Adolfo Bioy Casares
Bajo el agua

  Cuando sané, por fin, de la hepatitis, el médico me recomendó que por unos días me fuera a las sierras, a la costa o al campo, a cualquier parte donde estuviera tranquilo y respirase aire puro. Tomé el teléfono y anuncié a la señora de Pons que sólo el 20 de mayo tendría lista la escritura. Thompson me dijo:

    —Pero, Martelli, ¿por qué te comprometes a estar acá en una fecha determinada? Yo me ocupo de la escritura…

    —¿Sabes lo que pasa? La señora…

    —¿Es de tu ramillete de viejas exclusivas? Entre la clientela de la escribanía Thompson y Martelli hay unas cuantas señoras que sólo confían en mí.

    —El 20 estoy de vuelta. Mientras tanto ya veré.

    —Si no te asusta la soledad, podrías ir a mi casa en el lago Quillén: un lugar bastante lindo. No pasarás hambre porque la casera, una señora Fredrich, tiene buena mano para la cocina. Lo que lamento es no acompañarte.

    —¡Un lago en el Sur! —exclamé—. ¡Ha de ser maravilloso! pero, perdoname, voy a hacer mi pregunta de maniático: ¿hay pesca?

    —Varias clases de salmones y de truchas, cavas, hasta pejerreyes…

    Una tarde, poco antes del crepúsculo, llegué al Quillén. Me sentía cansado, algo débil y con frío. Los Andes, el lago, el bosque, la vegetación verdísima, me comunicaron un estado de jubiloso recogimiento; pero el aire fresco, a pesar de la mucha ropa, destemplaba mi piel, así que no tardé en golpear a la puerta de una casa (la única a la vista) hecha de troncos y que parecía meterse en el lago. Se asomó una señora, peinada con raya al medio y de abultados pechos, que plácidamente dijo:

    —¿El escribano Aldo Martelli? Estaba esperándolo.

    Entramos en un cuarto amplio, donde había una chimenea encendida. Con verdadera ansiedad me arrimé al fuego y extendí las manos abiertas. De buena gana hubiera seguido mirando cómo ardían los troncos, pero la señora preguntó:

    —¿Llevo su valija a la pieza?

    Le dije que no se molestara, empuñé la valija y seguí a la señora. Al ver en mi cuarto una piel de puma junto a la cama, un escritorio, una ventana que daba al lago, me dije: «Voy a estar bien». Me acerqué a la ventana, eché una mirada al paisaje y, como sentía un poco de frío, volví al living. Al rato la señora me sirvió una excelente comida, que me reanimó. Todavía recuerdo nuestra conversación. Le dije:

    —Desde la ventana de mi cuarto se ve, sobre el lago, bastante lejos, una casa de troncos, parecida a ésta, pero con piso alto. Está habitada, o por lo menos de la chimenea sale humo. ¿Quién vive ahí?

    —El doctor Salmón —contestó—. Un médico.

    —Excelente noticia. Un médico a mano siempre es una tranquilidad. Un médico rural, mejor todavía, porque en lugar de ordenar placas y análisis, lo cura a uno.

    —A éste lo tienen por eminencia —la señora hizo una pausa—, pero practicar no practica.

    —Hay poca gente a la redonda.

    —No es ésa la cuestión. Para este médico la gente no cuenta. Cuentan los salmones.

    Me apresuré a contestar:

    —Para mí también. ¿Hay pesca?

    —Claro, y un bote a motor.

    Al rato me acosté, porque el sueño me cerraba los ojos. Ya en cama, me pregunté si tenía suficientes mantas. Pensé que sí, que no valía la pena buscar a la señora, para que me diera un refuerzo. Esperaba que paulatinamente el cuerpo entrara en calor. Esto ocurría, aunque no de un modo tan indudable como yo deseaba. Me pregunté si esa leve falta de calor no acabaría por resfriarme y engriparme. También me pregunté: «Alejarme tanto de la civilización, después de mi enfermedad ¿no habrá sido un error gravísimo? Lugares como éste son para individuos jóvenes, con salud de hierro». Desde luego, la señora Fredrich no tenía nada de joven, pero una cosa era el recién llegado y otra el habitante que estuvo siempre en el lugar. «Qué error morirme en el Quillén».

    Las cavilaciones me desvelaron; a decir verdad, todavía me pregunto si me desvelé porque pensaba o si pensaba porque el frío —moderado, por cierto, pero frío al fin— no me dejaba conciliar el sueño.

    Al otro día, cuando desperté, no había entrado en calor: seguía cansado, pero milagrosamente, no estaba enfermo. Para no enfermar, pasé todo el día junto a la chimenea.

    A la noche, en mi cama, me dije: «Francamente, este lugar maravilloso no es para mí. Después de la interminable soledad de la hepatitis, me largo hasta acá, a estar solo. Yo, sin un prójimo para hablar, estoy atento a mí mismo, descubro síntomas alarmantes, preveo enfermedades, me enfermo. He de ser de esas personas que si no viven rodeadas de gente, decaen y mueren».

    Pensé también que para dormir a la noche, debía cansarme durante el día. Si tomaba el camino que bordea el lago, tendría por meta de mis caminatas la casa del doctor Salmón. Una meta al principio inalcanzable, pero que alcanzaría en cuanto recuperara las fuerzas. El propio camino, entre el despliegue de la belleza del lago, a la derecha, y el reparo de los árboles a la izquierda, sería el mejor estímulo para seguir andando.

