Zubiri y las guerras del siglo XX

Zubiri y las guerras del siglo XX.

En ocasión del 20 aniversario de la muerte de Xavier Zubiri la fundación Zubiri con la colaboración del ayuntamiento de Madrid ha organizado un ciclo de conferencias bajo el título: “Un siglo de filosofía”. Poco a poco va consiguiéndose una comprensión adecuada de la filosofía zubiriana. No es fácil porque no se trata sólo de trabajar los textos y hallar su coherencia interna, sino de buscar el contexto filosófico e histórico adecuado para la recta comprensión de uno de los filósofos más importantes del siglo XX y, me atrevo a decir, de uno de los grandes hitos de la historia de la filosofía. Después de algunos años dedicados con mi compañero Joan Albert Vicens a la apasionante tarea de sumergir a Zubiri en sus circunstancias, descubrimos que su vida y su filosofía están trágicamente sujetas a los vaivenes, a las barbaries, a las guerras, al sufrimiento y al inmenso dolor del siglo que acaba de terminar.

Su infancia y adolescencia transcurre en un San Sebastián pujante que encarna las ideas de progreso y modernidad europea. Pero la Gran Guerra introduce un terrible contrapunto. Durante 3 años, desde 1914 a 1918, 20 millones de combatientes y 10.000 cadáveres diarios son ofrecidos al Dios de la guerra. Cuando una madrugada de primeros de Febrero de 1920 Xavier desciende del tren en la estación de Lovaina descubre una ciudad en ruinas. El tomismo renace en las universidades de los países francófonos asociado a la resistencia francesa y a su espíritu nacional, lo cual agudiza los problemas de su heterodoxia. Zubiri sufre en su propia carne la llamada crisis modernista. Las autoridades eclesiásticas son incapaces de reconocer legitimidad alguna a la crítica histórica y a la libertad de la razón. La extrema severidad de la condena de Roma de las nuevas corrientes filosóficas y la pesada atmósfera de sospecha que introduce hacen casi imposible un trabajo intelectual honesto dentro de la iglesia y son muchos los que se ven constreñidos a alejarse de ella, a perder la fe o a reducirse al más absoluto de los silencios.

En 1928 Zubiri viaja a Freiburg. Está entusiasmado con Heidegger. Ha pasado un año leyendo Ser y Tiempo. Por fin ha encontrado un filósofo que expresa sus propias inquietudes: “Sin saber porqué el espíritu de Ser y Tiempo –escribe Zubiri a Heidegger– y muchos de sus pensamientos me parecieron extraordinariamente naturales. Quedé sorprendido. Entendí entonces que solamente cuando uno se sorprende de una naturalidad empieza a comprender.”

En 1930 se codea en Berlín con tres premios Nobel: Max Plank, Erwin Schrödinger y Albert Einstein. Zubiri disfruta el esplendor académico de la República de Weimar, pero la noche nazi se cierne ya sobre Alemania. A partir del éxito electoral de Adolfo Hitler el 14 de diciembre de 1930 Xavier y Eugenio Imaz, su amigo del alma, son testigos de las violencias brutales de las hordas nazis en su propia persona y en la Universidad. Ello les obliga a volver a España.

Durante la república española Zubiri participa en diversas actividades culturales. Promueve, junto a Imaz y Bergamín, la revista Cruz y Raya. Todos ellos sienten que España y Europa viven una situación de peligro mortal en la que quizás una revista cultural crítica, abierta, de inspiración cristiana, pueda arrojar alguna luz, un poco de esperanza. Se involucra con el proyecto de la Universidad internacional de Santander de la que Marcel Bataillón dirá que es una de las más grandes instituciones culturales de Europa y en la que su gran amigo Erwin Schrödinger se alegrará de que exista un filósofo como Xavier “porque para mí se ha enriquecido el mundo con ello”.

En Roma en 1935 asiste impotente a la invasión Italiana de Etiopía y a sus bombardeos con gas letal. Aquí vive el 18 de julio, el inicio de la guerra civil española. Refugiados del lado rojo llegan diariamente y actúan como una poderosa caja de resonancia de todas las monstruosidades de la zona republicana. La persecución más sangrienta de la historia de la cristiandad, mayor que las persecuciones romanas, no ha hecho más que empezar. Alrededor de 7.000 religiosos, una tercera parte de todos los que hay en España, y un número desconocido de militantes laicos serán asesinados. Zubiri hace lo que puede para ayudar a los sacerdotes huidos junto a su amigo y compañero de trabajo en la Central, Luis Zulueta, el embajador de la República ante el Vaticano. Acusado de comunista por los alzados que quieren hacerse con una embajada todavía en manos de la Republica es expulsado de Roma en septiembre del 36.

