsificación del vínculo, por la falsificación del cuerpo. No en vano el mismo Dios hablaba de la idolatría como adulterio, un pecado sobre el cuerpo, signo de la exclusividad de la Alianza. El bien o el mal moral, decía Dios, está en la veracidad del respeto del signo: respetar el cuerpo del otro, de la otra, era respetar la santidad del significado de ese cuerpo, la exclusividad y totalidad de la entrega amorosa, tanto del esposo a la esposa, como de Dios a su Pueblo. Por eso describirá Yahvé la idolatría como “adulterio”.

En ese contexto resuenan las palabras del Señor: “No adulterarás… Yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”. Introduce un nuevo elemento: el deseo. Cuando antes se estaba refiriendo a un acto corporal –adulterio–, ahora transfiere el contenido del pecado a la interioridad, a la subjetividad del protagonista. Claramente, señala el autor de las catequesis, al señalar “el deseo” y el “corazón” como nuevo escenario del adulterio profundiza la ley anterior –“Pero yo os digo”–, e introduce un nuevo ethos, un nuevo paradigma de comportamiento, una nueva manera de comportarse. Mirar deseando es construcción que se refiere sobre todo al deseo: mirar y desear pertenecen a una experiencia psicológica muy realista [10–9–80]. La mirada es expresión del corazón, es el umbral de la verdad interior del hombre [se detendrá más en este tema el 8–10–80].

Qué papel juega la mirada.

El deseo es la apropiación interior de la atracción carnal, y muestra ahora lo que llama reducción intencional: la mirada del hombre ha reducido aquello que mira. En vez de invitar a la comunión personal, a la consideración del otro, de la otra, en toda su riqueza existencial, esa nueva mirada la empequeñece, la asimila a un objeto de posesión egoísta. Quiere su sexo, no su persona. El deseo, la mirada, cabalga sobre las ruinas del significado esponsal del cuerpo [17–9–80]. Y lo más grave es que esta transformación de la intencionalidad (aquello hacia lo que tiende), no es marginal, secundaria, sólo de algo accidental, como podría serlo el deseo, sino que justamente ese deseo supone una transformación de la existencia misma al desorden. El desorden del deseo ha sido antes un desorden de la voluntad, que a su vez manifiesta el desorden del corazón [17–9–80]. Así actúa la concupiscencia, que es el nombre del desorden del corazón. Si la mirada desea desordenadamente, niega interiormente la verdad del significado esponsal del cuerpo, y niega así el sentido de la existencia del hombre, que es ser comunión a imagen de Dios. El pecado no está en el cuerpo, sino en el corazón [24–9–80], y no es simplemente un acto irrelevante, sino que manifiesta un desorden interior profundo de toda la persona, porque niega a la persona.

Qué significa adulterar en el corazón.

El pecado no está en mirar a la mujer (mirar al varón), sino en mirarlos así, desde un deseo que nace de la concupiscencia, como objeto para la necesidad sexual, renunciando a mirarlo o mirarla en toda su verdad, en su ser sexuado –llamado a la comunión personal. Las palabras de Jesús interpelan al hombre, varón y mujer de cada tiempo, mostrando la degradación del corazón y la alta dignidad a la que está llamado. Está en el hombre, varón y mujer, aceptar esa palabra, reconocer esa degradación y ponerse en camino para la redención del cuerpo, para la redención del corazón [15–10–80]. Esta [palabra de Jesús] podría, en todo caso, condenar al corazón, pero no: lo somete a juicio, o mejor, lo llama a un examen crítico, más aún, autocrítico: que investigue si es dominado o no por la concupiscencia. No es una acusación del corazón, sino la apelación a un valor: la capacidad de reconocer el significado esponsal del cuerpo.

La redención del corazón

Restituir la verdad.

Juan Pablo II pone una pregunta incisiva: ¿Esta es una ley para temer a Dios, o para confiar en su poder salvífico? Indudablemente la respuesta es la segunda. Esta Palabra no acusa, sino que impele al bien. Y ¿cómo puede y debe actuar el hombre, varón y mujer? ¿Cómo harán de los valores, praxis?

Rechazo del maniqueísmo.

El paso que dará el Papa, en primer lugar, es desterrar todo tipo de maniqueísmo, toda tentación de contraponer la materia al espíritu: el mal no está en el cuerpo, y el bien en el espíritu, sino que el cuerpo es manifestación del espíritu. El problema del pecado, de la concupiscencia, no es que se rechace el cuerpo, sino que no es suficientemente apreciado, como revelador de una llamada a la libre comunión de personas.

Lúcidamente intentará explicar cómo muchos pensadores contemporáneos han reducido al hombre a una dimensión, empobreciéndolo, y lo hará de modo magistral, alineándolo con las tres concupiscencias citadas anteriormente en la Primera Carta de Juan. Nietzsche representa la soberbia de la vida (con su negación de todo Orden superior y su apelación al Superhombre, dueño absoluto de sí mismo); Marx representa la concupiscencia de los ojos (con su reducción del hombre a lo económico y material); Freud a la concupiscencia de la carne (la sexualidad instintiva). Es lógico que desde una mirada reductiva estos maestros de la sospecha del corazón humano no sean capaces de entender la riqueza del cuerpo, e intenten ilógicamente condenar al hombre a esas pulsiones. Pero las tres concupiscencias no son el criterio fundamental que define al hombre. Por el contrario, las palabras de Jesús testimonian que la fuerza originaria (gracia) del misterio de la creación se convierte para cada uno en fuerza (gracia) del misterio de la redención. El hombre sigue siendo portador de los significados que le fueron dados cuando recibieron la existencia originaria en Adán y Eva, y aún más, ha sido redimido para poder llevarlos a plenitud, también en la situación dañada por el pecado.

Impresiona, y es necesario remarcar el optimismo antropológico del Pontífice cuando, más que señalar el fomes peccati, muestra la riqueza de cada corazón humano:

¿Acaso no siente el hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de conferirle el valor supremo, que es el amor? [29–10–80]

Esto es radicalmente contrario a la tesis de la libido freudiana, que condena los impulsos interiores del hombre a una despareja contraposición entre Eros y Tánatos (lo erótico o la muerte sería todo lo que hay en el interior del hombre). Más aún, el Santo Papa recuperará el sentido positivo del eros, como fuerza interior que atrae hacia la verdad el bien y la belleza. No es verdadera la reducción del “eros” a la concupiscencia de la carne. Eros y ethos están llamados a encontrarse en el corazón humano [5–11–80]. De esta manera, lo digno del corazón humano es vivir la comunión de personas buscando lo bueno, lo verdadero y lo bello de las personas, del don mutuo en su comunión, es decir, eróticamente. No es malo el deseo ordenado.

La enseñanza de Jesús ¿no cercena la espontaneidad del eros? No. Por el contrario, es una llamada a darle una plena y madura espontaneidad. Pide al hombre que sepa ser verdaderamente hombre interior y que tenga plena y profunda conciencia de los actos en los que juegan relaciones con otras personas: le pide responsabilidad, vigilar sobre los impulsos para vivirlos según lo que es conveniente para la "pureza del corazón" y para la comunión personal. A través del autodominio según la verdad del cuerpo [creemos que, a través de la virtud, como adquisición estable del valor en el comportamiento], el corazón humano se hace partícipe de otra espontaneidad, de la que nada sabe el "hombre de la concupiscencia carnal” [12–11–80]. Es el deseo sanado.

El ethos nuevo del Evangelio.

No es lo mismo, señala el Papa con un agudo análisis fenomenológico, la noble complacencia ante el otro sexo que el deseo sexual; si van juntos, no es lo mismo que el solo deseo. Una excitación sexual no es lo mismo que la emoción profunda en la que la sensibilidad interior, junto con la sexualidad, reaccionan ante la masculinidad y la feminidad. La orientación de la propia corporalidad según la verdad no limita, sino que enriquece la experiencia personal en las relaciones entre los sexos. Así lo dice Juan Pablo II: el ethos nuevo busca las formas vivas del hombre nuevo; autodominio, continencia, templanza, no “colgados del vacío”, sino conectados con la realidad de la atracción entre masculinidad y feminidad, en el signo permanente del cuerpo. El desorden del pecado se encuentra así con el hombre que experimenta gradualmente su propia dignidad recuperada, y con ella, la libertad del don, confirmando su integral subjetividad: es todo él, toda ella, para entregarse con el cuerpo [3–12–80].

La templanza y la limpieza de corazón. Santidad y respeto.

Así se entiende que la verdadera pureza nace del espíritu: si en el Antiguo Testamento la ley –que no el ethos, necesariamente– se centraba en lo exterior y material, la enseñanza de Cristo redirige la atención al corazón.

«Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16–17). Las palabras de San Pablo nos ponen frente a la pecabilidad humana, sin paliativos, pero también sin maniqueísmo: “la carne” nunca es la materialidad del cuerpo, sino el cuerpo que no vive según el Espíritu es un cuerpo que no es fiel a su verdad, que es ser imagen de Dios. Para San Pablo la justificación, pues, viene “del Espíritu” (de Dios) y no “de la carne”. Se trata de una auténtica fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones. El hombre se ve fortalecido, asegurado, por los dones del Espíritu Santo, que lo ayudan a alinear su corazón, y sus obras, con la acción del Espíritu. El hombre alcanza así una libertad nueva, que no se contrapone con la ley, sino que la reinterpreta a la luz del amor. La libertad no será una excusa para actuar según la carne (cfr. Gál 5, 13), sino fuente de obras nuevas y de vida según el Espíritu, en la línea no de la templanza aristotélica, sino del dominio, o enkrateia paulino, en que se entrelazan lo moral y los dones del Espíritu: esa es la auténtica pureza. He ahí donde brilla la enseñanza de San Pablo contraponiendo impureza y santidad. Si cupiera la tentación de entender la lucha por la pureza como un esfuerzo humano [a veces sobrehumano], recuerda San Juan Pablo que entre lo ascético y lo carismático hay una estrecha relación en el hombre, varón y mujer, llamados a ser comunión de personas a imagen y semejanza de Dios [14–1–81]: la gracia divina hace posible ese señorío de la propia corporalidad.

El cuerpo, en su recuperada pureza, por ser Templo del Espíritu Santo, que nos ganó la Encarnación del Verbo, tiene como don más adecuado el de piedad. ¿No es cierto que ante la pregunta sobre cuál virtud se debería centrar la atención del hombre, varón y mujer, en su esfuerzo por señorear su cuerpo, resónderíamos que es la templanza, cuyo don correspondiente, según la teología espiritual puede ser el temor de Dios? Pues no: el don más necesario es el don de piedad, pues el hombre reconoce en su corporeidad el don de Dios. Varón y mujer pueden contemplarse mutuamente asombrados de reconocer en la belleza del otro al mismo Dios. Y la pureza es la Gloria del cuerpo humano ante Dios [18–3–81]. Reconoce, así, ese camino como posible y accesible, incluso en el estado actual de pecabilidad heredada. El don del Espíritu Santo, sobre todo el de piedad, restituye toda su limpidez, toda su sencillez y toda su alegría interior a la experiencia del cuerpo, especialmente en el ámbito de las relaciones recíprocas del varón y mujer. Todo esto muestra un clima espiritual muy distinto del propio de la pasión y libídine freudiana. Ciertamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra muy distinta la alegría que el hombre, varón y mujer, encuentra al poseerse más plenamente a sí mismo, y poder de este modo darse de forma más plena y verdadera a otra persona [1–4–81].

Del ethos a la pedagogía.

El cuerpo como tarea de madurez, para expresar su verdad.

Las palabras de Cristo fundan una Teología del Cuerpo, que se traduce en una Pedagogía del cuerpo, para dar lugar a una Espiritualidad del cuerpo, bien sustentada por la enseñanza de San Pablo. La sexualidad puede aprenderse desde distintas ciencias humanas (biología, psicología, sociología, sexología), pero las más de las veces no aportan una visión integral de su riqueza. La Teología del Cuerpo, nos parece, sí permite esa aproximación. Y esta comprensión que varón y mujer adquieren de su cuerpo se transforma en saber (ethos) que ha de aprender a poseer, modelar, a través de la atención con la que han de aprender (pedagogía) a manejarse en sus conversaciones, en su convivencia, en sus manifestaciones de amor.

A continuación, el Papa cerrará este capítulo de su desarrollo dirigiendo su atención a lo que enseña el magisterio, a través de la Constitución Gaudium et Spes y la Encíclica Humanae Vitae, sobre todo en su descripción de la vocación del matrimonio, y también de la distorsión de su verdad en el mundo de hoy [8–4–81], mientras recoge la invitación de este último documento sobre la «necesidad de crear un clima favorable a la educación de la castidad» (n. 22).

Dedicará los últimos encuentros a hablar de este tema en particular referencia al cuerpo como “tema” de la creación artística, sobre todo en el terreno de la cultura audiovisual.Señala que la objetivación del cuerpo en la obra de arte difícilmente puede separarse de su modelo, que es el cuerpo humano. Lejos, además, de la propuesta de un cierto naturalismo que reclama la libertad de mostrar el cuerpo humano en su verdad, muestra cómo ese “arte” suele hacerlo de modo parcial y objetivado, que priva al cuerpo de su profundo significado personal, al ponerlo delante de la mirada ajena, despojado de su riqueza nativa. Esta manera de objetivación del cuerpo, que permite a otras personas “adueñarse” a nivel de objeto de la transfiguración o reproducción artística, plantea problemas que no son ni puramente estéticos, ni moralmente indiferentes (…). Precisamente esta verdad sobre el hombre, la verdad integral del hombre es la que exige considerar tanto el sentido de la intimidad del cuerpo, como la sinceridad del don, vinculado a la masculinidad y feminidad del cuerpo mismo, particular y específicamente en la representación artística, si queremos hablar de realismo [22 y 29–4–81].

Conclusión. Ejes finales.

Del desarrollo surgen con claridad dos ejes entre los que se ha movido el autor de las catequesis:

a) El cuerpo es esencial al hombre, no mero instrumento. Es la expresión de su capacidad personal de donación y trascendencia.

b) El obrar exterior mundano, nace del corazón, llamado a la redención, para a su vez redimir al cuerpo, redención que obra Dios, recuperando el verdadero sentido o significado.

III. A. La Resurrección de la Carne

En la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles del cielo (Mt 22, 30).

Es conveniente ahora escuchar las palabras de Jesucristo sobre la resurrección para entender la importancia fundamental del matrimonio cristiano y cómo ilumina la renuncia a él por el Reino de los Cielos. Este capítulo incluye las catequesis sobre la Teología del Cuerpo tenidas entre los días 11–11–81 y 10–2–82 (La Resurrección de la Carne). Los textos de referencia básicos de este apartado son tres (se sugiere imprimirlos y tenerlos a mano en el desarrollo), con sus paralelos:

Mt 5, 27–28:

27 «Habéis oído que fue dicho No adulterarás. 28 Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón».

Mt 19, 3–12:

3 Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?»4 El respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, – los hizo varón y hembra, –5 y que dijo: – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? –6 De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.»7 Dícenle: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?»8 Díceles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así.9 Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer – no por fornicación – y se case con otra, comete adulterio.»10 Dícenle sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse.»11 Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido.12 Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.»

Mc 10, 2–12

2 Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?»3 Él les respondió: ¿Qué os prescribió Moisés?»4 Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.»5 Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto.6 Pero desde el comienzo de la creación, – El los hizo varón y hembra. –

7 – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, 8 y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne.9 Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.»10 Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto.11 Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla;12 y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»

Mt 22, 23–32

23 Aquel día se le acercaron unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaron:24 «Maestro, Moisés dijo: Si alguien muere sin tener hijos, su hermano se casará con la mujer de aquél para dar descendencia a su hermano.25 Ahora bien, había entre nosotros siete hermanos. El primero se casó y murió; y, no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano.26 Sucedió lo mismo con el segundo, y con el tercero, hasta los siete.27 Después de todos murió la mujer.28 En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque todos la tuvieron.»29 Jesús les respondió: «Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios.30 Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo.31 Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído aquellas palabras de Dios cuando os dice:32 – Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? – No es un Dios de muertos, sino de vivos.»

