por Alejandro Kosak
publicado el 20/02/23
Inquisición
En una jornada de lunes, estaba yo conversando con unas compañeras de carrera y una de ellas mencionó en determinado momento la incomodidad -cuasi rabia- que le había generado un artículo recientemente publicado. Me lo refirió muy por encima, y creí oportuno echarle una leída por mi cuenta. No sin intención pensé “no puede ser tan malo”, sabiendo muy bien la yeta que porto y previendo el desenlace. No esperaba, sin embargo, encontrar la abominación escritural que terminé por encontrar, aunque al mismo tiempo me lo veía venir, puesto que casi de inmediato abrí un documento de word tras mi lectura.
La discordia histórica entre la clase media y la “patria choriplanera” es un artículo publicado en el portal web del diario La Nación y escrito por el señor Marcelo Gioffré que pretende -el resaltado es sustancial- a grandes rasgos explicar cómo o porqué la clase media argentina se posiciona de manera hostil ante sectores menos favorecidos de la sociedad. Todo ésto lo lleva a cabo mediante la recuperación y lectura del cuento Cabecita negra, de Germán Rozenmacher; un relato que, anecdóticamente, presenta una sucesión de eventos poco afortunados en los que el protagonista, un hombre de clase media trabajador y económicamente establecido, es juzgado culpable del estado lamentable de una muchacha por un policía a lo largo de una noche. Lo central, más allá de eso, es que nuestro protagonista es, cuanto menos, un racista, cuya percepción de los otros está nublada por el color de la piel ajena y la proyección que él tiene de su posición social. El cuento, cuya lectura por supuesto está recomendada, organiza de manera espectacular, ingeniosa y cruda una escena en la que la subjetividad del elemento protagónico diluye por detrás de su discurso un panorama complicado de nuestra sociedad empírica: el conflicto entre sectores, la colisión entre clases, o peor aún, la directa discriminación hacia grupos en situaciones precarias a lo largo de la Argentina. El cabecita negra, por tanto, en los adentros como en los afueras de la materialidad del texto, es una figura acomplejada por presiones no sólo de orden económico, sino también de orden social, puesto que es odiada por su mera existencia.
Citando un breve ejemplo, la animalización de los cabecitas negras es tan sólo uno de los varios recursos discriminatorios practicados tanto por el protagonista como por las personas reales.
“De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.”
Sin embargo, el señor Gioffré prefiere proponernos con su artículo una mirada diferente del cuento de Rozenmacher. El protagonista, para él, adquiere valor no en tanto objeto de crítica moral, sino por su carácter ejemplar de ciudadano. El personaje es convertido en su lectura en una sinécdoque de la “clase media” argentina -comillas que decido desplazar de su titular y fantástico sintagma patria choriplanera, puesto que aquel me parece una mayor invención que este último- debido a que le interesa focalizar su posición distinguida, su compromiso laboral, y el pasado oscuro del que logró salir gracias a éste, postulando al individuo del relato a una posición elevada y modélica. Está demás decir que su punto de entrada al cuento desplaza, por no decir que invierte, el foco central del problema; pasando así de un comentario sobre cómo se imprime el odio injustificado sobre personas de determinada condición a decir que dichas personas atentan a la integridad del individuo posicionado en el sistema. La conclusión a extraer de dicha lectura sería que el victimario que es la “clase media” queda transformado aquí en la víctima de esta situación.
El señor Gioffré, por supuesto, no pierde la oportunidad de insertar su programa partidario entre las líneas del análisis. Lo que él considera como un malestar (o la discordia que le da nombre al artículo) entre la “clase media” y los sectores marginados es responsabilidad del populismo reciente, que otorga de más en lugar de ofrecer oportunidades laborales concisas para conciliar a los sectores. Pero hasta ahí llega la elocuencia de su propuesta en lo que respecta a dicha marginalidad; la única posibilidad que le resta a este sector discriminado es la de comprenderlo como mano de obra, es decir, olvidarnos de que también son personas humanas con sus necesidades y contentarnos con disponer de ellos para la tarea laboral. ¿Reducir a una franja social que activamente consideramos subalterna a nada más que a mano de obra empleable? Una idea para nada novedosa si consideramos que la práctica de la esclavitud ya se desarrollaba desde antes de la Grecia antigua.