En París Zubiri intima con Ortega: “Créame –le escribe– estoy más a su lado que nunca, tan a su lado como siempre,” y con Morente, “Juntos –le dice– hemos pasado, en una u otra forma, las situaciones más graves de la vida, unas veces de la mía, otras veces de la suya.” El 1 de abril de 1939 termina la guerra civil española con la victoria de los nacionales. Zubiri no vuelve a España. No es un vencedor y teme que su condición de exsacerdote y de yerno de Américo Castro, conocido por su anticlericalismo, le cree problemas. El inicio de la Segunda Guerra Mundial el 3 de septiembre precipita su entrada en España. Refugiados judíos de Alemania se agrupan ya en las agencias de viaje de París intentando huir a cualquier país que les admita. Desesperados, no comprenden el sentido de esta persecución. Muchos de ellos no aspiran más que a ser ciudadanos corrientes y se sienten franceses, alemanes, ingleses o rusos antes que judíos. ¿Por qué quiere alguien barrerlos a todos como el polvo de la calle, a los sabios más célebres y a los analfabetos, a los ricos y a los pobres, a los cristianos y a los ateos, a los que tienen los dos padres judíos y a los que sólo tienen uno? Se sabe que en Alemania se ejecutan y encarcelan judíos inocentes sin juicio ni formalidades, pero se sigue pensando que en el siglo XX esto no puede durar. Nadie quiere creer las noticias de una barbarie absoluta en el corazón de Europa.

Apenas reincorporado a la universidad de Barcelona la abandona para retirarse a sus cursos privados. José Lladó lo sacará con su ayuda financiera, como a muchos otros intelectuales, de su ostracismo a partir de 1947, a través de la Sociedad de Estudios y Publicaciones.

Sin mundo, sin Dios, sin nuestro yo, y sin una razón en la que confiar, en una Europa llena de tumbas de guerras, Zubiri no abdica de la filosofía. Se agarra a ella como la última tabla de salvación. Como su viejo y admirado maestro Edmund Husserl, cree en su poder reformador. En una época donde se renuncia deliberadamente a la verdad hasta hacer de esta renuncia el estado normal de la vida humana Zubiri quiere hacer de la búsqueda de la verdad filosófica el sentido de su vida. Para ello lo primero es no huir, perderle el miedo al escenario que nos ha tocado vivir para volver a plantear desde él las preguntas últimas de la existencia. Soporta la dictadura y la guerra fría como puede. Así comenta a su esposa la noticia de la invasión de las tropas soviéticas a Checoslovaquia en 1968: “Supongo que será un tácito convenio de Rusia y Estados Unidos. Estos dejan manos libres a Rusia en Checoslovaquia y Rusia deja manos libres a USA en Vietnam. !Caca!” A partir de entonces Ellacuría, prácticamente el hijo adoptivo del matrimonio Zubiri, les pone al corriente de las injusticias, de la necesidad de cambios estructurales en América latina y en el mundo, del asesinato de estudiantes en su universidad del Salvador y de la teología de la liberación. Por suerte, Zubiri morirá antes de que Ellacuría sea asesinado. Apenas si llega a vivir la consolidación de la democracia en España, pues el 23 de febrero de 1981 cuando se procede a la votación de investidura de su alumno y amigo Leopoldo Calvo Sotelo el secuestro por un grupo de guardias civiles del congreso le angustia y le instala de nuevo en una paz y una reconciliación precaria.

No es extraño que Carmen Castro, su esposa desde 1936, escriba poco después de la muerte de su marido en 1983 este grito desesperado: “empiezo a tener gris el pelo con polvo de guerras, irrespirable, que parece condenarme a estar en el tiempo, en espera de mi salida de él, o de la llegada de una feliz ancianidad feliz, porque me anestesiará con desesperanza totalísima: ahora, todavía, no he podido digerir eso tremendo que se llama guerra, que se llama revolución y que son niños hambrientos !Cuántas huchas rotas para ellos! Mujeres rotas. Hombres con las caras saltadas. Vidas, víveres, viviendas… explotado todo. Personas con el alma astillada. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Habrá de ser siempre? ¿Le seguirá viniendo chica la paz al planeta Tierra, y habrá de continuar agujereándola por un lado, apenas se le ha compuesto por otro? ¿No es posible hacer una paz para el mundo de irrompible buena voluntad, de inmensa caridad que lo cubra por entero?”

Ojalá podamos las generaciones del siglo XXI aprender algo del siglo recién terminado y de una filosofía apta para navegar en la intemperie.

Jordi Corominas.