Mc 12, 18–27

18 Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban:19 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano.20 Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia;21 también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo.22 Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer.23 En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.»24 Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?25 Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos.26 Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: – Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? –27 No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error.»

Lc 20, 27–38

27 Acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron:28 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano.29 Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos;30 y la tomó el segundo,31 luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos.32 Finalmente, también murió la mujer.33 Esta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.»34 Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido;35 pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido,36 ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección.37 Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor – el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. –38 No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.»

Introducción a los textos sobre la Resurrección

● El diálogo de Jesús con los fariseos sobre la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19, 3–9; Mc 10, 2–12). Se refieren, sobre todo al “principio”. Al varón y mujer antes del pecado original.

● Las palabras del Sermón de la Montaña sobre el “corazón” (Mt 5, 27–32). Se refiere al hombre “histórico”, es una invitación a reconocer cómo se ha de vivir hoy la corporalidad en su masculinidad y feminidad.

● El diálogo de Jesús con los saduceos sobre la ley del levirato (Mt 22, 24–30; Mc 12, 18–27; Lc 20, 27–40). Se refieren a la escatología, a lo que será nuestra vida en el más allá, después de la resurrección de la carne.

Este tríptico habla de tres momentos relevantes para la Teología del Cuerpo, en relación con tres dimensiones de la historia humana: en el primero Jesús habla del “principio”, el momento de la creación de hombre, varón y mujer; en el segundo habla, de la condición del hombre después del pecado original, en su condición actual, lo que llamamos su condición “histórica”; y en el tercero, se refiere a cómo será el hombre en la otra vida, en la “escatología”. La consideración de estos tres discursos nos permite descubrir una dimensión completamente nueva del misterio del hombre. Los dos primeros temas ya fueron expuestos en la Parte II.

Hay Resurrección

En el diálogo con los saduceos, en el que le preguntan sobre la ley del levirato, por la que un hermano debía hacerse cargo de la esposa de su hermano, si moría sin dejar hijos, le proponen un caso a resolver: ¿de quién será esposa una mujer en la otra vida si, después de haberse casado con varios hermanos, muere? Hay que entender el contexto: los saduceos, a los que pertenecían casi toda la clase sacerdotal, no creían en la resurrección, pensaban en la muerte del alma y del cuerpo. La respuesta de Jesús hará hincapié en el poder de Dios que hace posible la resurrección, y abrirá una visión de cómo será esa resurrección.

Comienza con un fuerte reclamo. Les dice que están en un gran error, porque no entienden las escrituras ni el poder de Dios (así lo recogen Marcos y Mateo). Lucas, por su parte, lo hace con referencia al pasaje de Moisés con la zarza: allí, dice Jesús, Yahvé se presenta como “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” y “Yo soy el que soy”. Agregará Jesús que no es un Dios de muertos, sino de vivos.

Los evangelios contienen dos elementos esenciales:

1. La afirmación de la resurrección de los muertos en sus cuerpos.

2. La enunciación sobre el estado de los cuerpos resucitados: serán como ángeles.

Dice a los saduceos que no basta la lectura literal de la Sagrada Escritura, a la que ellos se apegaban. Sirva recordar que el judaísmo es ambiguo en la comprensión de la escatología, de cómo sería nuestra situación en el más allá, después de la muerte. Los saduceos negaban la resurrección de las almas, en contraposición a los fariseos, y más aún la de los cuerpos, de la que en ámbitos fariseos se daban curiosas explicaciones. Dios, les dice Jesús, es un Dios de vivos: los “muertos” siguen presentes, hay una vida después de esta, donde viven para Dios (Lc 20, 38). Se entiende una mención al “principio” cuando cita el Génesis, como recordando al hombre cuando tenía acceso al árbol de la vida, que volverá a tener vigencia en el Nuevo Testamento, pues ese es el significado de la muerte y resurrección de Cristo, pero que ninguno de los interlocutores podía siquiera todavía imaginar.

Jesús les dice que los hombres resucitarán, y que no se casarán ni tomarán marido o mujer. La última aclaración lleva consigo que seguirán siendo varones y mujeres, de lo contrario la afirmación no tendría sentido: los resucitados conservarán su condición de masculinidad y feminidad, aunque –lo veremos– transformada su condición de imagen y semejanza de Dios en la plenitud de la perfección donada al “principio”. Lucas acota un matiz: contrapone a los que están en este mundo, que se casan, con los que alcancen aquel mundo, que ya no lo harán, lo que supone que Jesús señala que el matrimonio es una condición exclusiva de este mundo. El matrimonio y la procreación, se deduce de lo que dice el Señor, no pertenecen al futuro escatológico. Aquella plenitud del Dios que será “todo en todos” (1 Co 15, 28) no incluye el matrimonio, y no podemos dejar de señalar que ese Reino futuro de Dios es la verdadera patria del hombre.

Juan Pablo II subraya que es necesario tomar este diálogo y las preguntas de Jesús de modo pre–pascual, es decir, antes de que se supiera nada de su resurrección: está hablándoles de lo que sale del Antiguo Testamento, ya llegará el momento de poner estas palabras a la luz de su Resurrección.

Cómo será la resurrección

La referencia de Lucas a que serán como ángeles da un matiz de enorme interés, al señalar (con el uso del “como”) una cierta espiritualización del cuerpo. Muestra en el otro mundo una transformación de la condición psicosomática de la naturaleza humana, a su vez, distinta de la del “principio”. No se habla de una desencarnación o deshumanización del hombre, sino de otro modo de espiritualización, de la presencia en el hombre de “nuevas fuerzas” dentro de él que darán lugar a una nueva y más rica integración entre cuerpo y espíritu.

Es de notar que la Resurrección de Cristo influyó profundamente en la antropología filosófica y teológica cristiana, que rechazó la visión platónica del cuerpo como prisión del alma, de la que exige liberarse, y se inclinó por el aristotelismo que permite una comprensión mejor de lo que supone una más completa armonía de dos principios de unidad ahora integrados.

La divinización del hombre, varón y mujer

Entendemos así que la resurrección supondrá un sistema perfecto de fuerzas en las relaciones recíprocas entre lo que el hombre es espiritual y lo que es corpóreo, que hoy se manifiesta en una múltiple imperfección de esas relaciones. Esto, más que una deshumanización, supondrá, por el contrario, una “realización” del hombre, cuando todo el cuerpo sea [armonizado] por el espíritu, al que hoy es, en parte, opaco. Lo que hoy en la tierra es posible como fruto del trabajo constante sobre sí mismo, que alcanza la madurez nunca absoluta, en la escatología será plena. Y no se tratará de una “victoria” del alma sobre el cuerpo, sino de la perfecta participación de lo que es corporal en lo que en él es espiritual: se trata de una realización del cuerpo.

Agrega Lucas que serán hijos de Dios. Esto supone un nuevo orden de divinización, inalcanzable aquí, es decir, una participación en la naturaleza divina, una impregnación, penetración, de lo esencialmente humano por lo que es esencialmente divino, en toda la subjetividad de la persona, no sólo en su naturaleza, en lo material o estrictamente corporal, y que no absorberá su subjetividad, sino que la plenificará, cuando cada uno esté cara a cara con Dios, siendo como él es (cf. 1 Jn 3, 2 y 1 Co 13, 12).

Una nueva gama de experiencias

Eso, a su vez, supone toda una nueva gama de experiencias, de la verdad y del amor. Basta ponerse a pensar lo que supondrá para el cuerpo y el espíritu humanos estar, con toda su realidad, en una comunión perfecta con Dios: Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... (…) —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!— tesoro infinito… (Camino 432).

¿Todos vírgenes en el más allá?

Aquí Juan Pablo II se hace una pregunta audaz que abrirá el próximo tema: ¿Es posible pensar –a nivel de escatología bíblica– en el descubrimiento del significado “esponsal” del cuerpo, sobre todo como significado “virginal” del ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer?” ¿Es posible que, en la resurrección, todos, solteros y casados, vivamos nuestro cuerpo virginalmente? Esto supondría pensar en la experiencia que supone la comunión con Dios, de lo contrario, podría verse la virginidad como una pérdida.

La comunión escatológica, la que se dará en el otro mundo, está constituida gracias al amor de perfecta unión con Dios, alimentada por su visión cara a cara. El hombre vivirá el completo “don” de Dios a sí mismo en la comunión con Dios Trino, en la unidad de su naturaleza, con una perfección de su propia persona constituida en “don” a Dios, que absorberá toda otra experiencia. Así, la comunión beatificante con Dios, terminada la “historia”, permite alcanzar la “autenticidad escatológica de la respuesta a esa comunicación con el Sujeto Divino”. El don recíproco manifestará de modo pleno el cumplimiento final del significado “esponsal” del cuerpo en la “virginidad” o, mejor” en el estado virginal de cuerpo. En la visión cara a cara, nacerá un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática. Eso llevará consigo el descubrimiento del orden de todas las relaciones que nos acompañan con el mundo (cosmos) y con las personas (comunión de los santos). Será el descubrimiento de la perfecta subjetividad de cada uno y de la intersubjetividad. Significará el verdadero y definitivo cumplimiento de toda subjetividad humana, y sobre esta base, la definitiva realización del significado “esponsal” del cuerpo. Y todos alcanzarán la plenitud de realización perfecta del “orden trinitario” de todas las relaciones personales, lo que supone también que el más allá tiene una dimensión comunitaria. La plenitud de este logro (alegría, placer, deslumbramiento) es lo llamábamos una nueva gama de experiencias, antes sólo intuida y ahora poseídas.

Vemos que la enseñanza de Jesús nos abre la atención a lo que Dios previó desde el “principio” y lo confronta con lo que será en el más allá. Podemos pensar, sin llegar a una claridad total, cómo “habrá sido” el “principio” sin el pecado original, y también entender cómo será el “más allá”.

La antropología paulina de la resurrección

San Pablo tuvo una experiencia muy particular de encuentro con Jesús resucitado, y eso está claramente en el centro de su fe y predicación. Entiende claramente que Cristo resucitado es la última revelación de lo que es el hombre. Él es la respuesta al interrogante sobre el después. Veamos lo que aporta en 1 Co 15, 42–46:

«Se siembra en corrupción y se resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual».

En este desarrollo, ahora post–pascual (entendiendo lo que sucedió en la resurrección de Cristo) Pablo despliega la realidad del hombre desde el principio, afectado luego del pecado, y terminando con cómo será después.

El primer hombre proviene de la vivificación de la materia, que resultará dañada después por el pecado, que le hace imposible el “dominio” (a nivel cósmico). La creación, desde entonces, gime y siente dolores de parto (Rom 8, 22), y por tanto, reclama el nacimiento de algo nuevo: la revelación de los hijos de Dios (Rom 8, 18–21), es decir vive en la esperanza de lo que ha de venir. Este cuerpo corrompido llegará por la redención a la resurrección, que constituirá el cumplimiento definitivo de la redención del cuerpo (Rom 8, 23), que no es un envase descartable, sino que tiene futuro en el más allá.

En el texto de Corintios citado más arriba Pablo no ve antítesis entre el hombre terreno y el hombre celestial, sino que ve el segundo como cumplimiento y confirmación de lo que el primero lleva como aspiración y vocación, es decir, llega a ser lo que promete: la posibilidad de llegar a ser “incorruptible, glorioso, con poder, espiritual”. Y es claro que está hablando del cuerpo como totalidad de la persona. Es decir, lo que señala Corintios no es una antropología dualista, materia y espíritu que luchan en el interior del hombre, sino que está contraponiendo lo que es el hombre en la condición histórica y lo que será en el otro mundo.

Lo que cambiará en la resurrección, en esa espiritualización del hombre es que el “sistema interior de fuerzas” del hombre de la tierra pasa al otro mundo transformado radicalmente. Como esa transformación es una espiritualización, se entiende no del cuerpo como tal, sino del hombre –todo– en su corporeidad. Esta “restitutio ad integrum” (restauración de su integridad) no es un retorno al “principio”, sino una nueva plenitud. El cuerpo espiritual conlleva, por ejemplo, la perfecta sensibilidad de los sentidos y su perfecta armonización con la actividad del espíritu humano en la verdad y la libertad. No es la antinomia carne–espíritu, o cuerpo–alma, sino el hombre concupiscente, contrapuesto a aquél que está bajo el impulso del Espíritu. En otras palabras, podemos decir que nuestro camino y nuestro destino es la vida en la comunión de amor de la Santísima Trinidad, como hijos del Padre, en el Hijo, por la fuerza del Espíritu Santo. Nos dirigimos a este destino de gloria y felicidad plena, como hombres, varón y mujer, y comienza en la tierra, en la que por la gracia de los Sacramentos podemos decir: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi” (Gál 2, 20).

III. B. La Virginidad Cristiana

El célibe se cuida de cómo agradar al Señor (1 Co 7, 32)

Cuando en diálogo con los fariseos Jesús recuerda y restaura el matrimonio en su indisolubilidad en el “principio”, los discípulos acotan: “Entonces no conviene casarse”. Jesús retoma esa afirmación en un sentido distinto al propuesto. Es importante notar que no respalda lo que han dicho los suyos, no rechaza el matrimonio; hablará del celibato por el Reino de los Cielos, pero sin contraponerlo al matrimonio, sin rebajar el valor de esta vocación que nace del “principio”.

La respuesta de Jesús señala que la conveniencia de no casarse es algo que requiere una especial atención, y que no todos podrán entender: “El que pueda entender que entienda”, señala, después de haber dicho “No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado” (Mt 19, 11). Jesús marca así el camino de una vocación que dentro de la Iglesia se refiere a algunas personas y no a todas. Se descubre en la oración, como una gracia particular de tipo excepcional a lo previsto desde el “principio”. No deja de ser interesante que después de renovar el matrimonio pocos instantes antes, Jesús haya querido hablar de esta excepción al camino común de los varones y mujeres en esta tierra. Propone Jesús el celibato por el Reino de los Cielos, y no en el Reino de los Cielos.

Jesús usará un paralelismo significativo: los eunucos. Algunos hay que han salido así desde el vientre de sus madres, otros han sido hechos tales por los hombres, pero aun otros se han hecho a sí mismos eunucos por el Reino de los Cielos. Mientras los dos primeros son víctimas de una coacción, de un defecto, señala Jesucristo que para otros es una opción libre, consciente, voluntaria, y por un motivo sobrenatural.

En todo el Antiguo Testamento no se puede encontrar una invitación de este tipo, en una Alianza que se fundamentaba justamente en el amor nupcial y la promesa de una descendencia. Claramente, esta propuesta es una revolución para la praxis del Antiguo Testamento.

Fecundidad en el Espíritu

El celibato por el Reino de los Cielos es un signo escatológico –lo que será– pero también lleva la impronta de la semejanza con Cristo: él vivió así. También María y José se transformarán en los primeros testigos de una nueva fecundidad del Espíritu (Mt 1, 20). Ellos dos, verdaderamente esposos, viven en esa condición, cuya comprensión en la Iglesia se va asimilando gradualmente a la luz de los Evangelios, hasta encontrarse firme en las cartas de Pablo y en toda la vida de la Iglesia posterior [24-3-82]. Para los apóstoles, el único respaldo de esa imagen fuerte será la misma vida de Jesucristo, que eligió esa opción virginal de vida como trasfondo de su fecundo ministerio: Cuando Cristo hablaba de los que «se han hecho eunucos a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12), los discípulos sólo eran capaces de entenderlo, basándose en su ejemplo personal. Una continencia así debió grabarse en su conciencia como un rasgo particular de semejanza con Cristo, que permaneció El mismo célibe «por el reino de los cielos». El apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio y la fecundidad procreadora «en el cuerpo» habían sido una condición religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose en el ejemplo de Cristo mismo [24-3-82].

Motivo del celibato

La absoluta novedad de esta propuesta está marcada por la finalidad: por el Reino de los Cielos. Así lo ha vivido Cristo y así lo siguen haciendo otros por él y por el Reino, eligiendo con él conscientemente esa continencia, para participar de modo especial en la redención, que es también redención del cuerpo, completándola en su propia carne (Col 1,24).

