Guy de Maupassant
La cama 29

     Cuando el capitán Épivent pasaba por la calle, todas las mujeres volvían la cabeza. Tenía verdaderamente la estampa del apuesto oficial de húsares. Se daba siempre postín y se pavoneaba sin cesar, orgulloso y preocupado por sus muslos, su talle y su bigote. Magníficos eran, en efecto, su bigote, su talle y sus muslos. El primero era rubio, muy recio, y le caía marcialmente sobre el labio, formando un bonito abultamiento color trigueño, pero fino, cuidadosamente enrollado y que descendía a continuación por los lados de la boca en dos grandes chorros de pelos chulescos. Su talle era delgado como si llevara un corsé, y se ensanchaba en un vigoroso pecho viril, salido y modelado. Sus muslos eran admirables, unos muslos de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculada dibujaba todos los movimientos bajo el ceñido paño del pantalón rojo.

       Caminaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese paso ligeramente balanceado de los jinetes, adecuado para dar resalte a piernas y torso, de tanto efecto para quien va de uniforme como insignificante para quien va de paisano.

       Como muchos oficiales, el capitán Épivent no sabía llevar el traje de paisano. Con un traje de tela negra o gris parecía el dependiente de una tienda. Pero, en uniforme, triunfaba. Tenía, por otra parte, una hermosa cabeza, la nariz delgada y aquilina, los ojos azules, la frente estrecha. Por desgracia, era calvo, sin que nunca hubiera podido comprender por qué se le había caído el cabello. Pero se consolaba al comprobar que, con unos grandes bigotes, un cráneo un poco pelón no estaba nada mal.

       Menospreciaba a todo el mundo en general, pero en su desprecio había muchos grados.

       En primer lugar, los burgueses no existían para él. Les miraba, tal como se mira a los animales, sin concederles más atención de la que se concede a los jilgueros o a las gallinas. Sólo los oficiales contaban en el mundo, pero no tenía en la misma estima a todos ellos. En suma, no respetaba más que a los hombres de buena planta, pues la verdadera, la única cualidad del militar debía ser la prestancia. Un soldado era un buen mozo, ¡qué diablos!, un buen mozo de verdad nacido para hacer la guerra y el amor, un hombre de voluntad férrea, de pelo en pecho, nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés en razón de su estatura, de su uniforme y del aspecto poco atractivo de su rostro. Bourbaki [es decir, Charles Bourbaki (1816-1897), quien se había dado a conocer por sus hazañas durante la guerra de Crimea; pero, en enero de 1871, como jefe del ejército del Este, había tenido que refugiarse en Suiza, y, por el deshonor, había intentado suicidarse] le parecía el más grande hombre de guerra de los tiempos modernos.

       Se reía mucho de los oficiales de infantería que son retacos y resoplan al andar, pero tenía sobre todo una invencible falta de estima rayana en la repugnancia por los pobres alfeñiques salidos de la academia militar, esos hombrecillos enjutos con gafas, torpes y desmañados, que parecen tan hechos para el uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba cuando se toleraba en el ejército a esos abortos de piernas enclenques que andan como cangrejos, que no beben, que comen poco y que parecen preferir las ecuaciones a las buenas mozas.

       El capitán Épivent tenía éxitos constantes, triunfos con el bello sexo.

       Cuantas veces cenaba en compañía de una mujer, daba por descontado que acabarían la noche en la intimidad, sobre el mismo colchón, y, si unos obstáculos insuperables impedían su victoria la misma noche, estaba seguro al menos de la «siguiente». Sus camaradas no gustaban de presentarle a sus amantes, y los comerciantes, que tenían guapas mujeres en el mostrador de sus tiendas, le conocían, le temían y le odiaban de todo corazón.