    Desde la segunda mañana cumplí fielmente mi plan de caminatas diarias. Salvo algún indio, con zapallos o ponchos para ofrecer en trueque de tabaco, de yerba o de azúcar, y algunos chicos de guardapolvo, apurados por llegar a la escuela, no encontré nunca a nadie, hasta la tarde en que divisé a una mujer sentada en los escalones que bajan al lago, en el embarcadero de la casa del médico. Mientras me acercaba, advertí que la mujer era pelirroja; vestía ropa deportiva, holgada y blanca; tenía las manos cruzadas sobre la rodilla; era muy hermosa.

    Sin mayor esfuerzo, llegué a la casa del médico. La mujer, que parecía abstraída en la contemplación del agua, de pronto se incorporó, subió corriendo los escalones. No me atreví a detenerla con un grito y pude ver cómo desaparecía en la casa. ¿Por qué se había ido tan precipitadamente? No estaba seguro de que me hubiera visto. En todo caso, en ningún momento miró hacia donde yo estaba.

    Para salir de la duda, sobre todo para ver a la mujer, llamaría a la puerta. En seguida recapacité: si por cualquier motivo no quería verme, presentarme ante ella sería un error. A nadie le gusta que lo fuercen. Más me valía irme; con un poco de suerte despertaría su curiosidad.

    Toda la tarde pensé en la desconocida. Me dije que estaba portándome como un chiquilín estúpido y que tal vez la hepatitis me hubiera traído la juventud, o más probablemente, la segunda infancia. ¿Por qué tanta agitación? ¡Ni que hubiese visto una diosa! «Que yo sepa», dije hablando solo, «el único ser fuera de lo común, en esta zona, es el plesiosauro».

    Afortunadamente logré dominarme. Si mal no recuerdo, al anochecer, estuve leyendo revistas viejas y, tras una agradable comida, dormí de un tirón. No negaré que a la mañana siguiente mi primer impulso fue correr a la ventana y mirar la casa del médico. Lamenté no tener un anteojo de larga vista.

    Después del desayuno emprendí la caminata con el pensamiento puesto en la mujer. Jugando un juego en el que no creía, mentalmente la llamé. No tardé en ver, a lo lejos, algo que me pareció extraordinario: la desconocida salía de su casa y tomaba el camino que la traería a mi encuentro. Un rato después, cuando nos encontramos, sonrió y por algo en su actitud sentí que había una suerte de acuerdo entre nosotros. Me dijo que se llamaba Flora Guibert; a manera de explicación agregó que era sobrina del profesor Guibert. Yo dije:

    —Soy el escribano Aldo Martelli. Estoy parando en casa de mi amigo Thompson.

    Mientras pensaba que el buen sentido me aconsejaba disimular la ansiedad por alargar la entrevista y retener a Flora, advertí que ella no disimulaba una ansiedad parecida. Tuve ganas de invitarla a almorzar en casa, pero me abstuve porque el hombre que precipita las cosas molesta a las mujeres. Flora me preguntó:

    —¿Mañana nos vemos?

    —Nos vemos —dije.

    —¿A eso de las nueve, acá mismo?

    —Acá mismo.

    El resto del día estuve contento, pero ansioso. A la mañana siguiente lamenté que la cita no fuera para un poco más tarde, porque no hay nada peor que bañarse y desayunar con el tiempo justo. Cuando salía pregunté a la señora Fredrich si le molestaba que invitase a almorzar a la sobrina del doctor Guibert.

    —¿Cómo va a molestarme? —preguntó—. Prácticamente la vi nacer a esa chica. Se llama Flora.

    Sentí afecto por la señora Fredrich y hasta un impulso de darle las gracias por haber pronunciado el nombre de mi nueva amiga.

    Para seguir hablando de ella observé:

    —Es una persona muy agradable. Lo que oí en seguida no me gustó.

    —Muy buena chica ¡y tan formal! pero, créame, no tiene lo que se llama suerte. Con decirle que anda noviando con un hombre que le lleva más de veinte años. Un atorrante sin título universitario.

    Por unos segundos, mientras la señora Fredrich hablaba, temí que se hubiera enterado, no me pregunten cómo, de nuestro encuentro y que el atorrante en cuestión fuera yo. Me tranquilizó un poco lo del título universitario. En cuanto a la edad, me dije que por joven que pareciera Flora, yo no debía de llevarle más de diez o quince años.

    Emprendí el camino, con un temor supersticioso. Por estar tan seguro de que íbamos a encontrarnos, tal vez no la vería esa tarde, ni nunca. Todavía procuraba sacar de la mente el mal presagio, cuando creí verla entre los árboles, que en ese lugar forman un bosquecito muy tupido. No me había equivocado: ahí estaba Flora, oculta por ramas entrecruzadas, sentada en el suelo, recostada contra un árbol, más linda que en mi recuerdo. Extendió hacia mí una mano y moviendo el índice me llamó. Dije:

    —Qué desastre si pasaba de largo.

    Con disgusto pensé que mi exclamación parecía un reproche.

    —Yo lo veía —contestó.

    Tuve en ese momento la convicción de que todo —la belleza de la mujer, el silencio del paraje, el reparo del bosque— se concertaba para sugerirme la idea de abrazarla inmediatamente. Desde luego, no sabía cómo proceder. Mientras tanto Flora, de manera al principio casi imperceptible, se apartó del árbol, se echó boca arriba, me tendió los brazos. En pleno vértigo reflexioné que debía contener un poco la ansiedad, porque nada es más desagradable que las torpezas de un hombre fuera de sí; pero inmediatamente comprobé que la ansiedad de Flora, por abrazarme, era mucho mayor.

    Después la invité a almorzar. Le dije que podía estar segura de que en ese preciso momento la señora Fredrich se esmeraba en la cocina, porque la quería y tenía ganas de verla.

