X. Zubiri. Filosofía y soledad

X. Zubiri: filosofía y soledad[1]

Zubiri, en su adolescencia (1910-1920), sufre de lleno las consecuencias de la llamada “crisis modernista”. El mundo católico se ve sacudido por el intento que realizan algunos intelectuales y sacerdotes de reconciliar la fe con los planteamientos modernos: exégesis, independencia de la investigación científica, cuestionamiento del magisterio de la iglesia, separación iglesia-estado, progreso... Zubiri profesa muchas de las tesis que condena la iglesia. De sus primeras batallas intelectuales sale con heridas profundas. En los años 20 no harán más que acrecentarse. Apenas abandonada la seguridad que le brindaba la visión del mundo católico encarnada por su familia, el País Vasco y la España multisecular, entreabiertos los ojos a la modernidad, empieza a palpar el ocaso de Europa y el hundimiento de la ilustración y de algunos de sus pilares básicos: la concepción de la razón, del individuo, de la historia, de la sociedad y de la verdad. La crisis filosófica en el siglo XX es de tal amplitud que se llega a poner en cuestión la posibilidad de seguir filosofando. ¿Pero el que se hagan trizas de muchas de las nociones y pilares fundamentales de la filosofía moderna, significa el fin de toda filosofía? ¿No es en el hundimiento de nuestras seguridades y concepciones del mundo que puede empezar la verdadera aventura filosófica? ¿No es el quedarse a la intemperie la primera condición del filosofar? ¿Ha filosofado jamás el que no ha sentido en el interior de su espíritu la duda corrosiva, la sorpresa de nuestro mismo existir, la atracción del abismo, la soledad profunda?

"El estado de espíritu en que nace la filosofía es un abismo de problematicidad —declara Ortega, el maestro de Zubiri—. El filósofo empieza sin hacer pie en nada... La filosofía es el vuelo ascensional que quien cae en un abismo ejecuta para contrarrestar la caída”[2]. Y así parece sentirlo Xavier, de manera nada retórica:

“No he conocido más que una emoción que me ha agitado: la emoción de la pura problematicidad. Desde mis comienzos he sentido el dolor de verlo todo transformarse en problema. Pero este dolor no era el mismo doloroso y no significaba en absoluto una “crisis”. Las crisis no se dan más que en la superficie del espíritu. Al contrario, este dolor era la fuente, en el fondo la única fuente hasta el presente, de verdaderos placeres. Y me he agarrado positivamente a este carácter problemático de la existencia. Yo creía que esto era la filosofía. Me entregaba a la filosofía, mejor aún, desde entonces yo he existido en mis problemas en tanto que problemas, es decir, no sentía la necesidad de resolverlos, al contrario, percibía que toda mi existencia perdería su sentido y su posibilidad si se tratase de problemas que pueden solucionarse. Pero esto no quiere decir que sean estos problemas los que me han atraído y absorbido mi existencia. Esto sería, no lo niego, una forma de filosofía, quizás la más corriente entre algunos de los que han verdaderamente filosofado. En mi ha pasado lo contrario: es una existencia inquieta lo que lo ha rendido todo problemático. Yo he buscado después, y solamente después, los problemas y los libros de filosofía”[3].

Zubiri afirma que no son los problemas filosóficos los que han acaparado su vida como suele ser corriente aún entre aquellos que han filosofado verdaderamente, sino que es el mismo existir, inquieto, problemático, el que le ha llevado a los problemas y libros filosóficos. Mantiene que en esta existencia inquieta ha sentido el dolor de verlo todo transformarse en problema, pero que este dolor no es una crisis, sino que además es fuente de placer. Una crisis es según el diccionario una mutación considerable que acaece en una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse. La emoción de la pura problematicidad parece aludir a un estado permanente, a la “auténtica” condición humana. Pero, ¿Cómo puede haber placer en una existencia inquieta que lo rinde todo problemático? En sus primeras clases de filosofía, en 1926, insistía Zubiri en que la filosofía es la ciencia de los problemas últimos, aquellos que jamás pueden zanjarse, mientras que los problemas científicos son problemas tan solo en apariencia, porque pueden resolverse[4].¿Qué gracia puede tener dedicar toda una vida a problemas que no tienen solución?

Un texto de Ortega, “la momia de la filosofía”, nos explica muy bien esta concomitancia entre existencia problemática, problemas insolubles, placer y filosofía.

“La filosofía se murió hace mucho tiempo —su momia su esqueleto, desde hace generaciones y generaciones, se enseña a las gentes en las cátedras de filosofía a de tal a tal hora. Lo que en esas cátedras se decía era más o menos ingenioso, preciso, ameno— pero no era nada en última instancia que nos importase. Aquello estaría mejor o peor. No iba con nosotros. Ahora bien, la filosofía es algo que, si es filosofía, tiene por fuerza que suscitar en nosotros terror, entusiasmo, desazón, curiosidad, profunda delicia, exaltación. Eso es lo que se produce en nuestra vida en sus momentos culminantes, cuando el vivir se estira, se acrece y siendo vivir es más que vivir. La filosofía, si es algo de verdad, no por simple convención y ganas de hablar, si es algo no puede ser una gris y nula cosa que pasa en las cátedras, sino algo que pasa en cada uno de nosotros, que es cada uno de nosotros.

