por Alejandro Kosak
publicado el 04/12/00
Narrativa breve
Salgo hacia la puerta, como si jamás hubiese entrado. Me despido de unos rostros ahora irrecuperables y pongo marcha bajo un sol de siesta seguramente santafesino. El calor sobre las baldosas de las veredas es tan fuerte que ellas transpiran y desprenden su calentura, irrealmente. Voy cortando las distancias entre una casa y la otra e, inundado de un silencio impropio de la ciudad, tengo la sensación de que algo se apoderó del tiempo.
Entro y parece que tengo las llaves y el permiso. Por el pasillo largo la potencia solar se apaga y mis ojos buscan acostumbrarse a esa noche ficticia. Unas voces televisivas se pronuncian a la distancia y llego a ellas atravesando las dunas de una lenta galería de fotos familiares ya perdidas. En la sala siguen todas las cosas: el artículo de diario con el bisabuelo y el surubí más grande alguna vez pescado, los artilugios turísticos de una España inventada, la destruida biblioteca de libros al revés, y los frascos pastilleros infinitos que esperan, con desgano, su turno en el oficio.
También está Adela, perdida, toda frágil, pero de alguna manera también en toda su fuerza. Tiene puesto el vestido blanco y largo que a mí me gustaba mucho. Su pelo canoso y largo se enreda y trenza infinitamente en su cabeza. En ese lugar que se desdibuja flota un olor a viejo y a herencia mientras en el televisor se confunden las líneas de un horizonte apagado. Ninguno dice nada; nos quedamos en silencio recuperando esas tardes en que no pudimos vernos, y como si mirásemos sin motivos el poniente vasto, buscamos preguntas que no se responden.
Siento algo en mis manos. Es duro y frío, tiene algo de polvo encima. Podría ser de cerámica, de cemento, o de algún material imposible. Es el tucán, el colgante de tucán que descansaba en el patio borroso, defendiéndolo. Algo me florece de la boca, un impulso por decir cosas que todavía no entendía.
— Yo quiero ser escritor —le digo.
Adela me mira, como la última vez, pero sus rasgos se desvanecen en la arena. En este momento me despierto y hace calor o hace frío. Yo ya no soy el chico de doce años que visitaba a su bisabuela en las siestas, esa casa de Pasaje Leiva se vendió hace años y Adela murió sola y abandonada en el Sanatorio Americano. En las noches que sobrevivo al insomnio mi memoria me acerca esos episodios fatales y lentamente pierdo la potencia de decir, con la claridad de antes, bastantes cosas. Sin embargo, me miro las manos y reconozco una voluntad diferente: sin quererlo, crecí; quizás sin pedirlo, me puse más viejo; otra veces compartí amor que no me compartieron de vuelta; conocí a gente que valió la pena conocer; dejé de ir a ciertos lugares para frecuentar otros, y en el fondo de mi pieza habita ahora un libro en el que figura mi nombre.
Aún en esos días en los que parece que yo soy el muerto, en los que no distingo si las cosas son reales o son de un sueño y en los que no me siento más que una simbología inventada, a mi lado tengo el tucán, descansando y acompañado de mi biblioteca. Está viejo, pero todavía me gusta creer que me defiende, y que yo también, de alguna manera, lo defiendo de vuelta a él, a Adela, y a las cosas que guarda.
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Estudiante de letras y proyecto de escritor. Es parte del colectivo de escritores Letras&Poesía, integrante del comité editorial de la Revista Rabiosa y miembro del Centro de Estudios Teórico Literarios (CEDINTEL). A veces se olvida de respirar.
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Revista cuatrimestral por y para estudiantes
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