Xavier zubiri, amigo de la luz, maesro en la penumbra.

Xavier Zubiri, amigo de la luz, maestro en la penumbra.

-Vocación, vida intelectual y magisterio filosófico-

1. Presentación

Vocación, vida intelectual y magisterio filosófico se articulan de un modo muy preciso: no es posible una vida intelectual sin vocación, y el magisterio filosófico se desprende naturalmente de la vida intelectual aún cuando ésta no se proponga explícitamente ningún tipo de educación filosófica. Desde sus inicios la filosofía se preguntó por el sentido y la naturaleza de las tres cosas. El mito platónico de la caverna fue ya ejemplar en esta interrogación y son muchos los filósofos que han abundado en alguno de los tres temas a través de su interpretación. Zubiri mismo le dedicó un espacio considerable en sus cursos universitarios de 1931 a 1942[1] y precisamente lo que destaca en su versión del mito es el énfasis que hace en estos tres momentos de la trayectoria vital de un filósofo:

En primer lugar, nos encontramos en el fondo de la caverna al hombre corriente “que se mueve tan sólo entre problemas planteados por las necesidades de la vida, y que es justamente el más alejado de la visión real de las cosas. Contra todo lo que suele decirse, lo mismo en los tiempos de Platón que en los nuestros, no es el hombre de la vida práctica el que posee un autentico sentido de la realidad”[2]. En este estadio, piensa Zubiri, las cosas tienden a arrastrarnos por su urgencia y dirigimos nuestra vida por el interés que ellas y los demás hombres nos despiertan. Somos pura y simplemente hombres interesados.

En segundo lugar hay un despertar. La voz de las cosas nos llama a todos y todos somos capaces de escucharla y de vivir una vida basada en ella, pero sólo unos pocos tienen vocación intelectual, sólo unos pocos la escuchan. “No es ésta una operación que el hombre ejecute como una más de su vida, dirigida a alguno de los asuntos, problemas que ella plantea, sino una operación, que aunque efectuada en la vida, le lleva a adoptar una postura completamente distinta ante las cosas”[3]. Se trata de la creación de un ámbito de libertad frente a la vida entera que nos abre la posibilidad de una existencia distinta y de un cambio radical de visión. Este despertar es como un parto (mayéutica) porque sentimos el dolor punzante de la luz en los ojos y porque, por más que puedan precipitarlo situaciones y ayudas exteriores, lo principal se juega en el interior de uno mismo.

En tercer lugar nos introducimos en la vida intelectual: arrastrados por la fuerza de la verdad abandonamos el reino de la ilusión para habitar en la realidad en un éxodo doloroso y titubeante jalonado de tentaciones de regresar a nuestras pasadas seguridades. La liberación que entraña la vida intelectual está presidida por una actitud desinteresada de sí mismo y de las cosas que constituirá a su vez “la raíz de un modo superior de interesarse por ellas y por sí mismo”[4]. Se produce un cambio de hábito. El hombre desinteresado, a diferencia del que continúa sujeto por las cadenas, deja en suspenso las necesidades y urgencias de la vida, no sólo momentáneamente, sino de una manera honda y radical. “En esta operación de supremo desinterés, el hombre no siente más interés que el de las cosas mismas: es la teoría y la filosofía. Libres de nosotros para las cosas, las cosas nos entregan por singular paradoja el secreto de nosotros mismos y de nuestra vida […] Es el biós teorétikós. Mientras la vida en el fondo de la caverna no tiene sino obras, erga, el biós teorétikós es pura energeia, una serie de operaciones que se realizan por sí mismas y desde sí mismas. De ahí la plena suficiencia, autarqueia, y la consiguiente libertad del sabio”[5].

Y, finalmente, hay una vuelta a la penumbra, al mundo de las sombras del interior de la caverna. No se retorna al sueño sino que se intenta iluminarlo. El diálogo nos muestra dramáticamente la diferencia entre la verdadera educación filosófica y aquella que se recrea en la erudición, el adoctrinamiento y la retórica. En la primera es todo el ser de uno lo que está en juego, en la segunda se trata de un “barniz” superficial cuya génesis es completamente exógena, sin que lleguemos de verdad a participar personalmente en la aventura intelectual. Por otra parte, el propósito liberador del filósofo afronta constantemente la posibilidad del más rotundo fracaso. “En primer lugar, es dudoso que este sabio esté capacitado para acercarse adecuadamente a la vida misma que quiere iluminar”. Si antes el prisionero sintió un inmenso dolor al ver la luz, ahora al volver a la penumbra familiarizado con la realidad verdadera y los principios últimos en que se asienta, no puede ver las sombras y, por más que intenta habituarse de nuevo a ellas para poder ilustrar a sus compañeros, el diálogo con estos es muy difícil porque el hombre interesado no cree de ningún modo al hombre desinteresado. En segundo lugar, el liberador ya no se puede orientar en la caverna; corre el riesgo de sucumbir a la supremacía de la verdad allí reguladora y su vida peligra, amenazado por sus antiguos compañeros. “Platón termina apuntando el asesinato del sabio en el fondo de la caverna: sin duda se acordaba de Anaxágoras y Sócrates. Pocos años más tarde, Aristóteles sale de Atenas para evitar, según frase propia, que el Estado peque por tercera vez contra la sabiduría”[6].

Aparentemente en las antípodas de Platón, Nietzsche denuncia en un magnífico texto que cita Zubiri la misma situación en la filosofía contemporánea: “En una época que padece la enfermedad de la llamada cultura general, pero que no tiene cultura alguna, ni unidad de estilo en su vida, no sabe qué hacerse con la filosofía, aunque la proclamara un genio mismo de la verdad en las calles y en las plazas. En una época semejante queda reducida más bien al sabio monólogo de un solitario paseante, rapto casual de alguno, oculto secreto del cuarto de trabajo, o inocente charla entre viejos académicos y niños. Nadie puede hoy tener el valor de cumplir en sí la ley de la filosofía, nadie vive filosóficamente, con aquella ingenua fidelidad racional que obliga a un antiguo donde quiera que esté, y cualquiera que sea la cosa en que se ocupa, a adoptar la postura de estoico si alguna vez había jurado fidelidad a la Stoa. Todo moderno filosofar se halla limitado política y policiacamente por los Gobiernos, las Iglesias, las Academias, las costumbres, las modas y las cobardías de los hombres a ser una apariencia de sabiduría. Queda reducido al suspiro del si tal vez, o al conocimiento de fue una vez. A la filosofía no se le reconoce derecho alguno, por esto si fuera valiente y consciente el hombre moderno, debería arrojarla fuera y desterrarla, tal vez con palabras semejantes a aquellas con que Platón expulsó a los poetas trágicos de su República. Ciertamente le quedaría una posible réplica como la que quedó a aquellos poetas trágicos frente a Platón. Podría tal vez si algún día se le obligara a hablar, decir: miserable pueblo, ¿es mi culpa el que ande vagabundo entre vosotros como una adivina, y que me tenga que esconder como si fuera una pecadora y tu mi juez?” [CU1 317-318].

Vocación, vida intelectual y magisterio constituyen de algún modo los tres momentos del camino de ida y vuelta de la liberación filosófica. Como se pregunta Juan Bañón, “¿No será acaso que consista [esta liberación] en volver a casa para estar en ella de “otro modo” después de un largo viaje? Y, si así fuera, ¿qué modo es este de estar en casa? Si lo supiéramos quizás ya no tendríamos que filosofar”[7]. El camino termina en un modo diferente de estar en la realidad en el que no se teme siquiera el fracaso más absoluto. Sin que nada ni nadie pueda ahorrarnos el esfuerzo personal del filosofar, acercarnos a lo que fue lo esencial de la existencia de Zubiri, su vida intelectual, su vocación y su magisterio filosófico, puede darnos alguna pista a los que seguimos en el fondo de la cueva, ansiosos de luz.

2. Vocación y vida intelectual en el joven Zubiri.

Hay siempre un primer despertar a la vida intelectual y una primera navegación que corresponde a una especie de primer ensayo que la propia vida y sus circunstancias se encargan de pulir y las más de las veces de rectificar. Zubiri no fue ajeno a la norma general.

2.1. El despertar a la vida intelectual.

El mismo Zubiri situaba el origen de su vocación filosófica en una mañana donostiarra en que, viéndolo deambular despistado por el patio del colegio de los marianistas, el P. Esteban Pinedo le espetó: "¿Tú que haces? ¿el filósofo?". Ante el desconcierto de Xavier, que entonces tenía poco más de 10 años, reaccionó el P. Esteban llevándole a la biblioteca de la escuela, donde puso en sus manos obras de distintos pensadores y le prestó, para que se lo llevara a casa, El criterio de Jaime Balmes[8].

En la anécdota narrada por Carmen Castro, El Criterio aparece como algo tangencial, pero en una de sus cartas Zubiri destacó el impacto que tuvo este libro en su persona como revelador de su propia vocación: “Un profesor me dio entonces El Criterio de Balmes que fue para mí una verdadera revelación. Mi vocación filosófica había germinado. Así continuaron las cosas hasta cuarto y quinto año de bachillerato”[9]. No es extraño. Sabias son las páginas que dedica Balmes a la elección de una carrera, a la vocación y a la importancia que los educadores deberían prestar a ella[10].

En el primer texto filosófico que leyó Zubiri a sus 10 u 11 años, encontramos reflexiones sobre la vocación que más adelante hallaremos en su pensamiento maduro: la importancia para la felicidad y la realización personal de reconocer las propias aptitudes y tendencias y ser fiel a ellas; el desastre que supone para las personas y para la sociedad el hecho de desatenderlas: Balmes llega a atribuir el retraso y el déficit en las artes y las ciencias al irrespeto de la vocación personal. Corresponde a la buena educación el despertar y llevar a cada alumno a realizar su vocación, a descubrir sus propios talentos y empujarle en la dirección en la que ya apuntan sus aptitudes.

Junto al papel de revelación que tuvo El Criterio de Balmes hay que situar al Padre Domingo Lázaro, profesor de Zubiri en el bachillerato y director del colegio de los marianistas de San Sebastián, como desvelador y primer impulsor de la vida intelectual de Xavier Zubiri. “Una singular gracia de Dios” fue Domingo Lázaro para Zubiri, que reconoció la “gran fortuna de encontrar una persona así en la vida, en el preciso momento que hace falta, para moldear el espíritu” (EM 231). Lázaro era un intelectual tenaz, sin pompas ni fastos, preocupado por las cuestiones filosóficas y teológicas de mayor actualidad y por la falta de preparación intelectual de muchos católicos[11]. Además de un pensador, Zubiri encontró en él a un director espiritual que comprendió el fondo de su alma[12], y es que Lázaro quiso ser, más que un maestro de vida intelectual, un maestro de “vida integral” del hombre que cree, ama y entiende: los raciocinios son –decía– “meras fosforescencias” de la verdadera vida. Estaba convencido de que “la razón raciocinante no es el todo ni tan siquiera lo principal del hombre”[13]. De él recibió Zubiri la “suprema lección de cómo se llevan a cabo las grandes obras: sin agitación, trabajándose antes a sí mismo en el silencio del alma ante Dios” (EM 231)[14], y de él aprendió que “el respeto de las almas” debe ser el lema de todo educador: “inclinarse” sobre el alma del discípulo y respetarla. Zubiri, beneficiario en su infancia y juventud de esa actitud respetuosa, la practicaría con sus discípulos (EM 229-231).

Sin embargo, si Domingo Lázaro le despertó a la vida intelectual, fue a Juan Zaragüeta a quien Zubiri consideró su “introductor a la filosofía”[15]. Zubiri siempre lo reconoció como su maestro en el mismo sentido en que lo fue más tarde Ortega. De él destacaría su “espíritu inadministrable”, que le llevó a “renunciar a muchas cosas a que otros no hubieran renunciado”. Xavier se sintió heredero de ese carácter –“ese espíritu que usted me dio” (EM 223)– y lo convirtió en uno de los rasgos del suyo propio. Por otra parte, Zubiri vio en Zaragüeta al maestro dispuesto a aprender de su alumno y a ser superado por él. Como murió en 1974, don Juan pudo ver a Zubiri en la plenitud de su trayectoria intelectual y siempre dijo que había presagiado en el joven Xavier al gran pensador que había de ser. En Zubiri nunca encontró a un simple repetidor de sus ideas sino a alguien dispuesto a enjuiciarlas, completarlas y rectificarlas. Zaragüeta se avino a ello “dentro de la mayor sinceridad, cordialidad y amplitud de criterios que en las lides intelectuales son de rigor y que –escribió el propio don Juan– por mi parte procuro inspirar a toda mi labor docente”. La base de su relación maestro-discípulo y discípulo-maestro fue –según Zaragüeta– su “común concepto integral de la verdad filosófica” y la carencia de cualquier sectarismo[16].

Zubiri aprendió de Zaragüeta una técnica filosófica que inspiraría en parte su estilo expositivo y un espíritu de libertad intelectual imposible de administrar. Le devolvió a su maestro su propio pensamiento en una clara y ordenada exposición de varios volúmenes de apuntes[17]; dialogó a fondo con él y le discutió y corrigió su filosofía hasta substituirla por la suya propia. Como respuesta a todo ello, el viejo maestro se dispuso a aprender del discípulo.

En el colegio de los Marianistas y el seminario de Madrid Zubiri respiró una tradición tomista que abundaba, mucho más que otras tradiciones filosóficas, en la importancia de la vocación y de la vida intelectual aunque, claro está, al servicio de la salvación y del ideal católico. Un libro ejemplar en este sentido fue el del dominico A-D. Sertillanges, La vida intelectual, su espíritu, sus condiciones, sus métodos,[18] publicado en 1920. Sertillanges insistía en que la vida intelectual era una existencia consagrada a la verdad y vivida con todo nuestro ser[19], pero que en ningún caso significaba apartarse de la vida del común de los mortales. Al contrario: ni en su forma de vida, ni en su porte, el intelectual debía ser un bicho raro o un ángel. Sertillanges recomendaba una vida sana y equilibrada: deporte, descanso, paseo, buen dormir, comida moderada, vida sencilla, relaciones normales pero no excesivas, y unas adecuadas dosis de acción. “La vida cerebral necesita cierta distracción, por lo que tenemos necesidad del calmante de la acción”[20], y “mucha paz, cierta estética, y algunas comodidades para administrar bien el tiempo”[21]. Llama la atención la insistencia de Sertillanges en que todo pensador debe mantener un constante contacto con la realidad mundana. Nada más lejos de la mentalidad de Sertillanges que un platonismo descarnado o un racionalismo idealista[22]. El pensador no puede aislarse del mundo: “Así como la soledad sirve para vivificar, el aislamiento paraliza y esteriliza”[23]. Sertillanges establece una distinción entre soledad y aislamiento muy pertinente para Zubiri. El aislamiento es inhumano, la soledad, en cambio, evita la dispersión y facilita al intelectual su verdadera proyección social: “¿Queréis hacer obra intelectual? Empezad por crear dentro de vosotros una zona de silencio, un hábito de recogimiento, una voluntad de desprendimiento, de desapego, que os haga disponibles por entero para la obra” [24].

Tanto Lázaro como Zaragüeta encarnaban el modelo de intelectual cristiano descrito por Sertillanges: un estudioso consagrado en cuerpo y alma a la verdad, “atento al rumorear del género humano a su alrededor”, deseoso de descubrir “lo que puede sacar a los hombres de la noche” y salvarles; preocupado por los dolores del siglo XX y sabedor de que la vida intelectual no implica sólo a la inteligencia, sino al espíritu que ama, entiende y ora, al hombre completo con todas sus facultades y virtudes. La finalidad del ser humano es remontar desde lo creado al Ser Divino: “la inteligencia no está plenamente en sus funciones –escribe Sertillanges– más que cuando está ejerciendo una función religiosa, es decir, cuando a través de lo verdadero, reducido y disperso, rinde un culto a la suprema verdad […]. Cada verdad es un reflejo: detrás del reflejo, y dándole valor, está la Luz”[25]. Los maestros de Zubiri quisieron ver realizado en él este ideal católico de la vida intelectual al servicio en última instancia de la salvación humana, pero tuvieron que levantar acta de su fracaso.

2.2. Primer proyecto de vida intelectual. “Sacerdote y hombre de estudio crítico”.

Cuando Zubiri fue al seminario de Madrid su intención era la de emular de algún modo a sus dos maestros. Apasionado como estaba por los estudios teológicos y filosóficos, su ideal era ser a la vez “sacerdote católico, y hombre de estudio crítico”[26]. Pronto descubrió que por su constitución psicológica y por su propia avidez intelectual, al menos en su persona, las dos cosas resultaban incompatibles. No podemos entender la vida intelectual de Zubiri, sin referirnos a lo que él mismo confiesa como la gran equivocación de su vida: la decisión de ser sacerdote. Su verdadera vocación era la vida intelectual –la filosofía y la teología le apasionaban desde el bachillerato– y su error fue creer que el sacerdocio era el mejor medio para realizarla. En ese aspecto, Zaragüeta era el mejor modelo[27]. No es aventurado pensar que el detonante de la crisis religiosa[28] que culminaría en su secularización fue la imposibilidad de compaginar su vida intelectual y su vida religiosa. Ésta, en lugar de facilitarle la vida intelectual, se la complicaba.

Si ya en el seminario de Madrid se consideró dudosa la ortodoxia de Zubiri, la gota que colmó el vaso es que su maestro Zaragüeta le tuviera que recordar las decisiones del Concilio Vaticano I como límites que no podía superar en sus pronunciamientos[29]. Pero él había llegado a sus opiniones modernistas y a su posición enormemente crítica con la iglesia por exigencias intelectuales[30]. Su talante y su propia vocación le llevaron desde muy joven al debate íntimo por la verdad, a exigir razones y a vivir los problemas teóricos como algo en lo que le iba la vida[31]. Sus consejeros espirituales no pudieron, no supieron y quizás tampoco quisieron, presentarle claramente las alternativas, jugando más bien las cartas de la emotividad, la culpabilidad y la relativización de los argumentos teóricos esgrimidos por Zubiri. Solo la secularización le permitiría vivir con holgura y con libertad su vida intelectual. La libertad, sobretodo la libertad filosófica, era imprescindible para ella[32]. He ahí la razón principal de que no quisiera elaborar una filosofía cristiana. Es más, pensaba que ésta, en lugar de ayudar, es una cortapisa para la fe y para la iglesia ya que entendía que la misión de la iglesia no es crear una filosofía, ni ninguna forma de cultura, sino conservar el depósito de la fe, mantener la vida cristiana y llevar todas las culturas a Dios[33].

No queremos cometer el anacronismo de comparar a Zubiri con otros clérigos que dejaron el sacerdocio después del Concilio Vaticano II, ni debemos valorar su conducta desde la mentalidad tan distinta de nuestro tiempo, pero deseamos llamar la atención sobre el rigor analítico con que Zubiri reflexiona sobre su drama vocacional, y la ecuanimidad y la ponderación con las que da cuentas de su error, sin eximirse a sí mismo de responsabilidades:

1) Zubiri sostuvo siempre que sus superiores le empujaron a la vocación sacerdotal contra su propia tendencia, pero reconoció también que él fue incapaz, por su propio temperamento, de expresar su sentimiento más íntimo. Se dejó ejercer una violencia que, a toro pasado, pensó que habría podido evitar de haber expresado su sentimiento interior[34].

2) Nunca dijo que se hiciera sacerdote por coacción de sus padres, pero sí que el ambiente familiar y vasco, fervorosamente católico, pudo ejercer sobre él más presión que una “coacción”[35].

3) Era consciente de la confusión que engendró en torno a su vocación sacerdotal su interés por el estudio de temas eclesiásticos y por la teología, a lo que se añadía la inercia con que se encaminaba hacia la ordenación, sin atreverse a plantarse. Se engañó a si mismo pensando que el sacerdocio le posibilitaría dedicarse enteramente a su vocación intelectual y que le sería posible ejercer disimuladamente un sacerdocio modernista que podría ser útil a otras almas.

4) Pronto descubrió que sus problemas de salud recurrentes tenían que ver con el conflicto entre su vocación filosófica consagrada al estudio y su sacerdocio. Su sufrimiento interno de aquellos años, hizo que fuera toda su vida especialmente sensible a los conflictos vocacionales[36]. Por eso resulta menos sorprendente el buen número de amigos y discípulos que han agradecido los certeros consejos recibidos de Zubiri sobre la orientación esencial de su vida[37].

5) Reconoció que tuvo miedo de hacer lo que hubiera sido consecuente dada su crisis de fe y su falta de vocación sacerdotal: romper con la iglesia. Temió quedarse solo, aislado de su familia, y limitado en su futura carrera universitaria. Se ordenó sin vocación porque no se atrevió ni encontró las fuerzas con que oponerse a las circunstancias[38].

Después de su secularización, y a pesar del entusiasmo con el que revivió su fe cuando subsanó ante la iglesia “el gran error de su vida”[39] y del cuidado que siempre puso en evitar nuevos problemas con la jerarquía, su catolicismo siempre quedó supeditado a su vida intelectual. Si poco antes de la guerra civil pensaba que podía contribuir desde su cátedra a elevar el nivel intelectual de la iglesia española[40], pronto se dio cuenta de que esto era imposible sin sacrificar su vida intelectual. Aquella “elevación” tendría que ser por vías mucho más discretas[41].

Conociendo la lucha interna que tuvo que desplegar Zubiri para llevar a cabo su vocación filosófica, no sólo rectificando su mayúsculo error, sino adaptándose después a las situaciones políticas más adversas sin ceder nunca un ápice de su libertad intelectual, no puede sorprender que insistiera siempre en la importancia de despertar en las personas su vocación mas propia (sea cual sea la ruptura que ello provoque), en la extrema dificultad de descubrir la propia vocación (que puede ser plural: poeta-filósofo, arquitecto-poeta, etc.) y en la inmensa suerte que supone poder realizarla.

3. Tres maestros: las bases de la concepción zubiriana de la vocación, la vida intelectual y el magisterio filosófico.

Zubiri descubrió su vocación y dio los primeros pasos de su vida intelectual junto a D. Lázaro y J. Zaragüeta, pero fue junto a Ortega, Bergson y Heidegger que su vocación y su vida filosófica alcanzaron un perfil propio. A Ortega Zubiri lo reconoció durante toda su vida como maestro ejemplar de filosofía. De Bergson dijo que en pocas horas de conversación le había dado más que cualquier lectura y a Heidegger se refirió siempre como a su maestro en sus cursos universitarios de 1931 a 1935 y en un buen número de cursos privados de 1945 a 1955[42]. No fue nunca el seguidor dócil de ninguno de ellos, de todos discrepó en lo doctrinal, pero ello no obstó para que supiera reconocerlos y estimarlos como maestros suyos. Siendo su discípulo fue experimentando también lo que significa ser maestro de filosofía.

¿Por qué no hablamos aquí de Husserl? ¿Acaso no fue éste un autor tan o más importante para Zubiri que los otros tres? Las bases fenomenológicas del pensamiento zubiriano han quedado archiacreditadas por investigadores como D. Gracia, A. Pintor o V.M. Tirado San Juan[43]. Zubiri asistió a las últimas clases de Husserl en Friburgo, antes de su jubilación. Admiró el hecho de que el aula husserliana fuera un auténtico laboratorio filosófico y le gustaba recordar que el maestro colocaba a veces un cartel en la puerta diciendo: “Se suspende la sesión de hoy: el señor profesor no ha aclarado la cuestión a tratar”[44]. Incluso cabe pensar que, a medida que Zubiri fue madurando su filosofía, Husserl fue adquiriendo una estatura mayor para él y que el talante zubiriano fue mucho más próximo a Husserl que a los maestros mencionados. Sin embargo, Zubiri vivió en Friburgo abocado a Heidegger[45] y no parece que mantuviera al mismo tiempo con Husserl el contacto personal y el diálogo imprescindible para constituir una relación discipular[46]. Como veremos, según Zubiri, este contacto vital, “el encuentro con el filósofo mismo”, es decisivo para ceñir la vocación, comprender de modo palpable qué es la existencia filosófica y ser beneficiario de un verdadero magisterio filosófico, aunque lo sea mucho menos para desarrollar unos contenidos teóricos u otros.

3.1 Ortega “maestro de filosofía”

Ortega fue para Zubiri su “maestro de filosofía” y el maestro ejemplar de las primeras décadas del siglo XX español (SPFOE, 302). Zubiri supo ver que Ortega, además de ser su maestro, era un maestro de España. En 1953 no se contuvo de manifestar públicamente que las Letras Españolas tenían necesidad de su “fecunda presencia”[47], cuando decir algo así equivalía a situarse al pie de los caballos de los intelectuales orgánicos del régimen franquista. Ortega era el resonador que había “dejado oír en España la voz de las inteligencias fecundas de Europa”. Gracias a él, España se pudo “poner al día” en cuanto a la filosofía. Además, había sido el “propulsor de la filosofía” en nuestro país, creando un ambiente en el que filosofar con libertad, desterrando la filosofía de secta y de partido, dando lugar a la “filosofía simpliciter”, ni de derechas, ni de izquierdas (ni de centro, añadiríamos hoy) (SPFOE 265-270).

Según Zubiri, Ortega encarnó a la perfección algunos rasgos esenciales del magisterio filosófico. En primer lugar, fue maestro de sensibilidad filosófica. Presintió el porvenir de la filosofía europea y enseñó a muchos a sentir filosóficamente las cosas. Huyendo de la unamuniana “pedagogía de la inquietud” y del problematismo estéril, concibió la filosofía como una denodada búsqueda de la verdad, aunque fuera la más humilde y mínima. En segundo lugar, fue maestro de acogida intelectual: supo abrigar junto a él, ofreciéndoles su apoyo personal, a quienes aspiraban a una auténtica vida intelectual y los incorporó a sus proyectos universitarios y culturales. Y todo ello desplegando a su alrededor no el imperio despótico del que impone su autoridad personal e intelectual, sino el imperio político que rechaza la mediocridad pero respeta la libertad de quienes, a su amparo, inician sus propias andaduras filosóficas. Y, por último, fue maestro de radicalidad: “nos enseñó in vivo –escribió Zubiri– la radicalidad con que han de librarse, cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu…” (EM 227). Ortega hacía filosofía debiéndose a la verdad, partiendo de experiencias originarias, desde dentro de la propia vida, de uno mismo. Esta radicalidad filosófica que le atrajo después en Husserl y Heidegger la halló Zubiri por vez primera en Ortega.

Carmen Castro dice que tan pronto se conocieron supieron los dos que “navegaban por un mismo mar de problemas”[48]. Ortega vivía con especial intensidad el problema de España y Zubiri sufría a causa del problema religioso, pero ambos compartieron el problema de la metafísica, el problema de la realidad: ese fue el ámbito común sobre el que construyeron su relación como maestro y discípulo. Xavier recibió de Ortega, según su propia expresión, “el impulso hacia determinadas rutas del pensar” (SPFOE 265): lo impulsó a abordar el problema de las realidad en una dirección concreta, la de la fenomenología, y en una cierta visión crítica de Husserl, de manera que Zubiri asumió el mismo proyecto fenomenológico de su maestro y algunas de las insatisfacciones de éste con la fenomenología husserliana. Entre ambos se estableció enseguida un verdadero diálogo filosófico: “Invito al joven Zubiri a hacerme siempre objeciones…”, le escribió Ortega a su discípulo en aquellos primeros tiempos de su relación[49].

Por efecto del magisterio de Ortega llegó a existir entre ellos una comunión ideológica más sólida que sus aparentes antagonismos[50]. En su juventud Zubiri llegó a comprenderse a sí mismo “orteguianamente” y se convirtió en una especie de orteguiano modernista. Esa asunción de Zubiri de algunos planteamientos fundamentales de Ortega, fue el resultado de la confianza que le entregó. “Muchos le otorgamos entonces nuestra confianza intelectual y nutrimos en él nuestro afán de filosofía….”(SPFOE 269), escribió Zubiri. Este elemento de confianza es esencial en la relación discipular. Significa una cierta adhesión a la persona y a su trabajo intelectual y puede dar lugar a una intimidad personal y a un compromiso personal con el maestro. En el caso de Zubiri se produjo esa adhesión y ese compromiso y parece también que existió entre ambos, con diferentes niveles de intensidad, esa intimidad. Esa confianza se la mostró también Ortega a Zubiri y de ahí que lo sumara a sus empresas culturales. Zubiri, como es sabido, trabajó en los proyectos editoriales de la Revista de Occidente, participó habitualmente en sus tertulias, fue uno de los organizadores de la Universidad Internacional de Santander y llegó a hacerse socio de la Asociación al Servicio de la República. Zubiri hizo suya las ideas de Ortega sobre el papel de la universidad en la transformación cultural del país[51]. Quiso contribuir junto a su maestro a la regeneración cultural de España para “ver si entra la filosofía en la cultura española, que buena falta nos hace”[52], y “elevar el nivel religioso e intelectual de nuestra patria”[53]. Con todo ello, Zubiri llegó a sentirse, como discípulo, hechura de su maestro: “más que discípulos fuimos hechura suya…” (SPFO 269). Y es que el verdadero maestro de filosofía suele dejar en sus discípulos una impronta indeleble.

3.2 “Llega a ser el que eres”

El encuentro con Ortega y el prototipo de vida filosófica que él representaba jugaron un papel clave en la crisis religiosa y vocacional que padeció Zubiri en los años 20. Ortega le avivó el conflicto entre la vida religiosa y la vida intelectual[54]. El vitalismo de cariz orteguiano que impregnó a Zubiri hasta 1928 y la misma reflexión de Ortega sobre la vocación, hizo más insostenible, si cabía, su profesión sacerdotal. Junto a Ortega, Zubiri acabó descubriendo y realizando contra viento y marea su vocación más íntima; de él heredó un concepto de vocación que más tarde, como veremos en su momento, reelaboró de acuerdo con sus propios principios filosóficos.

La vocación, había escrito Ortega, es una “palabra estupenda que describe exactamente esta vocecita insonora que en el fondo de nuestra persona nos llama en todo instante a ser de cierto modo. La vocación es el imperativo de lo que cada cual siente que tiene que ser, por tanto, que tiene que hacer para ser su auténtico yo. Con máxima frecuencia desoímos esa llamada vocacional, somos infieles a nosotros mismos y, en vez de sernos, nos des-somos”[55]. La vocación ni la elegimos arbitrariamente, ni se nos impone: es algo que nos llama y que resolvemos libremente.

Más allá de la brillante prosa orteguiana, cuando interpelamos a los textos, sentimos que no tenemos una claridad completa sobre la vocación, como si de ella no pudiéramos tener en último término más que una aproximación intuitiva. El mismo Ortega nos advierte que la vocación es el ingrediente más extraño y misterioso de la vida, su raíz más profunda y propia[56]. Su asedio a esta noción, por su propia índole y por la importancia que le otorga en su filosofía, es en realidad muy polifacético y complejo. Veamos hasta donde podemos sistematizar esta noción en los textos orteguianos.