Pero si alguien es hoy capaz de hacer una filosofía, de filosofar en ese único auténtico sentido, esto es, dicho concretamente, sin ocultación, sin atenuamiento, si es capaz de filosofando con el mayor rigor hacer llorar, y hacer reír y hacer estremecerse a los oyentes, no por capricho, no por artificio, pura y simple, y rigurosa y exclusivamente filosofando ¿Qué se diría de él? ¿Qué cara pondrían las gentes? ¿Qué extrañeza no sentirían? Y qué espanto y que risa, viendo que de pronto, la momia, el ridículo esqueleto que se enseñaba en las cátedras y que no iba con nosotros comenzaba a moverse de verdad y a mirar y a ver, a hacer ver y a decir, decires terribles, decires dramáticos decires joviales que se apoderaban de nosotros, que nos poseían como posee a cada cual su propia y persona vida, por tanto que casi desde el primer instante entraba en nosotros con violencia a la vez dolorosa y deliciosa y se quedaba allí, dentro de nosotros, para siempre, es decir, que cada día la filosofía, al concluir la lección no se quedaba en la cátedra, como un ave disecada en el [museo] de historia natural, sino que «iba con nosotros».

[...] La filosofía es un saber radical y lo es porque se plantea los problemas últimos y primeros, por tanto, los radicales; y porque se esfuerza en pensarlos de modo radical. Este radicalismo del pensamiento filosófico le dis­tingue de los otros modos de conocimiento, sobre todo, le distingue de las ciencias porque éstas, lejos de plantearse problemas radicales, no admiten más problemas que los que son, en principio, susceptibles de solución, por tanto, problemas mansos, como animales domésticos, problemas que lo son en la medida en que ya están por anticipado medio resueltos y entran en la investigación como en la pista del circo los leones amaestrados, es decir, previamente morfinizados. Pero los problemas de la filosofía son los problemas absolutos y son absolutamente problemas, sin limitación ninguna de su brío pavoroso, son los problemas feroces que acongojan y angustian la existencia humana, de que el hombre es portador y sufridor permanente y que no ofrecen garantía alguna de ser solubles, que acaso no lo son ni lo serán nunca. Por eso es la filosofía el único conocimiento que para ser lo que tiene que ser no necesita lograr la solución de sus problemas, por tanto, no necesita tener buen éxito en la empresa. Aun siendo un perpetuo fracaso está perpetuamente justificada como humana ocupación porque la fuerza de la filosofía, a diferencia de los otros modos de conocimiento —ciencia, técnicas, sapiencia vital o saber mundano, etc.— no se funda en el acierto de sus soluciones, sino en la inevitabilidad de sus problemas”[5].

Que Zubiri parezca hacer suya la manera de entender la filosofía de Ortega no debe extrañarnos. Zubiri descubrió en él un talante y un modo de filosofar que le pareció el único transitable para salir de la crisis moderna. La llegada de Ortega a la cátedra de Metafísica en 1910 significó el comienzo de la filosofía contemporánea en España. La filosofía española del siglo XIX —afirma el propio Zubiri— había sido “cosa de secta y de partido”[6]. Eso fueron, en buena medida, sus tres movimientos más significativos: la neoescolástica, el krausismo y el marxismo. Ortega creó en España un ámbito propio para la filosofía y un ambiente para poder filosofar con libertad. Quiso liberar la filosofía de toda instrumentalización política. Para él la filosofía “no es de derechas ni de izquierdas”; profesar una filosofía no es estar contra éste y a favor del otro, nada tiene que ver con apuntarse a una secta. Pero el único modo de lograr todo esto es filosofando efectivamente, interesarse por las cosas mismas, hacer una filosofía que sea sólo filosofía y nada más. Y eso es lo que hacía Ortega en sus clases. Quería abrir una vía filosófica personal que representara la salida de la crisis de disolución en que se encontraba sumido el pensamiento europeo. Ortega tenía clara conciencia de estar escribiendo y enseñando en un siglo en que quizás por primera vez desde Grecia se había dejado de creer en la razón[7]. La cultura occidental y en particular la Ilustración han supuesto que las ideas son el terreno firme e inamovible sobre el que edificar todo el conjunto de aspiraciones y deseos del hombre. Tanto la tradición que deriva de Kant, el idealismo alemán, como la que deriva de Hume, el empirismo inglés, hasta el positivismo lógico cifraron sus esperanzas filosóficas en la razón. El fin de esta esperanza produce “ese cariz de cosa desarraigada que ha tomado nuestra existencia y esa impresión de que caemos en un vacío sin fondo y por mucho que agitemos los brazos no hallamos nada a que agarrarnos”[8]. Don José acompaña a Zubiri, por primer vez en su vida, hasta “esa última radicalidad del espíritu que enseña a librar las grandes batallas de la Filosofía”[9].

Como Ortega, Zubiri busca hacer una filosofía que sea filosofía sin más. La filosofía no es buena ni mala porque satisface nuestros gustos, opciones o inclinaciones, sino por su mayor o menor radicalidad. Para ser radicalmente liberadora la filosofía tiene que ser sobre todo fiel a sí misma, sin edulcurantes, sin cortapisas teológicas, políticas o de cualquier otra índole. Su fuerza liberadora estriba en no depender de ningún otro saber exterior, o en todo caso, en ir mostrando filosóficamente sus ataduras para irse desprendiendo de ellas permanentemente. Y cuánto tantas voces se alzan contra este modo de entender la filosofía ¿no será que se teme su libertad, qué se la quiere domesticar para evitar el “brío pavoroso” de sus problemas?