       Cuando pasaba, la mujer del tendero intercambiaba con él, a pesar suyo, una mirada a través de los cristales del escaparate; una de esas miradas que valen más que las palabras tiernas, que llevan en sí una llamada y una respuesta, un deseo y una confesión. Y el marido, advertido por una especie de instinto, se daba la vuelta de golpe, echaba una mirada furiosa hacia la figura orgullosa y modelada del oficial. Y una vez que había pasado el capitán, sonriendo y contento de su efecto, el comerciante, desplazando con mano nerviosa los objetos expuestos delante de él, manifestaba:

       —Ahí tenéis a un gran pavo real. ¿Cuándo dejarán de alimentar a todos estos inútiles que no hacen sino arrastrar su chatarrería por las calles? Yo prefiero mil veces un carnicero a un soldado. Si tiene sangre en su mandil, al menos es sangre de animal, y sirve para algo; y el cuchillo que lleva no está destinado a matar a ningún hombre. No entiendo cómo se tolera que estos asesinos públicos exhiban sus instrumentos de muerte por los paseos. Ya sé que son necesarios, pero podrían al menos esconderlos, y que no los vistieran como para una mascarada con esos pantalones rojos y esas casacas azules. No hay que vestir a un verdugo de general, ¿o no?

       La mujer, sin responder, se encogía imperceptiblemente de hombros, mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:

       —Hay que ser necio para ir a ver pavonearse a semejantes presuntuosos.

       La reputación de conquistador del capitán Épivent estaba, por otra parte, establecida en todo el ejército francés.


       Ahora bien, en 1868, su regimiento, el 102.º de húsares, fue de guarnición a Ruán.

       Pronto fue conocido en la ciudad. Aparecía todas las tardes, a eso de las cinco, en el paseo Boieldieu, para tomar un ajenjo en el Café de la Comédie, pero, antes de entrar en el establecimiento, procuraba darse una vuelta por el paseo para exhibir sus muslos, su talle y su bigote.

       Los comerciantes ruaneses que también se paseaban con las manos tras la espalda, preocupados por sus negocios y hablando de las subidas y bajadas de los precios, le echaban sin embargo una mirada y murmuraban:

       —Caramba, qué buena planta tiene este hombre…

       Luego, cuando supieron quién era, añadían:

       —¡Vaya, pero si es el capitán Épivent! ¡Es cierto que es un buen mozo!

       Las mujeres, al encontrárselo, hacían un curioso movimiento de cabeza, una especie de estremecimiento de pudor, como si se hubieran sentido débiles o desnudas ante él. Bajaban un poco la cabeza con una sombra de sonrisa en los labios, un deseo de que las encontrara fascinantes y de recibir una mirada suya. Cuando se paseaba con un camarada, éste no dejaba nunca de murmurar con unos envidiosos celos, cada vez que veía repetirse el mismo flirteo:

       —¡Menuda suerte que tiene, diablos, este Épivent!

       Había, entre las mantenidas de la ciudad, una pugna, una competencia, para ver quién se lo llevaba. Iban todas, a las cinco, la hora de los oficiales, al paseo Boieldieu, arrastrando sus faldas, de dos en dos, de un extremo al otro del paseo, mientras, también de dos en dos, tenientes, capitanes y comandantes arrastraban sus sables por la acera antes de entrar en el café.

       Ahora bien, una tarde, la bella Irma, la amante, decían, del señor Templier-Papon, el rico industrial, hizo parar su coche enfrente de la Comédie, y, tras bajar, fingió ir a comprar papel o a encargar unas tarjetas de visita al impresor, el señor Paulard, para pasar por delante de las mesitas de los oficiales y lanzar al capitán Épivent una mirada que significaba: «Cuando usted quiera…», de un modo tan inequívoco que el coronel Prune, que estaba tomándose un licor verde con su teniente coronel, no pudo dejar de rezongar:

       —¡Qué condenado! ¡Menuda suerte que tiene este bribón!

       La frase del coronel fue repetida; y el capitán Épivent, emocionado por esta aprobación superior, pasó al día siguiente, en uniforme de gala, y varias veces seguidas, por debajo de las ventanas de la hermosa.