El Reino de los Cielos: el hombre debe dejarse guiar por esta motivación, que ilumina la excepción de esa elección. Efectivamente, señala Jesús, este camino requiere un entendimiento subjetivo concreto que haga cada cual, al tomar una decisión que se hace con fe, y con conciencia del peso de su decisión y de sus consecuencias persistentes, ante las normales inclinaciones de la naturaleza: la decisión se hace y subsiste renovándose a sí misma continuamente. Cada “yo” entiende que en cierta medida le faltará aquello que el mismo Dios había llamado su ayuda adecuada. Contra lo que sucede en el “principio”, el hombre está, con la continencia, “solo” delante de Dios con Dios [7-4-82]. Pero conserva su ser imagen de Dios, en su ser “doble”, en su masculinidad y feminidad, e intacta su vocación a la comunión. Esa vocación es un “salir” del círculo del bien, hacia un camino de renuncias sucesivas y de sacrificios voluntarios de sí, que son indispensables a la coherencia de la opción célibe, siempre sujeta a la triple concupiscencia.

La imagen usada –eunucos – por el Señor denota también la conciencia de que esta excepción va unida a una renuncia y a un esfuerzo espiritual determinado, a la vez que señala su carácter definitivo.

El motivo del celibato es el Reino de los Cielos, el Reino de Dios, la Viña del Señor, que hay que trabajar, la Casa del Padre. Todas las imágenes transparentan el amor como motivo, la disponibilidad para ser don exclusivo de sí por el Reino de Dios: se está dispuesto a toda renuncia por amor. Pablo lo dejará claro en Efesios cuando hable de la entrega del Esposo a la Iglesia, por amor.

¿Superioridad del celibato?

¿Habla Jesús de superioridad del celibato sobre el matrimonio? No directamente, y tal vez lo haga de modo indirecto cuando habla del motivo, el Reino de los Cielos. Sí lo dirá Pablo: el matrimonio está bien, pero la continencia es mejor. Contra todo maniqueísmo no se contraponen el segundo como camino para perfectos y el primero para los menos perfectos. Si en el caso de la vida consagrada se ha hablado de estado de perfección de los que han elegido la virginidad, no es por esto solo, sino por la opción de una vida que abraza el conjunto de una vida fundada sobre los consejos (pobreza, castidad y obediencia), que caracteriza lo que se conoció durante mucho tiempo como camino de perfección. Pero la medida de la perfección cristiana es la caridad, sea en un “instituto religioso” o en el “mundo”. Ambos estados son complementarios en su significado y en su alcance, y ambos tienen una dimensión esponsal, ya que también la continencia por el Reino de los Cielos debe llevar la paternidad y maternidad espiritual, que es fecundidad en el Espíritu Santo. Así como debe ser espiritualmente fecundo el matrimonio.

No deja de ser llamativa esa vocación, aunque haya un motivo claro y profundo. En un mundo donde la sexualidad se propone desde el instinto, desde lo animal, somos conscientes de que somos más que eso (Gén 1 y 2). Es cierto que existe la tendencia sexual, pero lo que venimos mostrando desde el “principio” con la Teología del cuerpo, es que no se trata de un impulso ciego, sino de una profunda estructura que revela al hombre, varón y mujer, como don, llamado a la comunión, en su masculinidad y feminidad. Se puede entender en su “ser para”. También el célibe, varón y mujer, en su condición sexuada se descubre “ser para”, aunque ciertamente lo haya de vivir de otro modo.

La renuncia es voluntaria si existe una real conciencia del valor que la motiva y de la conciencia del valor de la masculinidad y feminidad, y, por lo tanto, del matrimonio. Y el matrimonio toma de la virginidad la posibilidad de vivir esa esponsalidad de modo radical: el celibato conlleva reconocerse, como en el camino matrimonial, como don, y no niega el valor del matrimonio, sino que lo ilumina.

En 1 Corintios, Pablo hace un relato paralelo al discurso de Mateo, con un timbre propio, su “interpretación personal”, pero con todo el contenido, la autenticidad e identidad del discurso de Cristo. Dirigida sobre todo a los convertidos del helenismo, la carta contiene teología dogmática y moral, pastoral. Como Jesús, no ve la virginidad como algo obligatorio: es consejo, no mandamiento. Parecería que por corrientes pre–gnósticas, que tendían a despreciar la carne, se hacía la pregunta “¿el matrimonio es pecado?”. La respuesta que dará Pablo es clara y unívoca: no. Virginidad y matrimonio, por eso, no se contraponen como lo “bueno” y lo “malo”, sino como lo “mejor” frente a lo “bueno”. La argumentación de Pablo está en el contexto de sus palabras en la misma carta: el tiempo es breve. Y se ve que habla desde su experiencia personal del celibato. Quiere que todos estén “libres de aflicciones”, las del matrimonio ¿Hay algún rasgo de maniqueísmo en su pensamiento? No parece: más bien estima referirse a las normales contradicciones que trae la convivencia, sobre todo de tipo moral.

Cristo no va en esa dirección. Mientras Pablo habla de las aflicciones del matrimonio, Jesús abre con realismo los ojos sobre el sacrificio que supone la continencia –otra vez, eunucos –, resaltando el carácter voluntario “como respuesta madura al Espíritu Santo”. [30-6-82]

Podríamos decir que el “hombre histórico” no está libre de aflicciones o luchas en ningún caso, célibe o casado. En ese sentido, aunque sea legítimo el consejo del Apóstol, propone la opción del celibato como “mejor” no por ser “superior” sino por ser reflejo del verdadero significado del matrimonio como libre donación para la comunión de personas. A su vez el celibato no puede entenderse como “soltería” o “desencarnación”, sino una donación de amor a Dios con toda su persona, a imagen de la radical donación de personas en la carne y en su fecundidad.

Ocuparse del Señor

Cuando Lucas, discípulo de Pablo, habla de preocupaciones, señala aquel “lo único necesario” (Lc 10, 32) del Señor. Así, Pablo, al final dirá que “el célibe se cuida del Señor, de cómo agradar al Señor”. Y señala Juan Pablo II el significado bíblico de ese agradar a Dios: es sinónimo de vida en gracia de Dios, y expresa la actitud de quien busca a Dios, o sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. Pablo ve una proyección clara de ese cuidado a todo el mundo también, cuando dice “ocuparse de las cosas del Señor”, y sabe que “del Señor es toda la tierra”. Así, desde lo cósmico a lo interpersonal, el celibato no supone nunca cerrarse sobre uno mismo, sino que exige atención a cada persona, a todas, y al cosmos, por ese amor a Dios y a su voluntad.

Exclusividad del célibe

Toda persona busca agradar al amado. Y en este sentido, el casado está “dividido”, como también podría estarlo el célibe, si no vigila.

La enseñanza quiere ser directa al comparar los dos caminos: Pablo les aclara que no quiere tenderles un lazo, hacerles trampa, al mostrar la grandeza del celibato. El célibe puede centrarse sólo en atender al Señor… y no lo distrae lo que es secundario (el cónyuge). La casada “sólo tiene que ocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu” (1 Co 7, 34). Lo santo en el Antiguo Testamento era lo “separado” para Dios, y tenía que ser “puro”, “sin mancha”, “santo e inmaculado” (cf. Ef 5, 27).

El planteo es humano y realista, porque el “mundo” promueve otras jerarquías de valores. Queda claro que se puede disfrutar del mundo, señala Pablo, pero como si no fuéramos de él, porque somos peregrinos. No hay que pensar que Pablo considere el matrimonio como “remedio de la concupiscencia”: el matrimonio es un camino santo y no sólo una solución a las pulsiones sexuales: el gozo del ejercicio sexual es algo querido por Dios, cuando es fiel a su verdad. Y el celibato, negando ese ejercicio, se presenta desde la alegría de lo que reconoce como un “don”. Y cada uno tiene el suyo. También tiene en cuenta tanto la presencia de la concupiscencia (les escribe a los corintios, un pueblo conocidamente degradado en lo moral), como la situación de gracia de cada redimido. Casados y célibes pueden vivir su distinta riqueza, cada uno a su manera. El hombre redimido casado o célibe puede, y está llamado, a vivir en el Espíritu a imagen y semejanza de Dios.

La redención del cuerpo

“Pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7, 31). Porque hay “otro mundo”. Mientras el matrimonio es de éste, la continencia pertenece ya al otro, no como negación, sino como la superación de algo pasajero. Lo que llama Juan Pablo II “la nueva gama de experiencias” de la beatitud da razón a esta afirmación. Con realismo bendice el ejercicio de la sexualidad, que conlleva una obligación respecto de la otra persona, porque ya no son “dueños” sino “don” para el otro. No pueden defraudarse (negarse el débito conyugal) a menos que sea de común acuerdo, durante un tiempo (1 Cor 7, 5). El tono del consejo también transparenta la conciencia de una diferencia psicosomática entre los cónyuges, varón y mujer. La castidad matrimonial como virtud los ayudará a estar disponibles, no desde el egoísmo, sino desde el deseo de la felicidad del cónyuge.

La redención del cuerpo abarca una dimensión antropológica y cósmica… “También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando… la redención de nuestro cuerpo (Rom 8, 23). Tanto en Génesis (proto Evangelio) como en Romanos, en el centro está el hombre: en el mismo centro de la creación y de la redención. No se trata sólo de la redención escatológica sobre la muerte, para hacernos temporalmente indefinidos, sino que se trata, sobre todo, de la redención del cuerpo y del mundo, transformándolo de lo que es “en este mundo” a la plenitud que tiene que ser en “el otro”.

La redención de la que usufructuamos hoy tiene un valor moral, es la invitación a la superación de los límites de la vida hoy. Los cónyuges (y las personas célibes) han de descubrir cada día la vocación: “Han de iniciar cada día la indisoluble unión de esa alianza que han establecido en sus corazones, sacando inspiración y fuerza para, superando el mal adormecido en la triple concupiscencia, formar una comunión de personas. De esta manera pregustan la visión del Amor incondicional de Dios, a la vez que esperan la definitiva redención del cuerpo como manifestación de la libertad de los hijos de Dios.

IV. A. El Signo del Matrimonio a la Luz de la Teología del Cuerpo

«Este es un gran misterio, y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32)

Este apartado recoge las catequesis tenidas por San Juan Pablo II entre las fechas 28–7–82 y el 9–2–83; y entre el 23–5–84 y el27–6–84. El itinerario que recorrerá el autor tiene tres etapas, con una única idea fundante.

La idea que sirve de fundamento a toda le teología del cuerpo es que el amor de los esposos, el amor que es carnal y espiritual, es una imagen del amor que está escondido en el corazón de Dios desde la eternidad, y que guía toda la historia de Dios con los hombres.

Las tres etapas que ocuparán la catequesis de San Juan Pablo II son:

1. La relación marido–mujer se pone en relación con la de Cristo–esposo y la Iglesia–esposa. Quiere llevar a descubrir la belleza del amor conyugal –con todas sus tensiones– como una imagen del amor fiel de Dios por sus criaturas, amor que se manifiesta de modo definitivo en la entrega de Cristo–esposo por su Iglesia–esposa, tomando inicio de la sorprendente metáfora utilizada por San Pablo en el capítulo 5 de la Carta a los cristianos de Éfeso. Esto se hace a través de una analogía que muestra dos gratificaciones (dones de gracia): la primera es la creación de la primera pareja llamada al amor; la segunda es la Redención obrada por Cristo, que a través de su entrega en la Cruz constituye su Cuerpo (la Iglesia) y lo salva, bajo la luz de una Alianza esponsal. El tema de la primera parte es, por lo tanto, la gracia.

La primera etapa será hablar del amor conyugal como manifestación de la gracia (gratificación) que Dios concede en la Alianza infalible que ha establecido con los hombres, ya en el momento de la creación de la primera pareja, y sanada en la Redención.

2. La segunda etapa de su catequesis se centra en el sacramento del matrimonio, y sobre todo, en las palabras que dan forma al consentimiento, mostrando cómo encierran toda la Teología del Cuerpo. El signo sacramental (Yo…, me entrego a ti …, para siempre) mostrará que el matrimonio está presente en el diálogo constante de Dios con su pueblo, como imagen de su indeleble compromiso de amor con el hombre.

3. La tercera etapa la dedica a volcar todo cuanto se ha visto hasta ahora, aplicándolo a una consecuencia del ethos, del comportamiento moral que lleva consigo esta comprensión del matrimonio, tema de candente actualidad y contradicción en el mundo de hoy: la nativa vocación del matrimonio a la fecundidad (se verá en el capítulo IV. B).

Nos muestra así el matrimonio como imagen, metáfora, de la relación de Dios con su criatura, que es el centro de la Teología del Cuerpo. Un cuerpo –dos, en una carne–, el varón y la mujer; y también Cristo y la Iglesia, Dios y los hombres.

El texto que utilizará es el siguiente, que se sugiere imprimirlo para tenerlos a mano durante la exposición o el estudio:

Efesios 5, 21–33

21. Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.22. Las mujeres a sus maridos, como al Señor,23. porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo.24. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.25. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,26. para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra,27. y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.28. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo.29. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia,30. pues somos miembros de su Cuerpo.31. – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. –32. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.33. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.

La sorpresa de Efesios. El matrimonio imagen –sacramento– del amor de Dios.

La carta a los Efesios expone en todo su desarrollo el misterio del amor de Dios que se ha revelado y hecho accesible en Cristo, lo que lleva consigo la vocación cristiana a la santidad. Esa llamada no es sólo una voz que interpela, sino que se ha hecho realidad en la vida de los cristianos concretos, incorporados a Cristo por el bautismo: ya está obrando, dando frutos en la Iglesia, pueblo de los bautizados. En aquella comunidad se manifiestan tensiones, y Pablo los invita a conservar la unidad, dentro de la multiplicidad de sus dones, dados a personas distintas en carácter, formación, historia… Cada uno, sin excepciones, está llamado a convertirse en hombre nuevo, siendo imitador de Dios, dejando los vicios y llevando una vida santa. En este contexto, la carta se concentra en mostrar distintos modos en los que esa vida nueva ha de desarrollarse, y lo hace a través de exhortaciones (el estilo se llama parenético, exhortativo) dedicadas a un espacio particularmente sensible de la vida: la familia.

Es curiosamente en este contexto donde el Apóstol hará uso de una analogía a primera vista desconcertante, pero que se verá, analizada con precisión y detalle por Juan Pablo II, rica de consecuencias. La invitación paulina se dirigirá a los esposos, a cada uno de ellos, invitándolos a comportarse de un modo acorde a su vocación, que pondrá en referencia a la relación entre Cristo esposo y su Iglesia esposa, una analogía que mostrará al matrimonio como imagen, sacramento, manifestación, revelación, del amor infinito de Dios por sus criaturas. El matrimonio, para Pablo, nos dirá Juan Pablo II, es sacramento del misterio guardado en Dios desde la eternidad, de su amor por los hombres y del modo en que está obrando su salvación: es sacramento de la Iglesia y de la vocación cristiana. La palabra sacramento se toma aquí en su acepción más antigua, que no se refiere a los siete sacramentos de la Iglesia, sino que significa precisamente la manifestación de un misterio escondido. Y cuando decimos matrimonio nos estamos refiriendo al misterio de amor espiritual pero también corporal –una carne–, con toda su riqueza.

Vamos al texto del capítulo 5 de la Carta a los Cristianos de Éfeso, dejando de lado una posible lectura superficial del texto que pudiera considerarse machista, y que se entenderá a continuación. Entendemos que Pablo asimila al esposo a Cristo, y a la esposa a la Iglesia, y al señalar las relaciones que han de establecerse entre ellos, nos explica con una novedad total cómo ese vínculo matrimonial –alma y cuerpo– muestra y manifiesta el amor de Dios por su Pueblo, el de Cristo por su Iglesia.

La analogía se mueve en dos niveles: en el primer están la esposa y el esposo que, a la luz de Gén 2, son una sola carne; en el segundo muestra a Cristo y la Iglesia, que son un solo cuerpo, y al mismo tiempo Esposo y Esposa. En el texto se señala que hay varias relaciones en juego: por un lado, de cada uno de los esposos, de mutua sumisión, en el temor de Cristo, y luego, la recíproca relación entre ellos. La fuente de toda sumisión es aquella que se debe a Cristo, fruto de un temor que no es servil, sino, en línea con el sentido bíblico, mejor traducible como piedad, reverencia y su manifestación es el amor.