Una de las críticas que se han hecho a filosofías de inspiración fenomenológica como las de Ortega, Heidegger o Zubiri es que pretenden buscar un lugar neutro donde exiliarse del lenguaje y de la historia. Pero los tres tienen conciencia de la radical historicidad de la filosofía. Las paredes de cada individuo, por muy enjutas que nos parezcan, rezuman siempre jugos genéricos como las viejas estancias que filtran en sus goteras cada hilo de lluvia que cae sobre el tejado. Precisamente por la conciencia de esta historicidad radical la filosofía de Zubiri no puede buscar un lugar neutro sino sólo un ámbito originario donde las tradiciones puedan discutir permanente y libremente. La filosofía de X. Zubiri no nos permite escapar de nuestros prejuicios, pero nos permite dirigir la voluntad de nuestro conocimiento a escapar de su conjuro desde el momento en que en lugar de defender nuestros propios presupuestos y opciones estemos dispuestos a despejarlos en aras de una justificación más rigurosa del punto de partida. De ese modo, la historia de la filosofía puede ser interpretada como un penoso esfuerzo de crítica constante de las presuposiciones fundamentales que la filosofía comparte con las ciencias, con las religiones y con las ideología vigentes.

El hecho de que la filosofía no produzca una utilidad inmediata es quizás más una ventaja que un defecto, pues esta predilección por lo práctico y lo efectivo en un régimen de aturdimiento (SSV 403), de actividades y de urgencias en el cual siempre carecemos de tiempo y holgura para saber dónde tenemos apoyados los pies (SSV 404) podría ser uno de los magníficos engaños de nuestro tiempo para mantenernos en la superficie de los problemas mientras creemos estar haciendo algo. "Lo gravísimo es que todavía no pensamos; ni aun ahora, a pesar de que el estado del mundo da cada vez más que pensar. Aparentemente este proceso exigiría más bien que el hombre comience a obrar sin demora, en vez de hablar en conferencias y congresos, moviéndose sólo en la línea de imaginar lo que debería ser y cómo habría que realizarlo. Según esto lo que hace falta sería el obrar y en modo alguno el pensar. Pero, sin embargo, tal vez sea el caso que el hombre en lo que lleva de existencia, ya hace siglos, ha obrado de más y pensado de menos"[10]. "En todas partes se va siguiendo la pista y registrando la decadencia, la destrucción, la amenaza del aniquilamiento del mundo. Existe por doquier un género propio de reportaje novelesco que sólo sabe escarbar en estos bajones y bajezas. Esto es, por una parte, mucho más fácil en el aspecto literario que decir algo esencial y pensado de verdad; pero por otra parte, esta clase de literatura comienza ya a ser aburrida"[11].

La fuerza de la filosofía es impotente ante la razón de la fuerza, pero eso no significa necesariamente que sea mas débil. Para ilustrar la fuerza del pensar y sus consecuencias Zubiri decía que en Hirosima no cayo una formula matemática, cayo una bomba atómica, pero que eso no quitaba que la bomba se desarrollara conforme a una fórmula matemática. Conocer, pensar, desarrollar un pensamiento riguroso en todas las áreas puede ser mas decisivo, por ejemplo, para combatir la miseria, que mucho trabajo puntual y urgente.

Por más que para el ejercicio filosófico sea imprescindible el diálogo, entraña siempre también una cierta soledad. “El hombre no descubre la verdad sino en la soledad consigo— explica Ortega— ; lo cual no es nada vago, misterioso ni místico, como puede comprobarse con la simplicísima observación de que nadie ha podido pensar efectivamente, esto es, de verdad pensar y pensar con verdad cosa tan trivial como que dos y dos son cuatro si no es quedándose, aunque sea un instante, sólo consigo, recogido dentro de sí, representándose con lucidez, con evidencia lo que es ser dos y ser "más dos" y ser cuatro”[12].

Hay muchas soledades: la soledad buscada del místico y del eremita, la soledad metodológica del investigador, la soledad de nuestro individualísimo sentir y pensar, la soledad que sentimos ante la pérdida de un ser amado, la soledad del que no logra el reconocimiento de los otros, la soledad del que siente y piensa de un modo muy diferente al común de los mortales, la soledad del que no logra comunicarse, la soledad psicológica del que no logra expresar sus sentimientos y emociones más profundas. En Zubiri se recubren al menos cinco “soledades”: La soledad propia del filósofo que evoca Ortega, la soledad psicológica en la que vive el drama de su vida, especialmente su crisis de fe, su profesión como sacerdote, su posterior secularización y sus relaciones sentimentales, su soledad político-social sobre todo en la España franquista donde vive retirado de la vida pública, la soledad ontológica propia de la existencia misma, por la que hemos sido arrojados de las cosas y emplazados a realizar nuestra vida, y la soledad escalofriante y radical en la que ha quedado instalado el hombre y la reflexión filosófica en el siglo XX.

