Al principio, cuando la muchacha dijo que sentía angustia, el muchacho se sorprendió tanto que enrojeció y cambió rápidamente de asunto para disimular el aceleramiento del corazón.
Pero hacía mucho tiempo —desde que era joven— que él había dejado atrás audazmente el simplismo infantil de hablar de los acontecimientos en términos de «coincidencia». O mejor dicho —evolucionando mucho y no creyendo nunca más— consideraba la expresión «coincidencia» como un nuevo juego de palabras y un renovado engaño.
Así, engullida emocionalmente la alegría involuntaria que la verdaderamente asombrosa coincidencia de sentir también ella angustia le había provocado, él se vio hablando con ella de su propia angustia, y justo con una muchacha, él que de corazón de mujer sólo había recibido el beso de su madre.
Se vio conversando con ella, escondiendo con sequedad la admiración de poder hablar al fin sobre cosas que realmente importaban; y justo con una muchacha. Conversaban también sobre libros, apenas podían esconder la urgencia que tenían de poner al día todo aquello que nunca habían hablado antes. Incluso así, ciertas palabras jamás eran pronunciadas entre ambos. Esta vez no porque la expresión fuese más una trampa de la que los otros disponen para engañar a los muchachos. Sino por vergüenza. Porqué él no tendría el coraje de decirlo todo, aunque ella, por sentir angustia, fuese persona de confianza. Ni de misión hablaría jamás, aun cuando esa expresión tan perfecta, que él, por así decirlo, había creado, le ardiese en la boca, ansiosa por ser dicha.
Naturalmente, el hecho de que ella también sufriera había simplificado la manera de tratar a una muchacha, confiriéndole un carácter masculino. Él empezó a tratarla como camarada.
Ella misma también empezó a ostentar con aureolada modestia la propia angustia, como un nuevo sexo. Híbridos —sin haber elegido todavía un modo personal de caminar, y sin tener aún una caligrafía definitiva, cada día copiando los apuntes de clase con letra diferente—, híbridos se buscaban, disimulando apenas la gravedad. Una que otra vez, él todavía sentía aquella incrédula aceptación de la coincidencia: él, tan original, haber encontrado a alguien que hablaba su lengua. Poco a poco concordaron. Bastaba que ella dijera, como en una señal, «Pasé ayer una mala tarde», y él sabía con austeridad que ella sufría como él sufría. Había tristeza, orgullo y audacia entre ambos.
Hasta que también la palabra angustia fue secándose, mostrando cómo el lenguaje hablado mentía. (Ellos querían escribir algún día.) La palabra angustia comenzó a tomar aquel tono que los otros usaban, y comenzó a ser un motivo de leve hostilidad entre ambos. Cuando él sufría, le parecía una indiscreción que ella hablara de angustia. «Yo ya superé esta palabra», él siempre superaba todo antes que ella, sólo después era cuando la muchacha lo alcanzaba.
Y poco a poco ella se cansó de ser a los ojos de él la única mujer angustiada. A pesar de conferirle eso un carácter intelectual, ella también estaba alerta a esa clase de equívocos. Porque ambos querían, por encima de todo, ser auténticos. Ella, por ejemplo, no quería errores ni siquiera a su favor; quería la verdad, por peor que fuese. Más aún, a veces tanto mejor si fuese «por peor que fuese». Sobre todo la muchacha ya había comenzado a no sentir placer en ser condecorada con el título de hombre a la menor señal que presentaba de... de ser una persona. Al mismo tiempo que eso la halagaba, la ofendía un poco: era como si él se sorprendiese de que ella fuera capaz, precisamente por no juzgarla capaz. Aunque, si ambos no tuvieran cuidado, el hecho de ser ella mujer podría de pronto aflorar. Tenían cuidado.
Pero, naturalmente, estaba la confusión, la falta de posibilidad de explicación, y eso significaba tiempo que iba pasando. Incluso meses.
