X. Zubiri e I. ellacuría: la pasión por la verdad

Ellacuría y X. Zubiri: la pasión por la verdad

No conocí personalmente a Ignacio Ellacuría. Las tres únicas imágenes que tengo son dos vistas y una de oídas. La primera fue en televisión española. Recuerdo que me llamó mucho la atención que cuando el entrevistador le hizo la pregunta consabida: ¿es usted marxista? contestó con gran aplomo: "No, yo soy zubiriano" y como Ellacuría se animó inmediatamente a explicarle en qué consistía ser zubiriano, el periodista desvió la cuestión hacia preguntas que debía considerar mucho más actuales. En aquel momento lo poco que conocía de Zubiri me parecía pesado, tedioso. Además embadurnaba sus escritos con una jerga teológica que daba la impresión de estar edulcorando el quehacer filosófico. Pensé que la respuesta de I. Ellacuría era una "boutade", una contestación propia de un jesuita inteligente. Más tarde, A. González me libraría de los prejuicios que me impedían leer a Zubiri. La segunda imagen que tengo de él también es televisiva. Lo recuerdo en un escenario parecido al primero, entre varios invitados de corte variopinto planteando con claridad meridiana por qué en el V centenario debía hablarse de "conquista" y no de "descubrimiento". La tercera es una noticia radiofónica avisando de la masacre de la UCA. Esta última nos dejó sin imágenes, sin palabras y casi sin pensamientos.

Pasando el tiempo me he preguntado más de una vez ¿qué podrían tener que ver la vida y la muerte pública, inquieta, avasalladora de Ellacuría con la recogida, solitaria y sencilla vida y muerte de X. Zubiri? Hasta hoy no he podido comprender qué era lo que unía tan íntimamente a X. Zubiri e I. Ellacuría y lo absolutamente errada que era mi primera apreciación de las palabras de I. Ellacuría.

Ciertamente, Carmen Castro y X. Zubiri sintieron a I. Ellacuría como un hijo. Basta leer la biografía de Carmen Castro sobre X. Zubiri para apreciar que más de la mitad del libro está dedicado a Ellacuría y las horas felices que pasaron juntos discutiendo. A Zubiri le entusiasmaba que su filosofía pudiera ser recreada en otros horizontes y otras geografías, y animaba continuamente a Ellacuría a elaborar su propio pensar. Era feliz de tener en Ellacuría a su mejor discípulo y le apoyaba confiado en todas sus acciones y planteamientos políticos, de los que reconocía con toda humildad no entender mucho. También es cierto que X. Zubiri era un profundo admirador del P. Arrupe y que así como en 1937 el general de los jesuitas prohibió todo contacto de miembros de la orden con X. Zubiri, al verlo seguido por la policía fascista italiana el P. Arrupe le abrió los brazos de par en par. Zubiri se sentía tan cercano a Arrupe que después de ser depurado de la universidad franquista por "desafecto", sólo se dignó a poner los pies en alguna universidad a requerimiento del P. Arrupe. Pero nada de esto es decisivo. Lo que unió a ambos fue una desaforada voluntad de verdad. Intimaron tanto porque ambos tenían la misma tozudez, apreciable incluso en sus alteradas discusiones. La tozudez de no pasar más que por el aro de la verdad.

Con razón se podría decir que esto es lo propio de toda vocación filosófica. Ya Platón decía en el Parménides que "es hermoso y divino el ímpetu ardiente que te lanza a las razones de las cosas; pero ejercítate y adiéstrate mientras eres joven en estos esfuerzos filosóficos, que en apariencia para nada sirven y que el vulgo llama palabrería inútil; de lo contrario la verdad se te escapará entre las manos". Y Pascal, por su parte, decía de su época que "la verdad está tan obnubilada en este tiempo y la mentira está tan sentada, que, a menos de amar la verdad, ya no es posible conocerla". También se podría decir que es lo propio de una auténtica vocación intelectual y universitaria. Es el interés por la verdad el que guía muchas creaciones científicas, filosóficas, literarias, históricas y periodísticas. Muchos investigadores acaban reconociendo otra verdad que aquella que constituía su punto de partida y ello al margen de que la tal verdad les aleje o les lleve a obtener una plaza fija, o los haga ricos, famosos o populares. Es la pasión por la verdad la que permite la humildad intelectual, la grandeza de aquellos que son capaces de admitir ante los demás dónde son más inestables y vagas sus evidencias, cuales le son desfavorables, hasta llegar a aceptar que el otro haya encontrado o formulado la verdad sobre una determinada cuestión mucho mejor que sí mismos.

La pasión por la verdad se manifiesta sobretodo en los actos de muchos seres humanos, independientemente de sus conocimientos, cultura y posición social. Nadie podrá apagar nunca la erupción de un volcán intentando tapar el cráter. La fuerza de la verdad puede parecer impotente ante la omnipotente razón de la fuerza y la mentira, pero está ahí, latente, y es sentida como amenazadora para unos pocos. Esta fuerza seguirá mientras queden seres humanos. Se trata de una fuerza con terquedad de niño que brota incluso en los campos de hambre y extermino de nuestro siglo. Pruebas de esta fuerza latente no las constituyen los grandes nombres, sino multitudes anónimas como las que cada año se reúnen en la UCA para no olvidar la masacre de miles de salvadoreños inocentes, y junto a ellos los miles de centroamericanos y sudamericanos que víctimas del exilio, represión o despojo de sus derechos claman contra toda esperanza. La urdimbre de la verdad se construye a partir de actos aparentemente insignificantes y cotidianos que buscan en el trabajo la transparencia y la democracia, o en la familia relaciones horizontales. ¿Qué tiene pues aquí de original Zubiri? ¿Es retórica barata decir que el zubirismo de I. Ellacuría consiste en su radical pasión por la verdad?