       Ella lo vio, se mostró, sonrió.

       Esa misma noche era su amante.

       Se exhibieron, dieron el espectáculo, se comprometieron mutuamente, orgullosos ambos de semejante aventura.

       Mucho se comentaban en la ciudad los amores de la bella Irma con el oficial. Sólo el señor Templier-Papon los ignoraba.

       El capitán estaba radiante de gloria; y repetía en todo momento: «Irma acaba de decirme…», «Irma me decía esta noche…», «Ayer, cenando con Irma…».

       Durante más de un año, paseó, ostentó, desplegó en Ruán este amor, como una bandera arrebatada al enemigo. Se sentía crecido por esta conquista, envidiado, más seguro del porvenir, más seguro de la cruz tan deseada, pues todo el mundo tenía los ojos puestos en él, y basta con estar en primer plano de la actualidad para no ser olvidado.


       Pero he aquí que estalló la guerra y el regimiento del capitán fue uno de los primeros en ser mandado a la frontera. La despedida fue penosa. Duró una noche entera.

       Sable, pantalón rojo, quepis, dormán caídos del respaldo de una silla al suelo; las faldas, las enaguas, las medias de seda desparramadas, también caídas, mezcladas con el uniforme, sobre la alfombra, la habitación puesta patas arriba como después de una batalla. Irma, enloquecida, con los cabellos alborotados, echaba desesperada los brazos al cuello del oficial, estrechándole y luego dejándole para rodar por el suelo, derribando muebles, arrancando los galones de los sillones, mordiendo sus patas, mientras que el capitán, muy conmovido, pero torpe para el consuelo, repetía:

       —Irma, mi pequeña Irma, no hay nada que hacer, es mi deber.

       Y de vez en cuando, con la yema del dedo, se secaba una lágrima que le había asomado en un ojo.

       Se separaron al despuntar el día. Ella siguió en coche a su amante hasta la primera parada. Y, en el momento de la separación, le besó casi delante del mismo regimiento, lo que fue juzgado muy delicado, muy decoroso y muy apropiado, y sus compañeros fueron a darle la mano al capitán diciéndole:

       —Dichoso de ti, esa pequeña tenía corazón.

       Se veía en ello hasta algo de patriótico.


       Durante la campaña, el regimiento fue sometido a dura prueba. El capitán tuvo un comportamiento heroico, recibió finalmente la cruz y, una vez terminada la guerra, volvió a la guarnición de Ruán.

       Apenas hubo llegado, pidió noticias de Irma, pero nadie supo darle razón de ella.

       Según algunos, se había entregado a una vida alegre con el Estado Mayor prusiano.

       Según otros, había vuelto con sus padres, campesinos de la zona de Yvetot.

       Mandó incluso a su ordenanza al pueblo para consultar el registro de defunciones: el nombre de su amante no figuraba en él.

       Sintió una gran tristeza que exhibía. Atribuía su desventura al enemigo, culpando a los prusianos que habían ocupado Ruán de la desaparición de la joven, y decía:

       —En la próxima guerra, esos bribones me las pagarán.

       Ahora bien, una mañana, cuando entraba en el comedor de oficiales a la hora de comer, un recadero, un viejo con blusón, tocado con una gorra de tela encerada, le entregó un sobre. Él lo abrió y leyó:


    Querido mío:

     Estoy en el hospital, muy enferma, pero que muy enferma. ¿No vendrías a verme? ¡Me gustaría tanto!

                                                                                                                                                                                       Irma

       El capitán se puso pálido, y declaró apiadado:

       —Dios mío, la pobre. Voy a ir a verla inmediatamente después de comer.

       Y durante todo el rato contó en la mesa de oficiales que Irma estaba en el hospital; pero que él la sacaría de allí, como que hay Dios. Todo era culpa de esos malditos prusianos. Debía de encontrarse sola, sin un centavo, hundida en la miseria, porque sin duda debían de haber saqueado su casa.