Y a pesar de que la hostilidad entre ambos se volvía gradualmente más intensa, como manos que están cerca y no se dan, ellos no podían impedir el buscarse. Y eso porque —si en la boca de los otros les resultaba una injuria que los llamaran jóvenes— entre ambos «ser joven» era el mutuo secreto, y la misma desgracia irremediable. No podían dejar de buscarse porque, aunque hostiles —con el repudio que seres de sexo diferente tienen cuando no se desean—, aunque hostiles, creían en la sinceridad que cada uno tenía, versus la gran mentira ajena. El corazón ofendido de ambos no perdonaba la mentira ajena. Eran sinceros. Y, por no ser mezquinos, pasaban por alto el hecho de tener mucha facilidad para mentir, como si lo que realmente importase fuera tan sólo la sinceridad de la imaginación. Así continuaron buscándose, vagamente orgullosos de ser diferentes de los otros, tan diferentes hasta el punto de ni siquiera amarse. Aquellos otros que nada hacían sino vivir. Vagamente conscientes de que había algo de falso en sus relaciones. Como si fueran homosexuales de sexo opuesto, e imposibilitados de unir, en una sola, la desgracia de cada uno. Tan sólo concordaban en el único punto que los unía: el error que había en el mundo y la tácita certeza de que si ellos no lo salvaran serían traidores. En cuanto al amor, no se amaban, era evidente. Ella hasta le había hablado ya de una pasión que había tenido recientemente por un maestro. Él llegó a decirle —ya que ella era como un hombre para él—, llegó incluso a decirle, con una frialdad que inesperadamente se había roto en un horrible latir de corazón, que un muchacho está obligado a resolver «ciertos problemas» si quiere tener la cabeza libre para pensar. Él tenía dieciséis años, y ella, diecisiete. Que él, con severidad, resolvía de vez en cuando ciertos problemas, ni su padre lo sabía.
El hecho es que, habiéndose encontrado una vez en la parte secreta de ellos mismos, habían desembocado en la tentación y en la esperanza de llegar un día a lo máximo. ¿Qué máximo?
¿Qué es, finalmente, lo que querían? No lo sabían, y se usaban como quien se agarra de rocas menores hasta poder trepar sólo la mayor, la difícil y la imposible; se usaban para ejercitarse en la iniciación; se usaban impacientes, ensayando uno con el otro el modo de agitar las alas para que finalmente —cada uno solo y libre— pudiera dar el gran vuelo solitario que también significaría el adiós de uno al otro. ¿Era eso? Se necesitaban temporalmente, irritados por ser el otro torpe, culpando uno al otro de no tener experiencia. Fracasaban en cada encuentro, como si en una cama se desilusionaran. ¿Qué es lo que, al fin, querían? Querían aprender. ¿Aprender qué? Eran unos torpes. Oh, no podrían decir que eran desgraciados, sin tener vergüenza, porque sabían que existen los que pasan hambre; comían con hambre y vergüenza. ¿Desgraciados? ¿Cómo?, si en verdad tocaban, sin ningún motivo, un extremo tal de felicidad, como si el mundo fuera sacudido y de ese árbol inmenso cayesen mil frutos. ¿Desgraciados?, si eran cuerpos con sangre como una flor al sol. ¿Cómo?, si estaban para siempre sobre las propias piernas débiles, perturbados, libres, milagrosamente de pie, las piernas de ella depiladas, las de él indecisas pero terminadas en zapatos del número 44. ¿Cómo podrían jamás ser desgraciados seres así?
Eran muy desgraciados. Se buscaban cansados, expectantes, forzando una continuación de la comprensión inicial y casual que nunca se había repetido, y sin siquiera amarse. El ideal los sofocaba, el tiempo pasaba inútil, la urgencia los llamaba; no sabían hacia dónde caminaban, y el camino los llamaba. Uno pedía mucho del otro, pero es que ambos tenían la misma carencia, y jamás buscarían un compañero más viejo que les enseñara, porque no eran locos como para entregarse sin más ni menos al mundo hecho.
