Pasó el invierno comiendo zanahorias, sin quejarse del frío, encerrado en su habitación, llenando páginas y páginas con su minúscula letra en tinta negra. Al aparecer los primeros síntomas de la primavera, anunció que su libro estaba listo. Tenía mil quinientas páginas y pudo convencer a su padre y a su hermano Jaime que se lo financiaran, a cuenta de las ganancias que se obtendrían de la venta.
Después de corregidas e impresas, las mil y tantas cuartillas manuscritas se redujeron a seiscientas páginas de un voluminoso tratado sobre los noventa y nueve nombres de Dios y la forma de llegar al Nirvana mediante ejercicios respiratorios. No tuvo el éxito esperado y los cajones con la edición terminaron sus días en el sótano, donde Alba los usaba como ladrillos para construir trincheras, hasta que muchos años después sirvieron para alimentar una hoguera infame.
(Isabel Allende: La casa de los espíritus)