En aras de facilitar la lectura del desarrollo circular, recurrente, de Juan Pablo II, optamos por simplificar el esquema que propone el Apóstol, comenzando por describir lo que el texto de la carta señala sobre Cristo y la Iglesia.

Cristo es Cabeza de la Iglesia y salvador del Cuerpo (v. 23).

La Iglesia está sumisa a Cristo en todo (v. 24).

Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (v. 25). Se somete a ella

o Se entregó a ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua en virtud de la palabra (v. 26).

o Para presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha, ni arruga, ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada (v. 27).

Cristo no aborrece a su propia carne, antes bien la alimenta y la cuida con cariño.

Es evidente cómo, al proponer la relación entre Cristo y su Iglesia en el contexto del matrimonio, los entiende como Esposo y Esposa, y como modelo de todo matrimonio. Es también clara la reversibilidad de la imagen: se puede comprender el misterio de la Iglesia a la luz del matrimonio, sacramento originario de Gén 2, dos que son un solo cuerpo, una sola carne.

Cristo es cabeza de un cuerpo, que ha sido constituido a través de su entrega (cf. Ef. 1, 10), no genérica, sino hasta entregar su cuerpo, derramar su sangre (Ef 1, 7). Ser cuerpo supone una unión orgánica, sin embargo, en este caso queda salva la distinción entre la Cabeza y el Cuerpo en su bi–subjetividad, como la llama Juan Pablo II, ya que claramente no se identifican Cristo y la Iglesia, porque está hablando de dos que son una sola carne, está hablando del matrimonio. Se salva allí la identidad de los dos que concurren a la unión. Serán dos en una sola carne que no esconde ni niega la subjetividad. Así, la Iglesia aparece como cuerpo de Cristo, segundo sujeto de la unión conyugal. El lenguaje del cuerpo habla de la Iglesia y de Cristo.

Cristo ha salvado a su Iglesia entregándose, así la ha redimido, la ha salvado. Es cabeza porque entregándose hasta la muerte, la constituyó. Donándose –entrega nupcial–, la hace su esposa, la ha formado como su cuerpo, y por eso es salvador. Es cabeza porque ha salvado, y ha salvado porque es cabeza. El amor redentor se convierte en amor nupcial, en entrega total y para siempre. De modo oblicuo tal vez está indicando que el que más se entrega, el que más se somete, es el más importante…

El objetivo de esa entrega de amor es santificarla, hacerla digna de sí. La referencia al baño de agua en virtud de la palabra hace seguramente alusión al Bautismo, así como tiene reminiscencias de los baños rituales previos a la boda, típico de varias culturas de aquellos tiempos. Cristo quiere a su Esposa pura, resplandeciente. Y para ello, Él se entrega.

La imagen nupcial va iluminándose desde la Teología del Cuerpo cuando se detiene en descripciones de la belleza física de la Esposa: debe ser sin mancha ni arruga ni nada parecido. La mancha hace referencia al pecado, mientras las arrugas hablan de la juventud y perennidad de la amada, libre del envejecimiento y la senilidad. Cristo cuida de ella como de su propia carne, alimentándola (probablemente una referencia a la Eucaristía) y cuidándola con cariño, como Esposo que es de aquella con la que es una sola carne.

A través de esta imagen de las nupcias de Cristo con su Iglesia toma fuerza la analogía que propone para la relación de los esposos: ahora sí podemos prestar atención al otro término de la analogía, marcada por las relaciones entre el Esposo y la Esposa. Indudablemente Pablo pertenece a una cultura determinada, y no tiene reparos en asumir las relaciones desparejas entre los cónyuges que entonces se daban, pero las ilumina con un nuevo resplandor, les da otro significado y alcance.

Sed sumisos (todos: maridos, mujeres, hijos, esclavos) unos a otros en el temor del Señor (v. 21).

Las mujeres deben ser sumisas a sus maridos, como al Señor (v. 22).

El marido es cabeza de la mujer (v. 23).

o Las mujeres han de estar sumisas al marido en todo (v. 24).

Maridos, amad a vuestras mujeres y entregaos a vosotros mismos por ellas (v. 25).

o Entregaos para santificarlas, para purificarlas, para que, sin mancha ni arruga, sean santas e inmaculadas (v. 26–27).

o Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo, porque así se ama a sí mismo (v. 28).

Cada uno ama su propia carne y la alimenta y cuida con cariño, así deben actuar esposo y esposa, que son una sola carne (v. 29).

La referencia directa en el v. 31 al sacramento originario (“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne”), se aplica así a ambos términos de la analogía. El matrimonio, leído desde la Teología del Cuerpo, es todo él imagen de cómo Cristo ama, se entrega, cuida, alimenta, purifica a su Iglesia. Audaz presentación de la vocación matrimonial del hombre, varón y mujer, que en su cuerpo lee la atracción nupcial, no desde la libido sino del amor personal, y descubre en el otro o la otra su complemento y felicidad. En el matrimonio descubre un camino de plenitud que responde a sus impulsos más secretos, que no son los instintivos: así el cuerpo es profecía del amor de Dios por su criatura. El matrimonio se descubre como una imagen del eros de Dios con su pueblo, y señala el camino hacia la felicidad más allá de la unión con la persona amada, pero a través del camino que marca esa imagen.

El texto de Efesios se extiende en exhortaciones a un comportamiento ético, pero con un fuerte sustrato teológico: no se trata tanto, para Pablo, de acomodar exteriormente el comportamiento a un código abstracto, sino de cuidar a quien reconozco como carne de mi carne. Y no se trata de responder a valores extrínsecos, sino de ser coherentes con la vocación del matrimonio a expresar el misterio que representa. Invita a los cónyuges –a ambos– a ser sumisos –pietas, respeto– a amarse, a alimentarse, a cuidarse con cariño, a amarse como parte de sí… porque así ama Cristo a la Iglesia, es decir, a cada uno.

El matrimonio originario, en su dimensión corpórea era, ya en los dos primeros capítulos del Génesis, imagen, manifestación, sacramento del amor de Dios por su criatura, y ahora vemos aquel momento fundacional como anuncio del futuro vínculo de Cristo con su Iglesia. Así, el Apóstol hace notar que el matrimonio hoy sigue siendo, por vocación y realidad operante en ellos, sacramento del misterio oculto en Dios, que en él se manifiesta. El matrimonio cristiano es, y está llamado a ser, imagen del amor de Cristo por su Iglesia, y modelo de toda relación del cristiano con Cristo, cuando es Cristo el primero que nos muestra cómo se entrega corporalmente por amor. Aquí parece disolverse cualquier riesgo de patriarcado, en el sentido contemporáneo de la palabra.

La belleza moral se presenta a través de imágenes corporales (belleza, arrugas, manchas…), donde se puede entender el objeto de esta analogía: si sé mirar, la santidad puede entrar por los ojos.

El marido debe amar a la mujer como su propio cuerpo: el cuerpo de la mujer como el propio. La unidad a la que están llamados no es ontológica, sino moral, la unión que genera el amor. La mujer experimenta el amor del marido como la Iglesia el de Cristo. Y en su cuerpo. El “yo” se hace, en cierto sentido, el “tu”, y el “tu” se hace “yo”. Como si dijera: “te” cuido, y soy feliz “yo”, entregándome. Y el amor conyugal, espiritual y carnal, es el camino hacia el ágape, el amor de entrega y validación del otro como parte de mí, que me lleva más allá de mí. Resuena la invitación de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34). El cuerpo así visto se transforma en un sacrum, lugar sagrado, donde se revela el amor redentor de Cristo. [1-9-82]

El amor de Yahvé al Pueblo elegido, signo del amor fiel que une a los esposos

Juan Pablo II se dedica entonces a ver cómo también en el Antiguo Testamento Yahvé Dios se refería a su Pueblo con figuras o metáforas tomadas del matrimonio: el vínculo matrimonial, parece decir, es una de las imágenes frecuentes para explicar cómo es ese amor, esa Alianza.

El profeta Isaías será el revelador del amor de Dios que se acerca como uno que desposa a una mujer abandonada, confirmando su elección divina a pesar de haberse escondido durante un tiempo de su mirada.

«Nada temas, que no serás confundida; no te avergüences, que no serás afrentada. Te olvidarás de la vergüenza de la juventud y perderás el recuerdo del oprobio de tu viudez. Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. Sí, Yahvé te llamó como a mujer abandonada y desolada. La esposa de la juventud, ¿podrá ser repudiada?, dice tu Dios. Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. (…) No se apartará más de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvé, que te ama» (Is 54, 4–7. 10).

Resuena fuerte la fidelidad de Dios a un pueblo que no responde, a un pueblo infiel. También en Isaías el Esposo se presenta como el que redime a la mujer, liberándola de la deshonra de la viudez, o de la soltería o de la infidelidad. Quiere de esta manera mostrar cómo en toda la historia de la salvación ha habido un fuerte nexo entre Dios y los hombres, que Yahvé presenta bajo la sombra de un amor conyugal celoso y misericordioso, exclusivo, por lo tanto y fiel.

Más adelante [22—9—82] señala que bastaría haberse presentado como Señor, para establecer un pacto. Pero quiere algo más, si prefiere presentarse en la larga tradición bíblica bajo la forma de Alianza nupcial. Las relaciones de Dios con su pueblo serán presentadas bajo imágenes impregnadas de contenido corporal, en relación con el matrimonio: fidelidad, adulterio, prostitución, mirada fiel, posesión… Palabras en las que el cuerpo expresa una dimensión personal y nupcial. La Alianza se presenta con la imagen de un cuerpo que dice la verdad con la fidelidad, y comete adulterio cuando la falsea.

Ese designio visible en toda la historia del Pueblo elegido se hace presente por primera vez en el sacramento primordial, el momento en que Dios crea al varón y la mujer a su imagen y semejanza, y vio que era muy bueno lo que había hecho (Gén 1), y en el momento en que presenta a Eva, sacada de su costado, a Adán, y éste reconoce asombrado y admirado la belleza y el misterio que tiene delante (Gén 2).

El hombre, varón y mujer, lleva inscripta la expresión más alta del don de Dios en su carne, lleva en sí la dimensión interior de ser don, una semejanza con Dios que trasciende su visibilidad, lo que se ve del cuerpo, pero que Adán y Eva reconocen contemplándose. Ven a través de su cuerpo algo que va más allá de él, pero que pasa a través de él: el amor invencible de Dios que llevan, juntos, en la carne, como realidad y como promesa. El matrimonio, entonces, no está instituido para la procreación, sino principalmente para seguir haciendo visible a través de los tiempos el misterio del amor de Dios en Cristo.

Juan Pablo II habla del sacramento primordial como de una primera gratificación (don de la gracia) dada en la Creación: se refiere a cómo se reconocen Adán y Eva en el estado de inocencia, antes del pecado. La falta original esconderá posteriormente esa gracia con la aparición de la desnudez que da vergüenza. Es entonces cuando trae a colación Efesios 5: se le ha dado al matrimonio una nueva gratificación, a través del desposorio de Cristo, inocente, con la Iglesia: ahora nuevamente el matrimonio pasa a ser, en Cristo, sacramento del amor de Dios a su pueblo. El primer hombre es llamado inocente a la unión nupcial. El segundo Adán, Cristo, inocente, llama a su Iglesia, no ya inocente, a la unión nupcial. Y el matrimonio recupera su condición, en realidad nunca perdida, de ser manifestación de la entrega de Dios por su criatura. “Gran misterio es este. Lo digo en relación a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 32): es difícil hacerse cargo del amor de Cristo por cada cristiano, pero de alguna manera se desvela en la figura de Cristo–Esposo que da su vida por cada uno. Así, cada matrimonio está llamado a replicar la figura, no extrínseca, sino operante en cada uno por el sacramento del matrimonio.

Dios nos concede el matrimonio como gracia y como ethos: como don operante en las acciones de los esposos, y como vocación a vivir los valores morales que Cristo propone. Es, sí, una exhortación moral a una vida santa, pero sobre todo invitación a descubrir una fuerza de Dios que hace capaces a los contrayentes de ser reflejo, en su cuidado mutuo, del amor de Dios –ternura, diría el Papa Francisco–, y a través de ese amor, sanar al hombre que en su condición histórica se ve tentado constantemente de replegarse sobre sí mismo. El amor nupcial (gracia y ethos) lo redime.

Termina el Santo Papa esta sección señalando que el modelo de amor de Cristo a su Iglesia no es un punto de referencia sólo para quienes han contraído el matrimonio: Si bien el texto de Efesios se dirige a los casados, ¿acaso el sacramentum magnum no puede ser asumido también por los célibes? Darse, como Cristo, a la Iglesia [a cada “otro”], es parte de una hermenéutica del hombre como sacramento, en su cuerpo, con su masculinidad y su feminidad. Así encuentra cada uno su “sentido” [15—12—82].

El matrimonio es, así, sacramento de la eterna Alianza nupcial de Dios con los hombres, y constante gracia que quiere modelar la vida de sus criaturas.

El signo del matrimonio y el lenguaje del cuerpo.

San Juan Pablo II analiza el significado del signo del matrimonio, las palabras con las que se realiza el sacramento, la declaración del consentimiento matrimonial en la ceremonia del sacramento. El signo es doble: la manifestación del consentimiento matrimonial en el rito es una parte, pero no todo el contenido del matrimonio. Este se hará realidad en el momento de la cópula conyugal, en el momento de la entrega física que sella el vínculo. Las palabras del rito celebran lo que se hará realidad después, cuando sean realmente una sola carne. En las palabras del rito está presente toda la carga del cuerpo, cuando cada uno de los contrayentes declara “Yo me entrego a ti…” o “Yo te recibo a ti…” Incluyen en ellas intelecto y voluntad, conciencia y corazón, todo su cuerpo. Y para toda la vida. Veamos una de las fórmulas más usuales, para saber a qué nos referimos:

Yo, …, te recibo a ti, …, como esposa/o

y me entrego a ti

y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda mi vida.

El análisis de las palabras del rito guiará el estudio que el Santo Papa hará del signo del sacramento.

Las palabras del rito cargan con todo el peso profético del origen: por esto deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Los esposos declaran, anuncian, profesan una verdad que proviene de Dios desde el origen. Establecen una comunión personal. La palabra pronunciada por los cónyuges ha sido antes pronunciada por Dios desde el Génesis hasta Efesios. Por eso el hombre “habla” un lenguaje del que no es autor. Pronunciando esas palabras incluye propósito, decisión, opción, de hacer lo dicho por Dios, elocuentemente en el cuerpo creado. Y lo dicho se hará historia en cada día de la vida de los esposos, que seguirán diciendo con verdad aquello que declararon. Ellos son los verdaderos autores de sus palabras, pero constantemente releídas en la verdad de su origen. Serán los esposos quienes entablan un diálogo conyugal, propio de su vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído en su tiempo, oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la verdad! [26—1—83]. Aunque esas palabras son dichas por personas que fueron hombre y mujer de la concupiscencia, ahora son llamados, al ser redimidos, a ser también hombre y mujer del cuerpo redimido: hombre y mujer de la “llamada” a la redención del cuerpo, misterio humano y divino. Llamados al ethos “humano”, que es “ethos de redención”, es decir que el pecado no destruye la capacidad de releer en la verdad el lenguaje del cuerpo, que puede tanto confirmar esa verdad, como asimismo corregir sus errores o dejarse ganar por la tentación de falsear su contenido. El hombre “histórico” es capaz, a través de aquella relectura, como varón y mujer, de constituir el signo sacramental del amor, fidelidad y honestidad conyugal como signo duradero: para siempre. La “libido” no es determinante: sus impulsos no tienen la última palabra: prevalece el hombre como “llamado” y no sólo como “acusado”, [herido].

Varón y mujer saben, al pronunciar las palabras del consentimiento que pueden ser capaces de realizarlo en la verdad del que por primera vez las pronunció: Dios Amor. De un modo didáctico algunos profesores de teología del cuerpo califican al verdadero amor conyugal al que se comprometen en cuatro componentes: libre, total, fiel y abierto a la vida. Así es el Amor de Dios y así debería ser el amor de los esposos.