La vida humana, al ser una realidad histórica, tiene que realizarse y para ello juega un papel importante nuestra libertad, pero ésta no se inscribe en el vacío, sino que cuenta al menos con cuatro grandes vectores con los que deberá componérselas: la vocación (tener que ser), los principios éticos o morales (deber ser)[57], la circunstancia y el azar. El vector más importante para una vida plena es el de la vocación. Las componendas necesarias con la ética, la circunstancia y el azar no pueden anular la vocación so pena de una vida frustrada, miserable e inauténtica. Por ello, el problema central de cada trayectoria vital es el de la correspondencia con la propia vocación, el de elegir una figura de la existencia que a pesar de todos los demás factores haga viable lo que apunta en nuestro fondo.

La vocación no es en Ortega algo que venga de fuera, de algún tipo de alteridad, sino una especie de imperativo vital inscrito en nuestro ser más hondo, previo a la modulación de nuestro ser más intimo por los ideales éticos o de otro tipo, las circunstancias con su lote de éxitos y fracasos, y los azares de la vida. Entonces, ¿es que este imperativo vital es una suerte de entidad psicológica o una especie de estado natural previo a nuestra deformación social? No, contesta Ortega, se trata más bien de un “destino íntimo”. ¿Y en qué consiste este “destino íntimo”? Ortega nos aclara que no hay que confundirlo con el destino natural, éste que nos excede y que juega con nosotros. Es justo lo contrario: el destino singular, individual e intransferible inscrito ya en nuestro sí mismo más radical. La máxima de Píndaro[58], “tienes que llegar a ser el que eres”, adquiere en Ortega el sentido de realizar este sí mismo más radical, lo que somos en el fondo.

La vocación opera como un mandato o imperativo formal, como una fuerza o tendencia poderosísima que quiere realizarse o actualizarse y cuyo contenido concreto no tenemos más remedio que buscar en la circunstancia. La vocación requiere el concurso de nuestra voluntad que bien puede oponerse a ella, bregar contra nuestro destino o, al contrario, llevarlo a cumplimiento y realizarlo en la situación que nos ha tocado en suerte. En cualquier caso “la vida es constitutivamente un drama, porque es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter por conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto […]. Lo más interesante no es la lucha del hombre con el mundo, con su destino exterior, sino la lucha del hombre con su vocación”[59].

Pero ¿dónde se inscribe este imperativo formal? ¿De dónde emerge esta fuerza poderosísima que constituye la llamada vocacional? La designación genuina del ámbito donde se inscribe la vocación es “el fondo insobornable”. Se trata de la fuente generatriz de las preferencias y desdenes de la vida, de los afanes íntimos con los que carga cada uno en su vida y le orientan en sus acciones[60]. El problema es que este fondo es ignoto incluso para uno mismo. Irlo conociendo supone una buena dosis de valiente decisión, entrenamiento, silencio y soledad[61]. ¿En qué consiste pues en último término este “fondo insobornable” que nunca podemos conocer del todo y del que emerge la vocación? A nuestro modo de ver el fondo insobornable, el origen de la vocación, el mandato que ella entraña, puede ilustrarse muy bien desde la metáfora del “náufrago”.

Para Ortega la condición ontológica básica de la vida es naufragio[62]. Ramón Rodríguez sugiere que Ortega hace de la metáfora del “náufrago” y no la del “extranjero” la metáfora más expresiva de la radicalidad de la vida, porque la metáfora del extranjero sólo expresa la extrañeza originaria sobre la que reposa la situación entera del naufragio y no recoge, como hace la del naufragio, un momento decisivo de la vida: el ser esfuerzo por sostenerse a flote, el movimiento de braceo que se dispara sin reflexión alguna sobre lo extravagante de la situación[63]. El sentimiento de zozobra por el hundimiento siempre posible compite con la alegría por la eficacia del esfuerzo, sin que llegue nunca el momento que deshaga la esencial ambivalencia de la situación[64]. «En la raíz de la vida —es decir, en el estrato más básico y profundo del fenómeno Vida— hay junto a la nada y la angustia una infinita alegría deportiva que lleva entre otras cosas al gran juego que es la teoría [...] La vida es precisamente la unidad radical y antagónica de esas dos dimensiones entitativas: muerte y constante resurrección o voluntad de existir malgré tout, peligro y fecundo desafío al peligro, «desesperación» y fiesta, en suma «angustia» y «deporte»” [65].

Desde esta realidad originaria y bifronte de la vida la noción de vocación adquiere toda su transparencia. La vida es justamente naufragio, entre otras razones, porque nuestro fondo insobornable no se pliega a circunstancia alguna. Realizar un determinado proyecto de vida, poner en acto una determinada vocación, es justamente unir lo que es en última instancia incompatible: mi ser más íntimo y mi circunstancia. Si el fondo insobornable y la “voz” que procede de él evocan la extrañeza ontológica ante toda circunstancia, la realización de la vocación alude a lo que implica también esta extrañeza: esfuerzo por sostenerse a flote cada cual a su manera en medio de las circunstancias de la vida. Por ello, la realización de una determinada vocación es también una apuesta y una invención pues, en el límite, nuestra vocación es siempre ignota, o más concretamente su realización se inscribe en el naufragio en su doble cara de abismo y salida a flote. Así se explica que el imperativo vital formal, “llega a ser el que eres”, se realice de un modo singular y único en cada uno.

La voz que nos habla en la vocación no procede de ninguna instancia exterior al propio yo, ni, a diferencia de Heidegger y Zubiri, de ninguna apertura de éste a algo otro, sino justamente del más radical “mi”, del fondo insobornable, de lo más singular de mi ser, más singular que mi carácter, mi personalidad y mis hábitos, de la excedencia y extrañeza de mi yo frente a las circunstancias, de la no-coincidencia entre el mi y la circunstancia por más que no pueda separarse jamás el mí de ella. ¿Por qué es éste el ingrediente más extraño y misterioso del hombre?[66] Sin duda porque este fondo insobornable es constitutiva extrañeza y a causa de su indeleble diferencia respecto a la circunstancia se ve el náufrago obligado a bracear en ella y contra ella. El destino concreto del hombre, su vocación, es la reabsorción de su circunstancia, la unión de lo antagónico: la extrañeza ante toda circunstancia y la acomodación a ella, el hundimiento y el mantenerse a flote. O éste es al menos el destino del héroe en Ortega y la propia existencia de Zubiri fue un ejemplo de ello.

3.3 "El intelectual vive, principalmente, una vida interior”.

En coherencia con su idea de vocación, Ortega considera que no toda persona nace originariamente llamada a la vocación intelectual. El carácter intelectual es un don que se tiene o no se tiene, pero que no se puede adquirir ni transferir como si fuera un acompañamiento musical o un ornato visual[67]. Pero aunque depende de nosotros su tenencia, la sociedad puede crear condiciones favorables para que aquellos que dispongan de ese don puedan desarrollarlo en beneficio propio y de la comunidad[68].

El pensador tiene una responsabilidad moral ante la sociedad y debe servirla. Sin embargo, para ser verdaderamente útil, debe dedicarse a su “vida interior” y regirse por un espíritu de independencia: "El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. Nada en el mundo tiene para él realidad comparable a esas cosas íntimas. Por lo mismo, las ve y las distingue con inevitable claridad. Sabe en cada instante lo que piensa y por qué lo piensa. La idea verdadera y la idea falsa acusan terriblemente ante la mirada interior sus contrarios perfiles. Es natural que mentir le suponga un enorme esfuerzo, porque tiene que negar lo innegable, tiene que cegar su propia evidencia, suplantar su realidad íntima por otra ficticia"[69]. Por un lado Ortega rechaza la vulgarización de la cultura y la tremenda impostura de aquellos que actúan como intelectuales sin serlo, y por otro rechaza el alejamiento de los intelectuales de la sociedad, el peligro de “crear una cultura para intelectuales y no para los demás hombres”[70], y la perdida de legitimidad del intelectual cuando éste se encierra en un aislamiento excluyente mermando así la difusión de contribuciones cualitativas a la cultura.

Lo que Zubiri encuentra en Ortega en la década de los 20 es una concepción muy moderada y flexible de la relación entre el intelectual y la sociedad y la política. Sin dejar de subrayar la autonomía de los diferentes ámbitos, Ortega nos quiere mostrar que, en lugar de entorpecerse, su relación puede ser fecunda. Zubiri elaboró por su cuenta la noción de vida intelectual, pero, a pesar de que la ejerció de un modo muy distinto a su maestro, aceptó de él la idea de que el intelectual, de un modo u otro, debe abocar a la sociedad los frutos de su trabajo.

3.4. H. Bergson: la emoción filosófica.

G. Marquínez Argote ha acreditado que Zubiri adquirió y leyó en su juventud todas las obras publicadas por el filósofo francés[71]. Todas ellas se encuentran subrayadas y anotadas en su biblioteca personal. En su primer trabajo filosófico, “La filosofía del pragmatismo” (1918-1919) definía a Bergson como “el más genuino representante del pragmatismo filosófico”[72]. De él le habló Zubiri a Ellacuría en 1961 como de “un autor que conocía muy bien y del que se sentía influido”[73].

Sabemos que en 1922 Zubiri visitó a Bergson en París y que esta entrevista lo impactó profundamente, como lo expresaría años después en una carta a Heidegger: “En uno de los momentos más difíciles de mi vida, que exteriormente se desenvolvía sin mutación alguna, yo tuve el gozo inefable de haber encontrado al hombre que más necesitaba, y que en unas horas de conversación sobre temas puramente filosóficos me dio más de lo yo podría recibir de libro alguno”[74]. Carmen Castro confirma que Bergson “había impresionado mucho a Xavier como persona”[75]. Pero ¿por qué fue tan importante este encuentro para Zubiri? ¿Qué ganó con él? ¿Por qué era Bergson “el hombre que más necesitaba” en aquel momento?

Quizás no podamos superar las simples conjeturas para responder a estas preguntas. Bergson era en aquellos tiempos un pensador de fama internacional, reconocido por sus obras y por su refinado talante intelectual, fascinante en sus conferencias, que congregaban a la élite social y cultural parisina. Bajo esa carcasa de prestigio social se hallaba un diplomático de la paz[76], un hombre de concordia, moralmente íntegro, que llegaría a solicitar personalmente su inscripción en el registro judío de París durante la ocupación nazi cuando ya se le había excluido de esa lista por tratarse de un intelectual eminente. En la carta citada, Zubiri le recrimina a Heidegger que con su actitud distante hacia él durante meses ha imposibilitado la sintonía personal y espiritual que sí había conseguido años antes con el filósofo francés en unas pocas horas y le asegura que el encuentro con Bergson le había ofrecido mucho más de lo que hubiera podido hallar con la lectura de sus libros. ¿Qué es lo que tanto le impactó?.

Cuando habla con Bergson, Zubiri se dirige a Alemania huyendo de España, donde, a base de maledicencias, se le está acorralando como sacerdote modernista. Necesita salir del país para poder vivir libremente su vocación intelectual. Al final no podrá continuar su viaje porque tendrá que regresar a Vitoria para responder ante su obispo de las más graves acusaciones de heterodoxia. En aquellos tiempos, Zubiri no podía mantener “una conversación sobre temas puramente filosóficos” con nadie en España. Con Zaragüeta, no podía hablar de filosofía sin ocultar sus creencias religiosas. Ante Ortega, pese a la sintonía doctrinal existente entre ambos, también ocultaba su agnosticismo y en aquellos años iniciales de su relación es seguro que mantenía la reserva que uno guarda ante aquellos de quienes depende su futuro: Zubiri esperaba que Ortega lo avalara en su carrera universitaria, amenazada por sus crecientes tensiones con la Iglesia. Es muy posible que con Bergson pudiera expresarse por fin con toda libertad: tenía ante sí a un enorme pensador capaz de contemplarlo libre de los prejuicios que padecía en Madrid por su condición de sacerdote. Bergson pensaba que el maestro de filosofía, en lugar de exponer un sistema farragoso, tenía que concentrarse en algunos problemas fundamentales y despertar en el alumno las inquietudes de su espíritu, las dudas, las zozobras, la inestabilidad de los juicios y el continuo fluir de las ideas, para hacer emerger el yo íntimo enquistado a menudo bajo diferentes tópicos y superposiciones colectivas.

Pero además de esto, ¿había algo en la filosofía de Bergson, defendida por su propio autor en un libre diálogo filosófico, que justificara el mencionado comentario de Zubiri a Heidegger?. Es muy posible que Zubiri, que hasta entonces consideraba el pensamiento bergsoniano como genuinamente pragmatista y anti-intelectualista, pasara a considerarlo como exponente de un filosofar radical gracias a ese encuentro[77]. Esta admiración de Zubiri por la radicalidad del método bergsoniano es lo que subyace en su interpretación de la frase de Bergson que gustó siempre de citar: “la filosofía nace de una concentración de pensamiento sobre la base de una emoción pura”[78]. Veamos esta interpretación con algún detenimiento.

Tanto la ciencia como la filosofía nacen de una concentración del pensamiento, pero mientras la primera reposa sobre la vida práctica y sus necesidades, la segunda va “a contrapelo de la práctica” no para irse a otro mundo distinto del mundo de nuestra vida, sino “para mantenerse más íntimamente en él, retrotrayéndose a sus raíces últimas”: “Es una reintegración o retroacción a la realidad inmediata y plena; y ésta es justo la concentración de pensamiento propia de la filosofía”. Por ello la filosofía no nos aleja del mundo, sino que nos invita a quedarnos en él sin las prisas que nos imponen nuestras cuitas cotidianas. Con la filosofía permanecemos en el mundo, pero “de otra manera” (CLF 164-5). En la vida social prima la “socialización de la verdad”, “la adaptación de lo real –dice Bergson– a los intereses de la práctica y la vida social”. El saber filosófico, a contrapelo de la vida práctica, no se acomoda a esos intereses sino a los derechos de la realidad misma, es pura theoria. Zubiri adoptará, reformulándola a su modo, esta idea de que la filosofía consiste en una retracción, un distanciamiento respecto de las cosas de la vida para situarse más plenamente en ellas. Ese distanciamiento distingue al filósofo de los demás hombres y lo sume en una soledad que hay que interpretar como soledad con las cosas. La vida intelectual es vivir solo y a contrapelo de la vida práctica.

Para Bergson, sin embargo, la concentración filosófica no consiste sólo en una actitud en las antípodas de la actitud corriente, ni en una manida actitud contemplativa y pasiva frente a las cosas, sino en “una violenta actividad del espíritu por la que tiene que esforzarse por convivir lo que tiene delante, que no es un estado quiescente y puntual, sino algo distinto, una durée” (CLF, 175); si todo lo real es tendencia durativa, un élan vital, la filosofía debe basarse en la experiencia primigenia de la duración misma dada en la intuición. Nada puede substituir este encuentro absoluto con las cosas que nos permite estar en ellas y poseerlas desde dentro de sí mismas. La intuición “es –asegura Bergson- un esfuerzo muy difícil y muy penoso, por medio del cual se rompe con las ideas preconcebidas y con los hábitos intelectuales para colocarse en el interior de la realidad”[79]. Quizás conversando con Bergson, además de corregir sus antiguos juicios sobre él, encontró una posible perspectiva para escapar del subjetivismo[80] sin por ello recaer en el realismo: el peculiar intuicionismo bergsoniano partía de un originario estar en la realidad, pero no negaba el papel de la inteligencia, la cual, cuando se arraiga en la intuición, elabora conceptos a la medida de cada cosa y los va corrigiendo tanto como sea necesario (CLF 185).

En la base de la concentración de pensamiento que nos conduce a la filosofía debe haber una emoción que sólo de ella puede derivar y que, a su vez, la impulsa decisivamente. Esa emoción es, según Bergson, “la joie, la gozosa alegría de poseer la verdad”: “Bergson afirmará que la misión del hombre frente a la naturaleza no consiste ni en mandar ni en obedecer, sino simplemente en simpatizar con ella, en una como camaradería, en una verdadera philia. Esto es la filosofía” (CLF 167). Lo propio del filósofo es el amor en que se convive con la realidad misma y la emoción filosófica es la alegría única que produce esa convivencia, el “gaudium de veritate” al que Zubiri se refería repetidamente a lo largo de su vida[81]. No se tratará nunca, ni para Bergson ni para Zubiri, de una fácil convivencia, sino de todo lo contrario. El filósofo opta por un amor difícil y violento, doloroso en definitiva, porque la verdad no es adecuación, sino inserción en el torrente imprevisible de lo real, que no se deja encarcelar en fórmula definitiva alguna. Junto a Bergson, Zubiri debió hacerse más consciente de que su destino y vocación personal sería vivir de ese amor doliente por la verdad.

A partir de su entrevista con Bergson, Zubiri resalta la importancia del encuentro personal con el filósofo como fundamento de una profunda relación intelectual. Es imprescindible conocer a un filósofo en sus textos, evidentemente, pero “el encuentro con el filósofo mismo” aporta algo “absoluto” y distinto de los argumentos y los conceptos: la persona misma que vive pensándolos. Dar con el filósofo mismo es por lo tanto una cosa bien distinta de estar informado sobre él. “Todo lo que se me cuenta de la persona –había escrito Bergson- me suministra puntos de vista sobre ella. Únicamente la coincidencia con la persona misma me daría lo absoluto”[82]. Por otro lado, los textos solos no pueden transmitir toda la emoción que impulsa al propio filósofo y que resulta de su dedicación filosófica: su amistad con la verdad.

Parece pues que Zubiri halló en Bergson a un filósofo con quien hablar únicamente de filosofía al margen de cualquier consideración religiosa, académica o personal. Dialogando con él debió superar una concepción sesgada de su filosofía y redescubrirla como metafísica instalada en lo real y abierta a una realidad que se resiste a los sistema conceptuales omnicomprensivos. En el diálogo franco que establecieron debieron compartir la emoción filosófica: la joie en la convivencia difícil con la verdad de la realidad. Zubiri entendió mejor lo que significa “introducirse” en la filosofía y vio claramente que corresponde al maestro de filosofía realizar ese papel de introductor que sabe suscitar en sus discípulos la emoción filosófica e involucrarlos en la tarea de la filosofía[83]. Quizás por todo ello pudo considerar a Bergson en 1922 como “el hombre que más necesitaba”.

3.5 Heidegger: “Tenía necesidad del filósofo mismo”.

En octubre de 1928, cuando no se habían cumplido los dos años del estreno de su cátedra en la Universidad de Madrid, atenazado todavía por su conflicto vocacional, Zubiri decidió trasladarse a Friburgo a estudiar junto a Husserl y Heidegger, alargando su estancia allí tanto como le fue posible. Este último encarnaba concepciones de la vocación y la vida filosófica que fueron la piedra de toque con la que Zubiri fue madurando sus propias ideas al respecto. Como a casi todos los que le conocieron en aquellos momentos, a Zubiri le impactó el modo de vida intelectual que encarnaba Heidegger, pensador consagrado absolutamente a la filosofía, a diferencia de Ortega, y, a ojos de Xavier, de una radicalidad mayor que su maestro madrileño.

Según relata H. G. Gadamer[84] todos los que asistieron a los cursos de Heidegger en Friburgo encontraron en él un maestro del pensar, pero “del desconocido arte de pensar”. “Pensar” para Heidegger no es razonar, elucubrar, tampoco se trata de la “marcha de la razón” zubiriana, sino de una interrogación sobre el origen, sobre el ser de todas las cosas. En este sentido los seres humanos de hoy no estamos pensando. Las ciencias de todo tipo, naturales o humanas, no se interrogan sobre nuestro ser esencial, ni sobre el ser de las cosas anterior a sus objetos de estudio, sino que acumulan conocimientos sobre lo que "está ahí", justo lo contrario del “pensar”, que no acumula conocimientos y que solamente se interroga por el origen del mundo que "está ahí". Este ejercicio de pensar fue para los asistentes a los cursos de Heidegger en los años 20 todo un acontecimiento: “La osadía y el radicalismo de las preguntas que nos asían físicamente, nos dejaban sin aliento. Se podía recordar la Atenas de finales del siglo V a. C., cuando allí hizo su aparición el nuevo arte de pensar, la dialéctica, que precipitó a los jóvenes en un entusiasmo enloquecedor”[85].

El pensar no sirve a ningún fin, no tiene ninguna presunción de saber más que otros. “Hay que reconocer que el pensar, desde siempre, en un sentido profundo y definitivo, prescinde de sí mismo, no sólo porque con el pensamiento no se pretende ganancia alguna, ni individual ni social, sino también porque el propio sí mismo de aquel que piensa queda como anulado en su condición personal o histórica. Es cierto que un tal pensamiento se da raras veces, y encima ha de soportar el reproche de la irresponsabilidad social porque no se identifica con tendencia alguna; sin embargo tiene sus grandes modelos y ejemplos convincentes. Los griegos fueron los maestros de este gran arte desconocido del pensar que prescinde de sí mismo. Incluso tenían una palabra para ello, el nous, que en el idealismo alemán se llamaba lo racional y lo espiritual (en una correspondencia aproximada), un pensar que no se refiere a nada más que a lo que es”.

Además del desconocido “arte de pensar” Gadamer dice haber encontrado en Heidegger un modelo de enseñanza[86] y una radicalidad mayor que en Husserl[87]. “Hay que imaginarse -nos dice Gadamer- la aparición de Heidegger sobre su tarima, con esta seriedad excitada, casi malévola, con la que se arriesga a pensar, la mirada oblicua que sólo roza a los oyentes dirigiéndose a la ventana, y la voz que se alza hasta el extremo de la propia excitación”. La misma impresión debió de producirle a Zubiri tanto “el arte de pensar”, como el modelo de enseñanza y la radicalidad heideggeriana. No puede extrañarnos que quisiera tener a toda costa un trato íntimo con Heidegger, un verdadero diálogo filosófico. Después de catorce meses de infructuosa espera, estalló en febrero de 1930 escribiéndole una patética carta en la que encontramos una serie de temas estrechamente ligados a la vocación y a la vida intelectual[88].

Sostiene Zubiri que en la decantación de una vida intelectual es decisivo el encuentro personal más allá de los libros. La vida intelectual no suele establecer una gran distancia entre el pensar y la vida de modo que el trato íntimo no sólo es condición de un verdadero diálogo filosófico, sino de esta misma vida intelectual que quiere captar las fibras interiores, las luchas, titubeos, luces y sombras de una alma gemela que hace del problema del ser el centro de su existencia. Lo que Zubiri ha experimentado con los otros dos maestros quiere también vivirlo con Heidegger. Éste le ha dejado durante su estancia en Friburgo una riqueza impresionante de pensamientos, pero Zubiri echa en falta “la solidez de la realidad viviente”: “On voit s'en évanouir comme un spectre qui nous laisse seulement une impression riche en pensées précieuses, mais à laquelle manque l'insubstituable solidité de la réalité vivante. […]J'ai cherché après, seulement après, des problèmes et des livres de philosophie. J'en ai trouvé quelques uns. Ils étaient pourtant insuffisants. J'avais besoin du philosophe même”[89].

Zubiri busca un verdadero diálogo filosófico: con su reposo, su lentitud y su “maravillosa compenetración” y sobre todo concreto, centrado en determinadas cuestiones nucleares: “Je voulais non pas une analyse du livre, pas non plus une discussion pour laquelle j'était bien loin d'être immédiatement preparé. J'avais le propos de vous pouvoir parler sur des choses que dans ma lecture n'etaient pas claires, […] parce que je croyais naivement que quinze années d'inquietude et de constante recherche de la vérité méritaient bien le repos, quoique transitoire, de quelques heures de dialogue (savez-vous qu'est ce que c'est qu'un dialogue avec son repos, sa lenteur, sa merveilleuse compénetration!). Mais un dialogue purement philosophique et absolument concrèt.”[90].

Zubiri advierte que es siempre muy difícil la compenetración con otro. El amigo al que podemos abrir las fibras más íntimas de nuestro ser no necesita que le hablemos de la intimidad, nos comprende antes de hablar y podemos hablar ante él con una entera libertad, sin ningún peligro de malentendidos. Este sería el clima ideal para el filosofar y el que le gustaría encontrar en Heidegger, pero como no es el caso, la carta puede provocar equívocos y la elección cuidadosa de cada palabra no permite la alegría jovial de quien comparte su intimidad sin prevención alguna: “Pour cette raison on ne devait pas parler de ces choses qu'à celui qui est né pour les comprendre; et celui est né pour les comprendre qui n'a pas besoin que les lui soient dites, (car il est placé dès le commencement dans la source dernière de l'existence de "l'autre"), et devant lequel par cela même on a acquis positivement la liberté de pouvoir en parler joyeusement sans péril d'être malentendu. Et évidement vous n'êtes pas dans ce cas»[91].

Zubiri comparte con Heidegger que la filosofía es entregarse al carácter problemático de la existencia. Ésta es una forma más radical de hacer y vivir la filosofía que la de aquellos, que aún “filosofando verdaderamente” lo hacen solamente atraídos por los problemas filosóficos. Si la filosofía no es el objeto de la existencia sino su centro mismo y es la existencia misma la que lo vuelve todo problemático, razón de más para encontrarse de “existencia” a “existencia”: “Et je me suis attaché positivement à ce charactère problematique de l'existence. Je croyais alors que cela était de la philosophie. Je me donnais à la philosophie, mieux encore, dès lors j'ai existé seulement dans mes problèmes qua problèmes, c'est à dire, je ne sentait pas la necessité de les résoudre, bien au contraire je voyais que toute mon existence perdrait son sens et sa possibilité s'il s'agissait des problèmes qui peuvent avoir une solution. Mais cela ne veut pas dire que ce soient ces problèmes qui m'ont attiré et absorbé mon existence; ce serait, je ne le nie pas, une forme de philosophie, peut être la plus courante même chez quelques uns (quoiqu'ils pensent le contraire) qui ont pourtant véritablement philosophé. Chez moi il s'est passé le contraire: c'est une existence inquiète que tout a rendu problématique[92].

3.6 “La voz de la conciencia”.

En su lectura concienzuda de Ser y Tiempo durante todo el año de 1927[93] Zubiri debió reparar en que introducía una noción de vocación distinta de la orteguiana. De hecho, el tema heideggeriano de la voz de la conciencia se lo apropia Zubiri hasta que lo sustituye en su obra madura por “la voz de la realidad”. Difícilmente se puede entender el matiz propio que introduce en su reflexión sobre la vocación sin el trabajo previo de Heidegger. Es lo que hemos de ver aquí someramente.

Heidegger plantea que la vocación, el llamado de la conciencia, interpela al dasein (el “ser ahí”, la existencia fuera del encadenamiento causal de los entes) evocando ‘algo’ sin que lo espere y hasta contra su propia voluntad. ¿Cómo nos evoca este “algo” y en qué consiste este “algo”? La evocación es puramente formal. Es decir, la voz no aporta ninguna regla de acción, ni proporciona consignas “prácticas”, ni ningún contenido, ni juzga las manifestaciones sociales de nuestra autoalienación en formas inauténticas, ni alude a un “soliloquio”, a una vida espiritual o interior o a un diálogo del alma consigo misma. No conlleva tampoco ningún tipo de “fonación”. No se trata de lo que corrientemente se entiende como mala conciencia (un sentido moral). “La llamada pasa por alto todas estas cosas y las disuelve interpelando únicamente al sí mismo que, sin embargo, sólo es en la forma de estar en el mundo”[94]. La llamada no dice nada. La voz habla -dice Heidegger- única y constantemente en la modalidad del silencio.

En cuanto al “qué”, la voz, “guardando silencio”, nos llama hacia nuestro “sí mismo” más propio, nos invita a recuperarnos del “estado de perdido”, del “público estado de interpretado”, de las “habladurías”, a dejar de lado nuestro personaje, el “uno”, la “vida inauténtica.” Por encima de la aparente indeterminación del contenido de la llamada, la vocación apunta en una dirección: “Los errores no nacen en la conciencia por una equivocación de la llamada, sino tan solo por la manera como la llamada es escuchada: porque en vez de ser comprendida propiamente, es llevada por el uno mismo a un monólogo negociador, y tergiversada en su tendencia”[95]. El silencio de la voz de la conciencia llama al Dasein hacia sus posibilidades más propias, de una manera indeterminada, sin decirnos “haz esto o lo otro”. La voz de la conciencia lo pone en el camino hacia la autenticidad, le dice que el vivir como “uno cualquiera”, perdido y arrojado entre los demás entes, no deja de ser una degradación.

Ante la pregunta que inmediatamente viene a colación: ¿quién llama? Heidegger nos advierte de la precipitación con que se atribuye la llamada a un poder ajeno (Dios) o, a la inversa, a mi mente, a una especie de imperativo categórico kantiano o instancia moral, o a cualquier recurso “biológico”. Permanezcamos en la constatación fenoménica: la llamada no es ni puede ser jamás planificada, preparada ni ejecutada en forma voluntaria por nosotros mismos. “Algo” llama, inesperadamente e incluso en contra de la voluntad. “Por otra parte, sin lugar a dudas, la llamada no viene de algún otro que esté conmigo en el mundo. La llamada procede de mí y, sin embargo, de más allá de mí”[96]. El Dasein está habitado por una voz extranjera. Se entiende entonces que se corra a buscar al vocante entre entes distintos al Dasein, pero, en realidad, si no nos dejamos arrastrar por la inquietud que produce la ignorancia, nos daremos cuenta que el vocante es anterior.

¿Quién llama entonces? Según Heidegger es el Dasein mismo en su desazón: “El vocante no es familiar al cotidiano uno-mismo, es algo así como una voz desconocida. ¿Qué podría haber más extraño al uno, perdido como está en el variado "mundo" de los quehaceres, que el sí-mismo aislado en la desazón y arrojado en la nada?. "Algo" llama y, sin embargo, no ofrece para el oído atareado y curioso nada que pueda ser comunicado a otros, y discutido públicamente. ¿Y qué podría relatar el Dasein en medio de la desazón en que se encuentra su ser al estar arrojado? ¿Qué otra cosa le queda sino el poder-ser-si-mismo, revelado en la angustia?”[97]. Y es que para Heidegger la desazón es el modo fundamental, aunque cotidianamente encubierto, del estar-en-el-mundo[98]. Porque el dasein se encuentra abierto a las demás cosas y a sí mismo se inquieta y debe “cuidarse”: si el dasein tiene que ocuparse de otros entes es porque él mismo no es dado como plenitud hecha en el presente inmediato, sino que es un proyecto. “La llamada de la conciencia, la vocación, tiene su posibilidad ontológica en el hecho de que el dasein en el fondo de su ser es cuidado”[99]. El vocante es el dasein que, en su condición de arrojado, se angustia por su poder-ser. “El interpelado es este mismo dasein, en cuanto llamado a su más propio poder ser”[100].

