Elige uno de los cuentos de la lista de arriba para hacer tu ficha de lectura, da click en el nombre del cuento y eso te llevará automaticamente a este.
Si no deseas hacer tu ficha sobre un cuento, entonces, da click en el siguiente botón.
De:Yolanda López López
No me extrañé cuando la vi aquella vez. Me había imaginado que de una u otra forma siempre regresaría pues ella solía decir: Yo siempre he estado aquí.
Con esas disertaciones me dejaba pensando en los conceptos de metafísica y reencarnación. Pero una cosa es imaginar y otra es vivir la experiencia. Ese día, cuando me dirigí a la cocina a hacer el café de la mañana y me encontré aquella estampa frente a mí, pensé que yo seguía dormida.
–Soy yo, Juliana, he regresado –me informó, así de sopetón, como si encontrarse un esqueleto sentado a la mesa del comedor, en la cocina, fuera una cosa de todos los días. Y a mí, más absurda todavía, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle:
–¿Por dónde entraste?
Después de todo fue lo mejor que dije porque nuestra conversación fluyó tan natural a partir de ese punto, como cuando tenía carne cubriéndole los huesos.
–Por entre las lamas de la ventana –me contestó, con un aire habitual– ¿De quién fue la idea de enterrarme en un ataúd de cinco mil dólares con aquellas flores tan ridículas para que al fin y al cabo no pudiera siquiera moverme dentro de él?
Me recriminó que no abogué por ella; que quería una tumba como la de los faraones egipcios, con sus joyas adentro, por lo menos unas cuantas botellas de vino y algunos libros para entretenerse.
–¿Qué podía hacer yo? –argumenté–, era solamente tu amiga, tus padres no quisieron. Me dijeron que era una hereje, que a quién se le ocurrían esas prácticas de adoración. Por poco no puedo ni entrar a la iglesia para asistir a tu misa de réquiem.
Pero nada, ella siguió como si yo no estuviera hablando. Ya para ese momento mi único interés era beberme el café, y le ofrecí cuando lo serví.
–No gracias, no tengo dónde echarlo –me dijo jugándose con las costillas–. Ya no me da hambre, ni diarreas… ni regla, nada de eso –continuó diciéndome mientras se paseaba por la cocina, produciendo unos golpecitos cortos y agudos cuando sus huesos golpeaban contra la losa.
Pasamos el día conversando y la invité a vivir, o mejor dicho, a quedarse conmigo. No me iba a costar y tendría compañía. Quijote me alegraba los días y me mantenía ocupada, pero era un perro. Juliana se me presentaba como el ideal de las compañeras de habitación: conversaba, pero no consumía.
Llevaba varias semanas en la casa cuando me pidió que la llevara a ver a su familia. Tuvimos un intercambio de frases que yo comencé con, ¿en esa facha, tú estás loca?, y ella siguió con, ¿cuál facha?, a lo que yo le respondí con, esa de esqueleto, tu madre se puede morir del impacto, y ella terminó convenciéndome con, no, qué va a ser, recuerda que es mi madre.
Cuando llegamos a la casa de sus padres yo entré primero y les avisé que les tenía una sorpresa, que, aunque pareciera diferente, era real. De nada me valió porque la madre se desmayó cuando vio a Juliana entrar y el padre corrió despavorido a esconderse en la cocina. Lo esperamos sentadas en la sala después de que la madre se recobró. Conversamos y pasamos una tarde exquisita. Mi amiga no perdió tiempo para recriminarles a los pobres viejos la caja en que la pusieron.
–Muy, pero que muy incómoda. Al pasar el tiempo fue más cómoda, cuando la carne se fue cayendo, pero al principio era horrible.
El resto del tiempo lo invirtió en ponerse al día sobre la vida y salud de ellos. Había aprendido durante esos años a no gastar su tiempo en discusiones inútiles. Después de visitar a sus padres le cogió el gusto a salir, y a partir de entonces no dejaba de molestarme con que saliéramos a visitar, a ver la gente. Yo no podía hacerle entender la situación por la que ella atravesaba. Un día se me ocurrió llamar a un amigo, artista plástico, para que le hiciera una cubierta para el cuerpo. Me tomó cuatro horas y dos botellas de vino preparar el camino para esta conversación.
–¿Qué Juliana está esqueleto! –exclamó mi amigo en un tono burlón–, pero si no le faltaba casi nada para serlo y ya está enterrada.