    —Yo también la quiero —contestó—. Vamos a ir, pero antes pasemos un momento por casa, porque tengo que avisar a mi tío que no almuerzo con él.

    —Vamos yendo —dije—. A la señora Fredrich no le gusta que uno llegue tarde a la mesa.

    Entramos en la casa del doctor Guibert. Flora me hizo pasar a un cuartito atestado de libros, me indicó una silla y dijo:

    —Vuelvo en seguida.

    En la pared que tenía enfrente había un cuadro. Lo miré sin curiosidad. Consistía en una ancha raya roja, vertical, que se abría, como una y griega, en dos rayas más finas, oblicuas, con vetas rojas y blancas. Pensé: «Hasta yo, si me lo propongo, pinto un cuadro como éste».

    Por donde había salido Flora, poco después entró un hombre de guardapolvo blanco. Era bastante viejo, de cara rojiza, de ojos azules y manos temblorosas. Preguntó:

    —¿Martelli, supongo?

    —¿El doctor Guibert?

    —Florita me habló de usted. ¿Le gusta la región? ¡No tanto como a mí!

    —Me gusta mucho.

    —¿Va a quedarse un tiempo?

    —Unos días. Vine a reponerme…

    —No me diga que está enfermo.

    —Estuve.

    —¡Y yo que suponía que vendía salud! ¿Qué le pasó?

    —Una hepatitis.

    —Casi nada. ¿Quedan secuelas? Apuesto que no es el de antes. Fastidiado contesté:

    —Estoy perfectamente. —Al ver que le temblaban las manos, me di el gusto de agregar—: Y, lo que no todos pueden decir, libre de Parkinson.

    —¿Cómo se le ocurrió venir al lago Quillén?

    —Mi amigo Thompson me ofreció la casa. Yo quería respirar aire puro y no tener preocupaciones.

    —Diga, más bien, para cambiar de preocupaciones… ¿o no sabe que donde uno va las encuentra?

    Pensé que por viejo y sabio que fuera no tenía por qué tratarme con ese tonito superior. Para pagarle en la misma moneda, apunté al cuadro y pregunté:

    —¿De dónde sacó esa belleza? Con una sonrisa contestó:

    —Yo tampoco entiendo de pintura. Es un Ave Fénix de Randazzo.

    —Un ¿qué?

    —Un cuadro de Willie Randazzo. Un pintor bastante conocido y, además, amigo de Florita. ¡Pero acá está ella!

    La muchacha le anunció:

    —Me voy a almorzar con Martelli.

    Poniendo una mano sobre mi hombro, dijo Guibert:

    —Se lleva a mi sobrina. Cuídela. Es una persona maravillosa.

    De esto último yo estaba seguro y el pedido me conmovió. Pensé: «Hay que ser precavido. Esta chica me gusta demasiado». Cuando salimos de la casa, Flora me tomó de una mano y me obligó a correr. Dijo:

    —Vamos por detrás de los árboles. El camino es tan lindo como por el borde del lago.

    «Pero lleva más tiempo», me dije.

    No llegamos tarde. La señora Fredrich recibió a Flora con grandes muestras de alegría y afecto, que fueron breves porque su verdadera preocupación era que la comida no se pasara. Toda comida de la señora Fredrich es única, provoca comentarios elogiosos y le deja a uno de buen ánimo.

    Cuando la señora se retiró, nos besamos junto a la chimenea. Tomé de la mano a mi amiga y la llevé al dormitorio. Como en el bosque, la abracé con tanta avidez, que pensé: «Debo controlarme. He de parecer loco», pero no tardé en advertir que la avidez con que me abrazaba Flora era tan extrema que me pregunté si no debía cuidarme, porque todo exceso a la larga perjudica la salud.

    A eso de las cuatro, Flora dijo que tenía que irse. Encontramos a la señora Fredrich en el living y Flora se puso a conversar con ella. Como yo tenía la intención de acompañarla hasta su casa, recapacité que tal vez refrescara y que más valía llevar un pañuelo para el cuello. Fui a buscarlo a mi cuarto y allí, colgado en la percha, vi el sobretodo. En un segundo arrebato de prudencia me lo puse y entonces oí, sin querer, la conversación de las mujeres.

    —¿Con Randazzo todo sigue igual? —preguntó la señora.

    Flora contestó:

    —Igual, no.

    —¿Pero sigue?

    —No sé. No sé nada. Estoy confundida.

    —Pobrecita.

    Soy muy celoso. No exagero: la sangre se me heló. El corazón me palpitaba audiblemente. Como temía que se me notara el sobresalto, me recosté en la puerta y, antes de salir, conté hasta cien.

    La señora Fredrich nos acompañó por el jardín, nos abrió la tranquera. Apenas nos habíamos alejado tres o cuatro pasos, cuando Flora exclamó:

    —Ahora sé cómo te quiero —para comunicarme en seguida, en tono levantado y triunfal—: Me vas a llevar por el borde del lago.

    —Bueno —contesté, con una vocecita que a mí mismo me pareció desagradable.

    Resueltamente me tomó de la cintura y me obligó a correr a su lado.

    —Ni se te ocurra que tengo apuro por llegar. Corro porque estoy feliz.

    —Se hace tarde —señalé.

    Flora no oyó, o no hizo caso. Dijo:

    —Qué día maravilloso. Te quise entre los árboles y te quise más después de almorzar.

    La idea de que Flora tuviera otro hombre me perturbaba, y que fuera tan linda me provocaba despecho. Yo he de ser demasiado sensible, demasiado franco. Me dije que si estaba ansioso por aclarar las cosas, tal vez lo más expeditivo fuera pedir una explicación. Me exponía, desde luego, a irritarla y a que mintiera. No debía prevenirla, si quería descubrir la verdad.