Pero entonces ¿qué es este si mismo más propio? No podemos acceder jamás a él, pues es en una forma concreta de estar en el mundo: como filósofo, artista, científico o médico o como persona meditativa o poco dada a interioridades. Justamente el sí mismo no es un estado sino una especie de dirección, de camino, acotado por la muerte. La voz de la conciencia nos lanza hacia la inseguridad que está en la raíz del pensamiento y de nuestro ser. En la vocación (llamada) está contenido un primordio de filosofía y la universalidad de la misma: difícilmente podremos los hombres unirnos jamás en una fe religiosa, en una metafísica o en una determinada teoría pero sí en la inseguridad, en el reconocimiento del radical desamparo de nuestra esencia que nos descubre una y otra vez nuestra vocación primordial. Este reconocimiento nos adentra en la senda del pensar que constituye la actividad central de la vida intelectual.

4. Segundo proyecto de vida intelectual: “La existencia teorética”.

Cuando Zubiri vuelve de Alemania en 1931, lo hace decidido a emprender su propia andadura. Trae todo un programa de vida intelectual marcado sin duda por sus maestros, pero en el que se adivina ya su propia originalidad. En los escritos de esta época, hasta el estallido de la guerra civil en 1936, nos lo explica sistemáticamente.

4.1. “La existencia teorética”.

Zubiri quiere ser fiel a un tipo de vida teorética cuyos caracteres principales son el desinterés, la extrañeza, la soledad, y el dejarse poseer por la verdad. “El paso a la existencia teorética no es pues una simple complicación del saber, como si ahora el hombre supiera más que antes. Es posible que sepa más, posible también que sepa menos. Lo esencial es que es otro modo de saber”[101] en que simplemente se deja que las cosas estén ahí. La mirada desinteresada permite la patencia original de las cosas que es justamente la verdad (aletheia) y el descubrimiento de la verdad por sí misma es el tipo de vida intelectual propia del filósofo. En este nuevo modo de saber, la extrañeza es total[102] a diferencia del mundo cotidiano y del mundo de las ciencias donde el hombre se extraña de algunas cosas y otras le resultan familiares (SPFOE 33). Como en la existencia teórica nada tiene la suavidad de lo familiar propia de la vida corriente, todo hiere y deja perplejo, por eso pensar en filosofía es conmoverse y no solamente concebir. La extrañeza, pues, surge cuando nos situamos en el horizonte transcendental o filosófico propio de la existencia teorética[103].

Con la extrañeza se conjuga la soledad: “Quien se siente profundamente extraño a todo se encuentra solo y, al encontrarse solo con todo, tropieza consigo mismo, se encuentra a sí mismo. El hombre se encuentra consigo mismo justamente al quedarse extrañado y solo en la totalidad de cuanto es. Si tiene la fuerza de no huir (esto es esencial) y sabe quedar a solas consigo mismo, empieza a no serle ya tan insostenible su soledad y comienza a no encontrarse tan extraño: se extraña más bien de haberse extrañado; "entrevé" el fundamento de su extrañeza, ese su modo de acercarse a las cosas, por el que éstas no pudieron menos de haberle parecido extrañas” (SPFOE 37-38). La soledad es el estado en que quedamos en el horizonte metafísico o transcendental: desligados de todas las cosas. La soledad de la que nos habla Zubiri no tiene nada que ver con un sujeto encerrado en sí mismo, ni con una mera introspección, sino con un nuevo tipo de relación con las cosas que se me presentan, en la que las dejo ser lo que son y en la que se me manifiestan con todo el peso de su singularidad y extrañeza. Por ello, la nueva actitud que prefigura la soledad, me permite encontrarme con el resto del universo: “La soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual y metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en sentirse solo, y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero” (NHD 287).

En la vida teorética la verdad nos arrastra y acaba poseyéndonos. Por muy incomprensible, dolorosa, difícil e insostenible que sea esta verdad, el arrastre con que la verdad misma nos mantiene en ella acaba suavizando este dolor y entregándonos radicalmente a ella. La permanencia del hombre en la verdad es justamente el biós teorétikós, que no tiene más fin que sí mismo. “El despertar a la luz es, pues, en el fondo más que un acto nuestro, un acto que acontece con nosotros: una manía. La pregunta acerca del ser, más que una expresión nuestra, es una expresión del origen mismo de la verdad. Nosotros no somos los que hacemos a la verdad, sino la verdad a nosotros”[104]. El drama de la experiencia filosófica es que no se puede saber de antemano a dónde nos conducirá el arrastre de la verdad. Ni se puede predecir si el esfuerzo empleado en el recorrido tendrá éxito o será un fracaso. No vale de mucho interrogar a cada filósofo por sus intenciones; ciertamente, sin la intención de filosofar no habría filosofía, pero, una vez puesta en marcha, la filosofía desborda al filósofo estableciendo su propia legalidad y le obliga a someterse a ella y a dejarse conducir como servidor de la verdad.

La vida teorética consolida un hábito propio: “La dificultad de la filosofía está en poder permanecer en esa interna violencia, “la violenta visión de lo diáfano”, por la que nos acostumbramos a mirar a las cosas mirando al horizonte total de todo. Por eso decía Aristóteles que la filosofía es hexis, hábito; pathos lo llamaba Platón, pero un pathos que no tiene nada de patético. El hábito de que Aristóteles nos habla no es una simple costumbre: es una de esas disposiciones radicales humanas que no busca nada distinto de sí misma. Por esto, la theoria es una práctica, praxis, esto es, una acción que no busca nada sino la acción misma. El filósofo ve theorias eneka, ve por ver. El filósofo existe en esta actitud: no se limita a alumbrarla. Por eso, su teoría es un biós teorétikós, una existencia teorética” (SPFOE pp. 40-41). “A la filosofía no le basta con nacer; el cautivo que se evadió de la caverna platónica sintió en sus ojos, heridos por la luz, «un gran dolor» y volvió la vista hacia el fondo de la prisión, justamente porque no era aún filósofo. La filosofía se mueve en visiones; pero no se contenta con alumbrarlas, sino que requiere la íntima violencia de permanecer en ellas” (SPFOE 132). La filosofía, pues, debe evitar tanto quedarse en “la orgía de la intuición” como en “el puro formalismo”. Goethe es un magnífico ejemplo de intelección filosófica, de visión de las cosas, pero «la filosofía no es inspiración, sino vida, bíos teorétikos, vida teorética” (SPFOE 132). La vida intelectual implica en este momento para Zubiri un proyecto cultural, una concepción de la vida filosófica en relación con la del científico, una idea de la misión de la universidad y del magisterio filosófico y una pedagogía. Son las cinco cuestiones que examinamos a continuación.

4.2 Proyecto cultural.

La vida intelectual, la existencia teorética en la que se instala Zubiri en estos años, no es una especie de renuncia ascética a las cosas sino un nuevo modo de contemplarlas. Ya hemos visto que su soledad está muy lejos de ser una soledad patética o enfermiza. Al contrario, se trata de una soledad necesaria para contemplar las cosas en un horizonte filosófico, una soledad que a su modo deberían compartir otras formas de saber para llevar una verdadera vida intelectual. En el fondo, Zubiri está convencido de que su vida teórica fructifica en la sociedad. Es optimista en relación al valor orientativo y reformador de la filosofía inspirada en una auténtica vida intelectual. Las últimas palabras de su conferencia sobre Hegel de 1932 así lo atestiguan: «Esperemos que España, país de la luz y la melancolía, se decida alguna vez a elevarse a conceptos metafísicos» (NHD 287). Concibe el “filósofo puro” como un colaborador en distintas empresas que eleven la vida cultural y religiosa española a un nivel europeo y sitúen la labor filosófica del país a la altura de los tiempos. Lo que en la década anterior era una mera declaración de intenciones ahora se concreta en toda una serie actividades: participa en la reforma de la universidad y mantiene una idea clara de la misión de la universidad; escribe en Revista de Occidente e impulsa Cruz y Raya[105]; se involucra en la Universidad Internacional de Santander que representa casi un sueño para él pues es una ocasión para insertar el destino cultural de España en las corrientes actuales del pensamiento y la ciencia; se implica en un ambicioso plan de traducciones y publicaciones de la editorial Revista de Occidente. Contribuye a la edición en español de textos contemporáneos (Husserl, Heidegger, Scheler) y clásicos (Hegel, Suárez) que considera fundamentales.

4. 3. Vida filosófica y científica.

En la década de los 30 la crítica de Zubiri a las ciencias no se dirige a sus contenidos, sino a la falta de vida intelectual de los científicos, al desinterés de los investigadores en relación con la verdad. El problema de fondo no está en que se haya producido en ellas una crisis de los principios, ni tampoco en su “especialismo” ­–todo ello tiene sus aspectos positivos­–, sino en que la falta de vida intelectual del científico convierte a la ciencia en un mero producto, en algo útil sin espíritu, que ha olvidado cual es su origen y cual es su fin: “No parece que las cosas de que se ocupa influyan en su vida real porque en realidad no estaba interesado en lo que despertó su interés por conocer. […] El científico actual, posee la verdad, pero no está poseído por ella, no siente que le vaya gran cosa en la verdad. Lo que las cosas son le trae sin cuidado; ha perdido la pasión por la verdad, el deseo de despertar a la vida teorética. Mientras no se sienta íntimamente obligado a saber lo que las cosas son, su saber no será verdadera ciencia, sino satisfacción de una curiosidad”[106].

Es cierto que entre filosofía y ciencia existe un hiato. Mientras la ciencia tiene problemas, la filosofía es constitutivamente problemática. “No es la filosofía problema por su solo contenido, sino que es, a un tiempo, el problema de sí misma. Es la extrañeza de la extrañeza, el problema del problema, el problema puro. Las demás ciencias tienen dificultades. La filosofía no tiene dificultades: es la dificultad misma de existir entre las cosas. Por eso, en todo problema filosófico es problema el filósofo, el hombre mismo” (SPFOE 40). Mientras la ciencia parte de un objeto delimitado, la filosofía constituye su objeto en su propio desarrollo. “No se puede empezar a filosofar preguntando qué es filosofía. La filosofía no está segura de saberse a sí misma sino en sus momentos de madurez. […]. La filosofía no se hace con programas. Éstos son cadáveres que deja tras de sí la filosofía”[107]. Mientras las ciencias son penúltimas y relativas a otros saberes, la filosofía es última y absoluta (desprendida y libre de todo otro saber). “La filosofía es la forma radical y última de la existencia humana, la expresión intelectual de la instancia del ser”, de modo que es inútil “volcar sobre ella la ciencia o la religión”[108] pues escapa completamente de ellas.

Sin embargo, como “la filosofía es, en última instancia, un ponerse en claro consigo mismo en íntima, radical soledad” (SPFOE 41) es asimismo una posibilidad de toda forma de existencia dentro del saber o de la historia, no sólo de alguna forma privilegiada. En toda forma de existencia tiene el hombre la posibilidad de verse invadido por la soledad y arrastrado por la verdad e impulsado por ésta, en última instancia, a la filosofía. Otras ciencias sólo existen cuando el hombre las busca, pero “el hombre no busca la filosofía, se encuentra en ella. La filosofía puede decir al hombre: “No me buscarías si yo no te hubiese encontrado” (SPFOE 41). De ese modo la filosofía puede alborear en la vida del científico resucitando en él la vida intelectual y evitando así que la ciencia se convierta en un mero recurso para la dominación y que contribuya gravemente a la desorientación del mundo. La filosofía puede y debe intentar devolver a la ciencia su primigenio sentido como saber de las cosas.

4.4. La misión de la universidad.

La universidad, en ninguna de sus ramas, debe concebirse como una simple transmisión del saber sino como una iniciación a la vida intelectual y al descubrimiento de la propia vocación: “un iniciar que no es una simple información de los elementos de una ciencia o de varias, sino algo más radical, una iniciación efectiva, o una puesta en marcha de la inteligencia misma. Se trata de la vida intelectual”[109]. La universidad ha de procurar la primera puesta en marcha de la inteligencia que quiere vivir esa vida. “No se trata de que a la universidad se venga para aprender o para enseñar: se trata de vivir sabiendo y aprendiendo. A la universidad se viene a hacer vida intelectual, no a recibir ni a recitar lecciones”[110].

Por eso para Zubiri una introducción a la filosofía es ante todo una introducción a una vida intelectual filosófica[111]. Lo importante en la introducción a la filosofía es despertar la vocación filosófica, crear el amor a los problemas de la filosofía y para ello lo esencial no es entender mucho sino el cómo se entiende, y no hace falta tampoco perderse en la multitud de los temas que recorre la filosofía, pues “una cuestión filosófica, si lo es plenamente, encierra la totalidad de la filosofía”[112]. En este sentido, la enseñanza de la filosofía en la universidad juega un papel muy importante, pues entre todas las disciplinas universitarias ella es la que tiene el papel preponderante para el restablecimiento de la vida intelectual: “La filosofía no es, en modo alguno, una condición suficiente para restaurar la vida de la inteligencia; pero es, desde luego, condición necesaria para ello. Y esto, no por una conveniencia o feliz congruencia de la filosofía con esta misión, sino porque la filosofía consiste precisamente en el problema del ser, del mundo y de la teoría, planteados por la simple entrada de la inteligencia en sí misma” (NHD 50-51). Todo universitario puede y debe alimentarse de la filosofía; sin embargo, como en toda disciplina, se necesita una especial vocación para que ella se convierta en ocupación principal y fuente de placer y se precisa, además, un don, como el de los grandes músicos, para ser un filósofo creativo[113].

4.5. Profesor de filosofía

En su etapa como docente de la Universidad Central, en los años 30, Zubiri adoptó un estilo magisterial que vale la pena caracterizar y que, en lo esencial, mantendría toda su vida, también en Barcelona después de la guerra y cuando se dedicó a impartir exclusivamente cursos privados.

De 1931 a 1935 impartió junto a Morente los cursos de Introducción a la Filosofía y lo hizo no por una simple asignación académica sino por la concepción que tenía de su propio magisterio. La función del introductor es conducir (ducere) a alguien a un determinado lugar, en el caso del maestro de filosofía al espacio de la filosofía y a la vida intelectual. El maestro de filosofía es, en efecto, un conductor, un guía, y eso quiso ser Zubiri en la Universidad. Francesc Gomá lo reconoció como un “guía espléndido en excursiones inolvidables”[114]. Se aprende del maestro, pero sobre todo se aprende con él. La labor del maestro requiere del discípulo, como vamos a ver, compromiso con la tarea filosófica, tensión intelectual, disposición a dejarse llevar, más allá de uno mismo, hacia la realidad de las cosas, y dedicación.

El introductor requiere siempre el impulso y de la decisión de quien es conducido. Por ello dirá Zubiri que: “Es difícil explicar una introducción a la filosofía si no se introduce cada uno por si solo en ella. No encontrará introductor de embajadores capaz de introducirlo en el reino de la filosofía” (CUI 133). Es sabido que el introductor de embajadores realiza exclusivamente el papel protocolario de acompañar ante el rey al embajador que presenta sus credenciales porque las posee por su propia condición de embajador. Nadie entra tampoco en el espacio de la filosofía sin sus propias credenciales: la vocación filosófica, la voluntad y la decisión de realizarla con los sacrificios correspondientes y las actitudes necesarias para dejarse acompañar por el maestro. Quien quiera salir de la caverna platónica debe resistir todas las dificultades que lo paralizan y lo impelen a regresar a su antiguo y cómodo cautiverio, y tendrá que dejarse arrastrar a través de la “áspera y escarpada subida” que le conduce al mundo luminoso[115].

Zubiri requería la mayor tensión intelectual a quienes querían aprender con él: “Todo el mundo que ha escuchado a Zubiri –decía R. Ridruejo– sabe qué catastrófico efecto puede tener para la inteligencia el paso vagabundo de una mariposa imaginativa entre sus palabras y nuestra atención”[116]. La filosofía en su estado puro, la que no contemporaniza con otros menesteres –el entretenimiento, el comentario cultural, la ostentación erudita del saber, la divulgación­, exige la mayor concentración a quienes se ocupan de ella, una “concentración del pensamiento”, sobre unos objetos evanescentes que hay que perseguir y conquistar a contrapelo de la vida práctica. Además de atención, es imprescindible la disposición para configurar la propia mente y la propia vida según las realidades evocadas por el maestro: “hay que dejarse proyectar hacia el ser y su radical fundamentación”, “los que hemos oído a Zubiri –escribió Agustín Lissarrague- quedamos determinados a adoptar mentalmente y aun vitalmente ante las cosas unas una actitud que brota de un hontanar que muy pocos maestros son capaces de hacer surgir en nosotros”[117]. Para llegar a ser hechura del maestro hay que “hacerse a él”, o más bien, hay que dejarse llevar por él en la áspera ascensión de la búsqueda filosófica.

Ellacuría recuerda como Zubiri “recalcaba esa orientación hacia un trabajo llevado por la exigencia de la realidad y del curso del pensamiento. Constantemente recurría a la palabra Sachlich [permanecer en el asunto abordado, ir al fondo de la cosa]”[118]. El que sigue a Zubiri habrá de disponerse según las cosas [sachen] estudiadas, debe estar dispuesto a entender lo que el maestro le señala, pero, explica Vivanco, ello no significa que tenga que hacer suyo, sin más, lo que le dice; no se trata de “entender” simplemente un mensaje, sino de “transcenderse” uno mismo esforzadamente hacia la cosas en su realidad y verdad siempre más plenaria: “hay un entender que consiste en no entender muy bien al principio, en tener que hacer un esfuerzo y, en definitiva, transcenderse”[119]. Todo ello debía desembocar en la dedicación personal del oyente. El maestro introductor debe conseguir no sólo que sus alumnos estudien la materia que imparte, sino que se dediquen a ella, disponiendo su mente en función de lo estudiado. Nos consta, si volvemos a escuchar a Gomá, que esos resultados los obtenía Zubiri: “se creaba en clase un clima de fervor y dedicación entre los oyentes próxima a la intimidad personal”[120]. La coincidencia entre la dedicación del profesor y de sus alumnos se convertía así en comunión personal y en intimidad personal.

4.6 Pedagogía zubiriana

El maestro introductor en la filosofía exige el esfuerzo de sus discípulos, pero su condición de maestro implica también que él sabe conseguir que ese esfuerzo sea rentable porque no sólo “enseña” y señala el camino hacia la luz, sino que lo “sabe enseñar”. Esto nos plantea el problema de la “pedagogía” filosófica. ¿Si el impulso del discípulo es esencial, cual es el papel del maestro? ¿Cómo realizó Zubiri su papel de introductor?

Los oyentes de las clases de Zubiri en la Universidad Central, en la de Barcelona o en sus cursos privados coinciden en destacar que era un orador deslumbrante no porque deleitara a su público con un discurso asequible y bien adornado, sino por todo lo contrario. Zubiri no renunció nunca a la dureza habitual del lenguaje filosófico. Hablaba muy deprisa, deshilando argumentos implacables, citando a los filósofos en sus lenguas originales, sin concederse excursos relajantes, aclaraciones, ni ningún tipo de licencia literaria destinada a facilitar las cosas.

“Fantástico, no se entiende una palabra”; esta sensación, compartida con Julián Marías por una joven estudiante en los tiempos de la República, ha sido habitual entre muchos asistentes a sus clases y conferencias. Todos los testimonios coinciden esencialmente. Reconocían a la vez el valor intrínseco de lo escuchado y al mismo tiempo aceptaban que no se entendía. En las clases de Zubiri, escribió Marías, no había “nada que recordase las artes tradicionales de la pedagogía: ni preparación, ni insinuaciones, ni el menor intento de poner las cosas fáciles”; “El talento de Zubiri era evidente; su pasión intelectual, también; su desdén por la pedagogía, manifiesto”[121]. Sus oyentes lo seguían a duras penas y a menudo se limitaban a pescar algún pensamiento desgajado de su discurso implacable. La mayoría de los que intentaban tomar apuntes de sus charlas desistían rápidamente de ello, y sólo resistían los que empezaban cazando alguna idea al vuelo y acababan teniendo que inventar una simbología taquigráfica que les permitiera, como fue el caso célebre de Vivanco[122], recoger en apuntes lo esencial de las explicaciones. Las mismas sensaciones las han tenido otros muchos asistentes a sus conferencias.

De lo dicho hasta aquí podría desprenderse que Zubiri pudo ser un gran pensador pero un pésimo comunicador y un mal pedagogo. Y parece que ello pone en entredicho su condición de maestro y de maestro español. Contrastarían claramente Ortega, gran orador y extraordinario comunicador con sus textos magníficamente escritos, asequibles para al lector español formado, y Zubiri un pensador invisible e inexistente para el público culto de nuestro país, sólo comprensible para una élite de filósofos o, menos aún, para un reducto de iniciados en su jerga personal. Parecería no haber asumido Zubiri aquella “misión de claridad” que, según Ortega, compete al filósofo que quiera orientar a los demás hombres. Pensamos, sin embargo, que esas conclusiones son precipitadas y dependen de una limitada comprensión de la forma y del contenido de las exposiciones de la filosofía zubiriana y de la técnica pedagógica con que Zubiri intentó enseñar a sus oyentes y discípulos. En el contexto de su segundo proyecto intelectual Zubiri esboza una pedagogía que mantendrá a lo largo de toda su vida y que describiremos en sus tres momentos: 1º) Problematización, 2º) Sensibilización y 3º) Deslumbramiento.

1. El problematismo. Introducir en la filosofía significó para Zubiri hacer discurrir su reflexión filosófica sobre la base de los problemas mayores planteados en el espacio filosófico occidental: las “interrogantes últimas de la existencia”, “las cuestiones acerca del ser, del mundo y la verdad” (NHD 70). Los problemas de la filosofía son en realidad los problemas del hombre pues cuando éste empieza a reflexionar es su propio ser y la realidad entera que se le convierte en problema. Esta experiencia del problematismo de la realidad, “el dolor de verlo todo convertido en problema”, fue precisamente el punto de partida de la trayectoria filosófica de Zubiri[123]. Ya en los inicios de su actividad docente como catedrático de Historia de la Filosofía quiso que sus explicaciones giraran alrededor de los problemas en lugar de convertirse en la simple presentación de los sucesivos sistemas[124]. De ahí que dijera en su memoria de oposiciones de cátedra que: “estimando que es más importante la indicación de un problema que los ensayos para resolverlo, he preferido encabezar las lecciones con el enunciado de un problema”[125]. Por ello, en fin, recomendaba el manual de Windelband, ya que “acepta la clásica división en épocas, pero dentro de cada una, en lugar de limitarse a exponer sistemas unos tras otros, destaca los problemas de cada época, y los estudia a través de todos los sistemas”[126]. Se prefiguraba ya lo que Zubiri haría durante toda su vida: o bien elegir un problema filosófico como hilo conductor que conduce tarde o temprano a todos los demás, o bien plantear el problema de la filosofía misma, el abordaje intelectual de la problemática realidad.

Representa bien la actitud magisterial de Zubiri la anécdota que cuenta José Manuel San Baldomero de su primer encuentro con él: “Recuerdo el clima de confianza que surgió desde el primer momento ante mi inevitable «no sé si es una tontería lo que voy a preguntar». La respuesta de Zubiri fue contundente: «Eso mismo dije yo en cierta ocasión a mi maestro Husserl y su respuesta fue tan tajante como que en filosofía no hay preguntas tontas, ya que detrás de la pregunta más sencilla se encuentra el problemón filosófico más grande»”. En la universidad, esos problemones quiso suscitarlos y abordarlos expositivamente, mediante clases magistrales, y no “socráticamente”, porque el método socrático requiere una convivencia entre maestro y estudiantes que no es posible en el ámbito universitario[127]. Sabemos, sin embargo, que Zubiri en sus seminarios, casi siempre dedicados a la lectura de algún texto filosófico, practicaba el diálogo con sus alumnos y actuaba algo más socráticamente[128].

Pero problematizar no significa apostar por lo que Zubiri mismo llamó, pensando en Unamuno, “la pedagogía de la inquietud”. En este punto también se alineó con Ortega. La pedagogía de la inquietud –escribe en su primer artículo sobre Ortega– “trataba de sembrar inquietudes, huyendo con horror de toda afirmación intentada como verdad verdadera; su resultado fueron mentes sagaces, fecundas en percibir el interés y el sentido de todo, ejemplarmente incapaces de decidir sobre la verdad de nada”; “Ortega ­–continua diciendo Zubiri– ha enseñado a preferir siempre un átomo de verdad, por tosca que sea, a la finura irresponsable de una búsqueda sin término” (SPFOE 268). La finalidad de la filosofía y de su enseñanza es dar con la verdad metafísica, con la verdad de la realidad, por humilde que sea.

2. La sensibilización filosófica. Nadie aborda seriamente un problema que no haya sentido de verdad. El maestro de filosofía sabe que la filosofía no comienza planteando una serie de cuestiones, sino haciendo patente el carácter problemático de nuestra existencia. Zubiri hizo suya la que Ortega llamaba la “pedagogía de la contaminación”[129]. “La filosofía, señores, no se enseña –decía don José­–; la filosofía, a lo sumo se contamina […] No pretendo, pues, enseñaros nada de la filosofía; habré hecho todo si consiguiera seduciros hacia ella”. ¿Cómo producir esa seducción? Generando en los discípulos la conciencia del problema de la Vida; sacudiendo a las almas demasiado quietas para que duden y ambicionen claridad… Ortega quería ser, decía, “un profesor de tirar piedritas en los estanques”, de lanzar al estanque inmóvil del espíritu una piedrecita que lo convierta en un mar de dudas y que impulse su voluntad y su esperanza de saber, una esperanza y una ambición que no deberían nunca saciarse con un sistema bien definido y petrificado en doctrina[130].

En la primera de Unas lecciones de metafísica dice Ortega que “mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde”. Por este motivo sólo quien experimente la desorientación radical de la vida puede hacer metafísica. Pues bien, corresponde al maestro sensibilizar al estudiante en relación a esa situación, que no es una situación determinada y pasajera de despiste o de no saber qué hacer en determinada circunstancia, sino que es un sentirse perdido en la realidad, porque “el hombre consiste sustantivamente en sentirse perdido”[131]. La labor de sensibilización filosófica no persigue que descubramos las lagunas de nuestro saber para luego colmarlas, sino hacernos sentir la desorientación de la vida para impulsarnos a hacer una metafísica cuya función nuclear es ofrecerle al hombre “un plano de la realidad”[132].

Para Zubiri, el maestro de filosofía no busca problemas donde no los hay, no pretende que se caiga en la cuenta de lo problemática que es una cosa en particular, ni en una experiencia ocasional de problematicidad, sino que se sienta el problematismo de la realidad como estado vital y que el estudiante se acomode a él a su modo: dolorosamente, admirativamente, alegremente, tristemente… Zubiri lo hizo a la vez dolorosamente y gozosamente[133]. Le corresponde al maestro de filosofía suscitar en sus discípulos la emoción filosófica[134] y esta emoción se consigue llevando a las personas “al lugar donde surgen los problemas”.

Lo que se requiere para que una emoción sea filosófica es que sea fruto de un temple filosófico, de un imperativo de veracidad o búsqueda insobornable de la verdad, aunque sean una meras esquirlas suyas. En la medida en que el que tiene vocación se dedique a ello, el temple y la emoción se convierten en hábito, en disposición repetitiva. La emoción filosófica va unida inextricablemente al trabajo conceptual. Es más, sin este trabajo conceptual difícilmente se podrá hablar de emoción filosófica. Se tratará de una emoción intelectual, poética, etc. pero no propiamente de emoción filosófica. : “La filosofía es esencialmente esfuerzo y no se entra en ella sin una profunda gimnasia intelectual […]. El esfuerzo intelectual es formalmente constitutivo de la filosofía” [135]. Lo que el maestro de filosofía debe suscitar, pues, es una emoción filosófica fruto del esfuerzo conceptual.

Quizás lo más genuino del esfuerzo conceptual filosófico es que se acaba situando siempre, a diferencia de la ciencia, en el límite mismo de lo que podemos llegar a decir inteligiblemente de esta verdad primigenia que nos posee. En este forcejeo la tensión es máxima y no es de extrañar que nos embargue en ello una gran emoción. Pensemos en la tensión en la que nos sumergen el diálogo platónico, la fenomenología de Husserl, la diferencia ontológica heideggeriana, o el peculiar realismo de Zubiri, tan diferente de toda suerte de realismo ingenuo o crítico. En general es falso pensar que el esfuerzo conceptual reseque la experiencia y los latidos de la vida, pero en la filosofía zubiriana ello es más obvio, si cabe, pues la intelección sentiente es al mismo tiempo e inextricablemente volición tendente y sentimiento afectante y la marcha de la razón es inconcebible sin el ejercicio de la experiencia humana.

El inconveniente del intento de suscitar una emoción filosófica en los oyentes es que “o se entra de lleno en la filosofía o se ostenta algo que solamente es un gesto, un ademán filosófico. De aquí el peligro que ofrece este procedimiento, porque, o introduce plenamente en la filosofía, o deja radicalmente excluido de ella. Puede estimular una verdadera vocación filosófica o, por el contrario, reducir a los incapaces al papel de meros simuladores que ofenden la dignidad misma de la filosofía”[136]. Pero manifiestamente Zubiri prefiere correr este riesgo que el de edulcorar la filosofía convirtiéndola en un saber para todos, en una especie de cultura general o en una erudición: el enciclopedismo filosófico nos aleja del temple filosófico. En cambio, “una cuestión filosófica, si lo es plenamente, encierra la totalidad de la filosofía; bien pensada, bien meditada es la totalidad de la filosofía”[137]. El adoctrinamiento, la repetición de unos conocimientos, es de todos los modos de enseñanza de la filosofía el que más alejado se halla del planteamiento zubiriano[138]. Si algo no deseaba Zubiri es habilitar a sus alumnos para charlar de filosofía, proporcionándoles buenas informaciones sobre los diversos sistemas. Lo que pretendía es que aprendieran a “hablar en ella” (CU1 268) y que sintieran filosóficamente la realidad, pues únicamente entonces la filosofía es legítimamente emocionante, sin gazmoñería ni afectación.

El maestro de filosofía debe ser también un maestro de la soledad que envuelve la aventura filosófica. Debe conseguir que el discípulo sienta esa soledad, le pierda el miedo y aprenda a vivir en ella y de ella. La vida intelectual conlleva como hemos visto una soledad radical que permite paradójicamente el encuentro con el universo entero.

3 El deslumbramiento. Se ha dicho que Zubiri impresionaba deliberadamente a sus alumnos y oyentes situándolos en los problemas de la filosofía presentados a bocajarro, sin rodeo alguno: tal y como suenan en el lenguaje duro de la filosofía. “Solía yo decirle a Zubiri –cuenta Marías­ que profesaba la introducción a la filosofía mediante la técnica del baño de impresión; ya entonces adivinaba que acaso no hubiese otra”[139]. Vivanco prefiere hablar de deslumbramiento: “La única manera antipedagógica, es decir, eficiente, de enseñar en lo posible Metafísica es producir el deslumbramiento: aumentar las dificultades no por el gusto de aumentarlas sino por la aparición de la conciencia de la dificultad. Y esto lo hacía Zubiri a las mil maravillas –el agarrar el toro por los cuernos–, y no por virtuosismo, sino por necesidad interna de la lidia, es decir, de la exposición misma de los problemas”[140].