Imágenes bíblicas del signo: el Cantar de los Cantares y el libro de Tobías

El libro del Cantar de los Cantares es poco típico dentro de la colección de la Sagrada Escritura. Se ha escrito mucho sobre él, y puede decirse que más allá de que pueda leerse en sentido alegórico, como una figura del amor de Dios por su pueblo, o del amor de Dios por cada alma y viceversa, es sobre todo un epitalamio, un himno nupcial, un canto al amor humano, y así lo lee Juan Pablo II. El amor humano, lo que nos ocupa en estas páginas, es una creación de Dios –y vio que era muy bueno– y como tal merece ser mirado, admirado, alabado y celebrado, cantado con agradecimiento a Dios.

En el Cantar de los Cantares se manifiesta la fascinación –que es estupor y admiración– de Adán frente a Eva, y de Eva frente a Adán en su visibilidad, en lo que ven en su primer encuentro. Es un canto a la belleza del cuerpo y su lenguaje, al que va dirigida la atracción, que desencadena una experiencia particular de la belleza: lo visible que envuelve a toda la persona, y la complacencia recíproca. De ella nace la conciencia de la esposa de ser amada con una ternura desinteresada, fuente de la paz con que se acerca al amado, dispuesta a ponerse con confianza en sus manos. El don nace de la libertad. Por eso el signo puede ser ilustrado con ese canto de amor que es el Cantar.

El hombre alaba la belleza exterior de la mujer. La mujer mira sobre todo con los ojos del corazón, a través de su amor. El amado llama a su amada también hermana, e introduce una tensión y respeto que supera la determinación de la libido: no la mira desde el deseo ciego, sino que, como cónyuge, se dirige al yo total del otro, de la otra, en un lenguaje genuinamente esponsal. La inocencia del poema y su total positividad hace pensar al Papa en la condición de inocencia original de la primera pareja. El amor es todo brillo y belleza. El eros, recíproco éxtasis del bien y la belleza del amor (y junto a ellos de la verdad) está cabalmente testimoniado [6—6—84].

El huerto cerrado, la fuente sellada, hablan de lo que encierra el yo femenino: un misterio del que ella sola es dueña –dignidad de la persona–. Ella presenta al marido su propio misterio: se acerca al otro y se descubre a los ojos del alma y del cuerpo del amado, como posesora de su propia intimidad.

Ese acercamiento confiado se cierra en la entrega. En el momento en que la esposa–hermana, pura en la más profunda experiencia del hombre–esposo, dueña del íntimo misterio de la propia feminidad, pide “ponme como sello en tu corazón” (Ct 8,6), toda la delicada estructura del amor esponsal se “cierra”, por así decir, en su interior ciclo interpersonal. En esta clausura llega a ser maduro el signo visible del sacramento perenne, nacido del lenguaje del cuerpo, recibido, por así decir, como el fin de la verdad del amor esponsal del hombre y la mujer. Es la expresión del para siempre [30—5—84].

Esa entrega mutua, esa mutua posesión no es nunca definitiva, sino que debe ser custodiada, vigilada, siempre buscando nueva riqueza, porque lo personal nunca se agota. Pero también debe vigilar porque el amor es celoso –lo que señala la exclusividad e indivisibilidad del amor– y siente la amenaza de lo que no se posee definitivamente. Los celos son el límite del deseo: parece haber siempre una cierta insatisfacción, una cierta inquietud. ¿Es esa inquietud parte del eros? Sí, en parte por la necesidad de la autosuperación. Y por el límite que hay en la imposibilidad de apropiarse y de imponerse de una persona sobre la otra, en una relación en la que la libertad es constitutiva. Al eros siempre le falta algo: es la tensión que lo abre al ágape.

El Cantar de los Cantares celebra en su fuerte carga poética el contenido de lo que se expresa en el signo sacramental del consentimiento matrimonial: la libre entrega total, exclusiva y para siempre. Así lo quiso Dios, para que constantemente re–descubriéramos, en él, el tenor de su amor por nosotros.

Esa luminosidad de amor conyugal se complementa con la Palabra de Dios en el libro de Tobías [27—6—84]. La unión conyugal está amenazada por una fuerza de muerte, en la figura de Asmodeo, el demonio que ha hecho morir a los anteriores esposos de Sara. Componente principal del libro es la oración. Se hace visible en el padre de la novia, Ragüel, como una plegaria de aflicción. Se hace fuerza en Rafael como promesa. Y se hace realidad en la oración de Tobías y Sara que precede al encuentro amoroso. Asoma sobre el lenguaje del cuerpo la dimensión de la liturgia: los dos esposos elevan un canto de alabanza y súplica a Dios antes de consumar su entrega. Antes de unir sus cuerpos se unen en una oración común –una sola voz– a Dios, frente al mal y al bien. Esto se repite en la dimensión litúrgica del signo: los cónyuges, delante de Dios, son conscientes de que la unión se promete “en la prosperidad y en la adversidad, en la salud como en la enfermedad”. El signo sacramental contiene la conciencia de la profundidad y la gravedad de la existencia misma. Por eso, hay un momento de purificación que debe “posponer” el lenguaje del cuerpo, que expresa el “pathos” de la unión conyugal. Los cónyuges son conscientes de que el camino de la vida traerá desafíos a ese amor, pero lo comienzan con esperanza, con su seguridad puesta en Dios. La oración, de modo luminoso, termina pidiendo misericordia…

Así, el libro de Tobías expresa de forma narrativa la conciencia de los contrayentes de su vocación al amor en un mundo que atenta contra él, que no cree en él. Y sabe que es en la oración donde se hará posible ese compromiso.

Conclusión

La creación de la primera pareja lleva una gratificación, al imprimir en su carne los vestigios de una Alianza nunca revocada a través de la gracia del sacramento. La re–creación en la sangre de Cristo es la sanación y renovación de esa Alianza. En cada matrimonio esa Alianza se declara y se celebra, en la verdad originaria, gracia y ethos.

El Cantar de los Cantares canta el matrimonio desde la dimensión subjetiva del corazón humano, la belleza y la inocencia del amor. El libro de Tobías la presenta desde la dimensión objetiva de la verdad de vivir en comunión en un mundo con luces y sombras. Belleza y desafío, alegría y pena, armonía y discordia eventual, amor y perdón se entrelazan en las palabras reveladas, dando brillo y realismo al signo sacramental.

El amor conyugal, espiritual y carnal, con todo su esplendor y su promesa, como se presenta en la creación primordial, y luego ensombrecido por el pecado, se recoge sanado y re–creado en Efesios, explicando cómo esa constante tensión entre amor y pecado es iluminada, sanada, santificada, gratificada, por la imagen del amor de Cristo por su Iglesia, que se nos entrega como gracia divina en los sacramentos.

Así, la relectura de la Teología del Cuerpo a la luz de la verdad originaria nos muestra constantemente el matrimonio como imagen del amor de Dios, y nos muestra el amor de Dios como inspiración y modelo para todo amor conyugal, para todo amor, para toda vida cristiana.

IV. B. Amor y Fecundidad

Dijo Eva: «He conseguido un hombre con la ayuda del Señor» (Gén 4,1)

Juan Pablo II se dedicará en las siguientes catequesis a la Encíclica Humanae Vitae, profundamente ligada a la Teología del Cuerpo del 4–7–84 al 28–11–84.

Se esforzará por mostrar la coherencia de la enseñanza del documento con cuanto ha venido desarrollando hasta ahora: nada mejor que un enfoque desde el lenguaje del cuerpo para hablar de los significados del acto sexual conyugal: se alinean perfectamente lo dicho en la Humanae Vitae con la Teología del Cuerpo.

Se nota en su despliegue un intento de salir al paso de las numerosas críticas que en esos más de veinte años se habían elevado contra la Encíclica: la acusación de ser biologicista, la no obligatoriedad moral de la enseñanza del Magisterio, la asimilación de anticoncepción al recurso a los períodos infértiles de la mujer, su inconsistencia con lo enseñado en el Concilio, con particular referencia a la Gaudium et Spes, su falta de atención a las circunstancias personales que pueden hacer plausible el recurso a la anticoncepción… El tenor de estas líneas, en cierto modo reactivo, surge de la convicción de que las objeciones que se hacen no hacen justicia a una lectura en la verdad de la sexualidad humana.

Comienza recordando el corazón de su enseñanza moral, que tanto revuelo causó:

La verdad del significado personal del acto conyugal enseña que queda “excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (Humanae Vitae, 14). “La Iglesia… enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida” (Humanae Vitae, 11). “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (Humanae Vitae 12). “El acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes en el ser mismo del hombre y de la mujer” (Humanae Vitae 12).

El magisterio enseña sobre la moral

Lo retomamos, dice, leyéndolo desde el lenguaje cuerpo a la luz de la verdad. La Humanae Vitae recuerda la obligatoriedad de actuar en conformidad con el valor y la norma moral que, dice, es de ley natural.

Era convicción de Pablo VI que hoy los hombres se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente humano y razonable de este principio fundamental. No estaba de más afirmarlo como principio, cuando desde la mayoría de los ambientes culturales disentían de lo que estaba enseñando.

Desde una perspectiva ricamente humana, Humanae Vitae presta atención a la dimensión subjetiva y psicológica de la sexualidad, cuando habla de significados, es decir, del modo en que la conciencia se apropia de lo objetivo, de lo real.

No se trata de una novedad, ya que esta enseñanza está indirectamente presente en la Biblia, y es constante en la enseñanza del Magisterio que, recuerda, tiene autoridad para enseñar en temas de moral. También los hombres de hoy, señala Juan Pablo II, pueden entender que es coherente con todo el magisterio: no enseña nada nuevo.

El Concilio enseñaba en la Gaudium et Spes la no contradicción normativa de la armonía del amor humano con el respeto a la vida y, dando un paso más, Humanae Vitae señala la posibilidad de vivir esa enseñanza –aun señalando su subjetiva dificultad–. Por eso, su enseñanza tiene un carácter eminentemente pastoral, y no responde a una doctrina abstracta e inaplicable.

Sabiamente, Gaudium et Spes enseña que el tema no es sólo dependiente de la intención y percepción subjetiva de los cónyuges, sino que ha de regirse por criterios objetivos que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y la procreación, entretejidos con el amor verdadero, a través del cultivo de las virtudes, en particular, la castidad conyugal (Gaudium et Spes, 51). Así, el Concilio marca el contexto al invitar a los cónyuges a formarse un criterio recto, y que, entonces sí, el juicio sobre la paternidad responsable han de formarlo ellos personalmente, con el juicio maduro, recto, de la conciencia personal en su relación con la ley divina, auténticamente interpretada por el Magisterio de la Iglesia.

La paternidad responsable debe considerarse en sentido integral, con todos los elementos que concurren a ejercitarla. En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana (Humanae Vitae, 10). Cuando se trata luego, de la dimensión psicológica de “las tendencias del instinto y las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad (Humanae Vitae, 10). Supuestos los antedichos aspectos intra–personales y añadiendo a ellos “las condiciones económicas y sociales” es necesario reconocer que “la paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido” (Humanae Vitae, 10). Se sigue de esto que paternidad responsable es también la decisión prudente de aumentar la familia…

Señala entonces lo moralmente ilícito, según la doctrina de la Iglesia, en la regulación de la natalidad:

● Son ilícitos el aborto, la esterilización y la anticoncepción;

● Es lícito el recurso a los períodos infecundos.

¿No es sencillamente dominar sobre la naturaleza?

Aunque pueden confundirse anticoncepción y el recurso a los períodos infecundos, y ambos pueden tener motivos plausibles, los actos no son iguales, por lo que la licitud de estos no es igual.

Existe en la cultura actual una fuerte tendencia a considerar el dominio de la naturaleza como algo enormemente positivo, y así es, pero no ha de identificarse con lo que la enseñanza moral enseña sobre el dominio de sí: son ámbitos distintos, ya que el hombre no es objeto de manipulación. El cuerpo no es sólo lugar de reacciones de tipo sexual, o de consecuencias solamente biológicas, sino que es medio de expresión de toda la persona. Así, el hombre es persona porque es dueño de sí y se domina a sí mismo para poder darse. La anticoncepción supone el dominio de los mecanismos biológicos, pero con ello priva al acto sexual de su verdad interior, y deja así de ser un verdadero acto de amor, falseando el significado del acto. Por eso el sexo ejercitado fuera del matrimonio es un gesto falso. Y por eso, también lo es la anticoncepción: hace decir al cuerpo –persona– algo que no es real en la persona, y en el plan de Dios, en la estructura de la sexualidad. Deja así de servir a la communio personarum.

En esta línea la Iglesia aprueba el recurso a la regulación natural de la natalidad por ser un ejercicio de tipo ético, y no sólo biológico: lleva consigo la continencia periódica que es la forma del dominio de sí donde se manifiesta “la pureza de los esposos” (Humanae Vitae, 21), es decir, donde se hace real la virtud que se forma a la luz de todos los valores de la vida y de la familia, y no sólo a partir de la decisión de no engendrar nueva vida. No es acción técnica, sino moralidad en juego en el comportamiento, virtud. Así, hablar de regulación natural no se refiere a una impersonal “ley natural”, sino a la estructura querida por el creador, Señor del orden que manifiesta esta ley, y camino de plenitud para los cónyuges.

El cuerpo también “habla” a través de las estructuras internas del organismo, de la reactividad somática y psicosomática. Esto puede a veces perderse de vista en el recurso a consultorios o modos de encarar la paternidad responsable que sólo miran al “cómo”: no se puede biologizar la ética, sino comprender la verdad integral de lo que está en juego, la dimensión moral de esta búsqueda. El respeto de la ley propone una madurez integral de las personas, y al mismo tiempo las completa.

La dificultad de vivir esta enseñanza

No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos; para ellos, como para todos, la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida eterna (cfr. Mt 7,14). Pero la esperanza de esta vida “debe iluminar su camino mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo presente, conscientes de que la forma de este mundo es pasajera” (Humanae Vitae, 25).

Los esposos son consagrados por el sacramento para ser testigos en un mundo complejo. Deben ellos mismos superar no pocas dificultades, pero cuentan con una “fuerza” esencial y fundamental: el amor injertado en el corazón (“difundido en los corazones”) por el Espíritu Santo. Los cónyuges son invitados a acudir a la fuente de esa “fuerza”: la oración y los sacramentos (eucaristía y penitencia), medios infalibles e indispensables, para superar con humilde perseverancia las propias faltas.

La fuerza del amor, de la caridad, se contrapone así a la fuerza de la concupiscencia. El amor, fuerza de Dios, coordina correctamente los fines de las acciones, es capaz de ayudar a vivir la unión de los dos significados. No se niega –realismo– la dificultad, pero no hay verdadera “contradicción” entre amor conyugal y continencia. La dificultad nace de la necesidad de alcanzar el dominio de sí, de saber que la concupiscencia es llamada a ser sanada a través de la gracia y la virtud. La persona tiene la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual y sus consecuencias en la subjetividad psicosomática del hombre. El deseo “activa” la corporalidad, pero esa reacción puede ser modelada. Los valores, con profundas convicciones, si van acompañadas por la respectiva disposición de la voluntad originan la virtud, a través de las sucesivas elecciones y acciones. La continencia no sólo no “se opone” a las tendencias, sino que las “abre” a otros valores. No empobrece la vida afectiva, sino que la enriquece. Así se ordena a la realización del acto conyugal o a buscar otras manifestaciones del afecto. De ese modo tutela la dignidad del acto conyugal mientras tutela también personalmente a los cónyuges [24—10—84].

Se acusa a la continencia de generar tensiones: por lo contrario, las libera. Es una virtud que hace libres de impulsos instintivos que no siempre responden a lo razonable, a lo verdadero, a lo que es conforme a la ley de Dios y al bien de las personas. ¿Es posible ese esfuerzo? Sí. La Iglesia está convencida. Y la encíclica ha sido alabada incluso desde ambientes no católicos. Su enseñanza es profundamente personal, porque es integral, no sólo biológica, o psicológica… Aunque no desestima las enseñanzas de las ciencias humanas, que pueden ayudar a entender mejor lo que propone [30—10—84].