       —¡Ah, los muy cerdos!

       Todo el mundo estaba emocionado escuchándole.

       Apenas hubo metido su servilleta enrollada en la anilla del servilletero, se levantó y, tras descolgar su sable del perchero, sacando pecho para parecer más delgado, se ciñó el cinturón y se encaminó a paso ligero hacia el hospital civil.

       Pero en la puerta del edificio donde esperaba entrar inmediatamente se le impidió tajantemente el paso y hasta tuvo que ir a ver a su coronel, a quien le explicó su caso y del que consiguió unas palabras por escrito para el director.

       Éste, tras haber hecho hacer antesala un buen rato al apuesto capitán, le entregó finalmente una autorización con un saludo frío y desaprobador.

       Desde la misma puerta se sintió incómodo en aquel asilo de miseria, sufrimiento y muerte. Un mozo de servicio le guió.

       Iba de puntillas, para no hacer ruido, por los largos corredores en los que flotaba un poco agradable olor a moho, a enfermedad y a medicamentos. Sólo un murmullo de voces turbaba a ratos el gran silencio del hospital.

       A veces, por una puerta abierta, el capitán percibía un dormitorio común, una fila de camas con las sábanas realzadas por las formas de los cuerpos. Algunas convalecientes, sentadas en sillas a los pies de la cama, vestidas con un uniforme de tela gris y una cofia blanca, estaban cosiendo.

       Su guía se detuvo de repente delante de una de esas galerías llenas de enfermos. Sobre la puerta se leía, en grandes caracteres: «Sifilíticas». Una enfermera estaba preparando un medicamento en una mesita de madera en la entrada.

       —Lo llevaré —dijo ella—, está en la cama veintinueve.

       Y echó a andar delante del oficial.

       Luego le indicó una yacija.

       —Allí es.

       No se veía nada más que el abultamiento de las mantas. La cabeza misma estaba escondida debajo de la sábana.

       Por todas partes se alzaban de las camas rostros pálidos y asombrados que miraban el uniforme, rostros de mujeres jóvenes y viejas que parecían todas feas y vulgares en su modesta camisa del hospital.

       El capitán, agitadísimo, llevando en una mano el sable y en la otra el quepis, murmuró:

       —Irma…

       Hubo un gran rebullicio en la cama y asomó el rostro de su amante, pero tan cambiado, fatigado y demacrado que no la reconocía.

       Jadeando, con la respiración entrecortada por la emoción, dijo ella:

       —¡Albert!… ¡Albert!… ¡Eres tú!… ¡Oh, qué bien…, qué bien!

       Y se le inundaron de lágrimas los ojos.

       La enfermera trajo una silla:

       —Siéntese, señor…

       Él se sentó y miró el rostro pálido, tan mísero de aquella joven a la que había dejado tan lozana y hermosa.

       Dijo:

       —¿Qué has tenido?

       Ella respondió toda llorosa:

       —Ya has visto lo que dice en la puerta.

       Y ocultó sus ojos con el orillo de su sábana.

       Él prosiguió, confuso y avergonzado:

       —¿Cómo cogiste eso, mi pobre niña?

       Ella murmuró:

       —Fueron esos cerdos de los prusianos. Me forzaron y me contagiaron.

       No encontraba nada más que añadir. Él la miraba y daba vueltas a su quepis sobre sus rodillas.

       Las otras enfermas le miraban y él creía sentir un olor a podredumbre, olor a carne pasada y a infamia en aquel dormitorio común lleno de muchachas contagiadas por la innoble y terrible enfermedad.

       Ella murmuraba:

       —No creo que me salve. El médico dice que es muy grave.

       Luego, viendo la cruz en el pecho del oficial, exclamó:

       —¡Oh, te han condecorado, cuánto me alegro! ¡Cuánto me alegro! ¡Oh! ¡Si pudiera besarte!

       Un escalofrío de miedo y de repugnancia recorrió la piel del capitán sólo de pensar en aquel beso.