Zubiri no obraba de tal modo por pedantería, sino por la convicción de que no es fácil enseñar lo que es difícil de ver. Si es cierto que el maestro debe allanar el camino del aprendizaje a sus discípulos, también lo es que no sería buen maestro aquel que redujera engañosamente la simplicidad de lo complejo y disimulara la dificultad de los temas abordados creando la falsa sensación de que se entiende lo que realmente no se está entendiendo. No puede darse por supuesto que el saber que persigue la filosofía sea de suyo cosa fácil y al buen maestro le corresponde que sus discípulos tomen conciencia de la magnitud de los problemas que hay que tratar.

Cuando Zubiri expone la filosofía de otro pensador –afirma Ridruejo- practica el “estilo de la podadera”: “tomado el árbol en toda su complejidad, él va cortando ramas insignificantes hasta llegar a aquella en la que la savia toda –la significación toda- está expresada […]. La operación es idéntica cuando se trata de la expresión del pensamiento propio, aunque entonces ya no partimos de la previsión del árbol entero sino que estamos viendo hacerse el árbol”. D. Ridruejo también usa la metáfora del deslumbramiento, pero para referirse sobre todo al poder clarificador del filósofo: “A los pasajes relativamente grises pero formados por expresiones imprescindibles (golpes de hacha aquí y allá) sucede de pronto la expresión total y reveladora, la iluminación casi increíble, resumidota y definitiva. Es como andar por la niebla y de pronto verlo todo a plena luz, pero una luz que ha estado, toda ella, tejida en la niebla”[141]. F. Gomá subraya la capacidad de Zubiri de hacer emerger la luz a partir de la inicial oscuridad: “Zubiri en sus explicaciones lograba invertir los planos de la claridad: lo primeramente oído se volvía problemático y, en lo descubierto por la reflexión, se desvelaban insospechadas claridades”[142].

El maestro de filosofía no se limita a trasladar conocimientos a sus alumnos y discípulos, sino que suscita en ellos la emoción filosófica, el esfuerzo del pensar y la singular experiencia de la soledad metafísica. Parece evidente que Zubiri consiguió, como maestro de filosofía, esos efectos sobre sus discípulos; como Ortega con los suyos, creó en ellos una sensibilidad filosófica especial. Podríamos citar muchos ejemplos antiguos y contemporáneos. Recordemos la escena en que la estudiante Maria Zambrano, casi decidida a dejar los estudios de filosofía, se acerca a un ventanal del patio la Facultad a través del cual puede escuchar la clase que está impartiendo Zubiri: “el profesor Zubiri –cuenta ella misma­– explicó nada menos que las categorías de Aristóteles y yo me encontré, no dentro de una revelación fulgurante, sino dentro de lo que había sido mejor para mi pensamiento: la penumbra tocada de alegría. Y entonces, calladamente –en una penumbra, yo diría más que de mi mente, de mi ánimo, de mi corazón-, se fue abriendo como una flor, el discernido sentir de que quizá yo no tenía por qué dejar la filosofía”[143]. Lo decisivo es que Zubiri: “no enseñaba sólo filosofía, sino que espoleaba con el ejemplo a la aventura del filosofar”[144]

5. Tercer proyecto de vida intelectual: la retracción.

En el periodo que va desde los inicios de la guerra civil española hasta 1942, año en el que abandona la universidad, Zubiri reelabora su proyecto de vida intelectual. Los principales caracteres de la vida teorética esbozados en los años 30 -el desinterés, la extrañeza, la soledad, y el dejarse poseer por la verdad- adquieren una mayor densidad; el diagnóstico sobre la situación actual se agrava; la soledad como condición del ejercicio filosófico adquiere una mayor relevancia y un perfil biográfico, existencial e histórico; las raíces metafísicas de la crisis son examinadas; su proyecto cultural busca efectos a más largo plazo y de un modo más discreto; la urgencia por recuperar la vida intelectual en la tarea científica se acentúa. Los factores que influyen en ese cambio son diversos: 1) Su secularización como sacerdote, que inaugura una nueva etapa de su vida; 2) El “choque” entre el “rebrotar” de su fe católica, que alcanza su punto álgido con su profesión como oblato benedictino en París y su disposición a contribuir a “recatolizar España”, y la burda realidad de la iglesia con la que topa a su vuelta a España en 1939[145]; 3) El contraste entre su ideal religioso y sus dificultades de orden sentimental, una situación que Zubiri consideraba incompatible con una vida pública; 4) Su vivencia intensa de la enorme crisis social, política y cultural que se abate sobre Europa y que tiene sus expresiones más dramáticas en el conflicto español y en la Segunda Guerra Mundial; 5) La consciencia de que en la nueva España la universidad, sometida a las directrices políticas del gobierno de Franco, ha dejado de ser el espacio propicio para la vida intelectual filosófica[146].

Creemos que la interpretación que realizó Husserl de la situación europea fue un elemento clave en la revisión zubiriana de la concepción de la vida intelectual.

5.1. El impacto del último Husserl. La vida teorética en La crisis de las ciencias europeas.

Cuando estalló la guerra civil, Zubiri estaba en Roma tramitando su secularización. Poco después fue expulsado de Italia y se refugió en París. Allí se interesó por la primera y segunda parte de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, que fueron publicadas por Husserl en la revista de Belgrado Philosophia, en enero de 1937[147]. Tanto fue el interés, que en agosto de ese año escribió a su viejo maestro para preguntarle por la continuación del trabajo y para comentárselo. Lamentablemente, ya era demasiado tarde: Husserl reelaboró la obra pero no pudo acabarla, a pesar de que la tercera parte estaba casi lista para la publicación, pues su enfermedad le obligó a abandonar toda actividad justo aquel mes[148].

Zubiri deseaba dialogar con Husserl y en su carta expresaba vivamente su admiración por él y por su obra[149]. Aunque apreció siempre el talante filosófico de Husserl, su gran interés por el último Husserl en plena guerra civil española bien pudo deberse a su identificación con el modo de vida filosófica que el maestro alemán encarnaba en una situación tan dramática como la que vivía Europa.

En su última obra escribe Husserl: “Los filósofos son los representantes vocacionales del espíritu de la razón, el órgano espiritual en que la comunidad viene originaria y duraderamente a la conciencia de su verdadero destino”[150]. Para Husserl, la razón es el movimiento constante de aclaración y comprensión de sí misma y, por extensión, de la humanidad, conducente a la eliminación de las relatividades y oscuridades. En La Crisis se identifica con el telos inscrito en la idea misma de humanidad, pero que necesitaba revelarse, manifestarse como tal, y que lo hizo con la aparición de la filosofía griega.

Una vez revelada la razón, ésta comenzó a desarrollarse en el curso histórico de la cultura europea, identificándose con la esencia misma de Europa. Cuando Husserl nos habla de Europa no está designando un lugar geográfico sino una categoría espiritual que consiste en un modo peculiar de mirar el mundo que se hace explícito por primera vez en nuestra zona geográfica. El verdadero espíritu europeo es justamente la pretensión de conducir la vida de los hombres según una idea de racionalidad universal. En efecto, lo que se hace explícito por primera vez en Grecia de la mano de la filosofía, es un modo de pensar que transciende todo aquello que está ligado a una tradición y a un tiempo o un mundo particular. En la cultura europea se da la curiosa paradoja de pretender trascender el propio marco espacial y temporal: las cosas no valen por ser europeas, el criterio de legitimidad no esta vinculado al grupo, al tiempo y la tradición en la que vivo, sino que son válidas porque son susceptibles de ser asumidas por cualquiera. En ese sentido, la cultura europea se diferencia completamente del resto. Europa como categoría espiritual supone la constante crítica de los propios presupuestos, de la propia tradición o cultura donde se ha nacido. No se trata de ningún etnocentrismo, sino de un hecho espiritual que empezó en Occidente y que pretende elevarse por encima de las peculiaridades de la cultura occidental queriéndose convertir en un Logos común de suyo alcanzable y asimilable por cualquiera por el mero hecho de ser un hombre.

Husserl considera que la cultura europea está en crisis precisamente porque la modernidad ha convertido a la razón en una razón cosificada, positivista, incapaz de elevarse por encima de los hechos para alcanzar el nivel normativo, de telos de la humanidad con el que nació originariamente para desvelarnos los enigmas del mundo y de la vida. El único modo de solucionar la crisis es restaurar la Europa espiritual, rescatar a la razón de su “enajenamiento” en el naturalismo y el objetivismo. Se trataría de retomar el proyecto, en ciernes en Grecia, de una cultura racional, que nos permita configurar una humanidad desde la fuerza de la razón y no desde la razón de la fuerza[151].

Lo esencial en la actitud teorética del hombre filosófico es la universalidad propia del espíritu crítico, el ser un “espectador desinteresado” decidido a no admitir sin crítica ninguna respuesta ya dada, ninguna tradición. Se despliega así una comunidad nueva que trasciende los tiempos, una especie de república de filósofos cuyo lazo es la consagración a ideas universales, la defensa de los intereses de la humanidad y una vocación vital particular: vivir para la filosofía. La actividad filosófica apunta a un ámbito ideal nunca del todo realizable y comporta un doble efecto espiritual: la búsqueda de la verdad en sí frente a toda tradición u opinión dadas de antemano y la mutación de la praxis humana de acuerdo con las exigencias de la verdad.

Esta vocación filosófica desborda al individuo: “la responsabilidad enteramente personal, por nuestro propio y verdadero ser como filósofos en nuestra vocación personal más íntima, entraña y lleva también en sí la responsabilidad por el ser verdadero de la humanidad. El fin de la humanidad no puede realizarse, si es que puede realizarse, más que a través de la filosofía, a través de nosotros, a condición de que seamos filósofos serios”[152]. Por ello dice Husserl que la vocación filosófica convierte al pensador en un funcionario de la humanidad. La vocación filosófica es la respuesta a la revelación de la razón universal, connatural a la humanidad, e implica una gran responsabilidad por su destino: “la filosofía, la ciencia, no sería, pues, sino el movimiento histórico de la revelación de la razón universal, connatural –‘innata’- a la humanidad en cuanto tal [...] Aquí radica nuestra propia indigencia, la de nosotros, que no somos filósofos-literatos, sino que, educados por los genuinos filósofos de la gran tradición, vivimos de la verdad y sólo viviendo así estamos y queremos estar en nuestra verdad propia [...] No podemos renunciar a la fe en la posibilidad de la filosofía como tarea, esto es, a la posibilidad de un conocimiento universal. A esta tarea nos sentimos, en cuanto filósofos serios, llamados. Y, sin embargo, ¿cómo mantener viva esta fe y aferrarse a ella, una fe que sólo tiene sentido en relación con el único fin que a todos nos une, la filosofía? [...] Somos, pues -¿cómo podríamos ignorarlo?-, en nuestro filosofar, funcionarios de la humanidad”[153]. En el combate sin fin emprendido por los que sienten una verdadera vocación filosófica el mayor peligro es el cansancio. Sólo perseverando hasta el final en este desigual combate puede esperarse que un soplo espiritual anime a la humanidad entera por fin guiada por la razón. El filósofo en todo caso no verá sus frutos. He aquí toda la grandeza y la miseria de la vocación filosófica.

5.2. “Sin mundo, sin Dios y sin si mismo”.

Los temas de La crisis resuenan en “Nuestra situación intelectual” en “Sócrates y la sabiduría griega” y en “Ciencia y realidad” (NHD,1943)[154]. La ciencia moderna ha conducido a Europa a un estado de confusión, de desorientación y de descontento, porque se ha desgajado de toda vida teorética y porque la filosofía ha abandonado su ser más propio[155]. Si bien esto ya está dicho esencialmente en los años 30[156], lo que cambia ahora para Zubiri es el diagnóstico de la crisis europea y las posibilidades de realizar su propia vida intelectual, que no podrá ser la misma que antes de la guerra.

Tanto el diagnóstico epocal de los años 30 como el actual coinciden en líneas generales con el expresado por Husserl en diversas de sus obras: existe una situación de desencanto intelectual que contrasta con los éxitos de las ciencias y que se debe primero a la confusión de las ciencias en relación con sus objetos, al positivismo y al utilitarismo que las dominan y a la ausencia de vida intelectual. La ciencia se ha convertido en un saber útil que no va unido a una verdadera vida teorética, porque el científico, en el mejor de los casos, realiza su tarea por curiosidad intelectual; quiere poseer verdades pero no se encuentra poseído por la verdad. Nos arriesgamos, cree Zubiri, a que “deje de existir la vida en la verdad”.

Ahora bien, en el nuevo diagnóstico[157] este peligro tiene una base metafísica: en el positivismo, pragmatismo e historicismo contemporáneos continúa primando la noción de verdad como acuerdo de la mente con las cosas. Una vez separada la inteligencia de lo real y entendida la ciencia como producción de ideas que intentan alcanzar una realidad “exterior” a la inteligencia, sólo hay que dar un paso para concebir cualquier pensamiento humano como impresión subjetiva y pasajera. Es la descomposición de la vida intelectual. Pero “el desarraigo de la inteligencia actual no es sino un aspecto del desarraigo de la existencia entera» (NHD 50). Se trata de una crisis profunda, mucho más grave que una transitoria falta de identidad, de valores o fundamentos; una crisis nihilista en la que no hay ya ni voluntad ni posibilidad de esquirla de verdad alguna. El programa filosófico de Zubiri y su idea de filosofía surgen de la conciencia de esta grave patología del siglo XX. “Sólo lo que vuelva a hacer arraigar nuevamente la existencia en su primigenia raíz puede restablecer con plenitud el noble ejercicio de la vida intelectual” (NHD 50)[158].

Como para Husserl, para Zubiri el filósofo es aquel que se consagra desinteresadamente a la búsqueda de la verdad sin límites ni cortapisas, pero mientras Husserl reivindica una vida teorética que es la propia del filósofo y del telos de Europa, Zubiri extiende la vida intelectual a otras disciplinas y no sólo a la filosofía. En Zubiri la vida filosófica es una condición necesaria para revitalizar la vida intelectual, sin embargo, ésta última es también patrimonio de científicos, artistas y todos aquellos que se dejen poseer por la verdad y no solamente de los filósofos. En el programa concreto de desarrollo de su filosofía también se distancia de Husserl. En “Nuestra situación intelectual” se propone superar el positivismo, el pragmatismo y el historicismo, mediante el arraigo de la verdad en el ser y en la realidad, es decir, en la metafísica o la ontología, y no en el idealismo trascendental de Husserl. Si Husserl busca la fuente última de la realidad en la subjetividad trascendental, Zubiri sitúa esta fuente más allá de nuestra subjetividad –y toda nuestra realidad- en el cuadro de un realismo particular que Víctor Tirado llama, por oposición al subjetivismo trascendental de Husserl, “realismo trascendental”[159].

La crisis que embarga al hombre es ahora más profunda que la que ya señalaba en los años 30, y la soledad del hombre contemporáneo adquiere un sentido más biográfico, existencial e histórico[160]. Ya no es simplemente una característica exclusiva de la actitud filosófica: “Cuando el hombre y la razón creyeron serlo todo, se perdieron a sí mismos; quedaron, en cierto modo, anonadados. De esta suerte, el hombre del siglo XX se encuentra más solo aún; esta vez, sin mundo, sin Dios y sin sí mismo. Singular condición histórica. Intelectualmente, no le queda al hombre de hoy más que el lugar ontológico donde pudo inscribirse la realidad del mundo, de Dios y de su propia existencia. Es la soledad absoluta. A solas con su pasar, sin más apoyo que lo que fue, el hombre actual huye de su propio vacío: se refugia en la reviviscencia mnemónica de un pasado; exprime las maravillosas posibilidades técnicas del universo; marcha veloz a la solución de los urgentes problemas cotidianos. Huye de sí; hace transcurrir su vida sobre la superficie de sí mismo. Renuncia a adoptar actitudes radicales y últimas: la existencia del hombre actual es constitutivamente centrífuga y penúltima. De ahí el angustioso coeficiente de provisionalidad que amenaza disolver la vida contemporánea” (NHD 56).

Pero, como Husserl, Zubiri no abandona, a pesar del contexto bélico mundial, la esperanza de que la filosofía contemporánea aporte alguna luz: “Si, por un esfuerzo supremo, logra el hombre replegarse sobre sí mismo, siente pasar, por su abismático fondo, como umbrae silentes, las interrogantes últimas de la existencia. Resuenan en la oquedad de su persona las cuestiones acerca del ser, del mundo y de la verdad. Enclavados en esta nueva soledad sonora, nos hallamos situados allende todo cuanto hay, en una especie de situación trans-real: es una situación estrictamente trans-física, metafísica. Su fórmula intelectual es justamente el problema de la filosofía contemporánea” (NHD 56-57).

5.3. Sócrates como modelo de vida intelectual y de magisterio filosófico

Después de la guerra Zubiri cambia el modo de realizar su vida intelectual. Como explicamos en nuestra biografía del filósofo vasco, su abandono de la universidad no es directamente político. El retiro a su vida privada se debe a distintos factores[161], pero sobretodo a que la soledad, para pensar y conversar pausadamente con sus amigos se le impone para seguir siendo fiel a su vocación más íntima, a la filosofía, que es lo más importante de su vida, aquello por lo que y para lo que vive. La renuncia de Zubiri a la Universidad es más grave, si cabe, que para otros intelectuales pues, como bien dirá Julián Marías, “si hay un hombre con vocación universitaria en España, éste es Xavier Zubiri. Alguien diría que excesiva […]. En la Universidad Zubiri estaba como pez en el agua […]. Ahora bien: que un pez se salga fuera del agua y se instale –ya van por diez años- en la orilla, es cosa que da mucho que pensar: sobre la extraña condición del pez –vitalidad, tenacidad, ausencia de inercia y gregarismo, ascetismo –y sobre el estado de las aguas”[162].

Parece obvio que lo que escribió Zubiri en 1940 a propósito de Sócrates avanzaba lo que ya veía como su única salida: “Comprendió que vivía en una época en que lo mejor del hombre sólo podía salvarse retirándose a su vida privada” (NHD, 196). La retracción es la única vía para continuar viviendo en la verdad (NHD 25). “[Sócrates] abandona la retórica para tomar en serio el ser y el pensamiento. Pero sería un error suponer que su retirada fue la adopción de un aislamiento total. Sócrates no fue un pensador solitario. Lo privado de una vida no es idéntico a su aislamiento. Hay, por el contrario, el riesgo de que el solitario encuentre, en su soledad aislada, un modo de notoriedad y, por tanto, de publicidad. Que algunos discípulos suyos malentendieron así su actitud es cosa conocida. No se trata de esto. Mucho menos aún de lo que ha sido, por ejemplo, la soledad para Descartes. El "solus recedo" de Descartes, ese quedar a solas consigo mismo y su pensamiento, está a doscientas leguas de Sócrates, por la razón sencilla de que no ha habido ningún griego que haya tomado esa actitud mental. A donde Sócrates se retira es a su casa, a una vida semejante a la de cualquier otro, sin entregarse a las novedades de una concepción progresista de la vida, tal como se hacía en la élite ateniense, pero sin dejarse impresionar tampoco por la mera fuerza del pasado. Tiene sus amigos, y con ellos habla” (NHD 245).

Las razones que esboza para dar cuenta de la retracción de Sócrates y el modo de vida que ella implica son a la vez las propias de Zubiri en este momento: cuando el hombre habla por hablar, sin expresar ya pensamientos, cuando las ciencias se convierten en un mero “recetario de ideas”, cuando los científicos y los “sabios” se vuelven “de-mentes”, esto es, les falta la mens, el nous, no queda más que retirarse, callar y volver al pensamiento (NHD 241). Pero el retiro de Zubiri, como el de Sócrates, no es ni eremítico, ni ascético, ni total, ni pretende ser un nuevo modo de notoriedad. Se trata de dedicar tiempo a la verdad en la soledad de su mesa de trabajo y su biblioteca, sin dejarse impresionar ni por la tradición, ni por la política, ni por las novedades progresistas, encontrándose con los filósofos de todos los tiempos en las cosas sobre las que filosofa, y hablando de esta verdad con sus amigos. Sócrates “entendió el pensamiento –escribe Zubiri– como un diálogo silencioso del alma consigo misma y con los demás y el diálogo con los demás como un pensamiento sonoro” (NHD 245).

Sócrates es para Zubiri el modelo de vida intelectual y, si no es el mejor ejemplo de existencia filosófica, es el primero que nos muestra que más importante que tener una filosofía o buscarla es el llevar este tipo de existencia[163]. En 1940, Zubiri perfila su figura, idealizándolo, para dibujar la imagen del maestro de filosofía por excelencia, en el que anticipa algunos rasgos que va a tener su propio magisterio filosófico a lo largo de más de cuatro décadas.

En primer lugar Zubiri destaca que la filosofía de Sócrates no se vuelca sobre las realidades divinas, sino sobre las cosas más accesibles al hombre, las de la vida cotidiana. Sócrates no quiere ni ocuparse de una ciencia en particular ni formar parte de la masa de ciudadanos irreflexivos absortos por los quehaceres y las urgencias de la vida, sino reflexionar sobre las cosas de la vida corriente para fundar la vida en una meditación sobre lo que ellas son (NHD 249). Lo hace desde una conciencia clara de la intrínseca insuficiencia de todo discurso humano. El mensaje “Conócete a ti mismo” del templo de Apolo exhortaba al hombre griego a reconocer sus propios límites; sometido al mandato del Dios de Delfos, el saber socrático fue siempre un saber humano: el maestro “quiere borrar toda ilusión desmesurada de un saber sobrehumano” (NHD 249).

Si la experiencia de las cosas es el primer momento de la reflexión socrática, el diálogo con los amigos en torno a las cosas constituye el segundo estadio de la misma: es el momento de la racionalidad. Eso significa para Sócrates hablar en común sobre las cosas desde las cosas mismas: en ellas radica la fuerza y el valor del logos humano; ellas deben dominar el discurso filosófico y no ningún designio de utilidad o eficacia práctica. Por eso dice Zubiri que Sócrates: “piensa hablando y habla pensando…de las cosas tales como se presentan en la vida diaria, pero tomándolas en si mismas, en lo que son de veras” (NHD 245). “El diálogo no es disputa sino un girar sobre las cosas y empaparse de ellas” (NHD 249): son las cosas las que hablan.

Pero esa manera socrática de pensar las cosas de la vida requiere poner en suspenso todo lo que de ellas damos por supuesto en nuestra existencia cotidiana (NHD 250). Sócrates “hace ver que la vida corriente no se sabe lo que se trae entre manos; lo que hace que la vida sea corriente es precisamente esa ignorancia. El reconocerla es el instalarse en la vida de la Sabiduría” (NHD 250). Las cosas entonces se transforman en problemas y el hablar sobre ellas apunta a lo que las cosas “son”, al “qué” de las cosas y a su “porqué”. Es la peculiar epojé socrática, la tercera etapa de la reflexión socrática.

Experiencia de las cosas, racionalidad y epojé constituyen pues los tres elementos del filosofar socrático. Lo decisivo no es que Sócrates filosofara sobre temas morales, o se metiera en tal o cual aventura personal a causa de su honestidad y sentido de la justicia, llegando a morir por ello, sino que todo lo que llegó a hacer emanaba del hecho crucial de que se decidiera a vivir meditando, convirtiendo la meditación en el ethos supremo. Zubiri recalca que asumir la ética socrática no consiste en imitar las actitudes concretas de Sócrates -su atrevimiento, su valor, su pobreza- como hicieron las llamadas “escuelas socráticas”, sino en “adoptar su propio ethos, acercarse socráticamente a las cosas y vivir socráticamente los problemas que éstas plantean a la inteligencia” (NHD 251). Es lo que hicieron sus verdaderos discípulos, Platón y Aristóteles, y “las cosas les retribuyeron, entregándoles una nueva Sofía” (NHD 251). Sócrates fue un maestro de filosofía ejemplar porque, en su retracción, no renunció al diálogo con sus amigos sobre la verdad de las cosas y porque a través de él no les enseñó algo sobre ellas, sino sobre una cierta manera de vivir entre ellas. Lo esencial del magisterio socrático fue abrir la posibilidad de una existencia filosófica.

5.4. La retracción zubiriana.

No es extraño que Zubiri concluya la introducción a su obra mayor, Inteligencia sentiente, evocando la situación socrática y que recoja el testigo de los discípulos del viejo maestro griego: “Hoy estamos innegablemente envueltos en todo el mundo por una gran oleada de sofística. Como en tiempos de Platón y Aristóteles, también hoy nos arrastran inundatoriamente el discurso y la propaganda” (IRE 15). En ese contexto paradigmático, la actitud de Zubiri, como hemos visto, reproduce en muchos aspectos la actitud socrática: retracción y renuncia a la sofística en todas sus formas, inmersión en la realidad en la que ya estamos modestamente instalados, diálogo con sus amigos, liberación de presupuestos, servicio ejemplar a la verdad… Zubiri decide ahora dedicarse profunda, callada y privadamente a la vida intelectual, dentro o fuera de la universidad, esto ya es lo de menos[164]. También abandona la idea que aún abrigaba a principios de 1937 de trabajar para revitalizar intelectualmente el catolicismo[165]. De profesor de filosofía pasa a ser simple “profeso” en filosofía, como él gusta en llamarse a partir de ese momento[166].

En 1931 Zubiri reconocía que “desde un punto de vista puramente intelectual, la situación azorosa y paradójica en que se halla hoy el hombre significa, en última instancia, ausencia de filosofía, la “pérdida de la metafísica” a la que aludía Hegel como desgracia mayor para un pueblo (NHD 270). Como Platón, nos invitaba a retirarnos "a las tranquilas moradas del pensar que ha entrado en sí mismo, y en sí mismo permanece, donde callan los intereses que mueven la vida de los pueblos y de los individuos" (NHD 270). Ahora el retiro no es meramente intelectual, sino también un retiro personal decidido sobre la base de la distinción entre lo urgente y lo importante: “La urgencia arrastra al hombre contemporáneo, y su interés se vuelca en lo inmediato. De ahí la grave confusión entre lo urgente y lo importante, que conduce a una sobreestimación de las decisiones respecto de la remota e inoperante especulación teorética. Mientras, para un griego, la forma suprema de la praxis fue la teoría, para el hombre contemporáneo la teoría va quedando tan alejada de lo que llama "vida", que, a veces, viene a resultar lo teórico sinónimo de lo no verdadero, de lo alejado de la realidad” (NHD 54).

La vida filosófica no se mueve en la urgencia, ni en el comentario de la noticia del día o de corto plazo. Tampoco tiene nada que ver con la erudición, las cátedras o la originalidad: “Lo difícil del caso es que la filosofía no es algo hecho, que esté ahí y de que baste echar mano para servirse a discreción. En todo hombre, la filosofía es cosa que ha de fabricarse por un esfuerzo personal. No se trata de que cada cual haya de comenzar en cero o inventar un sistema propio. Todo lo contrario. Precisamente, por tratarse de un saber radical y último, la filosofía se halla montada, más que otro saber alguno, sobre una tradición. De lo que se trata es de que, aun admitiendo filosofías ya hechas, esta adscripción sea resultado de un esfuerzo personal, de una auténtica vida intelectual. Lo demás es brillante "aprendizaje" de libros o espléndida confección de lecciones magistrales. Se pueden, en efecto, escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía, y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica. Recíprocamente, se puede carecer en absoluto de "originalidad", y poseer, en lo más recóndito de sí mismo el interno y callado movimiento del filosofar” (NHD 52-53).

Es importante señalar que la retracción de Zubiri no comporta el abandono de toda proyección pública. Al contrario, su retirada es la única manera que él entrevé para llevar a cabo la restauración de la vida intelectual que es el gran reto del tiempo que está viviendo: “Es evidente que la realidad de esos tres caracteres que acabamos de subrayar [positivismo, desorientación, ausencia de vida intelectual] constituye el peligro radical de la inteligencia, el riesgo inminente de que deje de existir la vida en la verdad. En esta trágica lucha en que se decide la suerte de la inteligencia el intelectual y la ciencia se ven sumidos, a un tiempo, en una peculiar situación, en nuestra situación. A fuer de tal, lo primero que debe hacerse es aceptarla como una realidad de hecho y afrontar el problema que plantea: la restauración de la vida intelectual” (NHD 36-37). Zubiri creyó que podía contribuir esencialmente a esta restauración mediante su actividad filosófica y su vida retirada. Cuando, encontró en la Sociedad de Estudios y Publicaciones el resquicio para promocionar la vida intelectual en nuestro país, sin menoscabo de su libertad de pensamiento ni de su plena dedicación a la investigación, no dudó en dedicarse intensamente a ella.

6. Vocación, vida intelectual y magisterio filosófico en el último Zubiri

A partir de los años 70, época de la fundación del Seminario Xavier Zubiri en la Sociedad de Estudios y Publicaciones, la vida intelectual de Zubiri adquirió un nuevo empuje y vigor. En sus últimos escritos, presididos por su obra culminante, Inteligencia sentiente, la vocación, la vida intelectual y el magisterio, adquieren la densidad que corresponde a una larga experiencia de vida y a una filosofía que llega a su madurez. Desde la perspectiva teórica y vital zubiriana no hay posibilidad de vida intelectual sin vocación y no puede ejercerse un magisterio filosófico sin vida intelectual. En este preciso orden examinaremos la cristalización de estas nociones en el último Zubiri.

6.1 La vocación

De un modo esquemático podríamos decir que en mi apertura a la realidad (aprehensión primordial) escucho la voz de la realidad; que mi realidad campal (personalidad) dibuja y apunta a una vocación o diversas vocaciones; y que la “marcha de la razón” me lleva, a través de una experiencia de mi mismo y de una experiencia metafísica siempre abiertas, a tratar de averiguar cual es mi verdadera vocación, mi realidad en profundidad y el fundamento con el cual articularla. Veamos con un cierto detenimiento la articulación de estos tres momentos.