    —¿Te pasa algo? —preguntó.

    —No estoy bien —contesté.

    De nuevo me había salido la vocecita desagradable e hipócrita.

    —Si no estás bien, no me acompañes. Yo siempre ando sola por acá. Te hago una recomendación: no te acerques mucho al borde del lago. Es peligroso.

    Pensé: «Ha de creer que estoy mal de salud, que voy a perder el equilibrio y caer al agua». Por poco le aclaro las cosas. Me ofendía bastante que no entendiera que ella tenía la culpa.

    Creí que no bien la dejara me sentiría más tranquilo. Me equivoqué. En cuanto estuve solo, me encontré ansioso y contrariado. Felizmente la señora Fredrich me sirvió un té con scones, tostadas y mermelada de frambuesas. Comí copiosamente y recuperé el bienestar. Alguna parte en esto habrán tenido los dos amores del día. Después de larga abstinencia, el amor físico entona. Repetirlo fue quizá un exceso; me cuidaría la próxima vez.

    De Flora recibiría cuanto me diera de bueno, sin comprometer el alma. Creo que me dije: «Pruebas no me faltan de que es una mujer fácil; de fácil a promiscua no hay más que un paso… Debo defenderme, porque soy muy sensible y no quiero sufrir».

    Pasé las últimas horas de la tarde, con un libro, junto a la chimenea. Después de una comida exquisita, a la que celebré como corresponde, dormí hasta el día siguiente.

    Desperté en admirable estado de ánimo y mejor estado físico. Reprimiría las ganas de ver a Flora, así como la impaciencia por averiguar la verdad sobre mi rival. Para conseguir una cosa y otra, seguiría literalmente su recomendación: en mis caminatas evitaría el borde del lago; me alejaría en dirección contraria, hasta llegar al pueblo. A la tarde, en el bote, me daría el gusto de pescar. De todos modos consideraba el día que tenía por delante como un experimento duro, del que esperaba salir fortalecido. ¡Qué hubiera dado por ver inmediatamente a Flora!

    El paseo de la mañana fue llevadero. La gente de la zona me pareció bastante afable. Compré, en el pueblo, un poncho tejido por los indios y Licor de las Hermanas, que según comprobé en más de una oportunidad contrarresta desórdenes estomacales, frecuentes en todo hombre goloso, como yo. Procuro siempre tener una botellita en mi botiquín.

    Durante el almuerzo, la señora Fredrich no habló de Flora y, por mi parte, me privé de mencionarla, para no parecer ansioso. Me hubiera gustado que la señora me dijera que en algún momento de la mañana mi nueva amiga había llegado hasta la casa, para preguntar por mí. La sola idea de que tendría que pasar toda la tarde y toda la noche antes de estar de nuevo con ella, me provocaba una suerte de vahídos; pero recapacité que no debía flaquear, si quería que el sacrificio de no verla sirviera de algo.

    Mientras preparaba carnada y moscas, recordé una frase que suelo decir a quien quiera oírme: para mí no hay otro paraíso que una tarde de pesca. No falto a la verdad, sin embargo, sí confieso que al poner en funcionamiento el motor del bote, sentí más resignación que expectativa: en verdad todo lo que no fuera ver a Flora me irritaba como una imperdonable pérdida de tiempo.

    Dejé correr la línea, de modo de arrastrar la mosca bien lejos del bote: avancé con extrema lentitud, para que el ruido del motor no espantara la pesca. En cuanto llegué al medio del lago, el bote comenzó a hamacarse como si, desde abajo, algún monstruoso animal lo sacudiera, empeñado en tirarme al agua. Atiné a manotear el acelerador: con un sacudón el bote se liberó. Miré hacia atrás, por temor de que me persiguieran. Vi por un instante, o creí ver, en el blanco de la estela, una mancha de sangre. Aunque iba a toda velocidad, el trayecto hasta el embarcadero me pareció interminable. Desde tierra firme eché una mirada al lago, que estaba tan sereno como siempre, y entré en la casa. Puedo afirmar que tuve que cerrar la puerta para sentirme seguro. La señora Fredrich calmosamente exclamó:

    —Volvió pronto. Uno se aburre pescando.

    —Yo no, pero me llevé el susto de mi vida.

    —¿El bote hacía agua?

    —Ni una gota, señora, pero empezó a hamacarse. No sé qué animal habrá sido: le juro, si no acelero, me lo da vuelta.

    —No se haga problema. La única vez que salí a pescar me pasó lo mismo.

    —¿Quisieron darle vuelta el bote?

    —En el medio del lago tuve miedo. Quise volver cuanto antes.

    —¿No le sacudieron el bote?

    —No, pero igual tuve miedo.

    —Yo me voy al cuarto, a leer un poco.

    —Lea algo lindo, que le saque de la cabeza…

    Creo que dijo: «esas cosas que soñó». Yo sé cuándo voy a tener un ataque de furia y sé también que no son buenos para la salud, de modo que sin contestar me fui al cuarto.

    El día siguiente amaneció con lluvia y frío. Como el mal tiempo duró hasta la noche, quedé en casa, para no exponerme.

    A la otra mañana salí a caminar. Es curioso: dos días de inactividad habían bastado para que perdiera la resistencia ganada en mis caminatas anteriores. No había hecho más de la mitad del camino y tuve que sentarme, en una piedra, a descansar.