       Ahora tenía ganas de irse, de estar al aire libre, de no volver a ver a esa mujer. Sin embargo, permanecía allí, sin saber cómo hacer para levantarse, para decirle adiós. Balbució:

       —No te cuidaste.

       Una llama cruzó por los ojos de Irma:

       —¡No, quise vengarme, aun a costa de palmarla! Y también les contagié, a todos, a todos, a todos los que pude. Mientras estuvieron en Ruán no me cuidé.

       Él declaró, con tono incómodo, en el que se traslucía un poco de alegría:

       —En eso hiciste bien.

       Ella dijo, animándose, con las mejillas encendidas:

       —Oh, sí, morirá más de uno por mi culpa. Puedo decir que me vengué.

       Él repitió:

       —Hiciste bien.

       Luego, levantándose, añadió:

       —Ahora tengo que irme, porque a las cuatro tengo que ver al coronel.

       Ella sintió una gran emoción:

       —¿Ya, ya me dejas? ¡Oh, pero si acabas de llegar!…

       Pero él quería irse a toda costa. Dijo:

       —Ya ves que me he presentado enseguida; pero tengo que estar sin falta con el coronel a las cuatro.

       Ella preguntó:

       —¿Sigue siendo el coronel Prune?

       —Sigue siendo él. Ha sido herido dos veces.

       Ella prosiguió:

       —¿Y ha habido muertos entre tus camaradas?

       —Sí. Saint-Timon, Savagnat, Poli, Sapreval, Robert, De Courson, Pasafil, Santal, Caravan y Poivrin han muerto. Sahel ha perdido un brazo y Courvoisin ha acabado con una pierna rota, Paquet ha perdido el ojo derecho.

       Ella escuchaba, llena de interés. Luego de repente balbució:

       —Si quieres darme un beso, antes de dejarme, la señora Langlois no anda por aquí.

       Y, a pesar del asco que le subía a los labios, los posó en aquella frente pálida, mientras ella, rodeándole con sus brazos, lanzaba besos enloquecidos sobre el paño azul de su dormán.


       Ella prosiguió:

       —Dime que volverás, que volverás. Prométeme que volverás.

       —Sí, te lo prometo.

       —¿Cuándo? ¿Puedes el jueves?

       —Sí, el jueves.

       —El jueves a las dos.

       —Sí, el jueves a las dos.

       —¿Me lo prometes?

       —Te lo prometo.

       —Adiós, querido mío.

       —Adiós.

       Y se fue, avergonzado, ante las miradas de todo el dormitorio común, curvando su alta estatura para empequeñecerse; y cuando estuvo en la calle respiró.

       Por la noche, sus camaradas le preguntaron:

       —¿Cómo está Irma?

       Él respondió con tono incómodo:

       —Ha tenido una congestión pulmonar, está muy mal.

       Pero un joven teniente, oliéndose algo en su expresión, fue a informarse y, al día siguiente, al entrar el capitán en el comedor de oficiales, fue recibido con una rechifla. Por fin se vengaban.

       Además, se enteraron de que Irma se había ido de picos pardos como una loca con el Estado Mayor prusiano, que había recorrido la región a caballo con un coronel de húsares azules y también con muchos otros, y que, en Ruán, era conocida como la «mujer de los prusianos».

       Durante ocho días el capitán fue la víctima del regimiento. Recibía, por la posta, notas reveladoras, prescripciones facultativas, indicaciones de médicos especialistas, incluso medicamentos cuya naturaleza venía escrita en el paquete.

       Y el coronel, puesto al corriente de ello, declaró con tono severo:

       —Bien, bien, el capitán tenía a una conocida de armas tomar. Le felicitaré por ello.

       Al cabo de unos doce días fue llamado mediante una nueva carta de Irma. La abrió con rabia, y no le dio respuesta.

       Ocho días más tarde, ella le escribió de nuevo que estaba muy mal y que quería decirle adiós.

       Él tampoco le dio respuesta.