1. La voz de la realidad. La vocación es ante todo una llamada. Pero esta llamada ya no es tematizada ni como voz que emerge de mi fondo insondable (Ortega), ni como fin racional de la humanidad (Husserl), ni como “voz de la conciencia” (Heidegger), sino como “la voz de la realidad”: “la voz de la realidad es una voz que clama en concreto, es decir, es la voz con que estas cosas reales determinadas dentro del campo constriñen a buscar la realidad de ellas en profundidad” (IRA 96). Como en los demás autores no se trata de la voz moral que nos dice lo que debemos hacer o no hacer, ni de un fondo psicológico: es una voz que emerge del fondo de mi propia realidad relativamente absoluta. Pero, a diferencia de Ortega y Heidegger, para quienes la voz nos conduce al sí mismo más propio, en Zubiri lo único que me dicta es que he de adoptar una u otra forma de realidad (HD 103 ss). A su vez, la paradoja heideggeriana de esta voz presente y ausente, íntima y completamente extranjera, adquiere en Zubiri una determinada forma sentiente. Se trata de una “voz” que aprehendemos como una notificación, como las cosas oídas: el oído remite a lo que suena y que no está presente como las cosas ante la vista. Esta voz me notifica el problematismo del enigma de lo real. Y esta notificación no es meramente intencional, es decir, no se trata de un mero “informe” sino de un lanzamiento físico, de un “clamor” (HD 104), hacia el poder de lo real como enigma.

En la marcha de la razón se busca el contenido, siempre problemático, de la voz de la realidad. Cuando se trata de nuestra propia vida, la vocación, al lanzarnos a tener que determinar la forma de vida que más nos conviene, nos sumerge en la inquietud. La voz de la realidad nos plantea la cuestión de qué va a ser de mi y qué voy a hacer de mi. Cada acción humana, por modesta que sea, envuelve esta interrogación y es una respuesta a ella. El hombre es en si mismo inquietud porque en su apertura a lo real se encuentra sujeto a un poder de lo real enigmático y desconocido. Esta inquietud se puede vivir despreocupadamente o, en el extremo opuesto, con angustia, pero en cualquier caso lo que Zubiri llama la inquietud de la vida es consustancial al ser humano (HD 100) pues nunca sabemos del todo bien el modo concreto de realizarnos como personas (HD 52) y de ir dibujando la figura de nuestro ser personal (HD 363), ni a qué responde en último término el poder de lo real.

2. La figura de mi propia intimidad: la personalidad. Tanto la voz de la realidad como la experiencia de mi mismo y la experiencia metafísica se dan en una realidad personal entreverada con un sinfín de condicionantes (nunca conocidos del todo). “El fondo insobornable” orteguiano depende de un sinfín de factores: genéticos, políticos, sociales, temporales, históricos, psicológicos, de determinadas tendencias, de lo que Zubiri llama personalidad y que también podemos llamar forma de realidad de cada cual[167]. Pero aún hay más, la personalidad incluye también el sistema que yo formo con las demás cosas y personas: mi cosmovisión, mi modo de utilizarlas, de servirme de ellas (del martillo como ocasión para un poema o para clavar un clavo…), mi lugar geográfico, mi estrato social, económico etc.[168]:

En el límite, para Zubiri existen tantas vocaciones como “personalidades”. Cada persona puede tener una vocación o muchas vocaciones e ignorarlas: vocación de artista, de poeta, de madre, de soltero, etc. Cada uno es llamado por la voz de la realidad a realizarse en una forma de realidad, pero sucede que escucho esa voz cuando ya soy una determinada forma de realidad. La tradición, antes de transmitir ideas, valores, sentidos, configuraciones de actos y formas de vida, nos da una forma propia de realidad en la medida en que ha creado nuevas notas o propiedades de la realidad humana (SH 207). La historia y la sociedad no alteran tan sólo la configuración o la forma de vida sino la forma de la realidad humana. Por nacer en determinado momento de la historia el hombre tiene una forma de realidad distinta de la que tendría si hubiera nacido en otro momento[169]. Las normas, las pautas, los hábitos y la institucionalización de los mismos conforman nuestra forma de realidad o personalidad y en cierto modo prefiguran nuestra vocación. Cuando queremos decidir sobre nuestra vocación ésta ya ha sido hasta cierto punto decantada por un sinfín de factores psico-orgánicos, sociales e históricos. Sin embargo, al ser personal mi modo de realidad, mi forma de realidad no es nunca clausurable ni completamente rígida. Por eso el mejor de los terapeutas se lleva siempre sorpresas ante los cambios que se operan en la “personalidad” de su paciente y por eso el futuro puede ser más o menos previsible, pero nunca determinado[170].

En definitiva, para apropiarme de determinadas posibilidades en mi futuro profesional, afectivo (estado civil, etc.), social (formar parte de terminado grupo, asociación, etc.)…, tengo que tener en cuenta mi forma de realidad, mi modo de ser, mi personalidad, para ver en qué se acomoda mejor. Sin embargo, no es nada fácil, y en el límite nunca lo logramos, conocer la forma de realidad que se ha modulado en nosotros por factores imponderables. Sólo a través de una experiencia de mi mismo, siempre abierta, puedo ir determinando mis tendencias profundas, mis deseos, mis capacidades y en general todo lo que constituye mi forma de realidad: “Tener una vocación no significa que el vocado la conozca; uno puede tener alguna vocación o muchas vocaciones y no haberse dado cuenta de ella hasta más tarde, por las circunstancias que fueren. Pero, en fin, tienes una vocación. Y esto es una cosa enormemente grave, porque esto retrotrae, naturalmente, el sistema de conceptos de una obra, la ocupación en ese tema y los intereses incluso que mueven a ese tema a una dimensión más profunda que es el modo de ser de la persona misma” (EM 280 ss).

3. La experiencia de mi mismo y la experiencia metafísica. Una experiencia de mi mismo es lo que voy realizando a lo largo de la aventura de la vida. Mi razón sentiente va tanteando, poniendo a prueba y esbozando mi propia realidad, en un ir siempre en dirección hacia el fondo de mi mismo sin ninguna posibilidad de llegarme a descubrir del todo. Los seres humanos también somos una sorpresa para nosotros mismos. La experiencia metafísica[171] es la experiencia que hago a través de mi vida de cómo ésta se articula con la realidad fundamento. Esta experiencia metafísica es en el fondo singular, aunque pueda intentarse una tipificación que Zubiri esboza en cuatro direcciones principales: atea, agnóstica, religiosa o indiferente. A nuestro modo de ver, experiencia de mi mismo y experiencia metafísica se coimplican.

Zubiri nos dice que la marcha de la razón nos lleva a probar físicamente (ensayando una posibilidad u otra) mi propia realidad para modularla de un modo u otro. “Se trata de una vía por la cual logro el discernimiento en mí mismo de unas modalidades de realidad a diferencia de otras. Esto se logra en la probación física de mi propia realidad, en una experiencia de mí mismo. Como probación que es, esta experiencia consiste en una inserción de un esbozo (por tanto de algo irreal) de posibilidades de lo que soy, en mi propia realidad” (IRA 255-256). La probación es probación física, es decir, como nos previene Zubiri, no consiste simplemente en un examen interior o en una especie de relato o narración de mi mismo, sino en apropiarse de posibilidades. Ahora bien, toda probación supone un esbozo de lo que yo podría ser y cómo: médico o arquitecto, entregado a los demás o preocupado por hacer fortuna, ateo o creyente, etc.

Todo esbozo presupone un sistema de referencia. Los ejemplos que pone Zubiri son de San Agustín y Rousseau. Para el primero el sistema de referencia es Dios y para el segundo la naturaleza. Caben muchos sistemas de referencia y todos ellos implican (más o menos directamente) y son a su vez objeto de una experiencia metafísica (teologal). “Este sistema de referencia conduce a un esbozo de lo que yo soy en el fondo. Por ejemplo, el esbozo de una determinada vocación: ¿tengo o no tengo tal vocación? Para ello necesito probar la inserción de este esbozo en mi propia realidad. En última instancia no hay más que una única probación física de esta inserción: tratar de conducirme íntimamente conforme a lo esbozado. Esta inserción puede ser positiva o negativa. La inserción es pues un intento de conformación de mí mismo según el esbozo de posibilidades que he llevado a cabo. Conformación: he aquí el modo radical de experiencia de uno mismo, es la radical probación física de mi propia realidad. Conocerse a sí mismo es probarse en conformación. No hay un abstracto «conócete a ti mismo». Sólo puedo conocerme según tal o cual esbozo de mis propias posibilidades. Sólo el esbozo de lo que yo «podría ser» insertado en mí como conformación es lo que constituye la forma de conocerse a sí mismo. Evidentemente, es una conformación en el orden de la actualización de mi propia realidad. Difícil operación este discernimiento de sí mismo. Es discernimiento en probación y en conformación” (IRA 256-257).

La razón no es un mero convidado de piedra de nuestros hábitos. Frente a todo tipo de pautas, profesiones y formas de ser, los actos racionales cuestionan, critican, crean, inventan y a menudo enfrentan a los individuos con las categorías vigentes, con decisiones anteriores o con lo que habían creído que correspondía a sus anhelos profundos. Gracias a la marcha de la razón en toda cultura y estrato social podemos hallar personas que realizan su vocación contra viento y marea y cuya forma de ser acaba siendo muy diferente de lo que podría esperarse por su origen y su medio. Pero Zubiri a su vez es enormemente comprensivo con aquello que nos condiciona y determina. El hombre no puede jugar arbitrariamente con el abanico de factores que constituyen su forma de realidad, ni con sus tendencias, ni con sus posibilidades reales. Aunque evidentemente en la noción de vocación zubiriana resuena Ortega, hay diferencias muy apreciables entre ambos: para Zubiri la vocación no emerge del fondo insobornable sino de la apertura a la realidad. El imperativo pindárico “llega a ser el que eres” cobra una mayor complejidad: se ensancha el análisis y la importancia de la forma de realidad, de lo que nos viene dado, mientras se estrecha el momento de libertad y ésta siempre se conjuga con una determinada experiencia de mi mismo y una determinada “experiencia metafísica”. Desde la perspectiva zubiriana “Toda diversidad de los individuos en el curso de su vida, sus constitutivos sociales y su despliegue histórico a la altura de los tiempos, son una fabulosa, una gigantesca experiencia del poder de lo real” (HD 96).

6.2. La vida intelectual

Más consciente o menos, con mayor o menor profundidad, sabiéndolo o no sabiéndolo, con una u otra personalidad, toda persona realiza una experiencia de sí mismo, una experiencia metafísica y un primordio de vida intelectual. Zubiri distingue explícitamente la vida intelectual de la vida filosófica y piensa que buena parte de la crisis contemporánea es debida a que los científicos, cuya forma de saber es hoy por hoy dominante, apenas sí llevan una vida intelectual.Son las dos cuestiones que debemos examinar en este apartado: la distinción entre vida intelectual y vida filosófica y la restauración perseguida por Zubiri de la vida intelectual en el quehacer científico.

Para Zubiri la vida intelectual no es una especie de contemplación serena de las cosas, ni emerge en una especie de visión idealista del individuo seguro de si mismo. Tampoco hay que confundirla con la curiosidad intelectual y desde luego nada tiene que ver con la transmisión y repetición de conocimientos, la erudición, el enciclopedismo y la posesión de verdades. En suma, no es nada que tejamos desde nosotros mismos. Vida intelectual es dejarse poseer por la verdad, es la puesta en marcha de un modo de enfrentarse con la realidad en la que antes de ponernos a buscar la verdad nos dejamos poseer por ésta (HV 160-164). Evidentemente esta fórmula se presta a un sinfín de equívocos, pero correctamente entendida contiene lo esencial de la filosofía de Zubiri y el modo de estar en la realidad que ella conlleva. Y es que la verdad para Zubiri antes que una conquista es algo dado en el más elemental de los actos humanos. La verdad real en la que no cabe error es la que suscita en nosotros la permanente búsqueda de verdades racionales, siempre provisionales, limitadas y sucedáneas de ella por más ricas que sean.

“La vida intelectual”, por tanto, es una respuesta posible a la “voz de la realidad”, a una interpelación que nos precede y que nos posee. Empezamos a vivir intelectualmente cuando nuestra reflexión es disparada por el propio problematismo de la realidad en nosotros. No es nada fácil ni obvio. Dejarse interpelar y poseer por la verdad supone un descentramiento del individuo, descubrir que hay verdad, cuanto menos una verdad elemental, y dejarse impactar y afectar por el poder que de ella emana (poder de lo real) sin recaer en ningún género de realismo ingenuo o crítico, ni de idealismo. Pero es que además, poseídos por la verdad, estamos arrojados a una paradoja: jamás podemos alcanzar verdades apodícticas, definitivas, o perennes más allá de este enraizamiento, ese estar poseídos por la verdad real. Nuestra razón no dice jamás la ultima palabra, es siempre un plus, una apertura, una reducción del contenido inabarcable de lo real: “El conocimiento es […] mero sucedáneo de la intelección de la aprehensión primordial. Una intelección, una aprehensión primordial completa, jamás daría lugar a un conocimiento, ni necesitaría conocimiento alguno. El conocimiento como modo de intelección, esto es, de mera actualidad de lo real, es esencialmente inferior a la intelección primaria, a la aprehensión primordial de lo real” (IRA 316)[172].

Cada uno de nosotros está abierto y poseído por una alteridad originaria, por una apertura o formalidad de realidad, que nos lanza a una intelección campal y racional. La filosofía es también (aunque no solamente) una forma más de inteligencia racional, al lado, y muchas veces interfecundándose con ellas, de las ciencias, las artes, la teología, etc. Todas las múltiples trayectorias racionales pueden ser formas de vida intelectual. El requisito indispensable es que arraiguen en su primigenia raíz: en la asombrosa apertura de cada uno de nuestros actos a la realidad y su enigmática subyugación al poder de lo real. En definitiva, la vida intelectual pasa por el arraigo de la existencia humana en el poder de lo real, por un escuchar la voz de la realidad y responder a ella mediante una experiencia de nosotros mismos, una experiencia racional de lo que puedan ser las cosas y una experiencia metafísica del fundamento último de lo real, sin que todas estas experiencias, por muy razonables que sean, puedan ser nunca definitivas o podamos dejar completamente de lado un momento de apuesta, riesgo o creencia. La vida intelectual es el coraje inmenso de avanzar a tientas, confiados en la alteridad primera que nos posee, pues no avanzamos ni tan solo bajo las luces de nuestra razón, sino bajo la luz “otra” de una alteridad primigenia.

Es importante subrayar que desde Zubiri ninguna vía racional, esto es, ninguna área del saber, es más o menos que otra. Lo decisivo no es adoptar una u otra vía sino que ésta corresponda a una verdadera vida intelectual. También es forzoso constatar que por más que haya un primordio de vida intelectual en todo ser humano, hacer de ésta lo nuclear de una existencia requiere una vocación particular y que hoy por hoy no existe una vida intelectual en general sino que ésta se declina de muchas formas: puede ser vida intelectual la del poeta, el pensador político, el científico, el arquitecto, o el filósofo y pueden solaparse y fecundarse en una misma persona diferentes vías, pero desde luego no todas. La filosofía es una más de las formas posibles de vida intelectual. ¿Qué es lo específico de la vida filosófica?

La vida filosófica es por lo pronto una vida intelectual filosófica. Es decir, la vida intelectual puede recubrir todos los ámbitos del saber, mientras que la vida filosófica es una determinada concreción de la vida intelectual. En la vida filosófica el modo de acercarse a las cosas es un modo transcendental. Mientras que por ejemplo las ciencias tratan de explicar qué son allende lo aprehendido las diversas formas de realidad, lo propio de la actitud filosófica es la consideración de todas las cosas desde el horizonte trascendental de la realidad: “A mi modo de ver, lo específico de la actitud filosófica no consiste en encontrar facetas nuevas a la realidad real; esto, evidentemente, lo hace la ciencia, lo hacen las artes, lo hace la propia filosofía con más o menos éxito, cuando se propone hacerlo. No. La actitud filosófica consiste en algo distinto. No consiste en inteligir las cosas como reales -eso lo hace todo acto de intelección-, sino en una cosa mucho más difícil y sutil: el aprehender las cosas como “formas de realidad”. Esto es mucho más sutil y mucho más difícil que aprehender las cosas como reales. La actitud filosófica consiste justamente en aprehender todas las cosas como formas de realidad: los colores, los sonidos, las personas, los animales, los movimientos, los paisajes, etc. Esto, repito, es más difícil que aprenderlo simplemente como realidades” (EM 269).

Pero la vida filosófica no es solo un modo de enfrentarse con las cosas, una actitud u óptica ante ellas, sino que es también el esfuerzo, que a veces dura toda una vida, por conquistar la óptica correcta. Es el afán que delata el propio método zubiriano, cuyos modelos son Sócrates y Husserl: la búsqueda de un saber radical lo más libre posible de presupuestos. En esta búsqueda perenne el filósofo intenta liberarse de toda servitud (ciencia, psicología o teología). Su objetivo es el encuentro de la verdad radical y sus principios aquellos que se van precisando en esta misma búsqueda. A diferencia de las ciencias positivas que empiezan ya su propia tarea en un campo determinado, la filosofía tiene que empezar siempre conquistándolo palmo a palmo[173]. Este talante ha sido en nuestro siglo reivindicado sobretodo por la fenomenología, pero más que identificar a esta corriente es connatural a la filosofía misma y podemos decir con Platón que está inscrito en el corazón de lo humano. "Podría resultar que la filosofía fuera una pasión inútil y que el filósofo desfalleciera en la búsqueda de su objeto, al percatarse de que al cabo de los caminos no hay nada que justificase su esfuerzo y pretensión. Pero su pretensión no por eso sería inútil, porque su propio fracaso diría de la realidad mucho más de lo que otros éxitos pretenden decir"[174]. El fracaso en filosofía es mucho más productivo que la adscripción a una moda, la apelación a argumentos de autoridad o a consideraciones políticas, culturales o de gusto extemporáneas al ejercicio filosófico mismo. Este permanente volver a empezar, este esfuerzo de criba de los prejuicios, esta pasión o ímpetu, más allá del bien y del mal, del placer y la angustia, es el núcleo de la vida filosófica. El mejor síntoma de la buena salud de la vida filosófica es poseer la suficiente libertad metafísica como para desmentirnos a nosotros mismos y ser más fieles a la verdad que a nuestras ideas sobre ella[175].

En el caso de Zubiri su vida intelectual fue exclusiva y puramente filosófica. Por eso, refiriéndose a Juan Lladó y a la Sociedad de Estudios y Publicaciones, dirá que le han permitido “vivir” cerca de 40 años en un sentido mucho más hondo que el meramente material: “Mucho más hondo, porque esa actividad que yo desplegaba en la Sociedad de Estudios y Publicaciones era precisamente la que me salía de adentro por vocación irreductible e innegable […] Debo decir que tu aportación a mi vida [se dirige a Juan Lladó] ha tenido un sentido mucho más hondo que el de hacer posible una existencia dentro de unas actividades intelectuales. Ha sido más. Ha sido permitirme que yo pueda poner en ejercicio algo que constituye la vocación más íntima de mi ser y de mi persona. Y esto no es cuestión de cheques o de dinero. Es una cuestión mucho más profunda. Tú, con la perspicacia que te caracteriza y con la comprensión profunda que tienes de lo que es una vida universitaria y una vida intelectual, fuiste naturalmente lo que animó, lo que sostuvo e hizo posible que yo me dedicara al desarrollo completo de mi vocación” (EM 292).

Sin embargo, ni la vida intelectual, ni la filosofía exigen ninguna exclusividad, es la vocación de cada cuál la que puede exigirla o no. En todo caso, es a ella a la que hay que atender con la mayor finura posible: es a lo que Zubiri atendió por ejemplo en uno de sus discípulos de la Central, Luís Felipe Vivanco, en el que suscitó con sus clases una verdadera vocación filosófica, (EM 267 ss), pero como Vivanco estudiaba además arquitectura y ésta le gustaba se le planteó un grave problema hasta el punto de no saber a qué dedicar su vida. Tanto la madre como el hijo buscaron “mil veces” el consejo de Zubiri: “Requerido por ambos, yo pensé que Luis Felipe no podía ni debía renunciar a la carrera que estaba terminando con tanto éxito –su arquitectura­­–, porque la arquitectura, además de estructurar el juego de fuerzas con que estabiliza un edificio, tiene innegablemente un aspecto artístico que podía colmar su temperamento y sus apetencias. Pero pensé que tampoco podía yugular –hubiera sido una frivolidad intolerable– su propia vocación filosófica. […] Estamos todos habituados a ver al biólogo que, ante cualquier problema aunque sea social o cultural, se acerca a él con una actitud de biólogo; lo mismo el matemático y lo mismo el filósofo. Evidentemente. Yo pensé entonces que a lo que no podía ni debía renunciar Luís Felipe Vivanco era justamente a la filosofía como actitud. Actitud filosófica a la que se prestaba naturalmente el carácter como acabo de decir artístico de su obra. Y fue entonces cuando Luis Felipe Vivanco comenzó a tomar ese mi consejo mío en serio y decidió seguir con el arte, pero no con el arte de la arquitectura, sino con el arte poética. Este fue el comienzo de la vida de Luis Felipe Vivanco. Y esto, me parece que fue inflexible a lo largo de su vida […] No todo poeta, ciertamente, es filósofo. Esto ni remotamente, ni que decir tiene. Pero el poeta que lo es, poetiza sobre las cosas justamente como formas de realidad. Y de esto me parece, por lo que yo conozco, que fue ejemplar la poesía de Luis Felipe Vivanco” (EM 271).

La ausencia de vida intelectual en todos los quehaceres preocupa a Zubiri, pero más si cabe entre los científicos por su hegemonía y porque una ciencia alejada de su condición originaria acaba pervirtiéndose y hundiéndose en la desorientación: “La ciencia nació solamente en una vida intelectual. No cuando el hombre estuvo, como por un azar, en posesión de verdades, sino justamente al revés, cuando se encontró poseído por la verdad. En este "pathos" de la verdad se gestó la ciencia. El científico de hoy ha dejado muchas veces de llevar una vida intelectual. En su lugar, cree poder contentarse con sus productos, para satisfacer, en el mejor de los casos, una simple curiosidad intelectual” (NHD 36). Algunos fenomenólogos han criticado el interés que Zubiri mostró a lo largo de toda su vida por la ciencia, pues tanto para Husserl como para Heidegger las construcciones científicas no son suficientemente radicales, son meras “explicaciones” de la realidad.

En seguida hay que advertir que el interés por la ciencia de Zubiri no es solo ni fundamentalmente debido a sus aficiones particulares, ni a que, sobretodo a partir de 1945, tuviera que vivir de cursos en cuyo público abundaban científicos y que, en consecuencia, tuviera que adaptarse al gusto de sus oyentes[176]. El interés científico de Zubiri tiene que ver fundamentalmente con su concepción de la vida intelectual, a la que están llamados especialmente los científicos y, en último término, con su propia concepción filosófica. Y es que si bien, en el rigor de los términos, desde la perspectiva zubiriana se puede hacer filosofía primera sin recurso a las ciencias[177], no se puede hacer teoría metafísica sin referirse al resultado de estas últimas. Pero es que además la filosofía primera de Zubiri nos conduce forzosamente a las explicaciones científicas y metafísicas de la realidad. Tratemos de explicarlo someramente.

En su filosofía primera Zubiri describe la aprehensión primordial, el logos y la razón, que es siempre marcha allende lo aprehendido. Lo que las cosas son en la realidad del mundo no lo podemos conocer con la evidencia de lo aprehendido, pero estamos forzados, por la propia marcha de la razón, a dar cuenta siempre de ello. Por eso, porque la inteligencia humana lanza al hombre allende la aprehensión, en busca de lo que son las cosas en la realidad del mundo, es decir, en busca de su fundamento, Zubiri piensa, a diferencia de Husserl o Heidegger, que el filósofo no puede contentarse con hacer filosofía primera. La explicaciones sobre lo que son las cosas en realidad son múltiples y penden de muchas vías: la científica, la poética, etc. La razón científica es hoy, sin duda, la más importante. Pero ésta no anula la razón metafísica. Las preguntas últimas sobre el espacio, el tiempo, la materia, el ser humano, Dios, etc., siguen estando allí y el filósofo está llamado a construir teorías metafísicas sobre ellas. Lo importante a destacar es que estas preguntas metafísicas no pueden responderse de espaldas a la ciencia y que la teoría metafísica tienen el mismo estatuto de verdad que toda construcción racional. Lo que pueda ser lo real en profundidad es siempre una cuestión abierta, que no puede cerrarse jamás. Pero no por ello puede prescindirse de toda explicación metafísica o científica sobre ella[178].

En resumidas cuentas, lo que intenta Zubiri es poner a la ciencia y a los diferentes tipos de actividad racional en su lugar. Y este "lugar", el punto en que coinciden todas las líneas y direcciones cognoscitivas, consiste en ser un lanzamiento a lo que pueda ser lo real en profundidad. Adviértase que no estamos en la clásica dicotomía sujeto-realidad, sino entre una realidad actualizada y una realidad "allende". Tan “allende” de la realidad actualizada se encuentran las hipótesis metafísicas –conciencia, persona, Dios…- como las científicas: importancia del genoma en el desarrollo humano, leyes de la evolución, teoría de la relatividad[179]. De hecho, aunque Zubiri se ocupa más, por sus aficiones particulares, de la metafísica y de ciencias como la física, la matemática y la biología como vías de acceso a lo real, su filosofía lo único que privilegia es la filosofía primera. Toda disciplina, teórica o no (música, pintura, poesía, novela, etc), tiene su especificidad, sus ventajas y sus insuficiencias como vía de acceso a lo real y puede recubrirse con otras y, desde luego, la creación artística y literaria, que es una actividad racional más, no debe ser considerada como una actividad de segundo orden, sino restablecida en su dignidad al mismo nivel que la teoría científica y la metafísica.

6.3. El magisterio zubiriano

Una vida intelectual filosófica no puede adquirirse si no hay una vocación previa. Ésta es una condición necesaria para ser filósofo pero no suficiente. La vocación debe ser descubierta y puesta en evidencia y en ello suele tener un papel destacado un maestro, alguien que tenga fibra filosófica[180]. Además de haber vivido como discípulo junto a sus maestros y habiendo también elaborado su propia reflexión sobre el magisterio filosófico, Zubiri lo ejerció personalmente con sus discípulos, con sus lectores y, nos atrevemos a decir, con el conjunto de los españoles. El estilo de ese magisterio depende tanto de la propia personalidad, del carácter y de la filosofía de Zubiri como de lo recibido de sus maestros y lo reconocido en Sócrates. En el último Zubiri hallamos un maestro fuera de las aulas y que ya sólo menudea conferencias, trabaja con sus amigos y enseña a través de sus principales obras.

Decía Descartes que la separación entre las palabras y las cosas significadas por ellas abre la puerta a los discursos vacíos: “Los hombres prestan atención a las palabras más que a las cosas” y por ello “dan su consentimiento a términos que no entienden de ningún modo y que no se preocupan mucho de entender”[181]. Así, uno puede enseñar filosofía por encargo y del mismo modo que enseñaría cualquier otra cosa que le encomendasen, pero sin ninguna autenticidad y sin atender a otra cosa que a la coherencia de su propio discurso. La falta de verdad y de veracidad de este hacer funcionarial, casi mecánico, salta pronto a la vista de quien es objeto de él. Sucede algo parecido con el profesor erudito, que inunda de datos, citas, conceptos exóticos y referencias históricas sus exposiciones, sin que nunca se haga patente que ha pensado bien aquello de que habla: “Se pueden escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía, y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica” (NHD 52-53).

Como profesor de filosofía, Zubiri quiso alejarse de toda rutina y de la mera erudición. Ya hemos mencionado que en su madurez era frecuente que se refiriera a sí mismo como “profeso” en filosofía: “Muchas veces me llamáis “profesor de filosofía”. Pues lo siento mucho, lo suelo decir muchas veces: yo no admito ese calificativo más que quitándole la “r”, soy “profeso” en filosofía, pero no soy profesor de filosofía” (EM 289). El profesor de filosofía puede tener una relación más o menos distante y accidental con la filosofía, el “profeso” en filosofía se relaciona con ésta desde las fibras más íntimas de su ser. Si los profesos en el cristianismo responden con su vida a la llamada de Cristo, el profeso en filosofía responde con ella a la voz de la realidad. Tal como Zubiri concibe la filosofía ésta es siempre una labor personal que ha de llevar a cabo uno mismo. No es posible hacer filosofía sin empeñar en ello la propia vida. La vida intelectual conlleva, a mil leguas de cualquier tipo de erudición o diletantismo, el dejarse transformar por los asuntos estudiados. Los oyentes de Zubiri lo captaban inmediatamente: se comprometía personalmente con lo que decía, porque lo decía impelido por las cosas que trataba.

Entonces, ¿qué profesó Zubiri?: profesó la realidad verdadera. Ello lo convertía en un “investigador”, alguien “dedicado” a la realidad verdadera: “De mi persona lo único que puedo decir –decía Zubiri- es que se ha ocupado de buscar la verdad”; la “verdad real” precisaba. “Dedicación” es “mostrar algo con una fuerza especial” y esto significa en el caso de la dedicación investigadora “configurar nuestra mente según la mostración de la realidad y ofrecer lo que así se nos muestra a la consideración de los demás” (EM 322). Esta dimensión de apertura magisterial es, según Zubiri, inherente a la investigación. El investigador ofrece la realidad que ha arrastrado su investigación. Por eso el maestro de filosofía no entrega unas verdades suyas, sino que tan sólo puede “indicar” la realidad verdadera a la que vive dedicado. De ahí que el verdadero maestro de filosofía sea principalmente un “introductor” al saber filosófico.

Sin embargo, la enseñanza y el aprendizaje de la filosofía dependen en buena medida del modo en que ésta se expone. Se ha dicho que Zubiri fracasó como divulgador de su filosofía porque la presentaba en libros abstrusos e incomprensibles para la mayoría del público culto[182]. Ciertamente, los interesados en la filosofía que honestamente intentan comprender los textos zubirianos necesitan una buena preparación filosófica y aún con ella es necesario un acompañamiento para situarse correctamente frente a ellos. Si el Zubiri oral resultaba difícil de comprender, no es menos complicado seguir al escritor.

En su trabajo “La filosofía de Zubiri y su género literario”[183], A. Pintor Ramos ha explicado perfectamente la diferencia entre el ensayo y el tratado filosófico como géneros literarios de la filosofía. El primero fue magistralmente usado por Ortega; el segundo sería el propio de Zubiri. Pintor destaca las ventajas del ensayo: la actualidad de los problemas que toma como punto de partida, su pretensión de conectar con los intereses del lector, su accesibilidad, su voluntad de estilo,… y también sus desventajas cuando se trata de exponer una filosofía: esboza ideas, pero no despliega los conceptos con precisión, prefiere sugerir que argumentar rigurosamente, es una exposición provisional que siempre apunta a una filosofía más completa que la que es capaz de presentar. Pero el caso es que Zubiri optó por los tratados de filosofía puros y duros, al estilo clásico, como los de Spinoza, Kant o Hegel, por ejemplo. Apuesta por la precisión conceptual y el rigor formal antes que por seducir al lector culto y adaptarse a sus intereses y entendederas. Pintor argumenta que la predilección del lector español de filosofía por el ensayo y su poca disposición a realizar el esfuerzo que reclama un tratado tiene que ver con el rechazo que han sufrido incluso en ambientes universitarios los libros de Zubiri.