Entre risa y risa la conversación fue adquiriendo seriedad y mi amigo se ofreció a verla en ese mismo momento –borracho, porque creo que sobrio no habría podido–. Ni siquiera por un tris pareció asombrado. (¡Ah, la magia del alcohol!). Después de un rato ya todos compartíamos felices. En una semana mi amiga vestía una recubierta de vinyl tan fino que simulaba la piel (con arruguitas y todo), ojos de cristal, dentadura postiza y peluca de pelo natural. Lista para salir. Obviamente la hizo de mi tamaño para que pudiéramos compartir mi ajuar.
Comenzamos a frecuentar: a los hoteles, a cenar, al teatro. La estábamos pasando muy bien; hasta que, una tarde en el teatro, un caballero se nos acercó. Desde que lo vi supe que el infierno había llegado. Renato se llamaba. A partir de esa tarde éramos tres. Y en cuestión de un mes éramos cuatro porque Renato se ocupó de encontrar un amigo para mí. Mi amiga estaba encantada con la idea, pues a partir de entonces ella y Renato salieron solos. Él la encontraba diferente, según me comentó ella, pero encantadora. No tenía necesidad de tomar o comer cosa alguna y ese detalle tenía al enamorado intrigado. Ella lo resolvió con una historia de alergias y dietas especiales que calmaron la curiosidad de Renato como se calma la de los niños ante Santa Claus. En todos los momentos posibles, y sin preocuparse por los que estuviéramos presentes, la besaba en la cara, en la frente, en los labios. Juliana, después de cada beso, se tocaba el área lentamente, como si pretendiera esculpirlo en su piel. Todo parecía idílico. Eventualmente Renato se enteró del gran secreto y le propuso matrimonio.
La boda se celebró en la Catedral de San Juan. Juliana desfiló con un ajuar diseñado por Carolina Herrera, de falda ancha, plisada, en satén duquesa. Un verdadero sueño. El bouquet de la novia era de rosas blancas con cintas negras. Ella despedía rayos de luz de sus enormes ojos azules y el novio mantuvo un aire hipnotizado durante toda la ceremonia. De la iglesia partimos al hotel. Un cuarteto de violines nos recibió en la entrada. En el momento del vals, el novio no dejaba de besar a Juliana y ella repetía aquel movimiento que tantas veces yo había observado; y oteaba alrededor de la sala, repleta de gente, de niños, de amigos y amigas que bebíamos y reíamos con ella. Juliana salió de la pista de baile. No pude comprender su actitud pues hasta ese momento ella se veía feliz. Se paró frente a mí y se arrancó la peluca. Me quedé atónita.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué estás haciendo eso? –le cuestioné varias veces mientras la observaba caminar desesperada de un lado al otro en la sala y decidirse eventualmente por salir corriendo del recinto hacia el jardín del hotel. Renato y yo partimos detrás de ella. Cuando llegamos al jardín la encontramos desvistiéndose. No pudimos calmarla. Prosiguió a arrancarse los últimos vestigios del vinyl hasta quedarse como el primer día en que la vi sentada a la mesa del comedor después de quince años muerta: en esqueleto.
–¡Ahora!, –me dictó con autoridad– rómpeme y llévame al cementerio.
*
Eso fue hace cinco años. Desde entonces, espero encontrarme un fémur o una tibia en la mesa del comedor cuando voy por las mañanas a prepararme el café. Por cierto, tampoco he vuelto a ver a Renato.
FIN
De:Sandra Santana
Con él aprendiste a guardar secretos. Entraba a tu cuarto, ponía un dedo sobre sus labios y te extendía la mano para que lo siguieras.
Con él descubriste el escondite de la hormiga reina y el lugar donde los cucubanos fabricaban su luz. Te contaba historias fantásticas y regresaban muy tarde, cuando papá ya dormía.
El día de la tormenta entró a tu cuarto, te arropó con una manta y corrieron hasta la tormentera de un vecino. En el trayecto se empaparon y les cayeron muchas ramas encima. Los rayos partían el espacio y los truenos estremecían el barro del camino. En la tormentera se colaba el agua, y el viento, furioso, parecía querer levantar los cimientos. Tu hermano te abrazó y te prometió que nunca te abandonaría. Con él, tus miedos tenían de dónde asirse.
Días después le comenzaron los ataques. Se le viraban los ojos y convulsaba. Caía al suelo, como muerto. Le guardaste el secreto, y lo protegiste. Hasta que un adulto lo vio y dijo que estaba poseído.
Se lo llevaron y no lo volviste a ver. Supiste que había muerto cuando comenzó a visitarte. No le dijiste a nadie. Hablar con los muertos es cosa de brujas. Y a ellas también las desaparecían.
