por Alejandro Kosak
publicado el 10/07/24
Narrativa breve
La noche, esa profunda noche, se alargó puntual como una sugerencia de comienzo. El lugar es Crimea, el tiempo, una coordenada inútil. A lo largo de la frontera se quiebran los cuerpos de acero y de carne, que pelean una batalla ya sin nombre por ese territorio que cosecha muertos. En alguna de sus esquinas, perdido entre los clamores de los cuchillos y de quienes mueren con ellos, hay un hombre. Nada, realmente, lo distingue de sus compañeros; está agotado, herido, y sin opciones, porque correr sería de cobardes y la génesis de su nombre no se lo permite. Grandes bocanadas de aire necesita su cuerpo para reponer ese ímpetu asesino que acaba de injuriar. El frío, mientras tanto, se escurre por su cuerpo, como la noche invade los rincones a su alrededor.
Silencio; los árboles se amontonan en quietud. Encolerizado pero sutil, el hombre sabe que no está solo, que lo tienen rodeado. La sangre que le ofusca la vista no le impide ver el vaho hostil que se desprende de la oscuridad, los muchos vahos que lo acosan y las respiraciones iguales a la suya, pero fatalmente distintas. El shashka, ligero y laborioso, sigue con él, fiel como un hijo más, y aferrado a la carne gracias a la helada parece ya una extensión del brazo.
Bravo como sí mismo, León alza la vista y mira a la luna. La estudia, la contempla; la disfruta, como seguramente hizo siempre. Después se pone en posición, con dificultad, limitado por el cansancio y sus heridas. El cuchillo se alza con la mano y acompaña ese temblor que es mezcla de frío y mezcla de miedo, que ya no se puede evitar. Como si la hubieran habilitado, la oscuridad expulsa a los fieros que lo acosan, pero León ya no corre hacia ellos; los deja venir. El shashka huele violencia y se anima una última vez, listo para comandar la mano.
Escenas como esta se repiten a lo largo de esa y todas las sucesivas noches de Crimea. A la nieve, sin embargo, no le importa de quién sea la sangre; derramada o propia, cada gota es igual. Lo que seguramente distinguió a León sea que quizá entendió esto en esa hora final, tendido en el suelo, incapaz de moverse. Sus hijos van a encontrarlo más tarde, antes siquiera de que salga el sol; el padre entonces ya estará listo para el olvido, rodeado de los anónimos que quisieron darle muerte, ya olvidados.
Pero no el fiel Shashka; otra cosa le entregó a su descendencia en ese instante: la petición roja de que no se supiera su partida, de que no cabiese en la memoria ese violento momento en el que escapaba hacia la sombra. Quienes no repitieron su destino bajo la nieve obedecieron, pero sólo parcialmente; cinco generaciones después, seguimos sin saber cómo fue esa muerte, y por eso recurro a la literatura. Este antepasado besado por el hierro antes que por los labios hoy parece más un gaucho argentino de la pampa que un cosaco. La pregunta sería, en todo caso ¿Qué otra opción tengo? ¿Cómo sanar esa ausencia que a sí misma se desterró del tiempo y el bronce memorial? La inmigración haría después sus maravillas; la escritura, también. Hoy hay un nombre, un ímpetu, y una leve pasión que persiste de ese linaje que pidió perderse, pero ¿Qué queda de ese hombre en el que ahora escribe?
Lejos en el tiempo y en las circunstancias espera un tomo de cuentos, una biblia, novelas de ese suelo, y unas fotos apagadas con rostros que ahora son polvo y nada. Miro a la biblioteca, después, a la luna; quizá la respuesta sea el gusto por un par de buenos libros y ese arrebatado hábito por la noche que se alarga, puntual, como una sugerencia de comienzo.
También disponible en Revista Jauja
Estudiante de letras y proyecto de escritor. Es parte del colectivo de escritores Letras&Poesía, integrante del comité editorial de la Revista Rabiosa y miembro del Centro de Estudios Teórico Literarios (CEDINTEL). A veces se olvida de respirar.
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Revista literaria a cargo del colectivo Letra Suelta desde Santiago, Chile.
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