Asumiendo en lo esencial las tesis de Pintor, nos permitimos añadirles algunas consideraciones complementarias. No queremos referirnos al “género literario” zubiriano, sino a la dimensión pedagógica, o retórica si se prefiere, de ese lenguaje y nos centramos especialmente en su expresión mayor: Inteligencia sentiente. Un texto filosófico no es sólo un medio para que sus lectores entiendan lo que dice, sino un instrumento para que esos mismos lectores aprendan lo que dice, lo hagan suyo. El filósofo tiene pretensión de verdad y pretensión de compartirla. Pues bien, siguiendo a Descartes podría ser útil distinguir dos modos básicos de enseñar una filosofía.

Muy a menudo los filósofos presentan de una manera ordenada y sistemática, siguiendo lógicas expositivas distintas (a veces más deductivas, o más inductivas, o más arquitectónicas…), el conjunto de tesis que les convencen y los argumentos que las sostienen. Es el caso, por ejemplo, de Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, de Descartes en los Principios de Filosofía o de Kant en la Crítica de la Razón Pura. En estos casos priman la presentación y el despliegue de conceptos y los argumentos con ellos construidos.

Otras veces, el filósofo prefiere exponer lo que sabe revelando el camino por el que se llega a saberlo. Eso acontece, decía Santo Tomás de Aquino, cuando “el que enseña lleva a otro al conocimiento de lo que ignora siguiendo un proceso similar al que uno emplea para descubrir por sí mismo lo que ignora"[184]. Es el estilo cartesiano de las Meditaciones metafísicas y que conduce al lector por la vía “por la que la cosa ha sido metódicamente inventada”[185]. Los diálogos platónicos, que intentan reseguir el proceso de la mayéutica socrática, también obedecen al mismo propósito de mostrar como las ideas emergen de un proceso dialéctico. Aquí prima la voluntad de facilitar el acceso y la adhesión del lector al saber mediante el trámite de convertirlo en protagonista de la aventura filosófica.

Estas dos vías las denominó Descartes, respectivamente, síntesis y análisis. La primera tiene la virtud de proporcionarnos conceptos precisos que articulan demostraciones rigurosas que arrancan el asentimiento del lector atento e inteligente, pero es un camino difícil para los que no entienden bien aquellos conceptos. La segunda, en cambio, consigue que el propio lector descubra paso a paso, a partir de los datos más inmediatos, las verdades y los argumentos fundamentales de la filosofía.

¿Por cuál de las dos opciones se inclinó Zubiri como maestro de filosofía? Por un lado, quien recorre sus principales libros tiene la impresión de que se inclinó claramente por la síntesis. Su exposición no tiene nada de meditativa; despliega sin aditivos su sistema de conceptos, prescinde de recursos retóricos y limita al mínimo los ejemplos; excluye cualquier estrategia pedagógica que represente el proceso por el que aquellos conceptos han sido asimilados y el sistema construido. ¿Se inclinó pues Zubiri por el método sintético como forma de exposición y demostración filosófica? ¿Renunció a todo esfuerzo pedagógico en sus obras mayores? ¿Se desinteresó de facilitar a sus lectores el proceso de invención de sus tesis y argumentos filosóficos?

Quizás hallemos una respuesta si reconocemos de entrada que su exposición en la Trilogía no es propiamente la presentación de una serie de argumentos lógicamente entrelazados, sino una descripción de los actos humanos y del modo en que se actualizan en ellos todas las cosas. Ahora bien, una descripción puede escoger arbitrariamente como punto de partida un aspecto determinado del objeto a describir y desde allí, eligiendo también la dirección, lanzarse a mostrar otros. No es el caso de la descripción zubiriana: en ella el punto de partida y la dirección que sigue la descripción vienen impuestos por la cosa misma que se describe; en el caso de Inteligencia sentiente es la intelección misma la que se despliega como aprehensión primordial, logos y razón, y por ese orden. No se trata de un orden temporal ni de un proceso psicológico, sino de un dinamismo que, se contemple desde donde se contemple, radica siempre en el hecho de la actualización primordial de lo real en cualquiera de nuestros actos: “En la investigación vamos de la mano de la realidad verdadera y este arrastre es justo el movimiento de la investigación. Esta condición de arrastre impone a la investigación unos caracteres propios: son caracteres de la realidad que nos arrastra” (EM 322). Para Zubiri pensar filosóficamente no es conceptualizar una realidad que se observa a distancia, sino dejarse arrastrar por la fuerza de lo real y contemplar sus estructuras. Zaragüeta hablaba del gusto de Zubiri por la sinopsis[186]. La descripción zubiriana es sinóptica[187]: nos presenta una estructura real compleja y dinámica, la sitúa ante nosotros, y nos invita a recorrerla y contemplarla con el pensamiento conducidos por la cosa misma. Es lo que Ridruejo describía como un “ver hacerse el árbol”[188]. Podría decirse que el maestro de filosofía cuenta con el magisterio de lo real que nos conduce, nos da la palabra, nos corrige y nos da la razón y nos la quita. Tanto es así en Zubiri que el despliegue interno de la problemática abordada en su última obra le lleva probablemente más allá de su intención inicial de completar lo abordado en Sobre la esencia, generando una “obra de nueva planta que no completa ni prolonga ninguna anterior”[189].

Florentino Pino ha insistido también en el carácter sinóptico de Inteligencia sentiente: “Tanto el pensamiento de Zubiri como su concepción de la realidad posee un carácter eminentemente estructural y no discursivo. Empieza siempre por describir una estructura aprehendida con el fin de llegar a mostrar su estructura esencial. En su tríptico sobre el inteligir Zubiri pretende que el lector tenga ante los ojos la intelección misma y que vaya descubriendo paso a paso su estructura esencial. Es como si Zubiri tuviera a la vista la estructura transparente de la intelección y la fuera coloreando al describirla conceptualmente”[190] La exposición ofrece ciertamente un sistema de conceptos y constituye un tratado de filosofía: es la dimensión sintética del texto zubiriano. Pero ese sistema de conceptos va siendo descubierto por el lector arrastrado no tanto por las buenas razones del autor, como por la fuerza violenta de lo real que le va mostrando sus aspectos. El contenido de la filosofía zubiriana es una descripción forzada por las cosas mismas y no un argumento que justifique unas conclusiones. Zubiri “inventa” descriptivamente la estructura esencial de la intelección[191] llevado de la mano por la cosa misma y quiere compartir con nosotros el proceso del descubrimiento filosófico intentando que el lector dé con las realidades descritas en el orden por ellas impuesto, se sumerja en ellas y descubra su verdad: es el aspecto analítico de sus exposiciones. Él nos invita a seguir el proceso de esa invención y esa liberación en un sentido análogo, aunque también muy distinto, al que da Descartes a sus Meditaciones como reproducción del camino, que maestro y discípulo pueden compartir, hacia la verdades fundamentales de la filosofía.

El problema del acceso a la obra zubiriana es que diversas generaciones de lectores no han tenido el privilegio de tener ante sí todos los escritos zubirianos y especialmente la obra culmen y la clave de todas las demás: Inteligencia sentiente[192]. Pero una vez subsanado este defecto de perspectiva y correctamente distinguidas las perspectivas noológica y metafísica[193], forzoso es reconocer que la dificultad de la filosofía zubiriana reside más en la arduidad de lo que se quiere manifestar que en su falta de claridad expositiva o de pedagogía.

Es cierto que el objeto de la filosofía, la realidad en cuanto tal, no puede ser contemplado como una manzana. Pintor-Ramos ha advertido muy acertadamente que los conceptos zubirianos, pese a su voluntad representativa, no tienen una significación recta que nos permita relacionarlos unívocamente con objetos ante nuestros ojos; el objeto primario de la filosofía debe ser conquistado mediante una mirada oblicua que haga patente lo que es “tan otra cosa que no es cosa” (SPFO 311). Como dirá Zubiri, “la dificultad radical de la metafísica estriba justamente en eso: en ser ciencia de lo diáfano; por consiguiente, en ejercitar esa difícil operación que es la visión violenta de lo diáfano” (PFMO 19) pues lo diáfano es justamente el objeto de la filosofía, lo transcendental: “Es lo transcendental, no en el sentido de que sea una cosa muy importante, pero sí en el sentido de que transciende en una u otra forma a las cosas que son obvias, sin estar, sin embargo, fuera de las cosas obvias” (PFMO 19).

La mirada distinta del filósofo constituye el objeto de la filosofía que luego el lector tiene que ir des-cubriendo con la mirada de su propio pensamiento. El lenguaje que utiliza Zubiri no es sólo representativo, no sólo pretende, por ejemplo en Inteligencia sentiente, actualizar la estructura de la intelección, sino que tiene también un carácter direccional. A través del forcejeo lingüístico marchamos hacia lo transcendental, y es justamente esta marcha la más propia de la filosofía (PFMO 21, 345). La prosa de Zubiri nos lleva hasta un lugar que permanecía inexplorado y allí nos despide para que continuemos por nuestra cuenta la marcha de la filosofía, asumiendo, perfeccionando o corrigiendo cuanto sea necesario la descripción zubiriana. Dionisio Ridruejo veía en esta marcha el punto de contacto entre la prosa zubiriana y la poesía: “Es en aquel ir directamente a la médula de lo real, y el manifestarlo como una súbita iluminación expresiva donde veo yo el punto de contacto [entre filosofía y poesía]. Siempre, claro es, que tengamos por poesía a aquello que va adonde va lo que tenemos por filosofía: a la verdad de la realidad precisamente, aunque la una vaya sosegada y por el camino real y la otra loca y cantado por los montes”[194].

Zubiri nos conduce sosegadamente por los vericuetos de la verdad real. Su conducción es ante todo un “acompañamiento”: su discurso indica la verdad real, la descubre y la describe, pero no la recubre, ni la posee, ni la explica. Y si en algunas de sus obras se ve lanzado a teorizar sobre ella lo hace siempre con la conciencia de la provisionalidad y limitación de toda conceptuación metafísica. Nunca podremos llegar a dar cuenta de la realidad. Siempre estamos únicamente tanteándola, pues ella es siempre mucho más de lo que podamos llegar a decir, pensar o experimentar, e incluso en el terreno menos acotado de la descripción siempre es posible afinar, precisar y corregir lo dicho.

La inacabable tarea de la filosofía excede a cualquier filósofo y por ello todo verdadero maestro de filosofía está dispuesto a convertirse en discípulo y a colaborar con otros en la investigación filosófica. En Zubiri sobresalieron esas actitudes. Aquellos a quienes acompañó se convirtieron en sus compañeros. Él mismo reconoció en todo momento que el diálogo con los miembros del Seminario Xavier Zubiri resultó decisivo para su filosofía: “de ese diálogo han salido muchas de las cosas que yo he pensado y escrito” (EM 332); en él se asentó el pensamiento más original del viejo filósofo: “Muchas veces les expongo una idea, ellos piden aclaraciones, ven dificultades y facetas. En esta forma, durante tres años, se ha discutido las 288 páginas [de Inteligencia y realidad] que ya están impresas” (EM 307). Pero esta colaboración no es un simple trabajo en equipo, no es la supervisión del trabajo del maestro a cargo de sus discípulos aventajados, sino que se trata de una auténtica cooperación: hacer juntos una sola tarea, una comunidad de dedicación. Zubiri gustaba de citar la exhortación de la carta de San Juan a Gayo a “ser colaboradores de la verdad”, que interpretaba como llamada a ser “co-operarios de la verdad”. “La verdad –decía­ es una cosa que se opera”. Y lo que se opera es un traer la realidad a la luz. Los que coinciden “en el modo de alumbrar operativamente la entrada de la realidad en la luz” forman una escuela (EM 275).

Antonio González señala con agudeza la paradoja de que justo cuando se rechaza la filosofía escolástica la filosofía es más “escolástica” que nunca, pues quienes denuncian toda repetición mecánica y toda autoridad se “olvidan” a menudo de justificar sus propios puntos de partida, cosa que constituye el vicio mayor de cualquier filosofía escolástica[195]. En cambio, para Zubiri lo más importante en filosofía, allí donde se juega la partida, es en la justificación de su punto de arranque. Entonces bien puede hablarse legítimamente de escuela si se coincide en un mismo punto de partida cuyo acceso hay que desbrozar constantemente y en un mismo método, en el modo de traer la realidad a la luz[196]. El seminario Zubiri fue un ejemplo vivo de ello. Su colaboración se cimentó en su compromiso común con la verdad. La co-operación en filosofía es posible y eficaz no porque conduzca a acuerdos doctrinales o porque garantice que las tesis de la filosofía han sido bien debatidas, sino porque los que cooperan coinciden en la verdad real: ésta es “el punto en que se encuentran las inteligencias” (EM 310). “A esa verdad real estamos dedicados todos” (EM 282) -dijo Zubiri refiriéndose a sus compañeros de seminario- y podemos arrancar algunas “pobres esquirlas de su intrínseca inteligibilidad” (IRE 15). Por ello no puede ser propiedad de nadie, ni nadie la puede reclamar para sí, ni es nunca el patrimonio de una mente iluminada. Por eso también, en la verdadera escuela filosófica, se acaba desdibujando la frontera entre maestros y discípulos, entre el que enseña y el que aprende.

La escuela no se fundamenta por tanto en una coincidencia de doctrinas, ni en la obediencia a un maestro, ni en una pertenencia institucional, sino en una manera compartida de indicar la verdad de la realidad y de someterse a ella, y en la amistad. Los colaboradores de Zubiri fueron sus amigos y esa amistad hizo posible que la colaboración fuera honesta y profunda. De hecho, la filosofía es una cierta amistad con la verdad y “la amistad es la forma más radical y más profunda del modo de ser de una persona en relación con la verdad de los demás”. Al dedicado filosóficamente a la verdad real le compete lo que Zubiri llama “la amistad filosófica” (EM 267 ss.), la cooperación de los que aman la verdad.

7. Xavier Zubiri, maestro de España.

En el 80 cumpleaños de Zubiri, se preguntaba Pedro Laín: “¿Me será permitido ver a nuestro filósofo como una versión recoleta y mecanografiada del Sócrates que iba derramando pensamiento y ejemplo por las plazas de Atenas?”[197]. A juicio de Laín, Zubiri debería ser considerado un maestro de los españoles como lo fue Sócrates para los atenienses.

En 1955, cuando falleció Ortega, los diarios españoles recibieron la consigna de dar la noticia en dos artículos como máximo en los que se encomiara su figura sin disimular sus “errores políticos y religiosos”. Les ordenaban que “se eliminara siempre la denominación de maestro”[198]. En cambio, cuando murió Zubiri en 1983, al menos los discípulos más próximos de éste pudieron otorgarle en la prensa el título de maestro, pero 25 años después, conociendo mejor la trayectoria personal de Zubiri y liberados de los tópicos y prejuicios que llegaron a circular en torno a su filosofía, ¿no sería un acto de justicia intelectual reconocer a Zubiri como un maestro no ya de sus propios discípulos y lectores, sino de los españoles?

Es cosa sabida que la condición de maestro no va ligada automáticamente a cualquier buena labor docente, sino que requiere esencialmente el reconocimiento de quienes se han beneficiado de un magisterio. Lo más corriente es que éste se ciña a un ámbito reducido y especializado de estudiosos o intelectuales, pero en contadas ocasiones el maestro lo es también de un país por el hecho de encarnar ciertas virtudes ejemplares para el conjunto de sus ciudadanos, porque todos ellos, de un modo u otro, podrían aprender de él algo decisivo para su vida personal y colectiva ¿No es éste el caso de Zubiri? ¿Por qué hay más reticencias a considerar a Zubiri maestro de España que a Bergson de Francia, a Heidegger de Alemania o a Ortega de nuestro país?

R. Safranski llama a Heidegger “maestro de Alemania” por haber hallado un “pensamiento que se mantiene cercano a las cosas y nos preserva de la caída en la banalidad”[199]; dice de él que supo mantener abiertos los horizontes de la reflexión y que lo hizo con espíritu alemán. ¿Se podría decir algo parecido de Zubiri? ¿Sería eso suficiente para tenerlo como un maestro de sus compatriotas? Sin embargo, parece que en España el concepto del maestro nacional remite a una figura con un liderazgo cultural y social y una amplia audiencia. Para muchos ese tipo de maestro incluye también el compromiso político y un papel de conciencia moral y política del país. Vistas así las cosas, Zubiri no sería un maestro de España.

Por otro lado, Zubiri parece haber prescindido en su filosofía de su condición española. La cuestión de España está ausente de sus reflexiones cuando, según Ortega, “para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar” debería ser España “el problema primero, plenario y perentorio” [200]. Zubiri no escribió nada sobre su circunstancia española pese a que se las tuvo que ver con la España de la Restauración, la de la Dictadura de Primo de Rivera, la Republicana, la franquista, la de la transición democrática…. Nunca los españoles escucharon de sus labios, ni hallaron en sus textos, una orientación o una reflexión sobre lo que sucedía en nuestro país, y menos todavía un juicio explícito. Especialmente en el erial del franquismo, muchos lo echaron en falta: “Zubiri -escribió Emilio Lledó en 1983- representó un oasis y, por supuesto, una esperanza”; “[teníamos] necesidad de encontrar a alguien que hablase por nosotros, que pensase y en cuyo pensamiento nos cobijásemos y nos justificásemos […] Zubiri podía ofrecer una firme y honesta alternativa”. Pero Lladó concluye que el filósofo solitario no estuvo a la altura de aquella esperanza[201].

Se ha dicho multitud de veces que las obras de Zubiri están plagadas de tecnicismos y son incomprensibles para la mayoría de sus compatriotas. Lo mismo podríamos decir de la mayoría de grandes filósofos y aún de aquellos que como Bergson y Ortega escriben con una indiscutible calidad literaria, pues bajo el efecto óptico de una mayor transparencia se esconde la misma complejidad y la misma dificultad de comprensión profunda. El problema es más bien que se cree que la obra de Zubiri es inocua desde el punto de vista social y cultural. Por eso se dijo de Sobre la esencia que era un “libro trascendental que no tenía ninguna importancia”[202]. No se trata sólo de que Zubiri no se ocupara de España o de que su prosa fuera difícil, sino de que se dedicó en exclusiva a una filosofía aparentemente a-temporal, inmune al día a día en que viven los hombres de carne y hueso, desentendido de lo actual. Así lo denunció repetidamente Javier Sádaba: “Cuando se le preguntaba [a Zubiri] si su teoría valía tanto para los agujeros, bien pequeños, causados por los niños en sus juegos de playa, como para los agujeros, no tan pequeños, que causaban las bombas en Vietnam, el buen señor se enfurecía mucho: “¡Para todos los agujeros!!, respondía. De esta manera no tenía que pronunciarse por este o aquel agujero y la teoría quedaba intacta en su pureza”[203]; “el tiempo no cuenta en el fenómeno Zubiri. Raramente encontrará uno en sus páginas alguna frase que tenga que ver con las corrientes culturales que, para bien o para mal, forman parte de los tormentos y los anhelos, de los valores del tiempo presente”[204].

Con más o menos delicadeza, muchos descalifican a Zubiri como maestro de los españoles a causa de su distanciamiento de los asuntos candentes de la vida social, su apoliticismo y su falta de liderazgo social. Quizás fue un gran pensador, pero le faltó el compromiso con su país que sí demostraron Unamuno, Ortega, o Aranguren por ejemplo. Y no podemos excusar a Zubiri por su condición de pensador entregado al pensamiento puro, porque incluso el filósofo que abandona la caverna platónica para conocer el mundo de las esencias es obligado a regresar a ella para ilustrar y liberar a los encadenados. En el contexto de la dictadura franquista, cuando muchos se jugaban la piel por los derechos humanos en España, no se acepta la disculpa de que Zubiri era un pensador puro y no un hombre de acción. Eso le haría en todo caso merecedor del reproche de Platón, que siempre vinculó filosofía y responsabilidad política: “A la ley no le incumbe que en la ciudad unos pocos se lo pasen bien, sino que procura que eso le pase a toda la ciudad […] A los filósofos les expondremos los argumentos justos para conminarlos a preocuparse del resto de ciudadanos”[205].

Visto lo anterior, parece razonable no calificar a Zubiri de maestro de España. Que Zubiri fuera un maestro español era algo que dependía de su partida de nacimiento y de su indiscutible calidad como autor y profesor de filosofía; ser un maestro de España, en cambio, significa ser un referente cultural y ético de los españoles, un ejemplo para todos ellos; alguien de cuyas enseñanzas nos hemos beneficiado como españoles y del que aún podemos aprender.

Sin embargo, quizás nos hallemos ante una conclusión precipitada. ¿Hasta qué punto el apoliticismo de Zubiri lo invalida como maestro nacional? ¿Su aislamiento y la dificultad técnica de su filosofía son motivos suficientes para denegarle este título?

Hay que comenzar señalando que la filosofía en general, y más concretamente una filosofía radical como la que encarna la fenomenología y la propia filosofía de Zubiri, es ciertamente lo más alejado de una reflexión sobre la actualidad, los asuntos cadentes de la vida social y sus perspectivas de futuro. Eso no quiere decir que no se trate de una filosofía con profundas implicaciones para las ciencias sociales y la ética, como lo prueban un buen número de publicaciones, entre ellas las de Ignacio Ellacuría, uno de sus discípulos predilectos[206].

Cuando el fenomenólogo hace una reflexión de cariz más político o social, la suele hacer en tanto que ciudadano y no como fruto de su quehacer filosófico. Zubiri se define como apolítico sencillamente porque cree que su vocación es distinta de la vocación política: no quiere prestarse a ningún tipo de servitudes y reconoce su incapacidad para los análisis políticos. En las sociedades democráticas esto no suele suponer mayores problemas porque no hay restricciones a la libre expresión de las ideas. Pocos echan en falta entonces la clarividencia crítica de los intelectuales. El problema se plantea cuando se vive en una dictadura donde se niegan las libertades individuales ­y se espera que los intelectuales las defiendan desde sus cátedras o en sus publicaciones del mismo modo que las defienden en sus terrenos los estudiantes, los obreros, los artistas, etc.

No cabe duda de que Zubiri, que tanto sufrió la falta de libertad intelectual, temió y rechazó todo tipo de dictaduras. Coincidimos con Cristóbal Halffter cuando afirma: “aunque Zubiri no manifestaba sus opiniones políticas creo que había en su fondo una actitud ética. Algo que le importaba muchísimo era la libertad de pensamiento. La dignidad de la persona para Zubiri estaba por encima de cualquier consideración política. La libertad de poder acceder a cualquier texto, la libertad de expresarse, la libertad del individuo”[207]. Pero el caso es que Zubiri no alzó nunca su voz en el periodo franquista para defender esas libertades y ello le ha acarreado las acusaciones de cobardía, filo-franquismo u oportunismo, y la consecuente descalificación como maestro de España. No obstante, nosotros pensamos que esta reprobación ignora la actividad cultural que desplegó en diversas fases de su vida, incluso durante la dictadura franquista, y depende de una concepción estrecha de lo que es el maestro de filosofía y de lo que convierte al maestro en maestro de su país. En defensa del filósofo creemos que habría que tener en cuenta las siguientes consideraciones.

En primer lugar, como ha dicho repetidamente Diego Gracia: hay que juzgar más a las personas por lo que hacen que por lo que dejan de hacer: “Cabe decir que Zubiri no ejercitó ciertas dimensiones de la praxis, porque nunca actuó directamente en política y menos se consideró un político. Ahora bien, esto no tiene por qué juzgarse necesariamente de modo negativo. En primer lugar, porque habría que ver hasta qué punto la política que le tocó vivir —y otras muchas— no están viciadas desde su origen. Y en segundo, porque esa actitud de cautela, de no verse como un político, ni considerarse con especiales aptitudes políticas, si de una parte le llevó a vivir apartado de la política, de otra le evitó cometer grandes y graves errores, como los de su maestro Heidegger. Hay que aprender a juzgar a las personas por lo que hacen más que por lo que no hacen”[208].

En segundo lugar, nos parece evidente que los españoles continuamos viendo la guerra civil y la posguerra como una historia de buenos y malos respectivamente exaltados o denigrados por los dos bandos, de manera que nuestros propios prejuicios políticos continúan condicionando nuestros juicios morales sobre las personas que vivieron el conflicto. Así, no es extraño que algunos que juzgan con acritud la posición zubiriana pasen por alto los excesos de otros intelectuales como Gaos o Bergamín. Se siguen buscando héroes y modelos ejemplares, en lugar de personas con sus grandezas, sus límites y sus sombras. Las palabras de Julián Marías, en defensa de Laín Entralgo, continúan teniendo una rabiosa actualidad: “La santificación alternativa de cada uno de los dos bandos que lucharon en la Guerra Civil es una colosal falsedad, que hace imposible el clarividente examen de conciencia que sería necesario, el dolor de corazón por tan inmenso error histórico, el propósito radical de la enmienda, el arrepentimiento del gran pecado contra la concordia. Hayan sido cualesquiera sus posturas, Laín ha sido el reverso de la Guerra Civil, la negación de su espíritu. Y si se ha equivocado, es él quien lo dice”[209].

En tercer lugar, como ha señalado Pintor-Ramos, hay que tener en cuenta que en regímenes totalitarios “el apoliticismo genera tensiones inevitables, pues lo que define a tales regímenes es la exigencia de una entrega y un apoyo incondicional por parte de sus súbditos. En estos casos el apoliticismo no es tan neutro ni tan aséptico como para que de hecho no se convierta, bien a su pesar y por obra de otros, en una postura de repercusiones políticas. El «apoliticismo» de Zubiri en la posguerra no significa, por tanto, indiferencia por la dimensión social del hombre ­–tema tratado en su filosofía-, ni siquiera por los problemas de la sociedad en que vive (quizá en el sentido del viejo "animal político"); significa la decisión consciente de que él no entrará en la batalla política: a este respecto se mantendrá en una actitud de independencia”[210] y nunca hará nada que pueda interpretarse como un apoyo explícito o implícito al gobierno de Franco. De hecho, Zubiri no se dejó tentar por las buenas ofertas económicas que le hizo el régimen para oficiar como conferenciante de lujo en América Latina, ni tan siquiera por la propuesta de regresar a su cátedra de Madrid que le hicieron sus amigos Pedro Laín y Joaquín Ruiz Jiménez[211]. Su apoliticismo era también la expresión de una feroz resistencia en defensa de su vida intelectual.

En cuarto lugar, creemos que la vida de Zubiri es más coherente con su propia filosofía que lo que se suele conceder: la razón sentiente zubiriana convive bien con la razón estratégica y la vida intelectual de Zubiri también. Es conocido que Zubiri desarrolló antes de la guerra civil una intensa actividad cultural junto a Ortega en el núcleo promotor de la Revista de Occidente, en la Universidad Central junto a Morente, en Cruz y Raya con Eugenio Ímaz y José Bergamín, o creando la Universidad Internacional de Santander. Después de la guerra encontró en la Sociedad de Estudios y Publicaciones (SEP) un ámbito en el que realizar su filosofía y desde el que intentar influir de una manera eficaz en la vida social española. Bajo su inspiración, concediendo becas de investigación y organizando cursos y seminarios, la Sociedad se convirtió en un oasis de vida intelectual libre de consignas políticas. El propio Franco la calificó como una especie de “quinta columna” ante Juan Lladó, el mecenas de Zubiri y el otro puntal de la Sociedad[212].

Si debemos respetar el valor de quienes se atreven a alzar su voz crítica en el contexto de una dictadura buscando la mayor influencia social posible, también nos parece respetable la opción de quienes prefieren contribuir a la libertad promoviéndola más discretamente en pequeños círculos donde se alimentan futuros líderes sociales y culturales. Hacerse encarcelar a base de retar a una dictadura es una actitud heroica; socavarla mediante el impulso de la vida intelectual es una alternativa como mínimo útil y lo cierto es que la SEP y los cursos de Zubiri cobijaron a muchos intelectuales que tuvieron su influencia en el cambio democrático español: Aranguren, Laín, Ridruejo, Trías Fargas, Ruiz Jiménez, Tamames, etc. Esto no fue una mera coincidencia y si de algo estaba satisfecho Zubiri al final de su vida es de haber promovido un núcleo de vida intelectual. Así lo expresó en 1980, en la presentación de Inteligencia sentiente: “Deseé y pensé que la Sociedad de Estudios y Publicaciones fuera, en la forma que fuese posible, en el futuro, algo así como otras instituciones en el extranjero, que no son Universidades, pero que cuentan, naturalmente, siendo un núcleo importante de la vida intelectual en los países respectivos. Todo ello no es fácil hacerlo en España. Pero con las minúsculas posibilidades que entonces teníamos a mano, creo que la labor de la Sociedad de Estudios y Publicaciones -no la mía sólo, la Sociedad no fui sólo yo- ha tenido una influencia mayor o menor, pero en todo caso importante, dentro de la vida española. Los conferenciantes y profesores extranjeros que yo he traído aquí de diversas partes del mundo, son para mí uno de los testimonios más gratos y más íntimamente satisfactorios de lo que era la irradiación de la vida de la Sociedad de Estudios y Publicaciones en muchos medios intelectuales” (EM 290 ss).

La calidad de un maestro no depende de la cantidad de libros que ha puesto en el mercado, ni del lugar que ocupa en el ranking de ventas, ni de sus artículos en la prensa, ni del número de personas congregadas a las puertas de sus clases y conferencias; hay maestros que lo son de una minoría que después traslada de maneras muy diversas lo recibido de ellos al conjunto de la sociedad… Ese tipo de maestro fue Zubiri y correspondió a sus discípulos la aplicación de los conceptos fundamentales de su filosofía al campo de la moral, la psicología, la ética, la bioética, la teoría social y política, la antropología, la teología, etc.

En quinto lugar, no hay que perder de vista que la actitud filosófica radical de Zubiri lo forzaba a escapar de todo esquema preconcebido y de cualquier supuesto dado por descontado. Lo que sucede es que a veces se espera del filósofo una palabra certera sobre cuestiones morales, los problemas de las sociedad o la política, pero esta concepción de la filosofía como un conjunto de recetas para paliar el caos exterior (en la sociedad o en la política) o interior (angustias, sufrimientos, problemas morales, etc) olvida que la vida filosófica que encarnó Zubiri fue una constante remoción de prejuicios y un continuo navegar en un mar de dudas, una búsqueda absolutamente honesta, a veces dramática, de la verdad, y que ésta no corresponde necesariamente a nuestros anhelos ni se traduce en soluciones claras a nuestros problemas.