En el balance de la situación intelectual en la que se encuentra el hombre contemporáneo Zubiri describe una situación de desencanto intelectual que contrasta con los éxitos de las ciencias y que se debe primero a la confusión de las ciencias en relación con sus objetos, al positivismo y al utilitarismo que las dominan y a la ausencia de vida intelectual. La ciencia se ha convertido hoy en un saber útil que no va unido a una verdadera vida teorética porque el científico, en el mejor de los casos, realiza su tarea por curiosidad intelectual; quiere poseer verdades pero no se encuentra poseído por la verdad. Nos arriesgamos a que “deje de existir la vida en la verdad” (NHD, 36).

Ahora bien, este peligro tiene una base metafísica: en el positivismo, pragmatismo e historicismo contemporáneo continúa primando la noción de verdad como acuerdo de la mente con las cosas. Una vez separada la inteligencia de lo real y entendida la ciencia como producción de ideas que intentan alcanzar una realidad “exterior” a la inteligencia, sólo hay que dar un paso para concebir cualquier pensamiento humano como impresión subjetiva y pasajera. Es la descomposición de la vida intelectual.

Pero “el desarraigo de la inteligencia actual no es sino un aspecto del desarraigo de la existencia entera” (NHD, 25). Es una crisis profunda mucho más grave que una transitoria falta de identidad, valores o fundamentos; se trata una crisis nihilista en la que no hay ya ni voluntad ni posibilidad de alguna esquirla de verdad. El programa filosófico de Zubiri y su idea de filosofía surgen de la conciencia de esta grave patología del siglo XX. “Sólo lo que vuelva a hacer arraigar nuevamente la existencia en su primigenia raíz puede restablecer con plenitud el noble ejercicio de la vida intelectual” (NHD 25). Para superar esta situación de penuria el pensar contemporáneo debe redescubrir la inmersión originaria de la inteligencia en la realidad. La inteligencia abismada en lo real se encuentra sola, sin apoyo en la Naturaleza, en Dios, en la Razón o en el Yo, en una posmodernidad donde ya no cuentan los anteriores puntos de apoyo, con una soledad tan grande como nunca la ha sufrido la filosofía: “Cuando el hombre y la razón creyeron serlo todo se perdieron a sí mismos; quedaron en cierto modo anonadados. De esta suerte, el hombre del siglo XX se encuentra más solo aún; esta vez sin mundo, sin Dios y sin sí mismo. Singular condición histórica. Intelectualmente, no le queda al hombre de hoy más que el lugar ontológico donde pudo inscribirse la realidad del mundo, de Dios y de su propia existencia. Es la soledad absoluta. A solas con su pasar, sin más apoyo que lo que fue, el hombre actual huye de su propio vacío: se refugia en la reviviscencia mnemónica de un pasado; exprime las maravillosas posibilidades técnicas del univer­so; marcha veloz a la solución de los urgentes problemas cotidianos. Huye de sí; hace transcurrir su vida sobre la superficie de sí mismo. Renuncia a adoptar actitudes radicales y últimas: la existencia del hombre actual es constitutivamente centrífuga y penúltima. De ahí el angus­tioso coeficiente de provisionalidad que amenaza disolver la vida contemporánea” (NHD 56). Sin embargo, se trata de una soledad que nos emplaza de nuevo ante las más graves cuestiones: “Pero si, por un esfuerzo supremo, logra el hombre replegarse sobre sí mismo, siente pasar por su abismático fondo, como umbrae silentes, las interro­gantes últimas de la existencia. Resuenan en la oquedad de su persona las cuestiones acerca del ser, del mundo y de la verdad. Enclavados en esta nueva soledad sonora, nos hallamos situados allende todo cuanto hay, en una es­pecie de situación trans-real: es una situación estrictamen­te trans-física, metafísica. Su fórmula intelectual es justa­mente el problema de la filosofía contemporánea” (NHD 56-57).

Levinas ve la expresión de esta soledad absoluta en don Quijote: “La obra maestra de Cervantes no es solamente la comedia trágica del idealismo teme­rario en lucha contra la mediocridad triunfante de la lucidez realista. El tema del hechizamiento de lo real o de una vasta masca­rada de la apariencia que dormita en todo aparecer la atraviesa de una parte a otra. [...] ¿No siente Don Quijote cómo su propia persona sufre el «encantamiento» cuando, hecho pri­sionero, es conducido a su casa en una jaula? Sancho Panza tiene a bien explicarle al caballero enjaulado que en esta «des­gracia» hay «más malicia que encantamiento» y que el cura y el barbero de su pueblo natal lo acompañan en este retorno. Don Quijote le responderá: «Bien podrá ser que parezca que son ellos mismos; pero que lo sean realmente y en efecto, eso no lo creas en ninguna manera... los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza, porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán las de estos nuestros amigos, para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas y ponerte en un laberinto de incerteza, que no aciertes a salir de él aunque tuvieses el hilo de Teseo; y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento y no sepa atinar de donde me viene este daño. [...] He aquí que Don Quijote formula explícitamente la moder­nidad de su encarcelamiento. Ella está, sin duda, en el <laberinto de la incerteza> sin hilo conductor, en medio de rostros que son máscaras, con el entendimiento vacilante y sin juicio sobre las causas del mal”[13].