Pero volviendo brevemente a esta discordia entre sectores de fábula, inventados, unas cuantas inferencias son necesarias al respecto: primero, la firma de nuestro estimado escritor pretende delegar la culpa de la situación en claves de causalidad directa e intencionada al mencionado populismo, intentos que tenemos que hacer caer por incoherentes; puesto que si hay alguien o algo en estos pagos que desde el principio se ha posicionado de manera hostil ante la asistencia social y no por nada construyen el imaginario del choriplanero, son las instituciones y agentes como a los que el señor Gioffré pertenece. Segundo, y una vez más, una división tan tajante de individuos (el ya clásico por agotado civilización/barbarie) no es más que una invención cuanto menos arriesgada, puesto que si algo hay que es tan exageradamente multiforme en la argentina y el globo, es este concepto de “clase media” que todos creemos comprender y damos por sentado pero cuyas varas de medición cambian constantemente. Tercero, el señor Gioffré tiene la generosa actitud de además hacer caer dentro de la misma bolsa a venezolanos y bolivianos, que se suman a esta conjunción extraña de choriplanes y discriminación, demostrando que además de racista y meritócrata, uno también puede ser xenófobo. ¡El combo completo!
Pero las cosas no podían ser tan simples en los campos del periodismo argentino. Si nos detenemos a pensarlo un segundo, todo lo que nuestro respetable escritor propone en su verborrágico artículo no es muy distinto a lo que propondría cualquier otra persona alineada a las bases del gorilaje. Tampoco es sorprendente que su opinión aparezca ni más ni menos que en un medio como La Nación, así como también podría haber aparecido en TN, o en cualquier otro medio del grupo Clarín (la verdadera sinécdoque del periodismo argentino). El mayor atrevimiento que se permite el señor Gioffré reside en la distorsión y lectura erosionada de un material literario cuyas barreras son claras y sin embargo transgredidas con una finalidad violenta. Cabecita negra es leído de la manera en la que se lo quiere leer para encontrar las justificaciones de un sistema de valores que desde hace años alimenta la discordia que se jacta de atribuir a otros; y lo que es peor, deja huellas y legados, precedentes, para el futuro devenir de lecturas y miradas a textos que ya no presten atención al detrás de líneas, sino que creen las suyas propias.
Todo texto, literario en nuestro caso, tiene una productividad. Un potencial delimitable que nos permite como curiosos y lectores hablar de él, analizarlo, ponerlo a debate y hacerlo circular por diferentes espacios. El alcance de dicha productividad es, de antemano, definido por su autor original a partir de su intencionada labor creadora, pero será su lector final el encargado de completar y cerrar el círculo. Aunque para ello, ante todo, es necesario que el vínculo entre destinador y destinatario sea siempre colaborativo, que haya una correspondencia entre las fronteras que un material nos brinda y las posibilidades de las que dispone un receptor para trabajar un texto.
Cuando Borges ilustra imágenes de espejos en su literatura, tenemos la posibilidad de actualizar sus escritos con aproximaciones que intenten esclarecer o darle significado a un párrafo, un personaje, una metáfora o lo que sea. Así, podríamos proponer que la insistencia borgiana con el reflejo es una búsqueda por la subjetividad del escritor, de su identidad (recordando la importancia que suele cobrar el tópico de la otredad en su obra) o acaso unos últimos vistazos a sí mismo antes de ceder inevitablemente a la ceguera. Rozenmacher, dijimos, elabora una escena que enmascara dicha productividad ubicando su punto más grande de valor a través de la lente subjetiva del protagonista: Una naturalizada visión discriminatoria que invita a repensar las auténticas naturalizaciones del mundo cárnico.
Sin embargo, cuando esta actividad autor-lector no es cooperativa, sino unilateral, no intencionada o no premeditada por el creador, nos encontramos ante auténticos desastres. Para Umberto Eco, ello sería intentar leer el proceso de Kafka en claves de policial; nosotros tenemos casos como los de la lectura del señor Gioffré, que extrapolan el texto a dimensiones no planeadas o que no le corresponden al punto de reducir su productividad problematizable a nada, o si acaso, a unas nuevas e inventadas. Aquí, aplicando una práctica de lectura que maliciosamente comete el asesinato de Rozenmacher, nuestro escritor pretende camuflar dicho crímen a la vez que a todas luces lo anuncia.
"Lo haya querido o no Rozenmacher, el cuento es revelador de un imaginario social más complejo."
En tanto que escritor de su propio artículo de opinión publicado además en un medio tan importante como La Nación, la posición de privilegio del señor Gioffré es indiscutible, convirtiendo a esta lectura en LA LECTURA posible del texto de Rozenmacher ante la legión de lectores que llegarán a la página. La segunda parte de la cita, teniendo en cuenta la intencionada labor deformadora que se pone en operación, no es más que palabrerío banalizado ante la resultante actividad de lectura.
Cabría, por lo demás, hablar de otras dos víctimas de este asesinato. Una de ellas, Cortázar, pasa por el artículo a través de una cita sospechosamente similar a un extracto de Wikipedia, de modo que podríamos considerar que sale un tanto ileso en este problema. Mafalda, la otra auténtica víctima, es recuperada por el señor Gioffré hacia la mitad de su escrito para reforzar sus pensamientos meritocráticos y la construcción ideal que se propone de la “clase media”. Nos dice que esta clase trabajadora es la clase que durante los setenta primeros años del siglo pasado fue la encargada de sacar adelante el país, y que es mediante los personajes de las tiras de Quino -el maestro tendrá que perdonarle la insolencia- que podríamos ver dicho estado de cosas.