Una filosofía como la zubiriana no aspira de entrada a reformar a los hombres y a la cultura. Una filosofía radical debe hallar los criterios de autenticidad en ella misma, no puede sostenerse sobre la base de su eficacia política o social porque perdería su voluntad de justificación radical y revisión constante de sus tesis y puntos de partida. Si la filosofía se deja medir por criterios ajenos a los suyos -religiosos, políticos, morales, psicológicos o de cualquier otra índole-, pierde su principal aguijón y su osadía, convirtiéndose en un saber domesticado. La vida filosófica que nos enseña Zubiri no da por supuesto nada, ni tan siquiera la posibilidad de orientar a los hombres en los múltiples campos de la vida, mal que nos pese cuando andamos buscando seguridades y certezas. La filosofía es un poco como el arte. No hay que prescribirle de entrada una eficacia pues bien hemos aprendido que la mentira o el autoengaño se introducen también en la pretensión de ser útiles y edificantes. El que ejercita la filosofía, como el que ejercita el arte, sirve con mayor seguridad a su tiempo si se preocupa de comprender la problemática interna de su disciplina y expresar lo más exigente de sí mismo. La mejor y más poderosa proyección de una filosofía en todas las esferas de la vida y del saber viene de un esfuerzo por un filosofar sin más.

En sexto lugar, conviene no olvidar que la conciliación entre vida intelectual y ejercicio político es casi imposible. Sin cargar las tintas en la distinción y sin negar tampoco la posibilidad de una cierta vida intelectual en un político, conviene tener presente que un intelectual no es un político y que una vida intelectual, por su intrínseca naturaleza, difícilmente puede adaptarse a la política. En la vida intelectual lo que importa es dejarse arrastrar por la verdad, por encima incluso de consensos; se trata de una razón teorética, de un biós teorétikós, mientras que en el político domina la razón estratégica, el intento de mejorar las cosas pactando si hace falta con el diablo (dicho sea sin ningún ánimo peyorativo). En palabras de Gregorio Marañón: “el intelectual sabe o presiente que sólo de la crítica estricta puede partir el camino de la perfección […]. He aquí el sino, duro y a veces trágico, del intelectual: afrontar, por deber, el servicio de la verdad desagradable y sufrir las injurias de los mismos que, a la larga, saldrán ganando con su actitud”[213].

En séptimo lugar, hay que enfatizar que Zubiri es un filósofo decididamente universalista. En la perspectiva husserliana la figura del filósofo, va estrechamente ligada a lo universal, y a criticar formas regresivas, más o menos nacionalistas, que apuntan exclusivamente a defender intereses particulares, en este caso nacionales. La crítica de las culturas particulares y la transcendencia y madurez de una nación solo cabe esperarlas de una verdadera vida intelectual[214]. Habría que reconocerle, y más en nuestro país, un gran mérito a Zubiri por sostener una posición semejante, pues nada es más falso que creer que la vida intelectual es espontáneamente universal. Lo que comúnmente llamamos vida intelectual (no las precisiones que adquiere en Zubiri) está preñada de nacionalismos e imperialismos y los intelectuales vehiculan todo tipo de prejuicios, estereotipos, ideas recibidas y heridas narcisistas, como la queja de no ser reconocidos en el extranjero o de serlo más allí que en el propio país. Si bien es cierto que desde la perspectiva zubiriana hay una fuerza de arrastre de la verdad que opera sobre todos los seres humanos, también lo es que dejarse poseer por la verdad choca con los intereses, las pasiones y los prejuicios propios o colectivos. Es necesaria mucha independencia intelectual y lucidez teórica para no dejarse manejar por ninguno de los regímenes intelectuales dominantes que atravesó la vida de Zubiri, para evitar instrumentalizaciones nacionalistas españolas o vascas, para darse cuenta ya en los años 60 de que estamos conformando una única sociedad mundial.

De acuerdo con la concepción de la vida intelectual que nos propone Zubiri los intelectuales no tienen que justificar su existencia ofreciendo sus servicios “teóricos” a la sociedad. Tienen que ser lo que son, personas que dejándose arrastrar por la verdad producen creaciones, ideas metafísicas o hipótesis científicas y dan a éstas toda la fuerza que son capaces. Es seguro que llevar una vida intelectual no significa ser “portavoz” de lo universal, pero esta vida es tanto más intensa cuanto mayor sea el interés por lo universal. Es en la autonomía más completa con respecto a todos los poderes, donde reside el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual[215], el único que es intelectualmente legítimo. Es esta legitimidad la que nos muestra en su vida y en su obra Xavier Zubiri.

Finalmente, no deja de ser elocuente que la única alusión a nuestro país en su obra sea para expresar su deseo “de que España, país de la luz y de la melancolía, pueda elevarse a conceptos metafísicos”. A menudo recordó Zubiri el pensamiento de Hegel: “Tan asombroso como un pueblo para el que se hubieran hecho inservibles su derecho, sus convicciones, sus hábitos morales y sus virtudes sería el espectáculo de un pueblo que hubiera perdido su metafísica”. Sostenía que “del concepto que tengamos de lo que es la realidad y de sus modos pende nuestra manera de ser persona, nuestra manera de estar entre las cosas y entre las demás personas, pende nuestra organización social y su historia. De ahí la gravedad de la investigación de lo que es ser real” (EM 324-5). Y es que Zubiri trabajó toda su vida para elevar a España a conceptos metafísicos porque, siguiendo a Hegel, creía que de ello dependía en buena parte nuestra vida social y nuestra historia.

Laín recordaba en 1952 que “España tiene en primer lugar necesidad de hombres consagrados a la perfección de su quehacer propio…; y el primer deber del filósofo es hacer buena filosofía”[216]. Zubiri se consagró a hacer la mejor filosofía que supo hacer convocando “a todos los españoles que han querido seguirle ­–escribió Gómez Arboleya– a la máxima aventura intelectual: la de cobrar conciencia de las realidades que tratan, y perseguir la realidad en cuanto tal”[217]. Lo hizo con el espíritu que impregnó toda su vida intelectual: intentando arraigar su saber no en profundidades misteriosas, sino en lo aprehensible por cualquiera, depurando su filosofía de todo prejuicio, no sometiéndose nunca a disciplinas de escuela ni a consignas políticas, atento a las creaciones más valiosas de la mente humana, revisando continuamente los propios planteamientos, abierto a todas las tradiciones, dispuesto a cambiar sus ideas hasta el último día de su vida…

¿No podría considerarse ese espíritu de Zubiri y la “elevación” filosófica con él alcanzada su legado a los españoles? ¿No le convierte ese legado en maestro de España? ¿Acaso nuestro país puede prescindir de él? ¿No podría también la filosofía zubiriana, si algún día fuera obligada a hablar, decir: “miserable pueblo, ¿es mi culpa el que ande vagabunda entre vosotros como una adivina, y que me tenga que esconder como si fuera una pecadora y tú mi juez?” [CU1 317-318].

Sócrates no fue un maestro de Grecia por mantener actitudes admirables en su vida personal, sino por realizar hasta sus últimas consecuencias su vida intelectual. El valor de Sócrates ante los tribunales de Atenas que lo condenaron a muerte no lo confirmaron como un maestro de filosofía, sino como un héroe de la filosofía, pero en ningún lugar está escrito que el maestro deba ser también un héroe. El caso de Aristóteles, saliendo apresuradamente de Atenas, lo corrobora: no fue un héroe, pero sigue siendo un maestro de Occidente.

En un país como el nuestro, donde todos hemos sido y somos a la vez héroes y villanos, ¿tenemos derecho a recriminar a Zubiri que no fuera un héroe, sin tenerle en cuenta la honestidad intelectual con que se entregó hasta el final a su vocación filosófica? Y si Zubiri fue en verdad un maestro de los españoles, ¿los españoles le debemos algo? Dejemos que responda Dionisio Ridruejo: «[ ...] lo primero que se le debe a un maestro es -naturalmente- respeto, admiración y gratitud. Lo segundo, es compresión leal y cabal. Lo tercero, es hacerle honor. Hacer honor a un maestro supone, casi siempre, descongelar el respeto y hacer viva la comprensión: o sea, utilizar crítica y creadoramente sus propias enseñanzas para no repetirle, sino continuarle; para no ser fieles a él, sino dignos de él»[218].

8. Conclusión

Según Zubiri, cuando Platón quiso explicar en que consistía la existencia filosófica, contó el mito de la caverna, un mito de existencia (CU1 124 ss). Con este mito ejemplar hemos comparado las peripecias singulares de la vocación, la vida intelectual y el magisterio de Xavier Zubiri. El paralelismo es sugerido por el propio Zubiri, que parece identificarse con el hombre que abandona el fondo de la caverna. Un hombre movido por un ímpetu interno (vocación), que Platón llama arrastre divino, y poseído por la “manía” de la verdad, se libera de las cadenas y poco a poco deviene “filósofo: el hombre libre del fondo de la caverna”. Esta liberación es titánica, en ella “se dejan trozos de vida, a veces la vida entera”. Y es que “la filosofía o no es, o es esencialmente libertad”. Sin embargo, al hombre liberado, no le pesa el escarpado camino de la liberación, pues una vez habituado a la vida intelectual se da cuenta de la caverna en que vivía y quiere enseñar a otros la posibilidad de vivir de otro modo.

Si como piensa Zubiri es verdad que “la ceguera del hombre de la caverna es más radical aún hoy en día” resulta explicable la incomprensión de la que ha sido objeto su filosofía y su persona. Sócrates podría continuar preguntándonos sobre el amigo de la luz que fue Xavier Zubiri: “¿Creéis que por ello envidió a quienes gozaron de honores y poderes en la caverna, o bien que le ocurrió lo de Homero, es decir, que prefirió decididamente ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?”[219]. A lo que continuaríamos respondiendo como Glaucón: “Esto es lo que creemos, que prefirió cualquier otro destino antes que aquella vida”, y añadiríamos que su “manía” por la verdad lo convirtió en un verdadero maestro en la penumbra española[220].

Salamanca, octubre de 2008

Jordi Corominas

Joan Albert Vicens

[1] Su versión más acabada la encontramos en el curso de Barcelona “Introducción a la filosofía de los griegos” (1941-1942), pendiente de publicación. Es interesante también comparar la interpretación de Zubiri con la de Heidegger (“La doctrina de Platón acerca de la verdad”, Eikasia. Revista de filosofía, n. 12, 2007 pp. 261-284) Ambos insisten en la transformación vital que supone la vida intelectual, pero Zubiri acentúa el carácter ejemplar de la forma de vida y trayectoria vital del filósofo que se deja arrastrar por la verdad apropiándose del mito de una forma mucho más positiva que Heidegger, el cuál lo critica como exponente de una concepción metafísica de la verdad. Es algo que no podemos ver aquí en detalle, pero que sin duda podría constituir un hermoso trabajo. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, Taurus, Madrid, 2006, pp. 217 ss.

[2] Curso de Barcelona, 1941-1942, inédito, archivo de XZ.

[3] Ibídem.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Juan Bañón, “Zubiri hoy: tesis básicas sobre la realidad”, Del sentido a la realidad, Ed. Trotta, Madrid, 1995.

[8] C. Castro, Biografía de Xavier Zubiri, Edinford, Málaga,1992, p. 65.

[9] Carta de X. Zubiri a L. Eijo y Garay, 19-III-1922, Archivo de XZ. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., cap. II.

[10] “Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho las ciencias y las artes” J. Balmes, El Criterio, Espasa-Calpe, Madrid, 1987, p. 24. “Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha nacido”, Ibídem, p. 25. “Un hombre dedicado a una profesión para la cual no ha nacido es una pieza dislocada; sirve de poco y muchas veces no hace más que sufrir y embarazar. Quizá trabaja con celo, con ardor; pero sus esfuerzos o son impotentes o no corresponden ni con mucho a sus deseos”, Ibídem, p. 26.

[11] Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., pp. 35-55.

[12] “Cuando se intimaba con él, era sencillamente maravilloso; quedaba uno prendido en su alma […] Un extraordinario educador. […] un educador que en primera línea entendía que la educación consiste en inclinarse sobre el alma, y ante todo en respetarla. […]El respeto de las almas, su gran lema” (EM 229 ss.).

[13] Carta de Domingo Lázaro a Benigno Pérez, 21-3-1922. Archivo de XZ. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 150.

[14] Prueba del respeto por las personas y de la finura psicológica de Lázaro fue el apoyo que brindó a Zubiri en todo momento en su dramática crisis religiosa, y el que desaconsejara que Zubiri fuera marianista: Carta de D. Lázaro a M. Schleich, 2-VI-1920, Archivo de la Compañía de María, Zaragoza: «El joven de Lovaina es ese a quien usted alude: un monstruo de inteligencia y muy sano de corazón. Se dirige al sacerdocio. Genio, empero, bastante raro. Por eso no intenté hacerlo nuestro, aunque él nos adora a nosotros». Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, p. 712.

[15] Carta de I. Ellacuría a L. Etxaerandio, 22-3-1963, Escritos filosóficos, II, San Salvador, UCA Editores, 1999, p. 35. Juan Zaragüeta fue maestro de filosofía de Zubiri en el Seminario de Madrid y ya antes Zubiri había contactado con él. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, pp. 57 y ss.

[16] Homenaje a X. Zubiri, Madrid, Revista Alcalá, 1953, pp. 271-275.

[17] Zubiri completó y perfeccionó los apuntes que había tomado en los cursos de Zaragüeta y se los regaló al maestro. Éste, que los guardó siempre como un tesoro, los valoraba como una expresión substancial de su propio pensamiento “mejorado por el discípulo”.

[18] El libro se ha reeditado en editorial Encuentro, Madrid, 2003. Es muy posible que Zubiri lo leyera. En cualquier caso, algunos de sus consejos y elaboraciones resuenan en la obra zubiriana y parece obvio que se dejó empapar en lo referente a la vocación y a la vida intelectual por algunas de las consideraciones de esta tradición.

[19] Ibídem, p. 28.

[20] Ibídem, p. 59.

[21] Ibídem, p. 44.

[22] Ibídem, p. 184.

[23] Ibídem, p. 23.

[24] Ibídem, p. 6.

[25] A.D. Sertillanges, La vida intelectual, Barcelona, Ed. Atlántida, 1944, p.26.

[26] Carta de X. Zubiri a Eijo Garay, 19-III-1922, Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 59.

[27] “Sin duda mis cualidades intelectuales (a las que me veo forzado a aludir bien a mi pesar, por amor a la objetividad) sobrestimadas probablemente, pudieron engendrar la ilusión que mi completa dedicación al estudio, en gran parte de temas eclesiásticos; era fruto inequívoco de una franca vocación sacerdotal.” Carta de X. Zubiri a la Sagrada Congregación del Concilio, 13-10-1933, Archivo de XZ. Cf. J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 5 y 6.

[28] Zubiri se ordenó sacerdote en 1921 en medio de una profunda crisis de fe. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. p. 111 ss.

[29] “D. Juan Zaragüeta, conocedor profundo de la filosofía de nuestro tiempo, se creyó en el caso de llamarme alguna vez la atención y de recordarme muy taxativamente las decisiones del Concilio Vaticano. Entonces se produjo de una manera, no ya borrosa sino nítida, una escisión entre mi vida intelectual y mi vida espiritual. Carta de X. Zubiri al Tribunal Eclesiástico de Madrid, III-1935. Archivo de XZ. Cf. J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 17 y 18.

[30] J. Corominas, “Xavier Zubiri y la crisis modernista”, The Xavier Zubiri Review, Foundation of Norteamérica, Vol. 7, 2006.

[31] Carta de X. Zubiri a B. Pérez, 18-IV-1921, archivo de XZ. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 111 ss.

[32] Zubiri solicitó su secularización para “vivir con holgura mi vida intelectual, y llevar con comodidad y libertad interior y exterior mi vida intelectual y docente”. Carta de X. Zubiri a la Sagrada Congregación del Concilio, 13-10-1933, archivo de XZ. Cf. J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 17 y 18.

[33] “La actitud del Cristianismo ante su propia historia intelectual está bien clara en el discurso reciente de un Cardenal belga: la Iglesia no se opone al intelecto ni a la ciencia, y la Revelación es lo suficientemente verdadera para no tener que temer ni a la filosofía ni a la ciencia, ni a la historia. Si siempre se hubiese entendido esto así, se habrían ahorrado muchos disgustos.” X. Zubiri, “Helenismo y cristianismo”, Curso inédito impartido en la Universidad Central, Lección del 23-V-35, Archivo de XZ.

[34] “Nunca tuve sentido de la vocación aunque mis superiores, estimando mis cualidades intelectuales y considerando el precario estado de mi salud creyeran sinceramente lo contrario. A ello contribuía de modo eficaz, mi temperamento reservado y encogido ajeno a expansiones y confidencias que pudieran traducir mi estado interior.” Carta de X. Zubiri a la Sagrada Congregación del Concilio, 13-X-1933, Archivo de XZ. Cf. J. Corominas y J. A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 5 y 6.

[35] “Mis padres de tradicional y recia estructura cristiana, no ejercieron sobre mi, ciertamente, lo que se pudiera llamar una coacción. Pero la educación, el ambiente, la esperanza paternal, me hacían sentir fuertemente que la ilusión suprema de su vida era que fuera sacerdote”. Carta de X. Zubiri a la Sagrada Congregación del Concilio, 13-X-1933, archivo de XZ. Cf. J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 5 y 6.

[36] Cf. J. Corominas y J. A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op, cit., cap. 5 y 6.

[37] Diversos amigos de Zubiri nos dieron testimonio en nuestra investigación biográfica de su tacto y “savoir faire” ante cuestiones íntimas delicadas y conflictos vocacionales. Por la misma índole de estas cuestiones nos vemos obligados a preservar su anonimato.

[38] J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit.

[39] Ibídem.

[40] “Yo desearía poder contribuir muy positiva y eficazmente como el último pero el más activo operario a la recristianización de la vida intelectual de nuestro país, y volver a atraer la atención sobre los problemas teológicos, muertos por una piedad practicona de novenario, o esterilizados en fríos esquemas”. Carta de X. Zubiri a Lluís Carreras i Mas, 22-II-1936. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 342.

[41] Y a pesar de su discreción, fueron muchos los cristianos que encontraron inspiración en Zubiri: Aranguren, Ruíz Giménez, Miret Magdalena, Panikkar, Laín Entralgo, Julián Marías, etc. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, “Entrevista a Joaquín Ruíz-Giménez”, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., pp. 125-138

[42] Por ejemplo en el curso “Cuerpo y alma” (1950-51), archivo de XZ.

[43] Cf. Antonio Pintor-Ramos, "Zubiri y la fenomenología", Realitas III-IV, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1979, pp. 339-565; A. Pintor-Ramos, Génesis y formación de la filosofía de Zubiri, Salamanca, Universidad Pontificia, 1979; 2 ed, 1983; A. Pintor-Ramos, "La 'maduración' de Zubiri y la fenomenología", Naturaleza y Gracia 1979; 26: 299-353; Diego Gracia, Voluntad de verdad: Para leer a Zubiri, Barcelona, Labor, 1986; Víctor Manuel Tirado San Juan, Intencionalidad, actualidad y esencia: Husserl y Zubiri, Salamanca, Universidad Pontificia, 2002; Víctor Manuel Tirado San Juan, Husserl et Zubiri, six études pour une controverse, París, L’Harmattan, 2005.

[44] Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 198.

[45] Ibídem, cap. 11.

[46] Cf. J. Corominas, J. A.Vicens, “Entrevista a Alberto del Campo”, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., p. 148.

[47] Cf. X. Zubiri, Palabras de Homenaje a Ortega en el curso “Filosofía primera”, lección 28, 6-V-1953, Archivo de XZ.

[48] Carmen Castro, “Dos amigos: Ortega y Zubiri”, Ya, 12-X-1985.

[49] Notas manuscritas de Ortega dirigidas a Zubiri sobre la Crítica del Juicio de Kant. Archivo de XZ. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. p. 90.

[50] Carta de X. Zubiri a J. Ortega y Gasset, 9-X-1921 de 1921 y Carta de X. Zubiri a J. Ortega y Gasset, 25-XII-1920, Cf. J. Corominas-J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., pp. 122 y 727

[51] A. Pintor-Ramos señala que Zubiri conectó muy pronto con la empresa intelectual de Ortega, “no porque compartiesen la misma filosofía, sino porque se sintió identificado con el modo en que Ortega animaba a hacer filosofía y compartió su visión del lugar que ésta debía tener en la cultura”. Sin embargo, pensamos que en el periodo de 1920 a1927 Zubiri compartió buena parte de la filosofía de Ortega. Cf. A. Pintor-Ramos, Nudos en la filosofía de X. Zubiri, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 2006, pp. 23-24.

[52] Carta de X. Zubiri a J. Ortega y Gasset, 25-XII-1920. J. Corominas-J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. P. 108, y J. Corominas, “X. Zubiri y la crisis modernista”, op. cit.

[53] Carta de X. Zubiri a J. Ortega y Gasset, 9-X-1921, p.122.

[54] “A pesar de aparentes antagonismos, fruto más bien de interpretaciones falibles, que de la exacta traducción de nuestras respectivas posiciones, creo que en el fondo de las cosas nos hallamos en una sana proximidad, cuando no conformidad, progresivamente creciente por ambos lados.” Carta de X. Zubiri A J. Ortega y Gasset, 9-X-1921, J. Corominas-J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. 122.

[55] J. Ortega y Gasset, Obras Completas, IX, Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid,1983, p. 556

[56] J. Ortega y Gasset, “En torno a Galileo”, op. cit., V, p. 138; J. Ortega y Gasset, “Introducción a Velásquez”, op. cit.,VIII, p. 566.

[57] La vocación es un imperativo vital, un “tener que ser” que Ortega distingue expresamente del imperativo ético “deber ser”: «La cosa es terrible, pero es innegable; el hombre que tenía que ser ladrón y, por virtuoso esfuerzo de su voluntad, ha conseguido no serlo, falsifica su vida. No se confunda, pues, el deber ser de la moral, que habita en la región intelectual del hombre, con el imperativo vital; con el tener que ser de la vocación personal, situado en la región más profunda y primaria de nuestro ser.» Citado por Diego Gracia, “La vocación docente”, Anuario Jurídico y Económico Escurialiense, XL, 2007, p. 810.

[58] “En suma, vocación es misión y tarea. Ella comprende todos los órdenes e instantes de la vida. Como decía Píndaro: llega a ser el que eres. Desde este sí mismo más radical todo adquiere su adecuada colocación. Se trata de un destino. Los antiguos usaban confusamente de un término cuyo verdadero significado coincide con ese que he llamado proyecto vital: hablaban del destino y creían que consistía en las cosas que a una persona le pasaban. Pronto se advierte que una misma aventura puede acontecer a dos hombres y, sin embargo, tener en la vida de uno y otro valores distintos y hasta opuestos, ser para uno una delicia y para otro un desastre. Lo que nos pasa, pues, depende para sus efectos vitales, que es lo decisivo, de quién seamos cada uno. Nuestro ser radical, el proyecto de existencia en que consistimos, califica y da uno y otro valor a cuanto nos rodea. De donde resulta que el verdadero destino es nuestro ser mismo. Lo que fundamentalmente nos pasa es ser el que somos”. Cf. J. Ortega y Gasset, “No ser hombre de partido”, op. cit., IV, p. 77.

[59] J. Ortega y Gasset, “Pidiendo un Goethe desde dentro”, Revista de Occidente, 24, Madrid, 1982, pp. 20 y 22.

[60] J. Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”, op. cit., III, pp. 151; “La metafísica y Leibniz”, op. cit., III, pp. 599-600.

[61] J. Ortega y Gasset, “Meditación de la técnica”, op. cit., V, pp. 331, 341, 352.

[62] “La vida es en sí misma y siempre un naufragio”. J. Ortega y Gasset, op. cit., IV, p. 397.

[63] “El náufrago, el hombre que bracea, no se encuentra en su ambiente, está fuera de sitio, el agua sobre la que trata de mantenerse a flote no es su lugar propio” Ramón Rodríguez, “Naufragio e inhospitalidad”, Ortega en pasado y en futuro, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, pp. 139-140. “La otredad esencial del medio es lo que primero impone la imagen del náufrago: “La vida es darme cuenta, enterarme de que estoy sumergido, náufrago en un elemento extraño a mí”, J. Ortega y Gasset, op. cit., XII, p. 47. “Esta extrañeza revela a su vez la peculiar forma de ser del náufrago: dado que la circunstancia le es originariamente extraña, el ser que se encuentra, no menos originariamente, teniendo que existir en ella está afectado en su dotación ontológica de una inadaptación de principio, de una no coincidencia con su medio. Este carácter que se define como negativo por relación a la circunstancia, es sin embargo definitorio de lo que el náufrago es en sentido positivo, preside todo lo que él puede ver y decir de sí” Ramón Rodríguez, op. cit., p.141

[64] Ibídem, p. 142

[65] J. Ortega y Gasset, op. cit, V, p. 297, citado por Ramón Rodríguez, op. cit., p. 150.

[66] Los diversos proyectos «... no se nos presentan con cariz igual, sino que una voz extraña, emergente de no sabemos qué íntimo y secreto fondo nuestro, nos llama a elegir uno de ellos y excluir los demás. Todos, conste, se nos presentan como posibles –podemos ser uno u otro– pero uno, uno solo se nos presenta como el que tenemos que ser. Este es el ingrediente más extraño y misterioso del hombre». J. Ortega y Gasset, op. cit., V, p. 137.

[67] "La inteligencia humana es un azar -no está en nuestra mano. Tiene un carácter de inspiración, de insuflamiento casual y discontinuo. No sabemos nunca si en un caso dado seremos inteligentes, ni si el problema que nos urge resolver será soluble para la inteligencia". J. Ortega y Gasset, op. cit., IV, p. 499

[68] Xavier San Martín, “Ortega y Gasset, los intelectuales y la idea de política” , Ortega en pasado y en futuro, op. cit., p. 12

[69] J. Ortega y Gasset, op. cit., III, p. 624.

[70] J. Ortega y Gasset, op. cit., V, p. 511.

[71] G. Marquínez Argote, “Bergson y Zubiri”, en J.A. Nicolás-O. Barroso (ed.) Balance y perspectivas de la filosofía de Zubiri, Granada, Comares, 2004, pp. 419-435.

[72] X. Zubiri, “La filosofía del pragmatismo”, trabajo universitario, inédito, Madrid, 1919. Archivo de XZ.

[73] Entrevista de I. Ellacuría y X. Zubiri, 8-IX-1961 en I. Ellacuría, Escritos filosóficos, II, op. cit., p. 21.

[74] Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, Archivo XZ, Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 211 ss.

[75] C. Castro, Biografía de Xavier Zubiri, op. cit., p. 103.

[76] Aunque Bergson continuaba conservando la cátedra de filosofía moderna del Colegio de France, desde 1920 era E. Le Roy quien impartía sus cursos, para que el primero pudiera consagrarse a sus trabajos de filosofía. En 1921, Bergson fue nombrado el primer presidente de la nueva Comisión Internacional de Cooperación Intelectual (CICI, la futura UNESCO desde 1946)

[77] Este cambio es ostensible entre “La filosofía del pragmatismo” y CU1 y CLF. Antes de su visita a Bergson, lo tenía por el más genuino representante del pragmatismo y defensor de un intuicionismo antiintelectualista; en CLF 185-186 le niega esos calificativos.

[78] Esa frase presidió muchos de sus cursos universitarios y privados. En el capítulo que dedica a Bergson en Cinco lecciones de filosofía nos da las claves para interpretarla.

[79] H. Bergson, “Discurso en la Residencia de estudiantes” (Madrid, 1916), publicado en M. Garcia Morente, La filosofía de Bergson, Madrid, Espasa-Calpe, 1972, p. 14-15.

[80] Zubiri, a pesar de su gran interés por la obra de Husserl, apreciaba en ella en este momento “profundas huellas de subjetivismo” . Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 115.

[81] Por ejemplo, en el último artículo que Zubiri publicó en vida: “No es fácil discernir aún lo que será del futuro filosófi­co. Sea de él lo que fuere, los que fuimos discípulos suyos [De Ortega] no podemos dejar de ofrendar al ejemplar maestro, en testimonio de gratitud y adhesión vivientes, el gaudium de veritate en que vivimos, hemos vivido y viviremos junto a él.” “Ortega, un maestro” en Revista de Occidente, 24-25, 1983. Conviene advertir que este artículo no fue una simple reedición de los artículos de prensa dedicados a Ortega en 1936 y 1955 sino una recomposición teniéndolos en cuenta ambos y en la que se introducen algunas modificaciones.

[82] H. Bergson, El pensamiento y lo moviente, Madrid, Espasa-Calpe, 1976, p.149.

[83] Tarea que Bergson siempre concibe como “un esfuerzo colectivo y progresivo de muchos pensadores”. Cf. H. Bergson, La evolución creadora, Madrid, Espasa-Calpe, 1973, p. 13.

[84] Hans-Georg Gadamer, “El pensador Martín Heidegger”, Traducción de Angela Ackermann Pilári, Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2002, pp. 67-72.

[85] “Un increíble don de Heidegger -en el que la herencia fenomenológica de Husserl ejerció su efecto con una fuerza aún más intensa- hizo que la cosa sobre la que se pensaba en cada caso, llegaba a ser como corpórea, redonda, plástica, presente; uno se veía frente a ella porque cada giro del pensamiento sólo remitía a una y la misma cosa. Mientras que en otras circunstancias se suele avanzar de un pensamiento a otro, aquí uno se centraba insistentemente en la misma cosa. Y no se construían simples apercepciones, como en el famoso análisis husserliano del objeto de la percepción y sus matices”, ibídem.

[86] “Cuando nosotros, los más jóvenes, intentamos enseñar, tuvimos un modelo. En lugar del desarrollo rutinario de las clases, donde uno tiene en mente a los «libros» que tiene al lado, se había instalado una nueva dignidad de la vox viva y la completa unión de enseñanza e investigación en el atrevido planteo de preguntas filosóficas radicales”, ibídem.

[87] “Pues las preguntas radicales de Heidegger apuntaban a una originalidad más profunda que aquella que se buscaba en el principio de la autoconciencia. En este aspecto él era hijo del nuevo siglo, dominado por Nietzsche, por el historicismo, por la filosofía de la vida, y para él las afirmaciones de la autoconciencia se habían vuelto sospechosas de no ser legítimas”, ibídem.

[88] Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, op. cit.,

[89] Ibídem.

[90] Ibídem

[91] Ibídem

[92] Ibídem

[93] J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 190.

[94] M. Heidegger, Ser y Tiempo, Traducción Jorge Eduardo Rivera, Editorial Universitaria, Chile, 1998, p. 293

[95] Ibídem, pp. 293-294.

[96] Ibídem, p. 295.

[97] Ibídem, p. 296.

[98] “Estar en el mundo” no significa una especie de localización especial, sino la misma apertura del dasein: el mundo no es la suma cerrada de las cosas dadas, sino el horizonte de posibilidades del dasein que puede utilizar las cosas dadas como instrumento de un proyecto existencial siempre abierto.

[99] Ibídem, p. 297.

[100] Ibídem, p. 297.

[101] X. Zubiri, “El despertar en la existencia teorética”, Introducción a la filosofía de los griegos, 1933-1934, inédito, Archivo XZ.