Un modo posible de salvarse aún sería lo que ellos nunca llamarían poesía. En verdad, ¿qué sería poesía, esa palabra inquietante? ¿Sería encontrarse cuando, por coincidencia, cayese una lluvia repentina sobre la ciudad? ¿O tal vez, mientras tomaban un refresco, mirasen al mismo tiempo la cara de una mujer que pasa por la calle? ¿O incluso se encontraran por casualidad en la vieja noche de luna y viento? Pero ambos habían nacido con la palabra poesía ya publicada con la mayor impudicia en los suplementos dominicales de los diarios. Poesía era la palabra de los más viejos. Y la desconfianza de ambos era enorme, como de animales, en los que el instinto avisa: que un día serán cazados. Ellos ya habían sido demasiado engañados como para poder ahora creer. Y, para cazarlos, habría sido necesaria una enorme cautela, mucho olfato y mucha labia, y un cariño aún más cauteloso —un cariño que no los ofendiera— para, tomándolos desprevenidos, poder capturarlos en la red. Y, con más cautela aún para no despertarlos, llevarlos astutamente al mundo de los enviciados, al mundo ya creado; pues ése era el papel de los adultos y de los espías. De tan largamente engañados, vanidosos de la propia amargura, sentían repugnancia por las palabras, sobre todo cuando una palabra —como poesía— era tan hábil que casi la expresaba, y ahí entonces es como justamente mostraba qué poco expresaba. Ambos tenían, en verdad, repugnancia por la mayoría de las palabras, lo que distaba de facilitarles una comunicación, ya que ellos todavía no habían inventado palabras mejores: se desentendían constantemente, obstinados rivales. ¿Poesía? ¡Oh, cómo la detestaban! Como si fuese sexo. También les parecía que los otros querían cazarlos no para el sexo, sino para la normalidad. Eran temerosos, científicos, exhaustos de experiencia. De la palabra experiencia, sí, hablaban sin pudor y sin explicarla: incluso la expresión iba variando siempre de significado. Experiencia a veces también se confundía con mensaje. Usaban ambas palabras sin profundizar mucho en su sentido.
Por otra parte, no profundizaban nada, como si no hubiera tiempo, como si existiesen demasiadas cosas sobre las cuales intercambiar ideas. No advertían que no intercambiaban ninguna idea.
Bueno, pero no era tan sólo eso, y ni así, con esa simplicidad. No era tan sólo eso: en ese ínterin el tiempo iba pasando, confuso, vasto, entrecortado, y el corazón del tiempo era el sobresalto y existía aquel odio contra el mundo que nadie les diría que era amor desesperado y era piedad, y había en ellos la escéptica sabiduría de viejos chinos, sabiduría que de pronto podía romperse denunciando dos rostros que se consternaban porque ellos no sabían cómo sentarse con naturalidad en una heladería: todo se rompía entonces, denunciando de repente a dos impostores. El tiempo iba pasando, no se intercambiaba ninguna idea, y nunca, nunca se comprendían con la perfección de la primera vez en que ella dijo que sentía angustia y, milagrosamente, él también había dicho que la sentía, y se había concertado el pacto horrible. Y nunca, nunca sucedía algo que rematara la ceguera con que extendían las manos y que los preparase para el destino que los esperaba impaciente, y los hiciera al fin decir adiós para siempre.
Tal vez estuvieran tan preparados para soltarse uno del otro como una gota de agua a punto de caer, y tan sólo esperasen algo que simbolizara la plenitud de la angustia para poderse separar. Tal vez, maduros como una gota de agua, hubiesen provocado el acontecimiento del cual hablaré.
El vago acontecimiento en torno de la casa vieja sólo existió porque ellos estaban preparados para eso. Se trataba tan sólo de una casa vieja y vacía. Pero ellos tenían una vida pobre y ansiosa, como si nunca fueran a envejecer, como si nada jamás les fuese a ocurrir, y entonces la casa se convirtió en un acontecimiento. Habían regresado de la última clase del periodo escolar. Habían tomado el autobús, habían bajado, e iban caminando. Como siempre, caminaban entre rápidos y sueltos, y de repente, despacio, sin acertar jamás el paso, inquietos en cuanto a la presencia del otro. Era un mal día para ambos, víspera de vacaciones. La última clase los dejaba sin futuro y sin amarras, cada uno despreciando lo que en cada casa las familias de ambos les aseguraban como futuro y amor e incomprensión. Sin un día siguiente y sin amarras, estaban peor que nunca, mudos, de ojos abiertos.