Fue un secreto feliz que te acompañó siempre. Él llegaba, ponía un dedo en sus labios, y te hacía compañía. Te contaba de mamá, de la abuela, y de lugares hermosos donde se respiraba paz.
Pasaste momentos muy duros, como cuando tu marido te abandonó, siendo muy joven aún, y tuviste que afrontar la crianza de tus hijos sin ningún apoyo. Cuando, ya adultos, tus vástagos se fueron y quedaste sola. Cuando te declararon vieja y te internaron en un asilo.
Tu hermano siempre te acompañó. Así, cumplía su promesa, y tú guardabas el secreto. A veces, las enfermeras te sorprendían hablando o riendo, y te miraban compasivas. Ellas no entenderían. Y tú no les ibas a explicar.
Hoy tampoco les dirás que a tus 92 años tu hermano ha venido a verte, como siempre. Solo que esta vez, luego de la señal convenida, te ha extendido su mano para que lo sigas.
FIN
De: Saile Pagán Cantres
Entró y se sentó en la barra. La vellonera, con sus opacas luces en colores, comenzaba a tocar en ese momento una canción del Gran Combo y llenaba el ambiente de una festividad artificial. Pidió la cerveza más barata y comenzó a beberla con lentitud. El olor amargo y pesado siempre le había resultado molesto, por lo tanto, intentaba sorber buches pequeños mientras aguantaba la respiración. Miró a su alrededor y examinó con la vista a los otros cinco clientes que rondaban el local. Los martes no eran días activos, el único incentivo de los que allí se encontraban era el precio extremadamente módico de las bebidas. Dos hombres jugaban billar a la luz de una bombilla titilante, cada golpe seco de las esferas provocaba la celebración de los espectadores medio tomados. Él acostumbraba esperar que algún individuo pasado en tragos se sentara a su lado para poder hablar. Solo alguien borracho podría entender su historia. Esperó durante media hora, pero nadie vino a beber junto a él. Sacó dos pesetas del bolsillo y las colocó sobre la barra. No le quedaba mucho dinero para pagar un licor más caro.
Llegó a su apartamento con la tonada de salsa zumbándole en la cabeza. Prendió todas las bombillas, como acostumbraba. Cada pared estaba cubierta por espejos que hacían ver el espacio más grande y menos solitario. Sus reflejos caminaban junto a él haciéndole compañía en la habitación. Miraba la lámpara sobre el televisor. A pesar de los tres mil años que habían pasado, el metal conservaba su brillo. Extrañaba tener amo. Al contrario de muchos otros de su especie, él no buscaba la libertad. Eso solo significaba una cosa: estar solo.
Al no tener amo, sus poderes y los de la lámpara disminuían. Las riquezas que había acumulado con el pasar de los años iban menguando con rapidez. Durante las últimas décadas se había mudado en múltiples ocasiones en busca de hogares más económicos donde pudiera acomodar su soledad. El permanecer dentro de la lámpara era realmente la última opción.
Le disgustaba cada vez que tenía que ir a las casas de empeño a cambiar algún collar de oro por dinero. Sus joyas eran regalos de antiguos amos satisfechos que luego de cumplidos sus tres deseos buscaban la manera de agasajar a su genio. Las túnicas de seda púrpura con bordados en hilo de oro blanco y las pantuflas con suelas de plata fue lo primero que vendió. Luego le siguieron los vasos incrustados de rubíes y zafiros, los anillos de marfil, las estatuas del dios Buda enchapadas en oro, los broches de perlas negras; todo desaparecía y en su lugar solo quedaban hojas vulgares de papel verde con rostros de presidentes muertos. Todo se iba convirtiendo en un recuerdo avinagrado.
El último amo que tuvo había muerto cincuenta años atrás. Se llamaba William y vivió con él por un largo periodo. El viejo guardó su último deseo para su lecho de muerte, pero al final pidió algo que él no podía realizar. Murió con la decepción de saber que después de toda la vida alocada que había llevado, el genio no podía enviarlo al cielo con un deseo. Desde aquella vez nadie había frotado la lámpara, ya la gente no creía. Una vez había puesto un anuncio en el periódico diciendo que buscaba amo, pero solo llamaron algunas mujeres cuarentonas con ideas inexactas de lo que aquello significaba.
En las últimas semanas había tenido el deseo particular de que su vecina, una muchacha joven y sola con tres hijos pequeños, encontrara la lámpara; también tenía interés en la pareja de ancianos que vivía en el cuarto piso. Otra opción era el hombre del 3B, que recientemente se había divorciado de su esposa y declarado en bancarrota. Cualquiera de ellos podría ser un buen amo.
