¿Alguna vez sentiste que una culpa se queda dando vueltas en tu mente y, por más que intentes, no lográs soltarla?
Ese peso invisible que vuelve en forma de pensamientos repetitivos puede resultar agotador.
La culpa, en sí misma, no es necesariamente algo negativo. De hecho, cumple una función importante: nos ayuda a reflexionar sobre nuestras acciones, a reconocer errores y, si hace falta, a reparar. Es una especie de brújula interna que señala aquello que quizás necesite atención.
El problema surge cuando la culpa se vuelve excesiva. En lugar de impulsarnos a crecer, empieza a atraparnos. Nos lleva a rumiar una y otra vez lo mismo, a aislarnos de los demás y a desconfiar de nosotros mismos. La autoestima comienza a deteriorarse y la culpa se convierte en un círculo difícil de romper.
Podemos pensar que hay al menos dos caminos posibles frente a ella:
El camino del desgaste: es cuando nos quedamos enredados en la autocrítica. Nos repetimos lo que hicimos mal, sin buscar soluciones ni permitirnos mirar más allá. Este camino consume energía y, al final, no nos acerca a ninguna resolución.
El camino del aprendizaje: es distinto, aunque también doloroso al principio. Supone detenerse, reconocer lo sucedido y preguntarnos: ¿qué puedo aprender de esto?. Desde allí, podemos asumir responsabilidades reales, reparar si es necesario y seguir adelante con más claridad y fortaleza.
La diferencia entre ambos caminos está en la manera en que nos relacionamos con la culpa. Una nos encierra, la otra nos abre posibilidades.
La clave no está en eliminar la culpa por completo, sino en aprender a ponerla en su justo lugar: como una señal, no como una condena. 🌱