¿Como consigue salir del hechizamiento Zubiri? Yendo, mediante el hilo de Teseo de su filosofar, de la soledad absoluta del hombre del siglo XX a una soledad sonora. La fórmula de este itinerario, el enclavamiento en una nueva soledad sonora, constituye justamente “el problema de la filosofía contemporánea”. En ella ocupará toda su vida y hallará su expresión más lograda poco antes de su muerte.

Zubiri comienza su andadura filosófica en la soledad absoluta. La soledad absoluta es paralizante. No es fácil ni agradable encontrarse repentinamente sin mundo, sin Dios, sin Yo y sin una Razón en la que confiar, en una Europa llena de tumbas de guerra. Zubiri nos invita a enfrentarnos con ella sin miedo, a través de la misma filosofía. Nos incita a vencer el impulso a huir de nosotros mismos para que en nuestra soledad absoluta de hombres del siglo XX, resuenen más gravemente que nunca las cuestiones últimas de la existencia. La primera senda filosófica que recorre, la del pensamiento moderno, se pierde pronto, hay que desandar el camino. Recomenzar. En Ortega encuentra un buen guía. Comienza de nuevo su travesía filosófica sin saber si llegará a parte alguna. Vence la inquietud y la inseguridad que le producen lo exiguo de sus hallazgos. Sus propios pensamientos lo fustigan hasta dejarlo exánime. A veces tiene miedo y huye del mundo, de sí mismo y de la soledad radical a la que se ha visto abocado el hombre contemporáneo. En Heidegger encuentra otro caminante: «Yo lo he leído y releído —escribe Zubiri en 1928 refiriéndose a Ser y tiempo—, he empleado un año en ello. Sin saber porqué, el espíritu del libro y muchos de sus pensamientos me parecieron extraordinariamente naturales. Quedé sorprendido. Comprendí entonces que solamente cuando uno se sorprende de una naturalidad comienza a comprender. Entonces era el momento de buscar a este hombre cuya existencia había adivinado más que conocido en su primer libro. Me presenté en Freiburg… »[14].

En Heidegger la soledad es una manera de estar cerca de los otros. El Dasein heideggeriano, al descartar como punto de partida los conceptos de conciencia y subjetividad, es por sí mismo un ser-ahí con los otros y con las cosas. No es necesario salir de una esfera individual en la que esteemos inicialmente encerrados. El hecho de esta apertura originaria a los demás y a las cosas es lo que posibilita la soledad. Jamás podríamos sentirnos solos si el otro no viniese a faltarnos, y jamás podría éste faltarnos si no estuviéramos primitivamente con él:. “También el estar solo del Dasein es un coestar en el mundo. Tan sólo en y para un coestar puede faltar el otro. […] Por otra parte, el hecho de estar solo no se suprime porque un segundo ejemplar de hombre, o diez de ellos, se hagan presentes junto a mí. Aunque todos éstos, y aún más, estén-ahí, bien podrá el Dasein seguir estando solo”[15]. En Husserl y Heidegger encuentra Zubiri luces y un consejo muy sabio que no tarda en descubrir cualquier pelegrino: la clave para seguir andando es aligerar al máximo el equipaje: ir soltando los prejuicios, el poso de la tradición, el fardo de lo sabido, en la jerga zubiriana “el lastre del logos”. Zubiri se resiste a creer que la crisis del siglo XX signifique el fin del filosofar, pero solo enfrentándose con sus propios miedos, con la radical soledad, con el nihilismo amenazante y su verdad, solo apurando rigurosamente y tomando en serio todas las críticas puede la filosofía seguir marchando con la frente alta. Ignorar las críticas, evitar el enfrentamiento personal con la verdad, hacer algunos arreglos, reinstalarse en el pasado como si nada hubiera pasado, sería apenas una prolongación de la agonía filosófica: En 1931 escribe: “Quien se siente profundamente extraño a todo se encuentra solo, y al encontrarse solo tropieza consigo mismo. […] Si tiene la fuerza de no huir empieza a no serle ya tan insostenible su soledad y comienza a no encontrarse tan extraño” (SPF 38).

La crisis del siglo XX es total, y no puede remediarse más que en "soledad”. En la posguerra española siente más que nunca que sólo en la soledad de su vida privada puede seguir siendo fiel a su vocación filosófica. Se aparta de la vida pública, no por los mismos motivos, pero sí de una manera similar a como Heidegger lo hará tras la Segunda Guerra Mundial[16]. Voluntariamente apartado de todo tipo de cargos, prebendas y honores, también de cualquier forma de intervención activa en lo que para muchos es el ámbito único y último de la verdad, la acción sociopolítica, Zubiri quiso mantenerse fiel a sí mismo; es decir, a su vocación filosófica, a su vida en la verdad. Su decisión de vivir al margen de toda lucha por el poder o contra el poder le sitúa en una situación del todo ambigua. Quienes en España se concentran en la lucha de oposición política a la dictadura consideran su actitud puro diletantismo inútil y cómplice por omisión. Las diversas familias del franquismo, en cambio, llegan a creerse que Zubiri les pertenece e incluso le esgrimen como personaje ejemplar de sus propios ideales culturales. Muchos de quienes asisten a sus cursos tan sólo se distraen con los destellos imponentes de su fuerza intelectual. Mientras, él sigue sucamino solitario: estudia, investiga, imparte sus conferencias y se va a su casa. Se mantiene únicamente fiel a su espíritu ingobernable de libertad intelectual que, por vocación, concreta cada día en su trabajo teórico, en soledad, con pura voluntad de verdad, al servicio de algo tan “aparentemente inoperante e impotente” como la verdad de la realidad, convencido de que esa fidelidad a la verdad se transforma siempre más pronto que tarde en servicio al hombre y a la comunidad humana.