       Tras unos días más, recibió la visita del capellán del hospital.

       La joven Irma Pavolin, en su lecho de muerte, le suplicaba que fuese.

       Él no se atrevió a negarse a seguir al capellán, pero entró en el hospital con el corazón henchido de un malvado rencor, de vanidad herida, de orgullo humillado.

       Apenas si la encontró cambiada y pensó que se había burlado de él.

       —¿Qué quieres de mí? —preguntó.

       —Quería decirte adiós. Parece que estoy en las últimas.

       Él no le creyó.

       —Escucha, has hecho que sea el hazmerreír del regimiento y no quiero que esto continúe.

       Ella preguntó:

       —¿Qué te he hecho yo?

       Él se irritó de no tener nada que responder.

       —¡No cuentes con que vuelva de nuevo aquí para que todo el mundo se mofe de mí!

       Ella le miró con sus ojos de mirada apagada en los que se encendía un destello de cólera y repitió:

       —¿Qué te he hecho yo? ¿Acaso no he sido amable contigo? ¿Acaso en alguna ocasión te he pedido algo? De no haber existido tú, me habría quedado con el señor Templier-Papon y hoy no me encontraría aquí. No sé si ves que si alguien tiene reproches que hacer, no eres tú precisamente.

       Él prosiguió con tono vibrante:

       —No te hago ningún reproche, pero no puedo seguir viniendo a verte, porque tu conducta con los prusianos fue la vergüenza de toda la ciudad.

       Ella se sentó, de un impulso, en su cama:

       —¿Mi conducta con los prusianos? Pero ya te dije que me forzaron y que si no me cuidé fue porque quise contagiarlos. De haber querido curarme, no habría sido difícil, ¡pues claro!, ¡pero quería matarlos y he matado a muchos!

       Él permanecía de pie:

       —De todos modos, es algo vergonzoso —dijo.

       Ella tuvo una especie de ahogo, luego prosiguió:

       —¿Qué es vergonzoso?, ¿el dejarme morir para exterminarlos? Di. ¡No hablabas así cuando venías a mi casa, a la rue Jeanne-d’Arc! ¡Ah, es algo vergonzoso! ¡No habrías hecho tú tanto con tu cruz de honor! ¡Más mérito tengo yo, pues, que tú, y he matado a más prusianos que tú!…

       Él permanecía estupefacto delante de ella, temblando de indignación.

       —¡Ah calla la boca…, ¿sabes?…, calla la boca…, porque… esas cosas… no permito… que se toquen…

       Pero ella no le escuchaba:

       —Y además, ¿qué daño les habéis hecho vosotros a los prusianos? ¡No habría ocurrido nada de todo esto si vosotros no les hubierais dejado entrar en Ruán! ¡Era vuestro deber pararles los pies, el vuestro! Y he hecho más yo, contra ellos, que tú, sí, he hecho más yo porque ahora estoy a punto de morir, mientras que tú te paseas luciendo tipo para engatusar a las mujeres…

       En cada cama se había levantado una cabeza y todos los ojos miraban a aquel hombre en uniforme que balbuceaba:

       —Calla la boca…, ¿sabes?…, calla la boca…

       Pero ella no se callaba. Gritaba:

       —¡Ah!, sí, eres un picaflor. Te conozco bien. Te conozco. Y te digo que les hice más daño yo que tú, y que maté más yo que todo tu regimiento junto…, vete, pues…, ¡capón!

       Y él se fue, en efecto, huyendo, a grandes zancadas, pasando por entre las dos filas de camas donde se agitaban las sifilíticas. Y oía la voz jadeante, silbante de Irma, que le perseguía:

       —Más que tú, sí, yo he matado más que tú, más que tú…

       Bajó los escalones de cuatro en cuatro y corrió a encerrarse en su cuartel.

       Al día siguiente, supo que ella había muerto.

Guy de Maupassant Le lit 29 publicado originalmente en el periódico Gil Blas [08/07/1884]