[101] Ibídem

[102] No se trata de la extrañeza de la totalidad de las cosas tomadas en abstracto sino de la extrañeza de todas las cosas que nos salen al paso, de todo aquello con que nos encontramos.

[103] «El horizonte hace descubrir cosas porque se oculta a sí mismo. Si viéramos el horizonte, no veríamos las cosas. El horizonte hace ver, sin ser visto; esto es, hace posible la diafanidad» (SPFOE 36). “El horizonte no se vé pero se entrevé: las cosas no se ven directamente, sino indirectamente, en la entrevisión misma del horizonte. Es la violenta visión de lo diáfano. Sin borrarnos la extrañeza primera de todo, nos permite esta visión movernos entre las cosas con un nuevo género de familiaridad: la familiaridad de la extrañeza” (SPFOE 38).

[104] Ibídem. En los textos de estos años, “Sobre el problema de la filosofía”, el curso de introducción a la filosofía de los griegos 1933-1934, etc., es donde Zubiri plasma por primera vez el tema del arrastre o posesión por la verdad.

[105] Cruz y raya — órgano español de expresión del catolicismo moderno, liberal, abierto, independiente, sin complejos, capaz de ser crítico con el dogmatismo eclesial y con el dogmatismo anticlerical. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit.

[106] X. Zubiri, Curso de Santander (1933) en J. Corominas, J. A. Vicens, Soledad sonora, op. cit, p. 294. X. Zubiri, Introducción a la vida intelectual, Curso de Madrid, inédito, 1934. archivo de XZ.

[107] X. Zubiri, Sobre las Confesiones de San Agustín, Curso 1932-1933, inédito, archivo de XZ.

[108] Ibídem.

[109] X. Zubiri. Introducción a la vida intelectual, 02-XI-1934, inédito, archivo de XZ.

[110] X. Zubiri, Introducción a la filosofía, apuntes de Carmen Castro, inédito, 23-V-1932, archivo de XZ.

[111] Ibídem.

[112] Ibídem.

[113] Zubiri había leído el artículo de Ortega sobre la “Misión de la universidad” en Berlín (1931). Es interesante la diferencia entre ambos. Ortega, quizás más realista y más curtido, no espera tanto de la universidad y acepta con gusto que la tarea central de la universidad sea la ilustración del hombre, el de enseñarle la plena cultura de su tiempo, cuestión bastante secundaria para las pretensiones de Zubiri. Cf. Ortega y Gasset, Misión de la Universidad, Ed. De Jacobo Muñoz, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, p. 131.

[114] J. A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, Barcelona, Publicacions de la Facultat de Filosofia de la Universitat Ramón Llull, 2007, pp. 77.

[115] Platón, República, 515 e.

[116] D. Ridruejo, “Xavier Zubiri y la poesía”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 205

[117] A. Lissarrague, “El magisterio de Xavier Zubiri”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p.156.

[118] I. Ellacuría, Escritos filosóficos II, op. cit., p. 31.

[119] L.F. Vivanco, “Los apuntes de Zubiri”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 259.

[120] J.A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit., p. 78.

[121] J. Marías, Filosofía española actual, Madrid, Espasa Calpe, 1948, p.135; Una vida presente, Madrid, Alianza Ed., 1988, pp. 100-101. “Sus clases eran muy difíciles, oscuras –decía Manuel Mindán-. La mayor parte no le seguíamos. Yo tenía dos carreras terminadas y había ganado unas oposiciones, y aun así me veía muy justo para poder seguirle”. Entrevista a Manuel Mindán, J. Corominas-J. A. Vicens, Conversaciones sobre X. Zubiri, op. cit., p. 37. En el mismo sentido se pronuncian sus alumnos catalanes, por ejemplo: “Zubiri hablaba rápida y nerviosamente. Era muy difícil seguirlo, pero se veía que sabía mucho” (J. Palau); “Zubiri no hacía ninguna concesión ni a la retórica ni a la pasión, su discurso era cristalino pero difícil”; la dificultad de seguirlo en sus exposiciones “nos hizo pensar en contratar a un taquígrafo” (M. Boix). Cf. J.A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit., cap. 8.

[122] Luis Felipe Vivanco, “Los apuntes de Xavier Zubiri”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 260.

[123] Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, op. cit.

[124] Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., p. 177. Sobre su memoria de cátedra puede consultarse también A. Pintor-Ramos, “Primer acceso a la historia de la filosofía”, Nudos en la filosofía de Zubiri, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 2006, pp. 17-47.

[125] X. Zubiri, Memoria de oposiciones a cátedra, 1926, inédito, Archivo XZ, p. 29.

[126] Ibídem, p. 30.

[127] Ibídem, p. 31.

[128] Sus alumnos de Barcelona, por ejemplo, recuerdan sus expresiones recurrentes: “No es eso, no es eso…” o “Volvamos a nuestro modesto punto de partida…”, para corregirlos y conducirlos hacia las posiciones que creía correctas. J. A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit. cap. 8.

[129] Zubiri había visto que muchos recibieron de Ortega “el primer entusiasmo filosófico” y que “supo contaminar a los demás esa fecunda sensibilidad filosófica”; “creó sensibilidad filosófica en quienes estuvieron en contacto con él”… (SPF 266-267).

[130] J. Ortega y Gasset, "La pedagogía de la contaminación". Meditación de la universidad y otros ensayos sobre educación y pedagogía. Editado por Paulino Garagorri. Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1983, pp. 83-96.

[131] J. Ortega y Gasset, “Unas lecciones de metafísica”, op. cit., XII, p. 28.

[132] J. Ortega y Gasset. “La pedagogía de la contaminación”, op. cit. p. 89-93

[133] Según sea el temple de cada filósofo, una emoción parece predominar en su quehacer. En unos sería efectivamente el asombro, en otros la inquietud, en otros la nostalgia, en otros el cinismo, la angustia, el gozo etc. el mismo Zubiri en la correspondencia con Heidegger (Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, op. cit.) hablaba de dolor y “joie” a la vez.

[134] “A filosofar no se entra sino despertando el temple, la emoción filosófica” (CU1 368); “Se puede saber qué es una percepción, pero esto no es suficiente para filosofar. No se introduce a la filosofía suministrando un vocabulario filosófico, sino despertando un humor, un temple, una emoción filosófica”, X. Zubiri, “Introducción a la filosofía”, apuntes de Carmen Castro, op. cit.

[135] X. Zubiri, “Introducción a la filosofía”, Apuntes Carmen Castro, op. cit., inédito.

[136] Ibídem.

[137] Ibídem.

[138] “La enseñanza ha sido durante la mayor parte de nuestra historia «adoctrinamiento » o «indoctrinación». Los dos términos proceden del sustantivo abstracto latino doctrina, derivado del verbo doceo, que suele traducirse por enseñar. Doceo, a su vez, traduce el griego dokéo, creer, parecer, de donde procede el sustantivo dóxa, opinión, creencia. Esas opiniones constituían los llamados tópoi o loci communes, que eran los que el maestro debía transmitir a sus discípulos. Por supuesto, no se trataba de razonar, ni de discutir; se trataba de indoctrinar o adoctrinar, de hacer que las nuevas generaciones conocieran el depósito de tópicos o lugares comunes, la doctrina. Quien la conocía pasaba a ser doctus, instruido, a diferencia del indoctus, ignorante. Y quien se dejaba adoctrinar era el docilis. Del alumno no se esperaba otra virtud que la docilidad”. Diego Gracia, “La vocación docente”, Anuario Jurídico y Económico Escurialiense, XL, 2007, p. 812

[139] J. Marías, Filosofia española actual, op. cit., p. 135.

[140] L. F. Vivanco, “Los apuntes de Zubiri”, Homenaje a X. Zubiri, op. cit., p. 259.

[141] D. Ridruejo, “El estilo de Zubiri”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 205.

[142] J. A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit. p. 77.

[143] J. Corominas-J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op. cit., p.138.

[144] Maur Mª Boix, benedictino de Montserrat, antiguo alumno suyo en la Universidad Barcelona, J.A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit. p.76.

[145] ¿Hasta que punto en los años de Roma y París se produce en Zubiri un resurgir de un ideal de vida católico como motor principal de toda su actividad intelectual? Piénsese en los estudios y en los cursos que da en esta época y en su solicitud rechazada de trabajar y estudiar en la Universidad de Upsala en Suecia o en la Escuela Bíblica de Jerusalén antes que volver a España. ¿Hasta dónde contribuyen a atemperarlo sus dificultades sentimentales, la censura que sufre de la propia iglesia católica y la circunstancia española en la inmediata posguerra? Para el desarrollo de esta cuestión puede consultarse la biografía de Xavier Zubiri (Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit.) y el artículo de J. Corominas, “Xavier Zubiri y la crisis modernista”, op. cit. Que se trata de una cuestión nuclear también para la comprensión de su filosofía y de su relación con la teología lo muestra el reciente libro de Guillermina Díaz Muñoz, Teología del misterio en Zubiri, Herder, Barcelona, 2008. Creemos que el descubrimiento y profundización de la teología del misterio en esta época (especialmente cuando estudia en el centro universitario de san Anselmo de Roma 1935-1936 donde entra en contacto con Dom A. Stolz, M. Schmaus, y el discípulo de Casel, Warnach Cf. Guillermina Díaz Muñoz, op. cit. p. 34) le permitió a Zubiri continuar siendo católico y explica el renacimiento y el rebrotar de su fe al que se refiere en su correspondencia. La próxima publicación del curso “Helenismo y cristianismo” (1934-1935) donde Zubiri repasa las tesis de la escuela de la historia de las religiones y la de sus seguidores protestantes, liberales y modernistas respecto al origen del cristianismo puede suministrar algunas claves del alejamiento progresivo de Zubiri de las tesis modernistas. Es destacable la justificación que proporciona Guillermina Díaz del gran interés de Zubiri en los años de Roma y París por las lenguas y las culturas orientales. La escuela de la historia de las religiones (Dumézil, Furlani, Jeremias, etc) atribuyen el origen del cristianismo al sincretismo con religiones del misterio del entorno y suelen plantear teorías sobre la procedencia o dependencia directa de religiones mistéricas, helenísticas u orientales. Por su parte, la teología del misterio reivindica el carácter original del cristianismo y del misterio paulino. En este contexto se explica el denodado empeño de Zubiri por el estudio de lenguas orientales y el contacto con diversos orientalistas. La lectura directa de las fuentes orientales puede permitirle dirimir directamente la cuestión. En definitiva el libro de Guillermina Díaz muestra algo que hasta ahora había pasado sino del todo, bastante desapercibido: la importancia en la filosofía, la teología y la biografía de Zubiri de la teología del misterio. Lo que ya encontramos harto más discutible es que se deba entender a partir de 1935 toda la filosofía y la teología de Zubiri como la de un teólogo del misterio seguidor y continuador de la tradición de los benedictinos Casel y Warnach.

[146] Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. cap. XXV a XXVIII.

[147] La primera y segunda parte de la Crisis se publicó en el primer número de la Revista Philosophia de Belgrado pp. 77-176, que dirigía Arthur Liebert en enero de 1937. Para una cronología de los avatares de la composición de Crisis cf. Javier San Martín, Para una filosofía de Europa, Universidad nacional a Distancia, 2007. p. 239 ss. La edición definitiva de Crisis, la de 1954 donde aparece la 3 parte y los anexos, Die Krisis der Europäischen Wissenschaften und die Transzendentale Phänomenologie. Eine Einleitung in die phänomenologische Philosophic, The Hague, M. Nijhoff, 1954, también se encuentra en la biblioteca de Zubiri.

[148] Contamos con dos cartas de la esposa de Husserl, Malvine Husserl: Carta de M. Husserl a X. Zubiri, 22-VIII-1937, Archivo de XZ y Carta de M. Husserl a X. Zubiri, 30-I-1940, Archivo de XZ. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., pp. 761, 773.

[149] Es lo que conjeturamos de la respuesta de Malvine Husserl de 1937 y la siguiente de 1940. Cuando Malvine revisó la correspondencia de su marido ya fallecido se vio obligada de nuevo a contestar a Zubiri. Es muy posible además que éste le expresara su interés en 1937 por traducir su obra al español prosiguiendo la labor iniciada con Ortega en Revista de Occidente.

[150] E. Husserl, La crise des sciences européennes et la phénoménologie transcendentale, Gallimard, París, 1976, p. 22

[151] Javier San Martín dirá que “El telos de la fenomenología es mostrar que el ser humano no es el ser dado en el mundo, sometido por tanto a la legalidad del mundo, a las diversas determinaciones del mundo, sino que ante todo como ser humano es subjetividad trascendental teleológicamente comprometida con la racionalidad: sólo tal ser puede hacer ciencia y, por supuesto, sólo también ese ser puede ser un sujeto ético radicalmente comprometido, por encima de cualquier coyuntura y situación fáctica, con unos valores éticos”. Javier San Martín, Para una filosofía de Europa, op. cit., p. 34

[152] Ibídem, p. 23

[153] Ibídem, p. 23.

[154] En estos textos parece más afín a Husserl que a Heidegger: La vida filosófica no es una forma más de vida, el compromiso con la vida teórica es el remedio necesario de la crisis: a pesar de las circunstancias difíciles, Zubiri, como Husserl, no desespera, confía en la fuerza de la vida teórica. En Heidegger la filosofía parece plantearse en este momento más como estremecimiento que como ambición de transformación social.

[155] Una comparación entre los escritos que van de 1930 a 1936 y los escritos de 1940 a 1945 permitiría ver hasta que punto tuvo presente Zubiri las últimas obras de Husserl en estos últimos.

[156] La idea de filosofía tampoco ha variado respecto a los años 30. Así escribe en “Ciencia y realidad” (1941) : «Los problemas de la filosofía no son, en el fondo, sino el problema de la filosofía» (NHD, 112). Al revés que las otras ciencias, la filosofía no comienza con un concepto de lo que ella misma es, «Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada, conquistarlo» (NHD, 117).

«Mientras la ciencia inmadura es imperfecta, la filosofía consiste en el proceso mismo de su madurez. Lo demás es muerta filosofía escolar y académica. De ahí que, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia, la filosofía tenga que madurar en cada filósofo. Y, por tanto, lo que propiamente constituye su historia es la historia de la idea misma de filosofía» (NHD, 121). Estas citas se pueden comparar con lo citado en el apartado de los años 30 para ver que no hay ningún cambio significativo.

[157] “Nuestra situación intelectual” (NHD)

[158] Hay un gran aire de familia entre “Nuestra situación intelectual” y la primera parte de La crisis.

[159] Víctor Tirado, op. cit., p. 60.

[160] Como dirá Pedro Cerezo Galán “Aquella soledad consentida traducía una situación espiritual de más alcance. Era también la soledad/destino del hombre contemporáneo, que siente que se ha quedado sin raíces, y el ser no es más, como proclamaba Nietzsche, que el último humo de la realidad evaporada”. Pedro Cerezo, P. Cerezo, "Del sentido a la realidad: El giro metafísico en Xavier Zubiri", en VVAA, Del sentido a la realidad. Estudios sobre la filosofía de Zubiri, Madrid, Trotta, 1995, p. 223.

[161] Algunos de estos factores los mencionamos al comienzo del apartado 5 de este artículo. Para una comprensión cabal cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit. cap. XXVII.

[162] J. Marías, “La situación intelectual de Xavier Zubiri”, en Varios autores, Homenaje a Xavier Zubiri, Madrid, Revista de Alcalá, 1953, p. 169.

[163] “¿Fue Sócrates un filósofo? Si por filósofo se entiende el que tiene una filosofía, no. Si se entiende el que busca una filosofía, quizá tampoco. Pero fue algo más. Fue, efectivamente, una existencia filosófica, una existencia instalada en un ethos filosófico que, en un mundo asfixiado por la vida pública, abre, ante un grupo privado de amigos, el ámbito de una vida intelectual y de una filosofía, asentándola sobre nuevas bases y poniéndola en marcha, tal vez sin saber demasiado a dónde iba, en una nueva dirección” (NHD 251).

[164] Un artículo tan autobiográfico como el de “Sócrates” lo escribe Zubiri cuando no piensa en abandonar la universidad, pero no se involucra en ella. Da las clases, atiende educadamente a los alumnos y se va.

[165] Carta de X. Zubiri a Ángel Herrera Oría, 27-I-1937. Estamos apenas en los inicios del conflicto. No tardará Zubiri en descubrir la dificultad, cuando no la imposibilidad de una acción cultural. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 405.

[166] Pedro Cerezo Galán, op. cit., 223.

[167] Zubiri empieza distinguiendo entre forma de realidad y modo de realidad. Cada cosa real, por su constitución, es decir por su sistema de notas (o aunque solo hubiera una), constituye una forma de realidad y por el modo en que estas notas son “suyas”, son de cada sustantividad, conforman un “modo de realidad”. Muchas formas de realidad pueden tener, pues, un mismo modo de realidad. Zubiri distingue tres modos de realidad: mero tener en propio, autoposeerse, y ser persona.

Las diferentes formas de realidad del modo de realidad personal es lo que constituye la personalidad de cada cual. La noción de “personalidad” zubiriana recubre un campo mucho más amplio que lo que comúnmente entendemos por personalidad (carácter o forma de ser). La personalidad se refiera al sistema íntegro de notas que me constituyen como ser singular: se refiere tanto a notas genéticas, como históricas, como comportamentales, como a las que me voy apropiando cada día y como a las que desconozco y que de hecho determinan lo que soy.

“La personalidad es la actualidad de mi propia realidad en el campo de las demás realidades y de mi propia realidad. De ahí que por razón de mi personalidad yo nunca soy lo mismo. Mi propia vida personal es de carácter campal” (IRA 255).

[168] “Pero lo que yo soy como realidad no se agota en lo que soy yo como contradistinto a las demás cosas, y a mi realidad entre ellas, sino que mi realidad campal, mi personalidad, comprende también otras cosas como momentos de mi vida personal. Así, las cosas-sentido, que no son pura y simple realidad, son sin embargo, momentos del constructo de cada cosa con mi vida personal. Toda cosa-sentido es un momento constructo de la actualidad campal en que mi personalidad consiste” (IRE 273).

[169] “El hombre de hoy no sólo tiene organizada su vida de forma distinta a como la tenía el hombre de hace tres siglos, sino que el hombre de hoy es en su realidad distinto del hombre de hace tres siglos" (SH 209).

[170] Mi modo de realidad es constitutivamente abierto y nada, nadie, ni nunca puede cerrar esta apertura. La libertad entra en juego precisamente en la inconclusión de nuestras tendencias. Por un lado hay que decir que no podemos jugar arbitrariamente con nuestras tendencias como si estuviéramos por encima de ellas, pero por otro que las tendencias arrastran, pero que no doblegan. Su fuerza no es compulsiva. Mas bien las tendencias son pretensiones que necesitan de un momento de libertad para ejecutarse. De ese modo el carácter no es una tendencia no libre sino una enorme cantidad de ingredientes que libremente el hombre ha ido modulando o le han modulado en sus tendencias (SSV 137-138). La libertad es por ello susceptible de ser analizada en términos de perfil según la riqueza y la dirección de las tendencias volitivas de cada uno (SSV 121-123); de área según el elenco de cosas que puede elegir cada hombre dependiendo de múltiples factores (SSV 124-126); de niveles según la edad y el tipo de deficiencias psicofísicas (SSV 126-130); y de grados según la articulación de las tres condiciones anteriores (SSV 130-132). Por toda esa variabilidad es que la moral es un arte. Lo importante es encontrar formas viables de moralidad para cada ser humano dada sus tendencias y condiciones (SH 146).

[171] “En cada uno de sus actos el hombre está ejecutando una volición de verdad real. En ella tiene que adoptar una forma de realidad. Esta forma es, pues, optativa. Por tanto la voluntad de verdad real se plasma en búsqueda. Búsqueda de qué? Búsqueda de cómo se articulan las cosas reales en «la» realidad para poder optar por una forma de realidad. Necesitamos averiguar cuál es la manera como se articula en cada cosa «su» realidad con «la» realidad. Y ésta es la fundamentalidad en que se fundamenta mi realidad personal en la realidad, en la realidad-fundamento. Con una expresión de Bergson, esta experiencia puede llamarse «experiencia metafísica», una experiencia de búsqueda de fundamento, de la fundamentalidad del poder de lo real; una experiencia que con más precisión la llamaré experiencia teologal. No es experiencia teológica. De la experiencia teológica me ocuparé en la Tercera Parte del libro. No confundamos lo teologal con lo teológico. Lo teologal es lo que envuelve la versión al problema de Dios. Lo teológico es lo que envuelve a Dios mismo” (HD 108).

[172] También: “Sin la aprehensión primordial no habría intelección alguna. Cada modo recibe de la aprehensión primordial su alcance esencial. El logos y la razón no hacen sino colmar la insuficiencia de la aprehensión primordial, pero gracias a ello, y sólo gracias a ello, se mueven en la realidad.” (324 IRA) y (266 IRE).

[173] "Las ciencias no pueden menos que escandalizarse ante esta pretensión de la filosofía de buscar un objeto distinto de todo otro objeto y presente a todo otro objeto, así como ante el permanente balbuceo en que parecen moverse cada una de las filosofías". I. Ellacuría, "la idea de filosofía en X. Zubiri", Escritos filosóficos II, UCA editores, San Salvador, 1999, p. 381. Esta es toda la grandeza y toda la miseria de la verdad filosófica. Léase con detenimiento el extraordinario resumen que hace I. Ellacuría del "objeto de la filosofía" ibídem, pp. 378-383.

[174] Ibídem, p. 379.

[175] A tenor de lo que cuenta Diego Gracia a Zubiri, capaz de cuestionar su pensamiento hasta el último momento, no le faltó esta salud. Cf. Entrevista a Diego Gracia, cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., p. 236.

[176] Diego Gracia sugiere que si en esta época Zubiri prestó una especial atención a la física, a la química, y a la biología es porque entre el público abundaban médicos y biólogos. Es muy posible, como piensa Gracia, que los cursos que empezó a dar desde 1945 fueran en cierto sentido contraproducentes para la obra intelectual de Zubiri, que le rompieran su ritmo de trabajo y de pensamiento y esto explicaría que al final de su vida expresara la voluntad de publicar solo lo posterior a Sobre la esencia (1962), pero creemos que el interés científico de Zubiri no se justifica únicamente por su público.

[177] La filosofía primera de raigambre zubiriana no depende de hipótesis o teorías científicas, pero para su análisis puede nutrirse de diferentes registros lingüísticos que tengan un valor descriptivo: el lenguaje cotidiano, el poético, el religioso, el científico… De hecho, Zubiri incluye en su filosofía primera un buen número de nociones como campo o sustantividad que toma de diferentes ciencias.

[178] Y con ello se opondría tanto al positivismo científico, que acaba considerando que toda realidad es inmediatamente accesible al dato positivo de la ciencia y que la mera consideración científica es suficiente para determinar la totalidad de la realidad en cuestión, como a los filósofos, que anclados en el ser, en la trascendentalidad, pretenden ignorar las investigaciones científicas.

[179] "El allende no es tan sólo un concepto teórico, como lo son la onda o el fotón. El allende puede ser también lo que forja una novela; no la forjaríamos si lo real dado no me diera que pensar. Lo propio debe decirse de la poesía: el poeta poetiza porque las cosas le dan que pensar. Y esto que así piensa de ellas es su poesía. Que lo inteligido así sea una realidad teoréticamente conceptuada o sea realidad en ficción, o sea realidad poética, no cambia la esencia de la intelección como razón" (IRA 43).

[180] Ya hemos visto anteriormente que para el Zubiri de los años 30 la principal tarea de la universidad era despertar a la vida intelectual según la vocación de cada cual.

[181] Descartes, Principios de la filosofía, I, 74.

[182] Para muchos resultan ser pura palabrería vacía: el valenciano Joan Fuster acusaba a Zubiri de “rizar el rizo de una determinada palabrería”, J. A. Vicens, Xavier Zubiri i Catalunya, op. cit., p. 121.

[183] A. Pintor Ramos, La filosofía de Zubiri y su género literario, Madrid, Fundación X. Zubiri, 1995.

[184] Cf. Tomás de Aquino, De Veritate q.11, a.1, in c.

[185] Cf. R. Descartes, Respuestas a las Segundas objeciones, AT IX-121-123.

[186] J. Zaragüeta, “Xavier Zubiri, discípulo”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 274.

[187] “Dícese de lo que a primera vista presenta con claridad las partes principales de un todo.” Diccionario de la Real academia.

[188] D. Ridruejo, “El estilo de Zubiri”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 205.

[189] Cf. A. Pintor-Ramos, Nudos en la filosofía de Zubiri, op. cit., p. 190.

[190] Cf. J.F. Pino Canales, La intelección violenta, Barcelona, Facultad de Teologia de Catalunya, 1994, p. 12-13

[191] “[…] y eso significa a la vez descubrirla, liberarla e inventarla conceptualmente” , ibídem, p. 63.

[192] “Después de la muerte del filósofo se desencadenó una larga polémica entre una interpretación metafísica y una interpretación noológica, que dura hasta ahora. […] tengo la impresión de que esta larga y fructífera polémica se está empezando a superar precisamente porque la interpretación “noológica” tuvo éxito, logró rehacer las grandes líneas del edificio zubiriano y ya no queda nadie que se aventure a una interpretación de Zubiri sin tener delante Inteligencia sentiente o considerándola un mero apéndice complementario.” Cf. A. Pintor-Ramos, Nudos en la filosofía de Zubiri, op. cit., p. 12.

[193] Si la “interpretación metafísica” ha quedado algo obsoleta, la metafísica zubiriana es un capítulo imprescindible e insustituible de su filosofía” ibídem, p. 12

[194] D. Ridruejo, “Xavier Zubiri y el estilo”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 206.

[195] A. González, Estructuras de la praxis, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 12

[196] Creemos que ésta es la razón última por la que Zubiri siempre rechazó que se le considerara como formando parte de la escuela de Madrid. En todo caso habrían dos escuelas de Madrid. Juan Padilla, citando a Francisco Romero, establece una distinción entre tradición orteguiana y escuela orteguiana (que se suele utilizar como sinónimo de Escuela de Madrid) que nos parece muy justa y adecuada para comprender el aire de familia y las diferencias entre todos aquellos que fueron afectados vitalmente por Ortega: “Desde Ortega existe una filosofía española. Dentro del espacio más amplio de la tradición fundada por él, se recorta el recinto de su escuela. No sería justo en efecto considerar discípulos de Ortega en el mismo sentido a Rodríguez Huéscar y Marías, por un lado, y Zubiri y María Zambrano por otro, por ejemplo. Éstos últimos fueron discípulos de Ortega y pertenecen a su tradición, pero desarrollan una filosofía propia, que se aparta en mayor o menor medida de los planteamientos orteguianos”. Cf. Juan Padilla, Ortega y Gasset en continuidad, Sobre la escuela de Madrid. Editorial Biblioteca nueva, Fundación José Ortega y Gasset, 2007, p. 33.

[197] P. Laín, “Zubiri., un perfecto filósofo”, Ya 3-12-1978, p.3.

[198] Citado por G. Moran , El maestro en el erial, Barcelona, Ed. Tusquets, 1997, p. 515.

[199] Cf. R. Safranski, Un maestro de Alemania, Barcelona, Tusquets, 1998, p. 24.

[200] J. Ortega y Gasset, “La pedagogía social como programa políticico”, op. cit., I, 506-07.

[201] E. Lladó, “La melancolía exuberante”, El país, 22-9-1983.

[202] “Un destacado intelectual y político de la nueva ola ha calificado la última obra del filósofo diciendo: «Sí, es un libro trascendental que no tiene ninguna importancia»”. Cf. “Zubiri”, Revista de Información mundial, n. 208, p. 45. Recorte en el que no consta el autor. Archivo de XZ.

[203] J. J. Sádaba, “Fenómeno y heréncia de un filósofo”, El país, 31-12-1978.

[204] J. J. Sádaba, “Zubiri, un, dos, tres…” Diario 16, Disidencias, n. 9, 15-1-1981, p. X.

[205] Platón, República, 519e-520a.

[206] “Si algo quiso Zubiri es evitar el pensamiento especulativo en filosofía. La aprehensión primordial es pura praxis, praxis primordial. Yo escribí algo sobre esto en la revista Realitas que editábamos en el seminario cuando Zubiri todavía estaba vivo. Desde Zubiri adquieren nuevo sentido y cobran radicalidad algunas de las Tesis sobre Feuerbach, de Marx.” Entrevista a Diego Gracia, cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., p. 236.

[207] Ibídem, p. 197

[208] “Entrevista a Diego Gracia”, cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Conversaciones sobre Xavier Zubiri, op. cit., p. 236.

[209] J. Marías, Una vida presente, Memorias, I, Alianza Editorial, Madrid,1988, p. 32

[210] A. Pintor-Ramos, “Zubiri y su filosofía en la postguerra”, Religión y cultura, XXXII pp. 5-55.

[211] Cf. J. Corominas-J. A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora. op. cit., Diego Gracia suele contar que en la transición democrática, como fue de justicia con Aranguren, Valverde y otros catedráticos expulsados o exiliados de su cátedra por voluntad propia, se ofreció a Zubiri una importantísima cantidad de dinero en compensación por los 30 años que pasó separado de su cátedra y éste la rechazó. Como no encontramos documentación alguna que lo avalara, al final no incorporamos la anécdota a nuestra biografía, pero es muy coherente con la actitud y personalidad de Zubiri.

[212] J. Corominas-J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, op. cit., cap. 30.

[213] Gregorio Marañón, Luis Vives (Un español fuera de España), Obras Completas, VII, Espasa-Calpe, Madrid,1982, p. 281.

[214] Es una crítica recurrente que toda apelación a la universalidad es una estrategia de legitimación de intereses particulares o nacionales. No podemos entrar aquí en este largo debate. En todo caso Husserl no buscaba la imposición universal de un modelo nacional dominante, sino una universalidad transcendente a toda cultura capaz de criticarlas a todas por igual y de respetar, en consecuencia, el pluralismo cultural.

[215] Pierre Bordieu también defiende esta posición frente a Foucault y otros pensadores. Cf. P. Bordieu, Intelectuales, política y poder, Eudeba, Argentina, 2000. p. 172.

[216] P. Laín, “Xavier Zubiri en el pensamiento español”, Homenaje a Xavier Zubiri, op. cit., p. 149.

[217] E. Gómez Arboleya, “El magisterio zubiriano”, Indice de artes y letras, XII, 1958, pp. 1 y 2

[218] D. Ridruejo, Casi unas memorias, Barcelona, Planeta, 19XX, pp. 319-321.

[219] Platón, República, 516 d-e.

[220] Ortega ya presintió que la vida intelectual de Zubiri podía enseñar algo decisivo y esclarecedor para España. Cf. J. Corominas, J. A. Vicens, Xavier Zubiri, La Soledad Sonora, op. cit., p. 576.