En su última obra, Inteligencia sentiente, terminada a sus 82 años, Zubiri analiza el acto mismo en que aprehendemos cualquier cosa o nos aprehendemos a nosotros mismos. Todo, las cosas, los demás y yo mismo, se actualiza en una peculiar alteridad. Lo que más nos personaliza, la alteridad radical de nuestros actos, es lo que más nos socializa, pues permite la inmediata intromisión de los otros y de las cosas. Nos encontramos en la antesala de todos los saberes, con el universo entero. Zubiri ha llegado a su última formulación de la “Soledad sonora” que hace 40 años anunciaba como el problema de la filosofía contemporánea (NHD 56-57). Ha logrado sustituir una “lógica de la identidad” por una “lógica de la realidad” como la que reivindica Antonio Machado para expresar la heterogeneidad radical del ser:

“Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad=realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en la esencial Heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno”[17]. La gran batalla de Zubiri es el intento de superación de la enorme logificación de la inteligencia que conlleva la entificación de la realidad: tanto del mundo, como de Dios, como de los demás y de nosotros mismos. Pero esta “logificación” que para Machado es “la incurable creencia de la razón humana” es justamente para Zubiri lo irracional. La inercia de quedarnos en unos determinados preceptos, fictos y conceptos que la rutina se ha ido encargando de fijar, nos hace creer muchísimas veces que la percepción, la ficción y la conceptuación envuelven lo real de hecho. Y es en esta ilusión donde “nos dejamos los dientes” frente a la alteridad de lo real. La razón sentiente es “marcha” hacia lo otro (IRA 68), búsqueda abierta y siempre provisional del otro, de lo otro y de mi misma “otredad”. La razón es un mero “sucedáneo” de nuestra primordial aprehensión de realidad, de una apertura sin posibilidad de cierre[18].

A diferencia de la soledad hegeliana, la soledad sonora nada tiene que ver con un sujeto encerrado en sí mismo, no es ya un repliegue sobre sí, una imposibilidad de salir fuera, o el mayor de los “encantamientos”, sino la capacidad de sentirse acompañado: "al sentirme solo, me aparece la totalidad de cuanto hay, en tanto que me falta. En la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca" (NHD 287). No es una afirmación retórica sino central. Y está conectada con la reiterada afirmación de lo importante que es la amistad (NHD 21). “La soledad de la existencia humana no significa romper amarras con el resto del universo y convertirse en un eremita intelectual y metafísico: la soledad de la existencia humana consiste en sentirse sólo, y, por ello, enfrentarse y encontrarse con el resto del universo entero”[19].El objeto de la filosofía, además de ser algo latente que ella ha de conquistar, es un objeto transcendental (NHD 151), una alteridad que concierne a las realidades todas (NHD 50-51) . No hay una anterioridad de las cosas sobre los otros humanos ni de los otros humanos sobre las cosas. En cada instante, en cada acto, hay una apertura primaria, un ámbito previo, una antesala, que no es ni "cósica", ni "personal", ni “social”. Un lugar de encuentro de “soledades”, de “alteridades”, de “otredades”.

No se trata ya de la soledad cartesiana de quien ha roto amarras con el universo (NHD 56, 245, 275), sino de una "soledad concreta" (NHD 51), de mi soledad singular referida al universo entero o, en el lenguaje de la mística “sonora” (NHD 57), pues mi soledad se encuentra acompañada en cada instante por la soledad de las cosas y de los demás en la aventura de las aventuras, llena de riesgos y de problemas, que constituye nuestro existir, nuestra apertura a la realidad. Por eso mismo dice Zubiri que en "la verdadera soledad están los otros más presentes que nunca" (NHD 287). En este sentido interpreta y valora Zubiri tanto el retiro del maestro Eckehart, que no tendría nada que ver con el individualismo protestante (SPF 135), como el retiro de Sócrates, destinado a recuperar el diálogo auténtico frente a una sofística huera (NHD 239-240).