Esa tarde la muchacha estaba con los dientes apretados, mirando todo con rencor o ardor, como si buscara en el viento, en el polvo y en la propia extrema pobreza de alma una provocación más para la cólera.
Y el muchacho, en aquella calle de la cual ni sabían el nombre, el muchacho poco tenía del hombre de la Creación. El día estaba pálido, y el chico más pálido todavía, involuntariamente muchacho, al viento, obligado a vivir. Estaba, sin embargo, tierno e indeciso, como si cualquier dolor sólo lo hiciera más joven todavía, al contrario de ella, que estaba agresiva. Informes como eran, todo les era posible, incluso a veces permutaban las cualidades: ella se volvía como un hombre, y él con una dulzura casi despreciable de mujer. Varias veces él casi se había despedido, pero, impreciso y vacío como estaba, no sabría qué hacer cuando volviese a casa, como si el fin de las clases hubiera cortado el último eslabón. Continuó, pues, mudo detrás de ella, siguiéndola con la docilidad del desamparo. Tan sólo un séptimo sentido de mínima atención al mundo lo mantenía, ligándolo en oscura promesa al día siguiente. No, los dos no eran propiamente neuróticos y —a pesar de lo que pensaban uno del otro vengativamente en los momentos de mal contenida hostilidad— parece que el psicoanálisis no lo resolvería totalmente. O tal vez lo resolviese.
Era una de las calles que desembocan frente al cementerio de San Juan Bautista, con polvo seco, piedras sueltas y negros parados a la puerta de los bares.
Los dos caminaban por la acera llena de agujeros que de tan estrecha apenas cabían. Ella hizo un movimiento —él pensó que ella iba a atravesar la calle y dio un paso para seguirla—, ella se volvió sin saber de qué lado estaba él, él retrocedió buscándola. En aquel mínimo instante en que se buscaron inquietos, se dieron vuelta al mismo tiempo de espaldas a los autobuses, y se quedaron de pie frente a la casa, teniendo aún la búsqueda en el rostro.
Tal vez todo hubiese venido de que ellos estaban con la búsqueda en el rostro. O tal vez del hecho de que la casa estuviera directamente apoyada en la acera y quedara tan «cerca». Apenas tenían espacio para mirarla, apretados como estaban en la acera estrecha, entre el movimiento amenazador de los autobuses y la inmovilidad absolutamente serena de la casa. No, no era por bombardeo; pero era una casa destruida, como diría un chico. Era grande, ancha y alta como las casas de dos plantas del Río antiguo. Una gran casa enraizada.
Con una indagación mucho más grande que la pregunta que tenían en el rostro, se habían vuelto incautelosamente al mismo tiempo, y la casa estaba tan cerca como si, saliendo de la nada, les fuese arrojada a los ojos como una súbita pared. Detrás de ellos los autobuses, a su frente la casa, no había manera de cómo no estar allí. Si retrocedieran serían alcanzados por los autobuses, si avanzasen chocarían con la monstruosa casa. Habían sido capturados.
La casa era alta y, de cerca, no podían mirarla sin tener que levantar infantilmente la cabeza, lo que los hizo de pronto muy pequeños y transformó la casa en mansión. Era como si jamás cosa alguna hubiera estado tan cerca de ellos. La casa debía haber tenido algún color. Y cualquiera que fuese el color primitivo de las ventanas, éstas eran ahora tan sólo viejas y sólidas. Empequeñecidos, abrieron los ojos asombrados: la casa era angustiada.
La casa era angustia y calma. Como ninguna palabra lo había sido. Era una construcción que pesaba en el pecho de los dos jóvenes. Una casa de altos como quien lleva la mano a la garganta. ¿Quién?, ¿quién la había construido, levantando aquella fealdad piedra sobre piedra, aquella catedral del miedo solidificado? ¿O fue el tiempo el que se había pegado en simples paredes y les había dado aquel aire de estrangulamiento, aquel silencio de ahorcado tranquilo? La casa era fuerte como un boxeador sin cuello. Y tener la cabeza directamente ligada a los hombros era la angustia. Miraron la casa como chicos delante de una escalinata.