    Estuve mirando el lago. De pronto creí ver, bajo el agua, un cuerpo largo, quizá de color rosa, que no me dio tiempo a fijar la atención y desapareció en la profundidad, como un reflejo irisado. Podría ser un animal, o un nadador; pero como no salía a la superficie, me dije que sería un animal… Un monstruo del lago, que se movía como un hombre que nada. Otra hipótesis: un cadáver llevado por corrientes de las aguas profundas. Pensé: «Es posible que haya corrientes, porque este lago se comunica, no sé cómo, con el océano Pacífico. A lo mejor fue un pescador que tuvo menos suerte que yo. O, a lo mejor, el monstruo que por poco me da vuelta el bote». Recordé entonces que Flora me previno de no acercarme al lago; en el acto me incorporé, retrocedí unos pasos mientras llegaba a la conclusión de que si el animal merodeaba, lo haría en la esperanza de atraparme.

    Proseguí el camino. Ensayaba la conversación que tendría con Flora sobre este animal que vi, o creí ver, cuando me pareció que algo, de color blanco, se movía en el agua. La curiosidad pudo más que la prudencia; me arrimé a la orilla. Entreví ¿cómo diré? un cuerpo blanco, o tal vez un objeto que se alejaba, y que interpreté como perro foxterrier, o más absurdamente aún, como cordero. Quedé a la espera de que saliera a respirar. Muy pronto se perdió de vista.

    En cuanto llegué a la casa, Flora me hizo pasar y me llevó al cuartito, atestado de libros, de otras veces. Ahí me indicó la silla frente al cuadro, lo que me pareció de mal augurio.

    Estaba serena, un poco distante. La posibilidad de encontrarla así, en las anteriores cuarenta y ocho horas, no me preocupó; en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por sentirla cariñosa y alegre. Los celos y la vergüenza de confesarlos me habían inducido a estrategias que la disgustaron. La pobre, al principio, creyó ciegamente en nuestro amor, pero no se engañó al interpretar mi ausencia y se llevó una desilusión bastante amarga. Si yo hubiera reconocido que obré por celos, quizá me habría perdonado: el amor propio impidió la confesión. Flora dijo:

    —Antes de conocerte, yo estaba enamorada de otro hombre. A lo mejor por cobardía no me animaba a seguirlo. Cuando te vi, estuve segura de encontrar el verdadero amor, el indiscutible ¿me entendés?

    —Claro que entiendo. Yo sentí lo mismo.

    —Pensé que a tu lado podría olvidarme de Willie.

    —¿Willie? ¿Quién es Willie?

    Casi digo: «¿Quién diablos es Willie?». Flora contestó:

    —Randazzo. El gran pintor.

    Las palabras «el gran pintor» me parecieron la primera tontería que le había oído. Este indicio de que no era una persona libre de errores no me llevaba a quererla menos. Al contrario, me provocaba ternura y me permitía adoptar el papel de hombre protector, siempre grato.

    —¿Así que no pudiste olvidar al tal Willie? —pregunté.

    —No, no pude. Tal vez no me ayudaste demasiado… Anteayer, a la mañana, no me viste y a la tarde saliste a pescar.

    —A mí la pesca me gusta…

    —Es evidente. Al otro día…

    —Hacía frío, nevaba. Por eso me quedé en casa.

    —Está bien… Sólo te pido que trates de entender. Para dejar a Willie, yo necesitaba que me quisieras mucho.

    —Te quiero mucho.

    —Ya sé, pero no bastante. Por favor, no saques una conclusión falsa…

    —¿Por qué voy a sacarla?

    —Porque te dije que no me animaba a seguir a Willie. No creas que es mala persona. Es violento, quizá, pero muy leal y, en el fondo, comprensivo.

    Cada vez que Flora decía «Willie», yo me irritaba.

    —Una bellísima persona pero con tal de no irte con él te colgaste del primer estúpido…

    —No hables así… Es claro que si no te explico, no vas a entender. ¿Te acordaste de no acercarte al lago?

    No sé bien por qué no quise mencionarle el perro blanco, o más bien el cordero. Contesté:

    —A medias; pero antes de que me dijeras nada tuve una experiencia terrible.

    Le referí el episodio del bote. Se alarmó en serio; qué diferencia con la señora Fredrich: me creyó, no salió con interpretaciones irritantes. Pensé: «Esta mujer me quiere». Como no me quedaba mucho por decir y ella pedía detalles, continué con lo que vi en el agua cuando me senté a descansar. Preocupada, Flora me recordó:

    —Te dije que no te acercaras.

    A lo mejor pensé que si despertaba su compasión, llegaría a quererme de nuevo. Pregunté:

    —Si me vas a dejar, ¿para qué voy a cuidarme?

    Dije esto como un actor, como un embaucador al que sólo importa lograr su propósito. No creí que fuera a entristecerse tanto. Cuando me miró a los ojos, los suyos, que son lindísimos, expresaron alarma y pena. Me sentí casi avergonzado. Flora dijo que me explicaría todo, porque estaba segura de que si ella me lo pedía, yo no hablaría de estas cosas. Asentí. Observó entonces:

    —Es para mí una gran responsabilidad, porque no consulté a mi tío.

    Estuve a punto de preguntarle qué tenía que ver el doctor Guibert en nuestro asunto, pero no me dio tiempo y empezó la explicación.

    Dijo que siempre había sido ayudante de laboratorio de Guibert, salvo por un período, a fines del año último. Como la cosa más natural del mundo contó que se fue entonces a Buenos Aires, por una semana, con Randazzo, y que la semana se prolongó hasta cuatro meses. Cuando volvió temía que Guibert le reprochara la demora. No lo hizo, ni tampoco le preguntó cómo le había ido. El viejo, con la cara radiante y los brazos en alto, exclamó:

    —Tengo una buena noticia. O mucho me equivoco o encontré la fuente de Juvencia.