La psicología humana en torno a la sexualidad propone, por ejemplo, distinguir entre excitación y emoción. La primera es ante todo “corpórea”, y en este sentido, “sexual”. En cambio, la emoción –aun cuando suscitada por la reacción recíproca de la masculinidad y feminidad– se refiere sobre todo a la otra persona entendida en su “totalidad”. Se puede decir que ésta es una “emoción causada por la persona”, en relación con su masculinidad o feminidad. Entenderlo supone no sólo saber cómo “abstenerse”, sino también cómo “dirigir” las reacciones, ya sea en su contenido, ya sea en su carácter. Así, ayudados por la virtud de la continencia, los cónyuges saben qué es lo que pueden fomentar en cada momento, pues mientras la excitación tiende al acto conyugal procreador, la emoción puede limitarse a otras manifestaciones de afecto. La continencia conyugal, entonces, trata de dirigir las dos líneas de la excitación y la emoción, según el momento, la conveniencia o la elección.

La castidad, además, como fruto del Espíritu Santo, hace a la persona capaz de armonizar a la persona según una vida nueva, que lleva consigo un respeto por lo sagrado –sacrum –, en el modo de manejar la sexualidad y la fecundidad. Los dones del Espíritu en la vida de los esposos orientan a comprender, entre las posibles “manifestaciones de afecto”, el significado singular, más aún, excepcional, de ese acto: su dignidad y la consiguiente grave responsabilidad vinculada con él. Logra, además, que no se haga “costumbre” [rutina] el trato entre los esposos, actitud que cosifica al otro.

Conclusión

Cuando el primer hombre y la primera mujer se encontraron por primera vez, el deslumbramiento mutuo los destacó de todo el resto de la belleza de su entorno. Las bellezas que los rodeaban en el paraíso se ensombrecieron ante el esplendor de la belleza que contemplaron frente a sus ojos. “Comprendieron” un mundo de significados encerrado en la belleza de los cuerpos: en las formas, en la armonía, en la sonrisa, en la mirada, en la complementariedad física que iban descubriendo, en la riqueza de las sensaciones que emergían, en la promesa que ofrecían… “Comprendieron”. Un mundo de compleja variedad se hacía evidente en su estar frente a frente: comunión, felicidad, deseo de entrega y premio de esa entrega, placer, responsabilidad por ese don que hacían y recibían, trascendencia, fecundidad, fidelidad... Se podría seguir enumerando la multitud de riquezas que, a través de los sentidos, invadía su entendimiento y su corazón en ese encuentro. Toda la verdad de su ser dos, de su ser personal, se presentó con nitidez creciente, en un descubrimiento fascinante. Toda esa rica complejidad es la que una antropología adecuada resume en dos palabras que son más que conceptos cerrados. Son estructuras abiertas, pero de contenido claro, que denominamos significados de la sexualidad. Los significados unitivo y fecundo (preferimos esta palabra a procreativo). Esos significados pudieron ser leídos por Eva y Adán. Entendieron algo que les era dado. Hoy, el encuentro de un hombre y una mujer comunica a ambos esos mismos significados, si bien el desorden del pecado original borronea ese “texto”, distorsiona el sonido de ese “mensaje”, que es capaz de sobreponerse a todo ese “ruido” que lo tergiversa. Hará falta atención y honestidad interior para purificar esa mirada, purificar el corazón, para captar primero y gozar después de ese tesoro.

Dios ama los símbolos, y también el hombre, varón y mujer, llevan esa imagen grabada en su ser espiritual y corporal. El hombre es un ser simbólico, capaz de crear contenidos, de asignar significados a sus actos. Así, un beso o sacudir una mano pueden significar algo distinto, según la voluntad del autor o el contexto. Puede hacer que un gesto tenga un contenido u otro, pero frente a la realidad, sabe también “leer” lo que ella le manifiesta.

Hay gestos cuyo contenido, cuyo significado es unívoco: un fuerte golpe en el rostro de otro no puede ser re-significado. Allí es donde ha de entenderse la enseñanza de la Iglesia en todo su alcance: el gesto sexual tiene un significado unívoco, no capaz de ser re-significado por el hombre. En él Dios quiso imprimir un significado que no puede falsearse. Significa, de un lado, unión, amor, que es entrega, don, cuidado y respeto mutuos, don y aceptación plenos de placer, donde cuerpo y alma se funden y entregan para recuperarse. De otro lado, significa también, inseparablemente, fecundidad posible, apertura al misterio del amor que da vida. Negar uno de los significados del acto sexual supone falsear su contenido. Así, la sexualidad fuera del matrimonio, que es el único lugar de la entrega total, es falsear el significado unitivo. Y la anticoncepción en el matrimonio es falsear el significado luminoso de la fecundidad posible, lugar del regalo de Dios de una nueva vida, fruto del amor.

Así, después de todo el recorrido que ha hecho Juan Pablo II, podemos entender cómo su Teología del Cuerpo se armoniza con la enseñanza de la Humanae Vitae: si los cónyuges “leen” lo que dicen sus cuerpos, reconocen que hay un significado cuya verdad ha sido ya “pronunciada” por el Creador, reconocen en su corporalidad (espíritu y materia) la imagen de un Dios que es amor fecundo, unión y origen de la vida y, de esa manera, se reconocen capaces también de vivir según esa palabra originaria, vivir su relación conyugal, sexual o no, a la luz de esa verdad. Gozarán de la gratificación que acompaña sus entregas, respetando la integridad de su naturaleza, que no es sólo biológica, sino compromiso con una decisión que acepta el plan de Dios, con su deleite y su responsabilidad, sin ceder a un atajo que rompa con la armonía de ese don. Esa verdad del acto conyugal es la unidad inseparable del significado unitivo y fecundo (procreativo). Separarlos voluntariamente convierten el gesto sexual en un gesto de falso amor, en una mentira, por eso es moralmente ilícito… Si una tradición poco profunda hablaba de impureza, que se interpretaba como suciedad, lo que llevó a asimilar la sexualidad con lo sucio, una lectura adecuada la coloca en otra dimensión: lo verdadero o lo falso. ¿No sería interesante presentar el sexto mandamiento como “No mentirás con tu cuerpo”, o “No realizarás acciones que empobrecen tu cuerpo”, en vez de “No cometer acciones impuras”?...

La situación actual recomienda una enorme paciencia para hacer la catequesis de esta enseñanza, ayudando a los esposos a recorrer el camino que propone la Iglesia, a través de la comprensión de la profundidad y verdad de la enseñanza. Se trata de un camino gradual que la pastoral ha sabido recorrer con más o menos éxito, pero que pide de los pastores una exquisita honestidad con el designio de Dios y con la situación personal de los fieles que, en general, vive en un ambiente en el que esta enseñanza es desestimada, considerada demasiado onerosa. Tanto las palabras de la encíclica como la catequesis dejan constancia de la dificultad que conlleva, al repetir palabras como esfuerzo, tesón, dificultad…, pero no deja de proponer una norma que protege altos valores personales que están suficientemente fundamentados en toda la catequesis previa, y que conducen a la verdadera plenitud del hombre, varón y mujer.

Textos de la Sagrada Escritura de especial referencia en la Teología del cuerpo

(Biblia de Jerusalén)[25]

Gn 1, 26–31 (relato elohista, de Elohim, como se llamaba en ámbito levítico a Dios)

26Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra.

27 Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.

28 Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.»

29 Dijo Dios: «Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento.

30 Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento.» Y así fue.

31 Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto.

Gén 2, 7–8 y 15–25 (relato yahvista, de Yahvé, como llamaban a Dios en ámbito sacerdotal– más antiguo que el elohista. En el vers. Gén 2, 4 se enganchan los dos relatos)

7 Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.

8 Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. (…)

15 Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase.

16 Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer,

17 más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio.»

18Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada.»

19 Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera.

20 El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, más para el hombre no encontró una ayuda adecuada.

21 Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne.

22 De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.

23 Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.»

24 Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.

25 Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro.

Gén 3, 7–11

7 Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higuera se hicieron unos ceñidores.

8 Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín.

9 Yahveh Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?»

10 Este contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí.»

11 El replicó: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?»

San Mateo 5, 27–28

27 «Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”.

28 Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.

San Mateo 19, 3–12

3 Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: «¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?»

4 El respondió: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, “los hizo varón y hembra”,

5 y que dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?”

6 De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre

7 Dícenle: «Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?»

8 Díceles: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así.

9 Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer – no por fornicación – y se case con otra, comete adulterio.»

10 Dícenle sus discípulos: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse.»

11 Pero él les dijo: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido.

12 Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda.»

Mt 22, 23–32

23 Aquel día se le acercaron unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaron:

24 «Maestro, Moisés dijo: Si alguien muere sin tener hijos, su hermano se casará con la mujer de aquél para dar descendencia a su hermano.

25 Ahora bien, había entre nosotros siete hermanos. El primero se casó y murió; y, no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano.

26 Sucedió lo mismo con el segundo, y con el tercero, hasta los siete.

27 Después de todos murió la mujer.

28 En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque todos la tuvieron.»

29 Jesús les respondió: «Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios.

30 Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo.

31 Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído aquellas palabras de Dios cuando os dice:

32 – Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? – No es un Dios de muertos, sino de vivos.»

Mc 10, 2–12

2 Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?»

3 Él les respondió: ¿Qué os prescribió Moisés?»

4 Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.»

5 Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto.

6 Pero desde el comienzo de la creación, – El los hizo varón y hembra. –

7 – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre,

8 y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. 9 Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.»

10 Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto.

11 Él les dijo: «Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla;

12 y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.»

Mc 12, 18–27

18 Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntaban:

19 «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno y deja mujer y no deja hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano.

20 Eran siete hermanos: el primero tomó mujer, pero murió sin dejar descendencia;

21 también el segundo la tomó y murió sin dejar descendencia; y el tercero lo mismo.

22 Ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos, murió también la mujer.

23 En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.»

24 Jesús les contestó: «¿No estáis en un error precisamente por esto, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios?

25 Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos.

26 Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: – Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? –

27 No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error.»

San Lucas 20, 27–38

27 Acercándose algunos de los saduceos, esos que sostienen que no hay resurrección, le preguntaron:

28«Maestro, Moisés nos dejó escrito que si muere el hermano de alguno, que estaba casado y no tenía hijos, que su hermano tome a la mujer para dar descendencia a su hermano.

29 Eran siete hermanos; habiendo tomado mujer el primero, murió sin hijos;

30 y la tomó el segundo,

31 luego el tercero; del mismo modo los siete murieron también sin dejar hijos.

32 Finalmente, también murió la mujer.

33 Esta, pues, ¿de cuál de ellos será mujer en la resurrección? Porque los siete la tuvieron por mujer.»

34Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido;

35pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido,

36 ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección.

37 Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor – el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. –

38 No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven.»

Romanos 8, 20–23

20 La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza

21 de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

22 Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.

23 Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.

Efesios 5, 21–33

21. Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.

22. Las mujeres a sus maridos, como al Señor,

23. porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo.

24. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.

25. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,

26. para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra,

27. y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.

28. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo.

29. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia,

30. pues somos miembros de su Cuerpo.

31. – Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. –

32. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia.

33. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.


Links de las Catequesis de Juan Pablo II sobre la Teología del Cuerpo

Audiencias Teología del Cuerpo 1979– 1984

Temas para discutir sobre la Teología del Cuerpo

En este apartado se hace un repaso de todo el programa de la Teología del cuerpo, con la intención de iluminar algunos temas de actualidad que puedan servir para el diálogo con amigas o amigos. También se sugieren propósitos para el propio crecimiento en las virtudes que exige el conocimiento y disfrute de la plenitud humana a la que Dios nos llama en nuestro cuerpo.

Introducción: Sembrar apertura y amor a la verdad sobre el hombre, varón y mujer:

1. Importancia de ayudar a los amigos a “abrirse” al conocimiento sobre el ser humano y su plenitud, más allá de lo científico experimental. Conocer al hombre no es sólo saber de ciencia, sino llegar a fondo en los temas fundamentales de la vida.

2. Educación sexual integral de los hijos, y conocimiento de las etapas de la maduración de las mujeres y los varones (físico y afectivo) desde la concepción: Es muy necesario elaborar programas de educación según la edad, a partir de la antropología adecuada que propone San Juan Pablo II en la Teología del cuerpo. Hacerse cargo de que nos falta formarnos para poder pensar propuestas superadoras a la llamada teoría de género.

Propósito: Interés de formarse, hábito de lectura: Aprovechar la lectura espiritual y pedir buenos libros para entender mejor al ser humano.

3. Pensar y rezar la propia vida, la de los hijos y las demás personas que nos rodean. Nadie lo hará por nosotros, y la vida avanza. Desarrollar tanto la paciencia como la búsqueda permanente de mejores respuestas a las dudas o necesidades propias y ajenas. Proactividad en la vida interior, en la educación y en la amistad. Asumir los desafíos culturales de nuestra época: son ocasión de verdadera caridad y apostolado.

4. Ideología de género. Es importante aprender a diferenciar cuando se busca abiertamente la verdad, y cuando se “usan” verdades (o medias verdades) para sostener un postulado que en realidad se busca imponer por encima de la realidad.

Al mismo tiempo es importante tener en cuenta que la mayoría de los seguidores de una ideología suelen ser personas que miran las verdades que hay detrás, e ignoran otras. Esta realidad nos debe llevar a respetarlos y al diálogo de amistad propio de las personas que están buscando la comunión como ideal de vida plena. La coherencia con la comunión es la que los guiará a la verdad de manera más completa.

Propósito: Amistad diaria: dedicar tiempo (agenda) a la oración (el Amigo), y a escuchar amigas o amigos y compartir necesidades o dudas (sin acepción de personas, “la gente” no está “en otra”: quieren ser felices, y tenemos la Palabra que necesitan). “Vivir en salida”, desde la oración (evitar la “zona de confort” y el “ir tirando” que impiden nuestra autorrealización de la propia donación).

Discusiones sobre el Capítulo I.A-B: La imagen de Dios en el hombre, varón y mujer

1. Habituarnos a mirar a los demás como personas, es decir como relación, y no como individuos aislados. Lo verdaderamente humano y valioso en nuestra vida son las relaciones con Dios y los demás, vividas en el amor y servicio mutuo.

Propósito: Orden de la caridad: Agendar en primer lugar los pendientes en relación con los demás, aunque sean cosas pequeñas, empezando por los más necesitados y nuestra relación con Jesús.

2. Aprender a mirar nuestra “desnudez” desde una doble perspectiva: soy mi cuerpo porque soy para la entrega de mí mismo (visión positiva); y no tengo una armonía plena de mis fuerzas interiores para el pleno autodominio (visión positiva y realista o humilde). No se puede tener miedo al propio cuerpo, sino conocerlo y manejarlo con virtud. “Las personas normales reacciones normalmente ante impulsos normales”: el trato confiado, virtuoso y prudente con las personas del otro sexo, según las propias circunstancias. Y aunque se sienta cualquier inclinación desordenada en la propia persona, aceptar convivir con la propia limitación, con realismo y paz. Nunca será digno de una persona consentir a rebajar alguien a “objeto” de la propia concupiscencia, con el pensamiento o la mirada.

Propósito: Piedad: Pedir con humildad el don de la Santa Pureza, para querer dedicarnos a servir con nuestro cuerpo al gozo de los demás, que es la comunión de personas, nuestra verdadera plenitud humana.

Discusiones sobre el Capítulo II. Redención del propio corazón

1. Acercarse a los Sacramentos con intención de dejar obrar al Espíritu Santo (Amor de Dios en nosotros), y pedirle: luz para ver la imagen de Dios en toda persona, sea quien sea, como un llamado a la comunión de amor en diversas maneras; fuerza para querer poner nuestro cuerpo al servicio de Dios y de los demás en actos concretos cada día, dándoles prioridad.

2. Autoerotismo o masturbación: ¿Sé explicar su pobreza con serenidad y contenido? Tener presente la necesidad de aprender con perseverancia, tanto a alejarse de las ocasiones, como a fomentar la esperanza segura en la acción del Amor puro de Dios en nosotros que es el Espíritu Santo.

Propósito: Confianza en los medios sobrenaturales, la gracia: La frecuencia de sacramentos no es algo formal, sino esencial, porque nos configuran con Cristo, aplicándonos la redención en tiempo real.