Al fin ambos habían inesperadamente alcanzado la meta y estaban delante de la esfinge. Boquiabiertos, en la extrema unión del miedo y del respeto y de la palidez, delante de aquella verdad. La desnuda angustia había dado un salto y se había colocado frente a ellos: ni siquiera familiar, como la palabra que ellos se habían acostumbrado a usar. Tan sólo una casa pesada, tosca, sin cuello; sólo aquella potencia antigua.
Yo soy finalmente la cosa que buscabais, dijo la casa enorme.
Y lo más divertido es que no tengo ningún secreto, dijo también la enorme casa.
La muchacha miraba, adormilada. En cuanto al muchacho, su séptimo sentido se había aferrado a la parte más interior de la construcción y sentía en la punta del hilo un mínimo estremecimiento de respuesta. Apenas se movía, con miedo de espantar la propia atención. La muchacha se había anclado en el asombro, con miedo de salir de éste hacia el terror de un descubrimiento. Apenas hablasen, y la casa se derrumbaría. El silencio de ambos dejaba los dos pisos intactos. Pero si antes habían sido forzados a mirarlos, ahora, aunque les avisaran de que el camino estaba libre para huir, se quedarían allí, apresados por la fascinación y por el horror. Mirando aquella cosa erguida tanto tiempo antes de que ellos nacieran, aquella cosa secular y ya vacía de sentido, aquella cosa venida del pasado. Pero ¿y el futuro? ¡Oh, Dios!, dadnos nuestro futuro. La casa sin ojos, con la potencia de un ciego. Y si tenía ojos, eran redondos ojos vacíos de estatua. ¡Oh, Dios!, no nos dejéis ser hijos de ese pasado vacío, entregadnos al futuro. Ellos querían ser hijos. Pero no de ese endurecido armazón fatal, no comprendían su pasado: ¡oh!, libradnos del pasado, dejadnos cumplir nuestro duro deber. Pues no era la libertad lo que los dos querían, más bien querían ser convencidos y subyugados y conducidos; pero tendría que ser por algo más poderoso que el gran poder que les latía en el pecho.
La muchacha desvió súbitamente el rostro, ¡tan infeliz que soy, tan infeliz que fui siempre, las clases terminaron, todo terminó!, porque en su avidez era ingrata con una infancia que había sido probablemente alegre. La muchacha súbitamente desvió el rostro con una especie de gruñido.
En cuanto al muchacho, rápidamente se sumergía en la vaguedad como si se fuera quedando sin un pensamiento. Eso también era resultado de la luz de la tarde: era una luz lívida y sin hora. El rostro del muchacho estaba verdoso y calmo, y ahora él no tenía ninguna ayuda de las palabras de los otros: exactamente como con temeridad había aspirado un día a conseguirlo. Sólo que no contó con la miseria que había en no poder expresarlo.
Verdes y asqueados, ellos no sabrían expresarlo. La casa simbolizaba algo que jamás podrían alcanzar, incluso con toda una vida de búsqueda de una expresión. Buscar la expresión, aunque fuese una vida entera, sería en sí una diversión, amarga y perpleja, pero diversión, y sería una divergencia que poco a poco los alejaría de la peligrosa verdad, y los salvaría. Justamente a ellos que, en la desesperada destreza para sobrevivir, ya habían inventado para ellos mismos un futuro: ambos iban a ser escritores, y con una determinación tan obstinada como si expresar el alma la suprimiera finalmente. Y si no la suprimía, sería un modo de saber solamente que se miente en la soledad del propio corazón.