    —¿Dónde?

    Su respuesta fue asombrosa:

    —En el salmón.

    Como si me hubieran dado un mazazo, desde el momento en que Flora dijo que había pasado una temporada con ese hombre sentí que la cabeza me daba vueltas, y escuché a medias; cuando mencionó al salmón, reaccioné. Por suerte, porque lo que Flora dijo en seguida es importante para entender el asunto: en los salmones hay una glándula que los rejuvenece cuando están por emprender su viaje por el mar. La glándula funciona una sola vez. Funciona para que emprendan su periplo en la flor de la edad. Aclaró:

    —Si en lugar de ser un salmón fuera un hombre, la glándula le devolvería la juventud de los veinte años.

    Ignoro a santo de qué me puse a discutirle y sostuve que el mejor momento de la vida llegaba a los hombres después de los treinta y quizá después de los cuarenta. Como no me contestó, ensayé una pregunta:

    —El salmón ya viejo ¿vuelve a morir en el río o lago natal?

    —Desde luego, pero eso no viene al caso —dijo y continuó la explicación.

    Injertar la glándula de un pez en organismos de otra especie trajo dificultades que fueron superadas. Flora dijo que escuchaba con atención las explicaciones de su tío y que después las comentaba con Randazzo. Tiempo atrás, Randazzo le había dicho: «La suerte de encontrarte me llegó junto con la desgracia de cumplir sesenta años». Al enterarse de las investigaciones de Guibert, le pidió a Flora que lo pusieran en la «lista de espera de conejitos de la India». Por su parte Guibert, al principio, alegó que el margen de seguridad de su procedimiento aún no permitía ensayos con personas. De todos modos, como no era mayor la ansiedad de Randazzo porque lo rejuvenecieran, que la de Guibert por intentarlo, este último se dejó convencer, aunque previno que recién implantada la glándula no produciría rejuvenecimiento; que esto llevaría algún tiempo, como en el salmón… «Si le entendí bien», habría dicho Randazzo, «el salmón no rejuvenece hasta que sale al mar.» «No, es al revés: el salmón no sale al mar hasta que rejuvenece. Emprende la gran aventura cuando siente la renovación de su juventud. Para su tranquilidad, recuerde que todo salmón sale al mar. Es decir que la glándula nunca falla».

    Contó Flora que en el laboratorio de su tío, en la misma casa donde estábamos conversando, le injertaron a Randazzo cuatro glándulas, porque el cuerpo humano es mayor que el del salmón. No hubo rechazo. Se recuperó el hombre y tan bien lo encontraron tío y sobrina que muy pronto creyeron descubrir síntomas de un incipiente rejuvenecimiento. Se presentaron, sin embargo, a los pocos días, una complicación respiratoria y una suerte de irritación en la piel. Randazzo tuvo ahogos repetidos, crecientes. Guibert le sacó una radiografía de tórax que mostró los pulmones seriamente disminuidos. A pesar de los remedios vasodilatadores, la afección se agravaba. En cuanto a la piel, lo que hubo fueron escamaciones.

    A los pocos días, en una segunda radiografía, los pulmones parecieron marchitos. Flora creyó ver la aparición de otros nuevos. Esto reavivó sus esperanzas, pero Randazzo tuvo un principio de asfixia. El doctor Guibert actuó. Ante los ojos espantados de Flora y sin decir palabra, lo llevó hasta el borde del lago, le dio un empujón y, ya en el agua, lo tomó de la cabeza y lo mantuvo sumergido. Flora trató de rescatar a su amante, pero sorprendida vio que nadaba bajo el agua. Lo que ella había tomado por nuevos pulmones eran branquias. A cada rato, Randazzo emergía del agua, tapándose la nariz, y con voz apagada gritaba: «Nunca le perdonaré lo que me hizo». «Me las va a pagar.» «O me manda a Flora o lo mato». Ella no se resignaba a dejarlo en el agua y tuvo con él una larga conversación, que lo fatigó notablemente. Cuando Flora le dijo: «Mi tío no podía saber que en lugar de pulmones tendrías branquias», Randazzo repetidamente se asomó para gritar: «Lo sabía, lo sabía. Probó con animales». Flora le preguntó si tenía frío; parece que en el primer momento, sí, pero que pronto se acostumbró. «¿Te acordás de que se me escamaba la piel? ¡Ahora tengo escamas! Te aseguro que si algún día salgo del lago, la única esperanza de tu tío es desaparecer.» «Físicamente no sufro», decía Randazzo. «Pero no veo cómo voy a resignarme a no pintar». Esta consecuencia, que conmovía mucho a Flora, no sé por qué me daba ganas de reír. Parece que una de las causas más permanentes de la furia de Randazzo fue mi relación con Flora. Dijo que a ella no le haría nada, pero que mataría a Guibert y a mí. ¿Por qué a mí, que ni siquiera sabía de su existencia, que nunca tuve intención de perjudicarlo y que si le robé el amor de Flora, fue obedeciendo a leyes de la naturaleza, que no dependen de nuestra voluntad? Flora le hizo ver que si lo mataba a su tío, jamás podría ella reunirse con él. «El día que vengas al lago, a ése lo perdono. Te lo juro». Se metió en el agua; cuando se asomó de nuevo, gritó: «Para el otro no hay perdón». Volvió a sumergirse; se asomó trabajosamente para gritar lo que ya habían oído: «No hay perdón». ¿Para qué negarlo? Me felicité de que el majadero estuviera donde estaba.

    Según Flora, Randazzo no dudaba de que ella convencería a Guibert de operarla.