3. Escuchar la apelación de Jesús al corazón: examinar si somos “cumplidores de normas morales” o personas que buscan ser más humanas a ejemplo de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir (con su Cuerpo) y a dar la vida por los demás.

Propósito: Sinceridad en la oración, lejos del anonimato o las generalidades: Cuidar los ratos de oración (ahí está nuestro primer Prójimo) y dejarnos mover por su Amor que nos empujará a concretar cada día el servicio con nuestro cuerpo al cuerpo de nuestros prójimos, es decir, a todas las necesidades reales de las personas.

Discusiones sobre el Capítulo III.A. La resurrección

1. El cuerpo forma parte de mí, y por lo tanto de mi destino eterno: no hay nada específicamente humano fuera de la felicidad eterna. Cargar el destino en el GPS es una condición ineludible para elegir el mejor camino, preferible a otras posibles opciones, o para “recalcular” el camino desde donde uno está, y poder reencaminarse. El futuro esperado es el motor de toda vida.

Propósito: Fomentar la caridad: hacer un examen diario, antes de dormir, sobre el camino de servicio a las necesidades del prójimo, empezando por el propio cónyuge y los más necesitados.

2. A veces el pensamiento del Cielo no mueve porque no sabemos entenderlo, y menos aún, presentarlo. ¿Entiendo lo que es? ¿Quiero ir al cielo? ¿Me ayuda a proponer la vida cristiana a mis amigos?

Propósito: Fomentar la esperanza: Concretar la lucha por el aprovechamiento del tiempo en servicio pleno a los demás cada día, pues construimos el Cielo trabajando en la tierra.

Discusiones sobre el Capítulo III.B. El celibato por el Reino de los cielos

1. Un padre preocupado por un hijo o una hija que elige el camino del sacerdocio o de la vida consagrada sufre por ver truncada la proyección de la familia. Una madre ve con miedo una opción por el celibato de una hija mona, inteligente, porque lo considera desde un posible fracaso…. Un hijo o una hija numeraria o agregada ¿la veo proyectada o proyectado en un futuro muy feliz o desconfío? A veces se temen eventuales fracasos de vidas dedicadas a Dios, en vez de valorar esa decisión como camino de plenitud.

2. La decisión de un amigo o amiga a una vocación célibe desconcierta. ¿Cómo aprovechar la ocasión para explicar el sentido de esa vocación, y de la sexualidad en toda su extensión?

Propósito: Amar esas vocaciones en la Iglesia, que son llamadas de Dios, y promoverlas entre los hijos.

3. ¿Se puede vivir en serio el celibato en medio del mundo? ¿Si así fuera, cuáles serían las condiciones? Que a un hombre le gusten las mujeres, o a una mujer le gusten los hombres es una condición para seguir una vocación de virginidad o celibato consagrado o laical.

Propósito: Pensar el celibato como camino de entrega y fecundidad: El verdadero sentido del celibato es la búsqueda de la comunión de personas, que en este caso se concreta en el servicio y entrega de la propia persona al Reino de los cielos, es decir a la Comunión de los santos que forman quiénes se unen a Cristo.

Discusiones sobre el Capítulo IV.A. Matrimonio

1. Son muchos los años que llevamos juntos, no se puede evitar el desgaste, el acostumbramiento, la rutina, la complicidad en un cierto desapego y descuido.

La vida sexual de la pareja ha dejado de ser un lugar de encuentro gozoso. Excusas de un lado, falta de disponibilidad, reclamos que se consideran inoportunos, falta de interés… Como la misma sexualidad es asimétrica en la feminidad y la masculinidad, se ha de pensar de cada lado qué es necesario sanar y adecuar a la comunión.

Sentido cristiano para encarar los obstáculos inevitables de la convivencia: capacidad de perdón rápido, de reconciliación… Esfuércense y no pequen, y en todo caso, que no se ponga el sol y estén todavía enojados. No dejen espacio al demonio (Ef 4, 26).

Propósito: Piedad y caridad: Buscar diez sinónimos de entrega, como la de Cristo a su Iglesia, para concretar en mi matrimonio.

Discusiones sobre el Capítulo IV. B. Amor y Fecundidad

1. Se suele desmerecer el recurso a los llamados métodos naturales de modo irónico, o sarcástico, por pensarlos ineficaces ¿Se puede pensar que lo son por falta de compromiso, por ejemplo, de ambos cónyuges, en su amorosa aplicación?

No es posible vivir los métodos naturales sin la virtud de la castidad, en toda su densidad y riqueza. Poner verdadero interés en conocer los modos humanos lícitos de regulación de la fecundidad (Naprotecnología u otros).

2. Se sugiere reflexionar cómo en la cultura contemporánea se ha podido hablar de un embarazo como riesgo, o eventualmente amenaza. Incluso en matrimonios cristianos. La paternidad responsable, enseña la Iglesia, ilumina la decisión tanto de tener una familia más o menos numerosa, cuanto la de distanciar el nacimiento de los hijos. Suele saberse de un modo más o menos claro, entre quienes viven su fe, que un pensamiento fuertemente presente en la cultura actual puede distorsionar la riqueza de un don de Dios, y fruto de amor de un hombre y una mujer: un hijo. Vale la pena ponderar personalmente cómo me pongo ante ese desafío de cristianizar la sociedad, desde el fuego de mi propia fe.

¿Qué presiones descubrís en un matrimonio cristiano que puede dar por descontado que no quiere más hijos, atendiendo a su situación objetiva o subjetiva? ¿Cómo podrías explicarle a un amigo o a una amiga que te cuenta que el sacerdote con el que habla le ha sugerido no hacerse problemas morales por el recurso a la anticoncepción?

3. Pornografía. ¿Qué supone en una persona casada? ¿Qué en una persona soltera?

Propósito: Ir a fondo en el apostolado personal, respetando la libertad, los tiempos de cada uno, y con la convicción de que tenemos una Palabra que sana y llena de sentido, orientando la vida hacia su verdadera plenitud.

Glosario conceptos fundamentales para comprender la Teología del Cuerpo

AMOR

Dios ha creado el hombre a su imagen y semejanza; llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado, al mismo tiempo, al amor. Dios es amor, y vive en Sí mismo un misterio de comunión personal de amor.

Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano.

En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano, y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual.

La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una realización concreta de la verdad más profunda del hombre, de su “ser imagen de Dios”. (FC, 22—XI—81)

Amor matrimonial

El amor, que se alimenta y se expresa en el encuentro del hombre y de la mujer, es don de Dios; es por esto fuerza positiva, orientada a su madurez en cuanto personas; es a la vez una preciosa reserva para el don de sí que todos, hombres y mujeres, están llamados a cumplir para su propia realización y felicidad, según un proyecto de vida que representa la vocación de cada uno.

El hombre, en efecto, es llamado al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona. El amor humano abraza también el cuerpo y el cuerpo expresa igualmente e l amor espiritual. La sexualidad no es algo puramente biológico, sino que mira a la vez al núcleo íntimo de la persona. El uso de la sexualidad como donación física tiene su verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte. Este amor está expuesto sin embargo, como toda la vida de la persona, a la fragilidad debida al pecado original y sufre, en muchos contextos socio—culturales, condicionamientos negativos y a veces desviados y traumáticos. Sin embargo la redención del Señor, ha hecho de la práctica positiva de la castidad una realidad posible y un motivo de alegría, tanto para quienes tienen la vocación al matrimonio –sea antes y durante la preparación, como después, a través del arco de la vida conyugal–, como para aquellos que reciben el don de una llamada especial a la vida consagrada. En: Orientaciones educativas en familia, del Pontificio — Consejo para la Familia, 8 diciembre 1995

ANTICONCEPCIÓN

· Rechazo positivo del dinamismo original de donación total, de la apertura a la vida que contradice la donación mutua total de los esposos

· Separa el carácter unitivo del procreativo de la unión sexual

· Se hace árbitro y manipulador del designio divino

· Falsea el acto conyugal

El anticoncepcionismo, separa los dos significados (unitivo y procreativo) que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como “árbitros” del designio divino y “manipulan” y envilecen la sexualidad humana, y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación “total”. Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente; se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.

En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como “ministros” del designio de Dios y “se sirven” de la sexualidad según el dinamismo original de la donación “total”, sin manipulaciones ni alteraciones.

CASTIDAD CONYUGAL

la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal”. Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”.

En esta perspectiva, el Concilio Vaticano II afirmó claramente que, “cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, Partiendo precisamente de la “visión integral del hombre y de su vocación no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, Pablo VI afirmó que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (FC, 22—XI—1981)

La educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover el “significado esponsalicio” del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial –discerniendo los signos de la llamada de Dios– a la educación para la virginidad, como forma suprema de ese don de sí que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana.

CONTINENCIA PERIÓDICA —METODOS NATURALES

La práctica de los métodos naturales de planificación familiar ayuda a las parejas a aceptar los principios normativos de su actividad sexual, que brotan de la misma estructura de sus personas y de su relación. Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 18 noviembre 1994

Hay una diferencia antropológica entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, y que implica, en resumidas cuentas, dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí (FC, 22—XI—81)

La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir, de la mujer, y, con esto, la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este contexto, la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. De este modo, la sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no “usada”, en cambio, como un “objeto” que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona (FC, 22—XI—81)

CONCUPISCENCIA y PUDOR

El “deseo” forma parte de la realidad del corazón humano. Cuando afirmamos que el “deseo”, con relación a la originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una “reducción”, pensamos en una “reducción intencional”, como en una restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es “reducir” toda la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la mujer, aunque las palabras de Mt 5, 27—28 se refieran directamente sólo a la otra relación. La “reducción” intencional, como se ve, es de naturaleza sobre todo axiológica (de valores) Por una parte, la eterna atracción del hombre hacia la feminidad (Cfr. Gén 2, 23) libera en él –o quizá debería liberar– una gama de deseos espirituales—carnales de naturaleza sobre todo personal y “de comunión” (Cfr. el análisis del “principio”), a los que corresponde una proporcional jerarquía de valores. Por otra parte, el deseo carnal limita esta gama, ofuscando la jerarquía de los valores que marca la atracción perenne de la masculinidad y de la feminidad. AG — 17—IX—1980

Con el desequilibrio interior (consecuencia del pecado original) está vinculada la vergüenza inmanente. Y ella tiene un carácter “sexual”, porque precisamente la esfera de la sexualidad humana parece poner en evidencia particular ese desequilibrio, que brota de la concupiscencia y especialmente de la “concupiscencia del cuerpo”.

Gen 3, 7 es muy elocuente (se taparon) porque el “hombre de la concupiscencia” (hombre y mujer, “en el acto del conocimiento del bien y del mal”) experimentan haber cesado de estar también, a través del propio cuerpo y sexo, por encima del mundo de los seres vivientes o animalia. Es como si experimentase una específica fractura de la integridad personal del propio cuerpo, especialmente en lo que determina su sexualidad y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer “serán una sola carne” (Gén 2, 24).

Por esto, ese pudor inmanente y al mismo tiempo sexual es siempre, al menos indirectamente, relativo. Es el pudor de la propia sexualidad “en relación” con el otro ser humano. De este modo, el pudor se manifiesta en el relato de Gén 3, por el que somos, en cierto modo, testigos del nacimiento de la concupiscencia humana.

La motivación para remontarnos de las palabras de Cristo sobre el hombre (varón), que “mira a una mujer deseándola” (Mt5, 27—28), a ese primer momento en el que el pudor se desarrolla mediante la concupiscencia y la concupiscencia mediante el pudor. Así entendemos mejor por qué –y en qué sentido– Cristo habla del deseo como “adulterio” cometido en el corazón; por qué se dirige al “corazón” humano. Alocución 28—V—80, 4

CUERPO:

El ser humano ES cuerpo, el cuerpo pertenece a la estructura de su ser sujeto personal. Por eso no puede separarse el ser corporal del ser personal.

El conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y femineidad, que son como dos “encarnaciones” de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo –como dos modos de “ser cuerpo” y a la vez hombre, que se completan recíprocamente–, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y al mismo tiempo como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. 21.XI.79

Valor del cuerpo (y del sexo)

El ethos cristiano se caracteriza por una transformación de la conciencia y de las actitudes de la persona humana, tanto del hombre como de la mujer, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo y del sexo, según el designio originario del Creador, puestos al servicio de la “comunión de las personas”, que es el substrato más profundo de la ética y de la cultura humana (AG, 22—X—80)

La corporeidad y la sexualidad no se identifican completamente. Aunque el cuerpo humano en su constitución normal lleva en sí los signos del sexo y sea, por su naturaleza, masculino o femenino, sin embargo, el hecho de que el hombre sea “cuerpo” pertenece a la estructura del sujeto personal más profundamente que el hecho de que en su constitución somática sea también varón o mujer. Por esto, el significado de la soledad originaria, que puede referirse sencillamente al “hombre”, es anterior sustancialmente al significado de la unidad originaria; en efecto, esta última se basa en la masculinidad y en la femineidad, casi como en dos “encarnaciones” diferentes, esto es, en dos modos de “ser cuerpo” del mismo ser humano, creado “a imagen de Dios” (Gén 1, 27). 7—XI—79, 1 y 2—IV—1980

Revelación del significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal

El “principio” nos dice relativamente poco sobre el cuerpo humano, en el sentido naturalista y contemporáneo de la palabra. Desde este punto de vista, en el estudio presente nos encontramos a un nivel del todo precientífico. No sabemos casi nada sobre las estructuras interiores y sobre las regulaciones que reinan en el organismo humano. Sin embargo, al mismo tiempo –quizá a causa de la antigüedad del texto–, la verdad importante para la visión integral del hombre se revela de modo más sencillo y pleno. Esta verdad se refiere al significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal (y el) significado a toda la esfera de la intersubjetividad humana, especialmente en la perenne relación varón—mujer.

Una óptica que debemos poner necesariamente en la base de toda la ciencia contemporánea acerca de la sexualidad humana, en sentido biofisiológico. Esto no quiere decir que debamos renunciar a esta ciencia o privarnos de sus resultados. Al contrario: si éstos deben servir para enseñarnos algo sobre la educación del hombre, en su masculinidad y feminidad, y acerca de la esfera del matrimonio y de la procreación, es necesario –a través de todos y cada uno de los elementos de la ciencia contemporánea– llegar siempre a lo que es fundamental y esencialmente personal, tanto en cada individuo, varón o mujer, cuanto en sus relaciones recíprocas.

Teología de cuerpo:

La reflexión sobre el texto arcaico del Génesis se manifiesta insustituible. Constituye realmente el “principio” de la teología del cuerpo. El hecho de que la teología comprenda también al cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie que sea consciente del misterio y de la realidad de la Encarnación. Por el hecho de que el Verbo de Dios se ha hecho carne, el cuerpo ha entrado, diría, por la puerta principal en la teología, esto es, en la ciencia que tiene como objeto la divinidad. La Encarnación –y la redención que brota de ella– se ha convertido también en la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio. AG, 2—IV—1980

EDUCACIÓN SEXUAL

Es educación para el amor como don de sí mismo. Esta es la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que “banaliza” en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona –cuerpo, sentimiento y espíritu–, y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor.

La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos. En este sentido, la Iglesia reafirma la ley de la subsidiariedad, que la escuela tiene que observar cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los padres (22.XI.81)

Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.

Por esto, la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia .(FC, 22—XI—81)

DONACION

La expresión sexual del amor, como acto específicamente humano, se vincula al significado auténtico de la vida y a la dignidad de las personas implicadas. La cultura contemporánea considera a menudo la sexualidad de modo reductivo, sin la armonía de una visión integral de la persona humana. Hay que comprender el amor entre un varón y una mujer según su significado más pleno, sin disociar los diversos aspectos –espiritual, moral, físico y psicológico– que lo integran. Ignorar una sola de esas dimensiones del amor constituye un serio peligro para la unidad de la persona. La práctica de los métodos naturales de planificación familiar ayuda a las parejas a aceptar los principios normativos de su actividad sexual, que brotan de la misma estructura de sus personas y de su relación. Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 18 noviembre 1994

No se debe olvidar que el desorden en el uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer –en vez del don sincero de sí– el fin de la sexualidad, y reduciendo a las otras personas a objetos para la propia satisfacción: tal desorden debilita tanto el sentido del verdadero amor entre hombre y mujer –siempre abierto a la vida– como a la misma familia, y lleva sucesivamente al desprecio de la vida humana concebida que se considera como un mal que amenaza el placer personal (136). “La banalización de la sexualidad”, en efecto, “es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida” Orientaciones educativas en familia, del Pontificio Consejo para la Familia, 8 diciembre 1995

Educar en el AMOR VERDADERO en una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también, y más aún, con el sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados.

