por Luna Rodríguez Peláez


La luz se hizo, y tal como vino se apagó. La siguió un desgarrador trueno. Los periódicos ya habían anunciado que llegaba la tormenta del siglo.

Si hubiera seguido, no sé qué hubiese hecho; delante mía, el ordenador donde continuaba mi historia, detrás, la cocina.

La sala se iba oscureciendo mientras caía la noche.

Tecleaba sin saber lo que escribía pero, fuera lo que estuviera escribiendo, no podía parar.

La sala en la que me encontraba se iluminó, seguida de un estruendoso trueno, aunque no tardó mucho en volver a ensombrecerse.

Mi hermana dormía en el sofá, temblando de frío y miedo. Parecía tener una pesadilla, una que no tuviese fin.

Estaba cansada, pero tenía que seguir. De modo que me puse a leer lo que acababa de escribir, pero no era capaz... no tenía más ideas.

Intenté recordar lo que tenía en mente, pero estaba tan cansada que no me sostenía en pie.

Me senté junto a mi hermana y calenté un poco de comida, se la ofrecí y la acompañe a su habitación.

No podía dormir, los remordimientos de lo ocurrido se paseaban por mi mente. Decidí encender la televisión, puse una película y me quedé dormida.

Unas horas después me despertó Laura, mi hermana. Había preparado el desayuno, recogido la casa y lavado la ropa. Le pregunté por la hora, llegaba tarde. Era escritora pero solía trabajar como niñera, me vestí, desayune, recogí el ordenador y me marché.

Aún no tenía el carné de conducir, así que pensé en coger el autobús, pero había pasado hace una hora. En medio del campo no pasaban taxis, por lo que decidí coger la bicicleta.

Llegué a mi destino, tarde, pero los padres no se habían ido.

Los niños seguían durmiendo, así que decidí seguir escribiendo, pero seguía sin ideas. Paula la mayor solía ayudarme pero estaba en Irlanda estudiando.

Ya eran las 12 de la mañana y no sé habían despertado, decidí subir sin hacer ruido, estaban todos en la cama, se encontraban tan mal que no eran capaces de levantarse, afónicos, con fiebre, dolor de tripa y mareos, no sabía que hacer.

No podía llevarlos al hospital, así que llamé al doctor.

Les habían envenenado, intenté llamar a los padres, pero no contestaban.

El veneno no era mortal pero les hizo pasar un mal día. Los cuide como si fueran mis hijos, pero hacerse cargo de cuatro niños enfermos no es fácil. Cada uno necesita atención y cuidado.

Los padres debían llegar sobre las nueve de la noche, pero ya eran las once. Los mandé a la cama un vaso de leche caliente para la afonía y una pastilla para el dolor de tripa. Les había bajado la fiebre pero habían llegado a los 40°, ya no tenían mareos y habían comido un poco.

Volví a llamar a los padres pero no contestaban, y aún peor ¡no existía el número de teléfono! Empezó a preocuparme que no vinieran y que no contestaran. Salí a preguntar a los vecinos y ninguno sabía nada de los padres. Puse la televisión, por si hubiera alguna noticia, tampoco. Fui a la comisaría de policía, no sabían de que les hablaba.

Estaba cansada así que decidí olvidarme y seguir escribiendo, tenía inspiración y las palabras salían de mis dedos a toda velocidad. De repente llamaron al timbre, corriendo fui a abrir, pensando que eran los padres, era el cartero.

Al día siguiente me desperté, levante a los niños que estaban bien y me los lleve a casa. Los padres no habían llegado y necesitaba ayuda de mi hermana. Entre las dos los cuidamos y alimentamos. Dimos a sus padres por perdidos.

Volví al ordenador y leí mi historia, de repente me di cuenta de que era, exactamente lo que me había ocurrido, padres desaparecidos, niños enfermos...

No sabíamos nada de los padres, así que para poder continuar mi historia me inventé lo más alocado que se me ocurrió:

"Los niños se quedaron en casa de la niñera y su hermana, entre las dos les cuidaron y les vieron crecer. Sus padres padecían una terrible enfermedad y no querían a sus hijos, los envenenaron y los abandonaron junto a la niñera"

Cerré el ordenador. Ya había acabado.