    —Cree en mi amor —dijo, moviendo la cabeza y estuve por creer que a último momento calló las palabras: «No como otros»; siguió diciendo—: Y lo peor es que dudé al principio. Todo me asustaba. La frialdad del lago y el cambio de vida. Vivir entre animales que aborrezco. A mí no me gustan los pescados.

    Cuando le llegara el rejuvenecimiento a Randazzo ¿tendría que acompañarlo en la excursión por el mar? La idea la asustaba. Sin embargo, habló con su tío, para convencerlo de que le injertara las glándulas. Al principio no quiso oírla. Exclamó: «¿Cómo se le ocurre a Randazzo que voy a salmonizar a mi sobrina más querida? Por tu edad no tiene sentido el injerto y todavía el experimento no está suficientemente probado. Cuando operé a Randazzo no sabía que la glándula tuviera esos efectos sobre el sistema respiratorio. Cometer una vez un error así es imperdonable. La segunda vez no sería error». En un arranque de curiosidad pregunté a Flora de qué se alimentaba Randazzo. Contestó en seguida:

    —Supongo que de pescados más chicos.

    Se ruborizó y explicó que al principio le daban comida habitual, que resultaba trabajosa, porque se dispersaba en el agua. El alimento de pescados fue bien recibido, pero venía en dosis insuficientes. Tal vez por esto Randazzo, que se impacientaba pronto, un día le dijo que no se molestara más en traerle comida. «Desde entonces, el pobre tuvo que imitar las prácticas de los demás habitantes del lago».

    Flora sostuvo que Randazzo era un hombre fuerte, que siempre lograba lo que se proponía. A continuación me confesó que el día en que nos conocimos ella apostó por mí, como un jugador que pone todas sus fichas, toda su fortuna, a un número. El número no se dio.

    —No te culpo —dijo—. Me aferré a vos como a una tabla de salvación. Creí que el destino te había mandado, que había una prodigiosa afinidad entre nosotros.

    —La hay —protesté.

    —Hasta cierto punto… Mi aspiración era un poco absurda. Yo quería encontrar el amor de mi vida, un amor que me permitiera, sin remordimientos, dejar a Randazzo en ese mundo tan distinto, que ahora es el suyo.

    Dijo que mi conducta le provocó un doloroso, pero en definitiva deseable, despertar. Fue para ella evidente que yo no la quería como Randazzo.

    Le pregunté por qué Randazzo había intentado volcar mi bote.

    —Porque te vio conmigo. Porque es celoso como vos, pero muy violento. Dice, además, que le lastimaste un brazo con la hélice.

    —Quiso dar vuelta el bote. Ha de tener la ferocidad instintiva de los bichos que viven bajo el agua.

    —De ningún modo. Si comprende que alguien obró bien, es capaz de dejar de lado cualquier resentimiento. Es muy noble y muy comprensivo. Te aseguro que si mi tío me opera, Willie lo perdona. Como oís, lo perdona.

    En este punto, Flora prescindió de cierta dureza, mínima pero aparentemente irreductible, con que hasta entonces me trataba y al continuar su argumentación declaró que si yo la quería como aseguraba, Guibert podría operarnos. Con tremenda sorpresa oí esa palabra.

    —¿Operarnos? —pregunté.

    —Si crees un poco en mí (yo no te fallé) debes creer en lo que te digo: podemos vivir los tres en armonía, porque Randazzo me quiere suficientemente para compartirme con otra persona.

    No niego que mi primera reacción fue de auténtica alarma. Instintivamente la disimulé, pero obré con la íntima convicción de que debía, ante todo, sujetarme con uñas y dientes a este mundo nuestro, para no dejarme arrastrar a ese otro, misterioso y amenazador, donde estaba el infeliz Randazzo. En segundo término, pero no con menos determinación, yo debía retener a Flora. Me mostré escéptico en cuanto a las probabilidades de que Randazzo me tolerara. Flora dijo que lo conocía mejor que yo. Pedí entonces que postergáramos un poco nuestra operación, ya que el 19 me iría por dos días a Buenos Aires, por una escritura de mi vieja clienta la señora de Pons. Insistí en que no estaría allá más de dos días. La reacción de Flora fue curiosa. La excusa —porque así tomó mis palabras, como una excusa— le pareció cómica, no entiendo bien por qué, y sin embargo la entristeció, lo que sí me pareció comprensible, porque una separación siempre es dolorosa. Como no la convenció nada de lo que dije, recurrí al argumento de que por más que se aviniera Randazzo, yo no me avendría a compartirla. Mientras alegaba esto, temía que Flora me dijera: «Entonces tu cariño por mí es menor que el suyo» pero no dijo eso y, asombrosamente, pareció conmovida. La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cierta cuándo está ganando o perdiendo. Creí que había logrado un punto a mi favor; lo logré, pero me acercó al peligro. En efecto, Flora me dijo que yo debía sobreponerme, que no debía permitir que los celos impidieran que viviéramos juntos y que la idea de compartirla, por intolerable que ahora me resultase, con el tiempo sería llevadera y entonces realmente los tres alcanzaríamos la felicidad.

    —Puede haber un obstáculo —me apresuré a decir—. Quién sabe si tu tío se aviene…

    —¿Cómo se te ocurre? —preguntó, para agregar en un tono más alegre—. Mi tío está deseando conseguir conejitos de la India.

    —Puede ser que tengas razón. Al principio, el día que nos conocimos, parecía muy interesado en mí, pero cuando se enteró de que estuve enfermo, por poco se enoja. Habrá pensado que no le servía.

    —Cómo se te ocurre. Estás más fuerte que nadie.