Mientras que con la casa del pasado no podrían jugar. Ahora, más pequeños que ella, les parecía que habían tan sólo jugado a ser jóvenes y dolorosos y a dar el mensaje. Ahora, asombrados, al fin, tenían lo que habían peligrosa e imprudentemente pedido: eran dos jóvenes realmente perdidos. Como dirían las personas más viejas: «Estaban teniendo lo que bien se merecían». Y eran tan culpables como chicos culpables, tan culpables como son inocentes los criminales. Ah, si todavía pudieran apaciguar el mundo exacerbado por ellos, asegurándole: «¡Estábamos tan sólo jugando!, ¡somos dos impostores!». Pero era tarde. «Ríndete sin condiciones y haz de ti una parte de mí que soy el pasado», les decía la vida futura. Y, por Dios, ¿en nombre de qué podría alguien exigir que tuviesen esperanza en que el futuro sería de ellos?, ¿quién?, pero ¿quién se interesaba en esclarecerles el misterio, y sin mentir?, ¿había acaso alguien trabajando en ese sentido? Esta vez, enmudecidos como estaban, ni se les ocurriría acusar a la sociedad.
La muchacha súbitamente había vuelto el rostro con un gruñido, una especie de sollozo o tos.
«Lloriquear en esta hora es muy de mujer», pensó él desde el fondo de su perdición, sin saber lo que quería decir con «esta hora». Pero ésta fue la primera solidez que encontró para sí mismo. Aferrándose a esa primera tabla, pudo volver tambaleante a la superficie, y como siempre antes que la muchacha. Volvió antes que ella, y vio una casa de pie con un cartel de «Se alquila». Oyó el autobús a sus espaldas, vio una casa vacía, y a su lado la muchacha con un rostro enfermizo, tratando de esconderlo del hombre ya despierto: ella trataba por algún motivo de ocultar la cara.
Todavía vacilante, él esperó con delicadeza que ella se recompusiera. Esperó vacilante, sí, pero hombre. Delgado e irremediablemente joven, sí, pero hombre. Un cuerpo de hombre era la solidez que lo recuperaba siempre. Con frecuencia, cuando necesitaba mucho, se volvía un hombre.
Entonces, con mano insegura, encendió sin naturalidad un cigarrillo, como si él fuese los otros, socorriéndose con los gestos que la masonería de los hombres le daba como apoyo y camino. ¿Y ella?
Pero la muchacha salió de todo eso pintada con lápiz de labios, con el colorete medio manchado, y adornada con un collar azul. Plumas que un momento antes habían sido parte de una situación y de un futuro; pero ahora era como si ella no se hubiera lavado el rostro antes de dormir y despertara con las marcas impúdicas de una orgía anterior. Porque ella, frecuentemente, era una mujer.
Con un cinismo reconfortante, el muchacho la miró con curiosidad. Y vio que ella no pasaba de ser una muchacha.
—Me quedo por aquí —le dijo entonces despidiéndose con altivez, él que ni siquiera tenía hora fija para volver a casa y sentía en el bolsillo la llave de la puerta.
Se despidieron, y ellos, que nunca se apretaban las manos porque sería convencional, se apretaron las manos; porque ella, con la torpeza de en tan mala hora tener senos y un collar, ella había extendido infelizmente la suya. El contacto de las dos manos húmedas palpándose sin amor turbó al muchacho como una operación vergonzosa: enrojeció. Y ella, con lápiz de labios y colorete, trató de disimular la propia desnudez adornada. Ella no era nada, y se alejó como si mil ojos la siguieran, esquiva en su humildad de tener una condición.
Viéndola alejarse, él la examinó incrédulo, con un interés divertido: «¿Será posible que la mujer pueda realmente saber qué es angustia?». Y la duda hizo que se sintiera muy fuerte. «No, para lo que la mujer en realidad servía era para otra cosa, eso no se podía negar.» Y era un amigo lo que él necesitaba. Sí, un amigo leal. Se sintió entonces limpio y franco, sin nada que esconder, leal como un hombre. De cualquier temblor de tierra, él salía con un movimiento libre hacia adelante, con la misma orgullosa inconsecuencia que hace al caballo relinchar. Mientras que ella salió bordeando la pared como una intrusa, ya casi madre de los hijos que un día tendría, el cuerpo presintiendo la sumisión, cuerpo sagrado e impuro que cargar. El muchacho la miró, sorprendido de haber sido engañado por la muchacha durante tanto tiempo, y casi sonrió, casi agitaba las alas que acababan de crecer. Soy hombre, le dijo el sexo en oscura victoria. De cada lucha o reposo, él salía más hombre, ser hombre incluso se alimentaba de ese viento que ahora arrastraba por las calles del cementerio de San Juan Bautista. El mismo viento de polvareda que hacía que el otro ser, el femenino, se contrajera herido, como si ningún abrigo fuese jamás a proteger su desnudez, ese viento de las calles.