Un día se colocó en medio del pasillo, dentro de su lámpara, para ver si alguien se interesaba. Minutos después se encontraba de camino al zafacón. Había pensado en escribir una nota que dijera “Frótame”, pero no podía obligar el deseo, la lámpara sabría y no respondería el llamado. Amaba su lámpara, pero le molestaba su terquedad y silencio perpetuo. Reflexionó, meditó, elaboró planes simples y algunos más complejos, pero todos terminaban esfumándose. Concluyó que el mundo, aparentemente, no lo necesitaba. El hombre se había convertido en un ser autosuficiente, así que elaboró un nuevo plan. Cumpliría los últimos tres deseos de su carrera.
Reunió las riquezas que le quedaban, que eran más de las que él había calculado, las metió todas en un bulto y se dirigió a la casa de empeño al final de la calle. Dejó caer sobre el mostrador joyas del siglo pasado, figuras y utensilios finos. Sabía que obtenía menos dinero en estos sitios, pero a la vez le hacían menos preguntas. Recogió todos los billetes, que luego llegarían a nuevos dueños, y los acomodó dentro del bulto.
El genio dejó todo en orden y se dirigió en la noche hacia la playa con su lámpara en mano. Hubiese querido presenciar el momento en que sus vecinos abrieran los sobres llenos de dinero que les había dejado frente a las puertas.
Observó por largo rato el ir y venir de las olas que le bañaban los pies desnudos. El salitre le comenzaba a pesar en las pestañas. Esperó que subiera la marea y se colocó dentro de su lámpara; pasaron unas horas antes de sentir que se encontraba flotando. En la madrugada la lámpara se hundía en el agua fría y obscura. La humanidad había enviado otro genio al olvido.
FIN
De:Anton Chejov
La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Se mudó de traje, bebió un vaso de agua de seltz, se sentó cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.
-¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -se decía Navaguin paseándose por el gabinete-; ¡es extraordinario e incomprensible!… ¡Llamen al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es… ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Lo has visto?
-No, señor -contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor, ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
“¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! -reflexionó Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por bromear, escribe el nombre de Fedinkof?”
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario -repuso-; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti… En tu lugar, yo lo llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza se llenó de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquel. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida… Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.
Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:
«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? -Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»
Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin se vio poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de Lo que yo opino a mi vez, resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:
-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro -se volvió luego hacia el sacristán-. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.
-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.
-¿Puedes hacerlo para mañana?
-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.
-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.
-Fedinkof.
-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.
-Así como suena: Fedinkof.
-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?
-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar… Esto me complace en extremo… Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.
Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos.
Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.
-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el paquete.
Estas palabras llamaron de nuevo a Navaguin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; se acordó de todo; pataleó y gritó en tono agudo:
-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Para qué me quieren?
El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:
-¡Déjenme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Para qué me quieren?…
FIN
De:Horacio Quiroga
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en estas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Solo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es este el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es este uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ese o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ese es su bananal; y ese es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ese, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.
FIN
Anónimo: China
Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer.
-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?
Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:
-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?
FIN
Julio Cortázar
"Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra florida".
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
FIN
De:Mario Benedetti
Olegario no solo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Estos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
FIN
Anónimo: India
El gurú y el discípulo estaban departiendo sobre cuestiones místicas. El maestro concluyó con la entrevista diciéndole:
-Todo lo que existe es Dios.
El discípulo no entendió la verdadera naturaleza de las palabras de su mentor. Salió de la casa y comenzó a caminar por una callejuela. De súbito, vio frente a él un elefante que venía en dirección contraria, ocupando toda la calle. El jovencito que conducía al animal gritó avisando:
-¡Eh, oiga, apártese, déjenos pasar!
Pero el discípulo, inmutable, se dijo: “Yo soy Dios y el elefante es Dios, así que ¿cómo puede tener miedo Dios de sí mismo?”
Razonando de este modo evitó apartarse. El elefante llegó hasta él, lo agarró con la trompa y lo lanzó al tejado de una casa, rompiéndole varios huesos.
Semanas después, repuesto de sus heridas, el discípulo acudió al mentor y se lamentó de lo sucedido. El gurú replicó:
-De acuerdo, tú eres Dios y el elefante es Dios. Pero Dios, en la forma del muchacho que conducía el elefante, te avisó para que dejaras el paso libre. ¿Por qué no hiciste caso de la advertencia de Dios?
FIN
De:Stefan Zweig
Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia…, horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él…
Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque… Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo… Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida… Bajo las ruedas… Muerto… En pleno campo…
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida…
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos…
FIN