    —Qué sabe uno. A lo mejor los que tuvieron hepatitis no sirven para la operación.

    —Yo te aseguro que nadie pondrá inconvenientes para que te operen. Pobre mi tío. Su única voluntaria soy yo y, si me manda al lago, queda solo. Pero ya verás que lo convenzo. Como Randazzo no le gusta, estará muy contento de mandarte conmigo al lago.

    Me tomó de una mano, me llevó a su cuarto, nos acostamos. Al principio yo me mostraba un poco preocupado por la posibilidad de que Guibert apareciera de pronto, pero vi a Flora tan aplicada en lo que hacíamos, que seguí su ejemplo. La mujer guía y el hombre sigue.

    Nuestra separación fue desgarradora. De nuevo me quería como antes, pero aceptaba con reservas mis promesas de pronto regreso. Por esa incredulidad, casi no me atreví a recordarle la segunda promesa, la de permitir que me operara Guibert. «En todo esto», pensé, «debo ver la prueba de amor que me da Flora. Me quiere aunque no cree en mis palabras. Qué diferencia conmigo».

    En Buenos Aires, al principio, todo se cumplió como estaba previsto. Thompson parecía orgulloso de mi entusiasmo por la zona del Quillén y de acuerdo en que volviera cuanto antes, para prolongar un poco mi temporada de descanso. La señora de Pons firmó la escritura. Al día siguiente, cuando pregunté por Thompson, me dijeron: «Anunció que no viene». «Ayer lo encontré bastante resfriado» comenté. Lo llamé a su casa. Me dijo que estaba con gripe, pero que en veinticuatro horas volvería a la escribanía. Tuvo mucha fiebre, no volvió por más de una semana y no me quedó otro remedio que postergar el regreso al Quillén. Tuve que sustituir a mi socio en dos escrituras. La secretaria, que no es particularmente amable conmigo, me dio la satisfacción de comentar: «Yo siempre digo, usted es irremplazable en Thompson y Martelli». Confieso que pensé: «Tiene razón». Pensé también: «Esta postergación de mi vuelta, que no he buscado, me angustia un poco, pero tal vez dé tiempo a Flora para recapacitar y desechar una idea que por momentos me parece tan absurda, tan desagradable».

    Cuando por fin llegué al lago Quillén —una tarde poco antes del crepúsculo— la señora Fredrich me recibió como a un viejo amigo. Pregunté:

    —¿Novedades?

    —Ninguna. Todo sigue igual.

    —¿La visitó Flora?

    Contestó que no. Me dije, con amargura, que mi retraso no debió de inquietarla demasiado, ya que no se molestó en pedir noticias. Es curioso: tardé en comprender que era yo quien estaba en falta. Cuando lo entendí, a toda costa quise evitar que mi demora se prolongase. Faltó poco para que me largara a la casa del doctor Guibert; la noche, el frío, la nieve, me disuadieron. Miré por la ventana y no vi luces. O la noche era muy oscura o el doctor y su sobrina se habían acostado temprano.

    Por efecto de la copiosa comida y del cansancio, dormí más de la cuenta. No bien desperté corrí a la ventana. Con aflicción noté que por la chimenea de la casa de Guibert no salía humo. Esto, agregado a la falta de luces de la noche anterior, me alarmó. «Qué desastre», me dije, «si he vuelto acá, para descubrir que Flora y su tío se fueron a Buenos Aires. Y si me voy a Buenos Aires ¿cómo los encuentro?».

    Después de un frugal desayuno me encaminé a casa de Guibert, manteniéndome, desde luego, lejos de la orilla. Cuántos maravillosos recuerdos evocaba el trayecto. Qué cercanos y ¡ay! qué lejanos. Llegué por fin y llamé a la puerta. Nadie respondió. Traté de abrir. No pude. Probé una ventana tras otra y cuando ya desesperaba, una cedió a la presión de mi mano.

    Sobre el escritorio encontré una carta. Decía:

    «Querido Aldo: Me operó mi tío. Desgraciadamente no podrás operarte, porque Willie, cuando yo estaba en cama, reponiéndome de la operación, pensó que él me había mandado a Buenos Aires con vos y, en un momento en que mi tío estaba en los escalones del embarcadero, como una tromba salió del agua y tuvieron una discusión agitada. Mi pobre tío perdió el equilibrio y se ahogó en el lago. Por mí no te preocupes. Te aseguro que a pesar de mi dolor, por él y por vos, me alegro de que me haya operado antes de ahogarse. Ahora tengo que entrar al lago porque ya empiezo a sentir la asfixia. Perdóname de no esperarte. Siempre te quiere tu Flora».

    Desolado comprendí que mi conducta fue absurda; ¡perder a Flora por la escritura de una clienta! Yo merecía el peor castigo, aunque, a decir verdad, no creo que nadie acepte de buenas a primeras un plan tan extraño como el que Flora me propuso. Desde luego, si en lugar de cumplir, como autómata, mis obligaciones de escribano, me hubiera quedado con la única persona que me importaba, habría impedido que la operaran o, en último caso, le hubiera pedido a Guibert que me operara a mí también y ahora estaría con ella, en el lago, en el mar, en el fin del mundo. «¿Por qué me quedé tantos días en Buenos Aires?» me dije con desconsuelo. «Si hubiera vuelto en la fecha prometida habría impedido esta locura, este verdadero suicidio». Como sonámbulo salí del cuarto, llegué al borde de los escalones del embarcadero. Tardé un momento en reparar en Flora y Randazzo que, muy juntos, bajo el agua, me sonreían y agitaban manos en un reiterado saludo, aparentemente alegre.