Creo que no. Lo más interesante y jugoso del método y la filosofía zubiriana es que nos lleva a un ámbito en el que el defender una u otra tesis filosófica es completamente accesorio. Lo decisivo es estar permanentemente dispuesto a remover toda clase de prejuicio en función de las nuevas evidencias que vayamos logrando. La pasión por la verdad es de tal calibre que se prefiere quedar a la intemperie del no saber a buscar refugio en cualquier construcción. El escepticismo que acompaña a esta pasión es un escepticismo productivo, un escepticismo que llega hasta a dudar del escepticismo cuando éste, en lugar de ser fruto del fracaso de la búsqueda, es fruto de una asunción dogmática.

La gran lección intelectual de X. Zubiri e I. Ellacuría es su integridad. La pasión por la verdad es tan consustancial al método zubiriano que a medida que uno se adentra en él es susceptible de dejar secuelas en la propia vida. Y, desde luego, en Zubiri y en Ellacuría las dejó muy profundas. Ambos están dispuestos a abandonar permanentemente convicciones pasadas, en ambos la soledad es más fruto de la libertad que del miedo. De ambos creo que puede decirse, dentro de las imprescriptibles sombras de todo lo humano, que eran hombres libres. Reciamente libres. Tan libres que son incluso capaces de amistad y de ternura.

Zubiri, uno de los más grandes filósofos creadores de todos los tiempos, cruzó su vida casi en el anonimato, rechazó dinero fácil y todo tipo de reconocimientos y no sucumbió a la tentación más propia del filósofo, la seducción del poder y de la fama. Ellacuría, siempre urgido por las premuras del presente, no pudo dedicarse todo lo que hubiera querido "a lo importante", como gustaba decir. Impresionan en sus archivos la cantidad de cursos transcritos, notas y documentos de X. Zubiri que quería releer y repensar. Pero al final lo que hizo Ellacuría es sin duda lo más importante. La filosofía, como cualquier otro saber, no es más que una pequeña pasión, una ayudita, algo secundario ante esta difícil cosa del saber estar en la realidad. Ellacuría resistió a la propaganda, a las consignas de moda e incluso a la presión de lo popular o lo impopular que pudiera resultar su labor. El asesinato selló, como suele ser habitual en Latinoamérica, esta trayectoria. La opción por la verdad, la integridad intelectual, es consustancial a ambos filósofos. Por eso dirá Ellacuría que él es zubiriano, y por eso se apresurará Zubiri en 1980, a sus 82 años, a dedicar su nuevo libro Inteligencia y realidad a I. Ellacuría y a encabezar la dedicatoria con la frase de la carta de San Juan: "de modo que seamos colaboradores de la verdad".

A ser colaboradores de la verdad, a eso creo que nos invitan ambos en todas las esferas de la vida y del saber. Aquí y ahora la pasión por la verdad pasa por no olvidar los crímenes que sucedieron en el Salvador. Cuanto más poderoso es el criminal más grave y responsable es su crimen, aunque ello contradiga todo realismo político. Hoy sabemos que hay pruebas fehacientes contra los autores intelectuales de la masacre de los jesuitas. El proceso contra Pinochet abre una brecha de esperanza para las víctimas que habitualmente acaban apareciendo como culpables, mientras sus victimarios se pasean arrogantemente por los parlamentos del mundo pronunciando discursos sobre la justicia. Ciertamente, no deja de ser contradictorio que sea un Estado el que aplique el derecho internacional. A mi modo de ver, lo que nos muestra el caso Pinochet es una pequeña excepción en el sistema de justicia mundial (que no existe oficialmente, claro). Aun si los lords y la corona británica, ligados algunos a los negocios armamentísticos, lo dejan finalmente volver a Chile, se habrá mostrado que se pueden aprovechar algunos resquicios en beneficio de las grandes mayorías de víctimas silenciadas de la humanidad, y con ello tal vez plantear una vez más la cuestión de la creación de una corte mundial controlada democráticamente, que pudiera librar a los pueblos de los Pinotchets y Pol Pots de turno. Una justicia mundial que pudiera sacar a los grandes criminales de la madriguera de sus parlamentos nacionales.

Por último, no es menos importante aquí y ahora la verdad del huracán, desastre más social que natural. Después de las promesas y paseos de los políticos con sensibilidad humana tememos que continúen las deportaciones, las privatizaciones, y las exigencias del Fondo Monetario Internacional de reducir el gasto público, principalmente en salud y educación. Después de la ayuda de emergencia sabemos que los países ricos continuarán vendiendo armas a los países pobres por un valor muy superior al de toda su ayuda. Todo esto lo sabemos, pero sólo venciendo la amargura y con esta extraña confianza en la humanidad que brota siempre de nuevo en los infiernos que creamos los hombres, podemos también nosotros intentar ser colaboradores de la verdad.

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Colaboración de Jordi Corominas, Docente del Departamento de Filosofía de la UCA