Sócrates, al encontrarse por un lado ante la crisis de la ciencia racional por la disparidad y contradicción de sus teorías y, por otro, en una degeneración de la sofística en mera retórica y cultura, intentaría una reflexión primaria sobre los asuntos, pragmata o actividades humanas sin dejarse llevar por la disolución escéptica de todos los saberes. Esta búsqueda encarna para Zubiri una voluntad de fundamentalidad, de búsqueda de las raíces de todo saber, a la que no le importa vivir en zozobra. "El grave defecto de la filosofía tradicional, para Sócrates, fue el haber desdeñado la vida cotidiana, haberla descalificado como objeto de sabiduría, para pretender después regirla con consideraciones sacadas de las nubes y de las estrellas. Sócrates medita sobre estas cosas usuales y sobre lo que el hombre hace con ellas en la vida" (NHD 247). Medita también sobre el saber científico y sobre las tekhnai, sobre todo saber hacer de la vida: oficios, habilidades. Y esta meditación es más radical que las de la ciencia presocrática, pues de algún modo la incluye y la fundamenta al investigar los supuestos sobre los que se asienta la actividad de los científicos y de los metafísicos del pasado. Sócrates se interroga por el origen y los límites del saber, y también por sus intenciones prácticas. La máxima socrática de conócete a ti mismo enuncia justamente la conclusión que Sócrates obtiene de la crítica sofista. En lugar de contentarse con la disolución escéptica de todos los saberes, adopta una actitud radicalmente filosófica: la pregunta por la actividad humana de la que surgen esos saberes. En Sócrates nos encontramos con la constitución misma de la filosofía como saber fundamental.

No se trata de un subjetivismo, sino de un afán de fundamentación, de verdad primera. Ante la frivolidad intelectual, la ola de publicidad en que degenera la sofística y la futilidad para la vida de la ciencia Sócrates se retira. “No es una simple postura, como la postura de los sofistas: es el sentido de su vida misma, determinada a su vez, por el sentido del ser. Es una actitud esencialmente filosófica. Pero sería un error suponer que esta retirada fue la adopción de un aislamiento total. Sócrates no fue un pensador solitario. Lo privado de una vida no es idéntico a su aislamiento. Hay, por el contrario, el riesgo de que el solitario encuentre, en su soledad aislada, un modo de notoriedad y, por tanto, de publicidad" (NHD 244). No cabe duda, que en estos comentarios sobre Sócrates está prefigurada la propia actitud y concepción filosófica de Zubiri y su forma de retirarse: "Que algunos discípulos suyos malentendieran así su actitud es cosa conocida. No se trata de esto. Mucho menos aún de lo que ha sido, por ejemplo, la soledad para Descartes. El solus recedo de Descartes” (NHD 245).

Zubiri ve el móvil último de la filosofía de Descartes en la voluntad de seguridad (NHD 164). Descartes buscaría en la entrada en sí mismo seguridad: seguridad en la ordenación de la vida, seguridad en sí mismo (NHD 164) porque siente la necesidad de anclar las decisiones libres en algún terreno firme y sólido. ¿Dónde halla Descartes esta radical seguridad para el hombre? Lo inconmovible y lo propiamente humano en el hombre es su razón, pero es una razón asediada por toda suerte de elementos irracionales, es decir, externos a su ser. Y esto es lo que pone al hombre en constante zozobra (NHD 165). El hombre ha de rehacer desde su razón tanto las múltiples percepciones sensibles, como las inclinaciones naturales. La razón no hace sino ofrecer seguridades. La voluntad es libre de aceptarlas. “El hombre semejante a Dios por su voluntad, más que por su entendimiento, ha de optar libremente por seguir el orden de la razón” (NHD 166). A la soledad de Descartes consistente en replegarse en sí mismo para hallar en este repliegue seguridades, y a la soledad de Hegel que no puede salir de sí, contrapone Zubiri una soledad socrática, una soledad sonora en la que los otros están presentes. En esta soledad sonora, sin ansia alguna de notoriedad, viviendo con y entre los demás, puede haber un diálogo auténtico: “A donde Sócrates se retira es a su casa, a una vida semejante a la de cualquier otro, sin entregarse a las novedades de una concepción progresista de la vida, tal como se hacía en la élite ateniense, pero sin dejarse impresionar tampoco por la mera fuerza del pasado. Tiene sus amigos, y con ellos habla.” (NHD 245).

El filósofo no es esclavo de la fama, del poder o del dinero y no tiene que demostrar nada en el diálogo, ni poner su seguridad en ninguna tesis. "Ahora, la conversación ya no es disputa. No se trata de defender opiniones formadas, porque no hay opiniones que defender; por esto, no cabe ni tan siquiera exponerlas. Se trata de hablar de las cosas y desde las cosas. La conversación dejó de ser disputa para convertirse en diálogo, en un sereno y reposado girar sobre las cosas para empaparnos de ellas. Es un hablar en que el hombre más bien hace hablar a las cosas; son casi las cosas mismas las que hablan en nosotros. Sócrates recordó seguramente que, para Parménides y Heráclito, este indefectible saber acerca de las cosas brota de algo que el hombre lleva en sí y que les pareció algo divino: nous y logos. Sócrates quiere borrar toda ilusión desmesurada en un saber sobrehumano. [...] Para lograrlo, pone en suspenso la seguridad con que el hombre se apoya en las cosas de la vida. Hace ver que en la vida corriente no se sabe lo que se trae entre manos; lo que hace que la vida sea corriente es precisamente esa ignorancia. El reconocerla es ya instalarse en la vida de la Sabiduría. Entonces, las cosas y con ellas la vida misma, quedan convertidas en problemas. Es el saber del no saber, del no saber de qué se trata. [...] La reflexión socrática fue la constitución de la filosofía. [...] La historia de la filosofía no es cultura ni erudición filosófica. Es encontrarse con los demás filósofos en las cosas sobre que se filosofa" (NHD 249-250)