La familia es la primera y fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley que rige y hace crecer. El don de sí que inspira el amor mutuo de los esposos se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas y entre las diversas generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad. 22—XI—1981, 37

IDENTIDAD

Somos cada uno un YO único e irrepetible, masculino y femenino: él o ella

Catecismo, 1992— N 2333: |Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.

Identidad personal:

La búsqueda de la identidad humana de aquél que al principio estaba “solo”, debe pasar siempre a través de la dualidad: la “comunión”. El ser humano se autopercibe como diferente a los animales o a las demás criaturas. Descubre su identidad personal que es un principio de antropología adecuada y puede ser verificado siempre según ella. Esta verificación puramente antropológica nos lleva, al mismo tiempo, al tema de la “persona” y al tema “cuerpo—sexo”. Esta simultaneidad es esencial. Efectivamente, si tratáramos del sexo sin la persona, quedaría destruida toda la educación de la antropología que encontramos en el Libro del Génesis. Y entonces estaría velada para nuestro estudio teológico la luz esencial de la revelación del cuerpo, que se transparenta con tanta plenitud en estas primeras afirmaciones. AG, 9—I—1980, 3

Gen 2, 23: “El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada’”. A la luz de este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y femineidad, que son como dos “encarnaciones” de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo –como dos modos de “ser cuerpo” y a la vez hombre, que se completan recíprocamente–, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y al mismo tiempo como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así, como ya demuestra el Génesis 2, 23, la femineidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la femineidad. Precisamente la función del sexo, que en cierto sentido es “constitutivo de la persona” (no sólo “atributo de la persona”), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como “él” o “ella”. La presencia del elemento femenino junto al masculino y al mismo tiempo que él tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya originariamente en Génesis 2, 23. AG, 21—XI—79

Identidad sexual

En el “conocimiento” conyugal, la mujer “es dada” al hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este “conocimiento”. Así, pues, la realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en “una sola carne”, contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar sólo de “convivencia sexual”? Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos, hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo, definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado “por la naturaleza”. Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es “dado” al otro como sujeto único e irrepetible, como “yo”, como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal identidad y ser concreto, como irrepetible “yo” femenino—masculino, el hombre es “conocido” cuando se verifican las palabras de Gén 2, 24: “El hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne”. El “conocimiento”, de que habla Gén 4, 1—2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto que el hombre y la mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unidad como la irrepetibilidad de la persona. AG— 5—III—1980

MAGISTERIO sobre SEXUALIDAD

Es necesario ayudar a las parejas a conocer y comprender las razones del Magisterio de la Iglesia sobre la sexualidad humana. Este Magisterio puede ser comprendido sólo a la luz del plan de Dios para el amor humano y el matrimonio en su relación con la creación y con la Redención. Mostremos al mismo tiempo a nuestro pueblo la elevada y gozosa afirmación del amor humano, diciendo que “Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano” (FC, 11).

Por consiguiente para evitar cualquier vulgarización y desacralización de la sexualidad debemos enseñar que la sexualidad trasciende la esfera puramente biológica y mira al ser más profundo de la persona en cuanto tal. El amor sexual es verdaderamente humano sólo si es parte integral del amor por medio del cual un hombre y una mujer se confían uno a la otra hasta la muerte. Este darse recíprocamente tan pleno es posible sólo en el matrimonio

Éste es el magisterio –basado en la comprensión de la Iglesia de la dignidad de la persona humana y el hecho de que el sexo es un don de Dios– que debe ser comunicado tanto a las parejas casadas como a las prometidas y también a la Iglesia entera. Esta enseñanza debe estar en la base de toda la educación de la sexualidad y de la castidad. Debe ser comunicado a los padres, que tienen la importante responsabilidad de la educación de los propios hijos, y también a los pastores y a los educadores religiosos que colaboran con los padres en el cumplimiento de sus responsabilidades. (discurso a Obispos EEUU, 24—IX—1983)

MASCULINIDAD Y FEMINEIDAD;

Son dos encarnaciones diferentes o dos modos humanos diferentes de ser cuerpo que se completan recíprocamente.

Son dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y al mismo tiempo como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así, como ya demuestra el Génesis 2, 23, la femineidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la femineidad.

Esa diferencia sexual tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. AG, 21—XI—79

MATRIMONIO

El matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, ni la imposición extrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo para que se viva así

a plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el subjetivismo y relativismo y la hace partícipe de la Sabiduría creadora.

El único “lugar” que hace posible esta donación total. AG, 22—XI—1981

PROCREACION – VIDA

Es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, “manifiesta su significado íntimo al llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor”. La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado “esponsal” del cuerpo.

La labor de educación para la vida requiere la formación de los esposos para la procreación responsable. Ésta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los valores morales que su uso supone. EV—25—III—1995

Partiendo precisamente de la “visión integral del hombre y de su vocación no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna”, Pablo VI afirmó que la doctrina de la Iglesia “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (88). Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación”.

Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como “árbitros” del designio divino y “manipulan” y envilecen la sexualidad humana, y, con ella, la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación “total”. Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente; se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. FC 22—XI—81, 32

SEXO:

En su constitución somática o corporal el ser humano es varón o mujer. La función del sexo, que en cierto sentido es “constitutivo de la persona” (no sólo “atributo de la persona”), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como “él” o “ella”.

Si tratáramos del sexo sin la persona, quedaría destruida toda la educación de la antropología que encontramos en el Libro del Génesis. Y entonces estaría velada para nuestro estudio teológico la luz esencial de la revelación del cuerpo, que se transparenta con tanta plenitud en estas primeras afirmaciones. 9—I—1980

Lenguaje del sexo

El lenguaje de sexo es revelación del yo personal. Al convertirse en “una sola carne”, el hombre y la mujer experimentan de modo particular el significado del propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de ese acto y de esa experiencia, aun siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que “el marido conoce a la mujer”, o también que ambos “se conocen” recíprocamente. Se revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio “yo” humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer “es dada” al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella. 5—III—80, 4

SEXUALIDAD:

La sexualidad no es algo puramente biológico, sino que mira a la vez al núcleo íntimo de la persona. El uso de la sexualidad como donación física tiene su verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte. Este amor está expuesto sin embargo, como toda la vida de la persona, a la fragilidad debida al pecado original y sufre, en muchos contextos socio—culturales, condicionamientos negativos y a veces desviados y traumáticos. Sin embargo la redención del Señor ha hecho de la práctica positiva de la castidad una realidad posible y un motivo de alegría, tanto para quienes tienen la vocación al matrimonio –sea antes y durante la preparación, como después, a través del arco de la vida conyugal–, como para aquellos que reciben el don de una llamada especial a la vida consagrada.

La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro (CIC—2332)

El significado de la sexualidad humana se arraiga en su relación con la persona. La cultura actual deforma gravemente o incluso pierde el verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga de su referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios (22—XI—81)

Cultura actual banaliza, empobrece y reduce la sexualidad a su vinculación con el cuerpo y el placer egoísta que se opone a su vinculación con la persona

La sexualidad es una riqueza de toda la persona –cuerpo, sentimiento y espíritu–, y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor. (22—XI—81)

En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se donan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.

Esta totalidad exigida por el amor conyugal corresponde también a las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una persona humana, supera, por su naturaleza, el orden puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde de los padres. Ángelus 26—VI—1974

Índice General

Presentación. 5

Introducción: 6

Breve recorrido del pensamiento antropológico de San Juan Pablo II. 6

Introducción antropológica a la teología del cuerpo. 6

Importancia de esta cuestión en la cultura actual 6

Tres escritos antropológicos complementarios. 8

Clave antropológica de su pensamiento. 10

Misterio del hombre y misterio de la Redención. 12

Teología del Cuerpo de San Juan Pablo II 14

Textos imprescindibles. 16

I. A. Una Verdad Original Olvidada: el Hombre, Varón y Mujer. 18

“Al principio”. 18

La conciencia del hombre, varón y mujer, y su añoranza del “principio”. 18

El hombre, varón y mujer, al principio. 19

Desnudez originaria. 20

Significado esponsal del cuerpo. 22

I. B. La Plenitud Personal, Consecuencia de la Teología del Cuerpo. 24

Plenitud de Vida: verdadera felicidad. 24

La comunión de “personas”. 25

La inocencia original 25

La plenitud como camino: crecer en la felicidad de la comunión de personas. 27

La posesión de la humanidad en la procreación. 29

II. La Redención del Corazón. 30

Presupuestos sobre la verdad del cuerpo y su ética. 30

El corazón como fuente de moralidad. 30

Moralidad es armonía. Hacia la plenitud de la comunión. 30

Exige una teoría de la corporalidad. 31

Significado esponsal de la estructura corporal 31

De la limpieza de la mirada al deseo concupiscente. 31

La vergüenza ante la desnudez. 32

La apertura al amor y la entrega. Redención. 32

La mirada del corazón, fuente de la ética. 33

Qué se entiende por adulterio. 33

Qué papel juega la mirada. 33

Qué significa adulterar en el corazón. 33

La redención del corazón. 34

Restituir la verdad. 34

Rechazo del maniqueísmo. 34

El ethos nuevo del Evangelio. 35

La templanza y la limpieza de corazón. Santidad y respeto. 35

Del ethos a la pedagogía. 36

El cuerpo como tarea de madurez, para expresar su verdad. 36

Conclusión. Ejes finales. 37

III. A. La Resurrección de la Carne. 38

Introducción a los textos sobre la Resurrección. 39

Hay Resurrección. 40

Cómo será la resurrección. 41

La divinización del hombre, varón y mujer. 41

Una nueva gama de experiencias. 42

¿Todos vírgenes en el más allá?. 42

La antropología paulina de la resurrección. 42

III. B. La Virginidad Cristiana. 44

Fecundidad en el Espíritu. 44

Motivo del celibato. 45

¿Superioridad del celibato?. 45

Ocuparse del Señor 46

Exclusividad del célibe. 47

La redención del cuerpo. 47

IV. A. El Signo del Matrimonio a la Luz de la Teología del Cuerpo. 49

La sorpresa de Efesios. El matrimonio imagen –sacramento– del amor de Dios. 50

El amor de Yahvé al Pueblo elegido, signo del amor fiel que une a los esposos. 53

El signo del matrimonio y el lenguaje del cuerpo. 55

Imágenes bíblicas del signo: el Cantar de los Cantares y el libro de Tobías. 56

Conclusión. 57

IV. B. Amor y Fecundidad. 59

El magisterio enseña sobre la moral 59

¿No es sencillamente dominar sobre la naturaleza?. 60

La dificultad de vivir esta enseñanza. 61

Conclusión. 62

Textos de la Sagrada Escritura de especial referencia en la Teología del cuerpo. 64

Links de las Catequesis de Juan Pablo II sobre la Teología del Cuerpo. 69

Temas para discutir sobre la Teología del Cuerpo. 70

Introducción: Sembrar apertura y amor a la verdad sobre el hombre, varón y mujer: 70

Discusiones sobre el Capítulo I.A-B: La imagen de Dios en el hombre, varón y mujer. 70

Discusiones sobre el Capítulo II. Redención del propio corazón. 71

Discusiones sobre el Capítulo III.A. La resurrección. 71

Discusiones sobre el Capítulo III.B. El celibato por el Reino de los cielos. 72

Discusiones sobre el Capítulo IV.A. Matrimonio. 72

Discusiones sobre el Capítulo IV. B. Amor y Fecundidad. 72

Glosario conceptos fundamentales para comprender la Teología del Cuerpo. 74

AMOR. 74

Amor matrimonial 74

ANTICONCEPCIÓN.. 75

CASTIDAD CONYUGAL. 75

CONTINENCIA PERIÓDICA —METODOS NATURALES. 76

CONCUPISCENCIA y PUDOR. 76

CUERPO: 77

Valor del cuerpo (y del sexo) 77

Revelación del significado del cuerpo humano en la estructura del sujeto personal 77

Teología de cuerpo: 78

EDUCACIÓN SEXUAL. 78

La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, 78

DONACION.. 79

La familia. 79

IDENTIDAD.. 79

Identidad personal: 80

Identidad sexual 80

MAGISTERIO sobre SEXUALIDAD.. 81

MASCULINIDAD Y FEMINEIDAD; 81

MATRIMONIO.. 81

PROCREACION – VIDA. 82

SEXO: 83

Lenguaje del sexo. 83

SEXUALIDAD: 83


[1] Cfr. San Juan Pablo II, Discurso del 27 de agosto de 1999, ante las autoridades del Pontificio Instituto para la Familia.

[2] Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n. 16

[3]Racionalidad y relacionalidad de la persona humana, unidad y diferencia en la comunión y las polaridades constitutivas de hombre-mujer, espíritu-cuerpo e individuo-comunidad, son dimensiones co-esenciales e inseparables. Así, la reflexión sobre la persona, el matrimonio y la familia puede integrarse, en último término, en la doctrina social de la Iglesia, y acaba por convertirse en una de sus raíces más sólidas.

[4]Ibidem, n. 22

[5]Ibidem, n.24

[6]En palabras del Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 164: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte»

[7] Juan Pablo II. Memoria e identidad, cap. 6, pp. 41–44.

[8] Wojtyla, Karol (1979).Amor y Responsabilidad. Estudio de moral sexual, Razón y Fe, Madrid, 11ª ed.

[9] Wojtyla, Karol (1982). Persona y Acción, BAC, Madrid, 12ª ed.

[10] Concilio Vaticano II. Constitución Apostólica Gaudium et Spes, 22.

[11] Juan Pablo II. Vi racconto la mia vita. A cura di Saverio Gaeta.Librería Editrice Vaticana, 2011, p. 41.

[12] Juan Pablo II. Fides et Ratio, n. 1.

[13]Idem, n. 12

[14] Carta apostólica Novo millennio ineunte, 23

[15]Fides et Ratio, 60

[16]Karol Wojtyla – Juan Pablo II. Estoy en tus manos. Cuadernos personales. 1962–2003. Planeta Testimonio, 2014. p. 28

[17] Puede verse la excelente clarificación del término “mito” en la nota a la catequesis del 19-9-79.

[18] El Papa nos aclara que Gén 2, 25 habla de la “no vergüenza por la desnudez” y no de la impudicia, o de una vergüenza primitiva: al contrario, la ausencia de esa experiencia tan común en nosotros – descubrir el propio cuerpo – indica una plena conciencia, y experiencia del significado del propio cuerpo como expresión de la persona para la comunión, así como de una armonía y señorío de la corporalidad en la desnudez.

[19] Estas experiencias humanas que revelan el significado divino del cuerpo están tan entrelazadas con las cosas ordinarias de la vida, que en general no nos damos cuenta de su carácter extraordinario[12–12–79].

[20] Hermenéutica significa “clave de interpretación” o criterio general de comprensión de un tema. En este caso quiere decir, que el significado esponsal del cuerpo humano debe entenderse siempre a la luz del don hecho por Dios, para que el hombre se haga don.

[21] La palabra “misterio” la entendemos aquí como aquella realidad que, siendo conocible, dada nuestra limitación humana no podemos abarcarla totalmente por ahora, o no podremos abarcarla nunca. Cf. https://ec.aciprensa.com/wiki/Misterio.

[22] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, 7.

[23]

[24] Nota bene: el esquema, reflejado en los títulos, proviene de José Luis Illanes, en el Prólogo a: Juan Pablo II, La Redención del Corazón. Catequesis sobre la Pureza Cristiana, Ed. Palabra, Madrid 1996, p. 7–22, que se puede leer con suma utilidad.

[25] Todas las negritas son nuestras, y buscan facilitar la lectura de los versículos más relevantes para la materia.