Desconozco qué historieta fue la que leyó nuestro escritor, pero si hay algo con lo que Mafalda es crítica, por casi sobre todas las cosas, es justamente con esa “clase media” argentina del siglo pasado. El papá (empleando la misma terminología que el señor Gioffré) se rompe el lomo todos los días en el trabajo y aún así el sueldo le escasea; la mamá no trabaja, y además no porque no quiera, sino porque está inmersa en un momento histórico determinado en la vida de nuestro país en el que la mujer no tiene la facilidad o los medios para acceder al trabajo; los precios, vistos a partir del almacén Don Manolo, no paran de subir y la situación general no es para nada sencilla, por no hablar de los cuadros de pobreza e indigencia que a lo largo de las tiras se presentan. Pero no contento con sus propuestas, nuestro aireado escritor se atreve a fechar, más allá de los setenta años mencionados, el big bang de nuestra decadencia en el momento en el que la gente comenzó a emigrar, dejó de invertir en nuestros adentros ¡Y todo a partir de unas dosis de populismo! Lo que el señor Gioffré parece olvidar, es que a lo largo de ese tiempo que él menciona se sucedieron en nuestro país seis golpes de estado, siendo además el último de ellos el responsable de una importante caída económica y la peor era de violencia que se registra, de modo que el ritmo de la Argentina no estaba precisamente bajo el control de los ciudadanos, y mucho menos bajo el control de una ilusión social inexistente. Tampoco olvidemos el rol que cumplieron medios de comunicación como el suyo en aquel espanto.
Cuando leemos lo que queremos leer, cuando vamos más allá de las auténticas posibilidades de un texto, no estamos haciendo más que fomentar una práctica de vida para nada potable en la que transformamos el ritual de la lectura en un accionar debilitado, capaz de sucumbir a la ignorancia. Quien llega a un texto de antemano buscando las cosas que por encima de todo le interesen buscar, no hará otra cosa sino encontrarlas. Quien únicamente lee el primer canto de la Ilíada, piensa que el libro narra los diez años de la guerra de Troya; quien nunca puso sus manos sobre el Martín Fierro, lo juzga como la mera vida de un gaucho; y quien no es capaz de ver más allá de las líneas de un cuento como éste, se contentará con encontrar sus creencias y posiciones justificadas. Si, además, desde los medios hegemónicos se avala y otorga espacio para una actividad deformadora como ésta… ¿Qué lugar le queda a la lectura en tanto ejercicio con el que leer el mundo? El artículo de Marcelo Gioffré es desesperanzador no solamente por la quimérica discriminación que ejerce en contra de individuos social y culturalmente marginalizados por agentes como él, sino porque también anula toda posibilidad de interpretaciones más allá de las líneas de los textos y fenómenos del mundo si no es en favor de avalar políticas partidarias, a lo que parece reducirse toda su trayectoria. Porque siempre es más fácil, antes que proponer alternativas conciliadoras o puntos de debate crítico, leer la literatura y los fenómenos de nuestra vida como nos parezca mejor, y apuntar con el dedo a los monstruos que creamos más convenientes. Lo que debería ser una obra de denuncia ante determinado imaginario colectivo queda metamorfoseado en una justificación contradictoria, que se derrumba por incoherente, y que en su despreocupado intento por arrojar algo de luz ante determinada serie de individuos no hace más que seguir estigmatizándolos e imponiendo nuevas presiones sobre ellos.
La conclusión que podemos proponer, desde nuestro lugar ajeno a la política partidaria, pero no exento de política en tanto espacio abierto al debate, es que el señor Gioffré le haría un enorme favor al gran pueblo argentino -¡salud!- si se mantuviese alejado de la literatura. De momento, también podemos recordarle que desde ese lugar que tanto se esmera por convertir en mano de obra también existen manifestaciones literarias dignas de mención, y por supuesto, dignas de recuerdo.
(...)
Soy la respetabilísima, la Dominicana.
He pagado los impuestos con mis ahorros.
He contribuido al bienestar nacional.
Y todavía conservo el orgullo
de afirmar que ninguno
ha sido infeliz en esta cama.
¿Me escuchas? ¿Estás ahí?
Te estoy hablando, pelotudo.
(Washington Cucurto)
Estudiante de letras y proyecto de escritor. Es parte del colectivo de escritores Letras&Poesía, integrante del comité editorial de la Revista Rabiosa y miembro del Centro de Estudios Teórico Literarios (CEDINTEL). A veces se olvida de respirar.
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