Al final vos en esta etapa de jubilado te vas a dedicar a escribir – le dijo Amanda – y no vas a tener tiempo para nada mas, y yo pretendo otra cosa para estos años que me quedan – terminó ella con tono resignado y con la mirada perdida.
Héctor Vicente la observó como si no entendiera…pero asintió con su cabeza. Sí, eso era lo que quería desarrollar como actividad principal en esta etapa que se le avecinaba. Había cumplido sesenta y seis y la jubilación estaba presta a salir.
-: Que mejor que escribir ahora que voy a tener más tiempo– pensaba ensimismado -. El resto de la vida le sonaba superfluo, gastado, viejo, aunque reconocía para sí que no seguía estando mal el sexo cuando se diera, viajar, caminar los días de sol, militar por causas justas y cafetear con los amigos en esa atmósfera de todo y de nada que se daba por las mañanas en el bar de enfrente de la plaza, viejo templo de su devenir donde se refugiaba desde la adolescencia.
Héctor Vicente llegó justo a sacar la pava de agua caliente, antes de que hirviera como lo reclamaba el mate y cuando se dio vuelta ella ya no estaba. La puerta de calle había quedado apenas abierta, y Amanda se había fugado con todo el pasado compartido, llevándose los encuentros y desencuentros detrás de su figura.
Él se encogió de hombros, creyó ver bajar la delgadez de Amanda por las escaleras, se dio vuelta con fruncido gesto de enojo y siguió pensando para sí. -: Al final siempre fuimos distintos, con objetivos de vida contrapuestos, el agua y el aceite, dos perdidos que no sabían estar solos. Estábamos estancados.
-: Escribir, escribir… que mejor que eso – siguió meloneando en su diálogo interno mientras sus ojos se perdían en el mate, en la computadora llena de papeles a su alrededor y en todos los libros desparramados por un living comedor largo, fino y desprolijo.
Después de ese día Héctor Vicente se sentó en su computadora de mesa y escribió y escribió. No paró durante días. Siguió después durante meses y coronó un año de escribir con escasas interrupciones: poesía, prosa poética, relatos, cuentos, pensamientos, divagues, novela corta, novela larga y cualquier tipo de cosa que se pudiera traducir en letras, en oraciones, en párrafos, en capítulos, en una obra terminada o en una creación inconclusa, a esa altura ya daba lo mismo.
Así siguiendo continuó durante años teniendo a la escritura como actividad principal además de dedicarse a cubrir sus obvias necesidades domésticas, y solo parar para ir al mismo bar con los mismos amigos. Así durante diez años más ininterrumpidamente. Una novela tras otra y ninguna publicación. Solo escribir para sí, para su orgullo, para una Amanda que nunca volvió y que él nunca volvió a llamar porque tampoco anhelaba su retorno.
Tal vez escribir era su revancha, o una catarsis por el manifiesto desamor de los dos, o una cura de algún modo por el cansancio de perseguir casi toda su vida una complementación que buscó incesantemente pero que nunca llegó a tierra firme. -: Una cura insana, pero que a mí me cuaja – así lo pensó alguna vez en la soledad de páginas y páginas impresas, corregidas con lápiz, rotas, amarilladas por el pasar del tiempo.
Así corrieron los años y las décadas, con el mismo trajín de escritor, hasta que un día Héctor Vicente puso FIN, con mayúsculas y con un tamaño grande de letra en el centro de una página y dejó caer su cabeza sobre el teclado, muy lentamente.
Había muerto.
Un amigo que frecuentaba en el bar en esos años, me atestiguó sobre esta historia y me confesó que, en todo ese largo recorrido de escribiente, se calculaba que Héctor Vicente sumando la longitud de las páginas había escrito aproximadamente 400 kilómetros de largor, casi la longitud que existía entre esa ciudad de provincia donde residía y la Ciudad de Buenos Aires, donde había vivido en su juventud.
Allí residía la otra mitad de su corazón.
FIN