Este encuentro con las cosas y los demás es tan primordial como la soledad. Aquello que mas nos comunica, la apertura a la realidad, es también lo que nos hace seres únicos y singulares. Podemos aspirar a la fusión con el otro, nuestra soledad puede ser sonora, podemos sentirnos y estar efectivamente acompañados, pero permanecemos solos. En todo acto humano hay tanto un encuentro como una incomunicación, una intimidad, una remisión de todo lo actualizado a mí. Así ese dolor, ese fuego, ese sonido, que se actualiza como "de suyo" en una alteridad tan radical que no remite más que a sí misma, es también mi dolor, mi ver y mi oír incomunicable. Puedo hacerme cargo del dolor del otro, puedo compenetrarme con su ver y su oír, pero jamás puede coincidir esta compenetración con su individualísimo sentir. En el mayor de los desasimientos, desapropiaciones y desapegos de las cosas continúa estando todo lo demás y en el mayor de los asimientos entrega y apego mi soledad. Si el amor y la entrega es el dolor de ser uno entonces el odio y el egoísmo es el dolor de ser otro.

La gran conquista de la filosofía de Zubiri, es la de la radical comunicación originaria salvándonos de la soledad moderna, pero incluso aquellas aprehensiones que podrían ser un hecho positivo aprehendible por cualquiera: un sonido, una visión, un color etc., entrañan siempre unos caracteres incomunicables: mi visión no es idéntica jamás a ninguna otra visión de otro, ni tan siquiera idéntica a otra visión que pueda tener yo mismo de la misma cosa. En soledad sonora nos deja la brecha originaria, la distensión inquietante que introduce la alteridad en todo acto humano. Frente a ella toda teoría y dique metafísico aparece como una necesaria y vital pero lábil argamasa. Su fuerza es anterior a toda palabra, rostro y trasmundo y nos lleva, aun en el mayor de los desamparos, a un encuentro con el universo entero. No sabemos si este poder de la alteridad que nos otorga nuestro carácter más personal, el de nuestra apertura, tiene algún fundamento. Nunca acabamos de conocer el fondo de las cosas, de los demás y de nosotros mismos, pero en esta suspensión de todas nuestras seguridades, en este saber del no saber, vencemos el miedo a la soledad absoluta y nos encontramos radicalmente acompañados.

Jordi Corominas, México, Guadalajara, junio 2005.

[1] Las siglas utilizadas en el texto corresponden a:

IL: X. Zubiri, Inteligencia y logos, Alianza Editorial, 1982.

IRA: X. Zubiri, Inteligencia y razón, Alianza Editorial, 1983.

NHD: X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios, Alianza Editorial, 1987.

SPF: X. Zubiri, Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944).

SSV: X. Zubiri, Sobre el sentimiento y la volición, Alianza Editorial, 1992.

[2] J. Ortega y Gasset, ¿Qué es conocimiento?, Col. El Arquero, nº 25, Revista de Occidente, Alianza Ed., p. 25.

[3] Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, inédita, Fondo Xavier Zubiri.

[4] (X. Zubiri, “El problema de la historia de la Filosofía”, inédito, 1926). Fondo Xavier Zubiri.

[5] J. Ortega y Gasset, Sobre la razón histórica, Al. editorial 1996, pp. 205-209.

[6] X. Zubiri, “Ortega, maestro de filosofía”, El Sol 8—III—1936, Publicado en X. Zubiri, Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1936), Madrid, Alianza Fundación X. Zubiri, 2002, p. 266.

[7] D. Gracia, Zubiri y la crisis de la razón, ponencia, Santiago de Compostela, 1993.

[8] Ortega y Gasset, Ideas y creencias, Obras Completas, T 5, Al. Editorial, p. 396

[9] Cf. X. Zubiri, Lección 28 del curso “Filosofía primera”, (1952-1953), inédito, Fondo Xavier Zubiri.

[10] M. Heidegger, ¿Qué significa pensar? Ed. Nova, Buenos Aires, 1978, p. 10.

[11] Ibid, p. 33.

[12] J. Ortega y Gasset, Sobre la razón histórica, Obras completas, vol. XII, Alianza Editorial, p.248.

[13] Inmanuel Levinas, Totalidad e infinito, ed. Sígueme, Salamanca, 1977, pp. 10 –11.

[14] Carta de X. Zubiri a M. Heidegger, 19-II-1930, inédita, Fondo Xavier Zubiri.

[15] M. Heidegger, Ser y tiempo, trad. Jorge Eduardo Rivera, editorial universitaria, Chile, 1958, p. 145.

[16] Diego Gracia, Biografía intelectual de X. Zubiri, inédito.

[17] Agustín Andreu, El cristianismo metafísico de Antonio Machado, Pre-textos, Universidad Politécnica de Valencia, 2004, pp. 67 y ss.

[18] La brevedad de la lección no me permite entrar en el detalle del análisis zubiriano de la intelección. Para Zubiri, si bien es cierto que el logos lleva siempre el lastre de lo antiguo y que ello empobrece la riqueza de lo primordialmente aprehendido, también conlleva el enriquecimiento de la intelección. Aprehensión primordial, logos y razón conforman una unidad estructural esencial.

[19] Esta conferencia fue publicada en el primer número de Cruz y Raya en el año 1933 y en Naturaleza, Historia, y Dios, op. cit., pp. 284-287, en 1944.