El muchacho la vio alejarse, acompañándola con ojos pornográficos y curiosos que no evitaron ningún detalle humilde de la muchacha. La muchacha que de pronto se puso a correr desesperadamente para no perder el autobús...
Con un sobresalto, fascinado, el muchacho la vio correr como una loca para no perder el autobús, intrigado la vio subir como un mono de falda corta. El falso cigarrillo se le cayó de la mano...
Algo incómodo lo había desequilibrado. ¿Qué era? Un momento de gran desconfianza lo invadía. Pero ¿qué era? Urgentemente, inquietantemente: ¿qué era? La había visto correr tan ágil aun cuando el corazón de la muchacha, bien lo adivinaba, estuviera pálido. Y la había visto tan llena de impotente amor por la humanidad, subir como un mono al autobús, y después la vio sentarse tranquila y correcta, arreglándose la blusa mientras esperaba que el autobús marchara... ¿Sería eso? Pero ¿qué podría haber en eso que lo henchía de desconfiada atención? Tal vez el hecho de que ella hubiera corrido en vano, pues el autobús aún no iba a partir, tenía tiempo entonces... No necesitaba haber corrido... Pero ¿qué había en todo eso que hacía que él parase las orejas con atenta angustia, en una sordera de quien jamás oirá la explicación?
Acababa de nacer un hombre. Pero apenas había asumido su nacimiento, y estaba también asumiendo aquel peso en el pecho; apenas había asumido su gloria, y una experiencia insondable le daba la primera futura arruga. Ignorante, inquieto, apenas había asumido la masculinidad, y una nueva hambre ávida nacía, una cosa dolorosa como un hombre que nunca llora. ¿Estaría teniendo el primer miedo de que algo fuera imposible? La muchacha era un cero en aquel autobús parado, y, sin embargo, ahora que era hombre, el muchacho necesitaba de pronto inclinarse hacia aquella nada, hacia aquella muchacha. Y ni siquiera inclinarse de igual a igual, ni al menos inclinarse para conceder... Pero, atascado en su reino de hombre, necesitaba de ella. ¿Para qué? ¿Para acordarse de una cláusula?, ¿para que ella u otra cualquiera no lo dejase ir demasiado lejos y perderse?, ¿para que él sintiera con sobresalto, como estaba sintiendo, que existía la posibilidad de error? Él la necesitaba con hambre para no olvidar que estaban hechos de la misma carne, esa carne pobre de la cual, al subir al autobús como un mono, ella parecía haber hecho un camino fatal. ¿Qué es?; pero a fin de cuentas ¿qué es lo que me está ocurriendo? Se asustó él.
Nada. Nada, y que no se exagere, había sido tan sólo un instante de debilidad y vacilación, nada más que eso, no había peligro.
Tan sólo un instante de debilidad y vacilación. Pero dentro de ese sistema de duro juicio final, que no permite ni un segundo de incredulidad, pues si no el ideal se desmorona, miró atontado la larga calle, y todo ahora estaba arruinado y seco como si él tuviera la boca llena de polvo. Ahora y al fin solo, estaba sin defensa, a merced de la mentira presurosa con la que los otros intentaban enseñarle a ser un hombre. Pero ¿y el mensaje? El mensaje hecho añicos en el polvo que el viento arrastraba hacia las rejillas del desagüe. Mamá, dijo él.
Clarice Lispector de Todos los cuentos en La Legión Extranjera (1964) [1974]
Trad. Cristina Peri Rossi