¿Será posible seguir hablando de ética?

Jordi Corominas. Año 2000

Creo que uno de los grandes retos de la filosofía del siglo XXI será intentar esclarecer frente a la gran diversidad de escuelas del siglo que termina, frente al abuso y confusión que se genera con la palabra "ética" y frente a las críticas radicales a las que ha sido sometida por autores como Nietzsche si es todavía posible fundamentar una ética universal capaz de orientar la acción humana. Parece que la respuesta a esta pregunta tiene que ser forzosamente negativa. El relativismo moral y cultural que domina el ambiente denunciará cualquier intento de fundamentar una ética universal como la enésima expresión de una razón impositiva, excluyente y negadora de la multitud y riqueza de formas de vida existentes. Por otro lado, las filosofías postmodernas nos obligan a renunciar ya definitivamente al intento de hallar principios y fundamentos para nada y menos aún para algo tan evanescente como la moral. Sin embargo, me atrevo a afirmar que aún es posible fundamentar una ética universal: accesible a todo el mundo sea cual sea la filiación cultural, social o religiosa de cada cual y capaz de proporcionar alguna orientación decisiva a las actuaciones humanas. En cualquier caso, aunque no fuera posible, el que ejercita la filosofía no debería rendirse sin haberlo intentado y aunque fracasara en el intento probablemente se puede decir que la filosofía es la única área del saber liberada del miedo al fracaso. Es más, en filosofía, cuando el fracaso es fruto del esfuerzo, suele ser más productivo y útil que un filosofar demasiado pendiente del aplauso y del éxito.

En cualquier caso, el intento de fundamentación de la ética no debería suponer un retorno a posiciones dogmáticas, ni dejar de lado las críticas contemporáneas de la razón “moderna”, ni apunta a principios inconmovibles o sistemas cerrados de preceptos, ni sostenerse tampoco en una metafísica o una antropología fundamentales o en opciones religiosas o místicas de las cuales la ética y la moral fueran tan sólo subproductos. Como más cargados andemos de equipaje más difícil será alumbrar una verdad que por mínima que sea, pueda expresar una conminación mínima a todos los seres humanos.

Es posible que la necesidad de una ética debidamente fundamentada se haga más evidente en El Salvador y Nicaragua, el marco inmediato de mi reflexión filosófica: en América Central, en Latinoamérica, se manifiestan con un dramatismo estremecedor las contradicciones devastadoras de la nueva sociedad mundial y el vacío o el cinismo de los discursos morales y políticos más exitosos del momento. El formidable proceso de mundialización de las relaciones humanas en que estamos inmersos ha determinado la constitución, por primera vez en la historia, de una sociedad humana única, entendida como sistema mundial de habitudes. Los conflictos políticos, económicos, ecológicos o culturales que se nos plantean dependen de relaciones que vertebran el conjunto de la sociedad mundial y afectan directa o indirectamente al destino de la humanidad entera. Si los problemas son, ahora más que nunca, comunes a todos los humanos, si sólo pueden ser abordados desde una perspectiva global, habría que encontrar algunos criterios de orientación que marcaran el camino a decisiones justas y aceptables para todos.

En este contexto, el relativismo forma parte de las estrategias con que a menudo se justifican los privilegios de los opulentos, las áreas reservadas o la exclusión. Si el relativismo cultural y moral expresaba, hace un tiempo, la defensa de las culturas minoritarias ante la imposición de los valores de los más fuertes, ahora aparece más de una vez como el refugio ideológico de los poderosos que basan su bienestar en un sistema económico que ya es mundial, pero restringen a sus ámbitos nacionales la vigencia efectiva de unos valores y unos derechos que, paradójicamente, se definen como “humanos”.

Sin embargo, de esta universalidad fáctica no se desprende ninguna clase de universalismo moral. Del hecho de que hoy nos parezca especialmente necesaria una ética mundial no se sigue que ésta sea efectivamente posible, que pueda ser presentada como una propuesta teórica rigurosamente justificada. Demasiado a menudo sucede que la ética comienza dando por supuesto lo que precisamente debería demostrar. No es extraño constatar que se escogen las opciones morales que más coinciden con los intereses y opciones previas de cada cual. El reto que deberíamos asumir es intentar fundamentar una ética desvinculada de cualquier instancia metafísica, creencia religiosa o teoría antropológica e independiente también de los propios deseos o intereses. Él ideal cartesiano de un saber libre de prejuicios y la remisión baconiana a los “hechos” creo que sigue siendo un poderoso propulsor de la tarea filosófica.En filosofía es decisiva la radicalización de los problemas y el someter a los sistemas a una profunda dieta para tratar de alcanzar acaso algunas fugaces y provisionales esquirlas de verdad. Retomar los problemas seculares de la Filosofía desde la perspectiva que corresponde a nuestra época (postmoderna, postnietzscheana, postfenomenológica, postheideggeriana, postmarxista, postrevolucionaria...) sometiendo a profunda revisión todo el aparato moderno: sujeto, historia, racionalidad, lenguaje, conciencia etc. es la gran tarea pendiente de la filosofía del siglo XXI y probablemente también su mejor aportación a los oscuros y difíciles tiempos que viven la mayoría de mujeres y hombres del mundo.

En el ámbito ético, que es el que he tenido la ocasión de trabajar un poquito creo que se puede decir con honrosas excepciones que las distintas éticas de nuestro tiempo determinan su punto de partida sin una fundamentación satisfactoria, muy a menudo en función de unas consecuencias morales que se desearía garantizar. Se quiere orientar la acción apelando a tendencias humanas constatables empíricamente (la aversión al dolor, la versión al placer...), a determinadas concepciones de la naturaleza humana o de la vida, al sentido del progreso histórico, a las estructuras transcendentales de la comunicación humana, a la experiencia originaria de la presencia irreductible del otro... La falacia naturalista aparece en este contexto de la fundamentación ética, como una acusación que, desde Hume, se dirige contra aquellos que pretenden derivar deberes de las simple constatación de lo que hay, por muy esencial o transcendental que sea lo que se constata. Además, en el debate ético actual compiten varias configuraciones de racionalidad (teleológica, instrumental, utilitarista, vital, histórica, crítica...) que esconden bajo sus diferencias un cierto dinamismo racional que todos podríamos reconocer como un hecho inconcuso de notable relevancia ética. Finalmente, es corriente que las distintas metodologías de la filosofía moral dependan de las posiciones adoptadas por los filósofos o las escuelas sobre el punto de partida o el modelo de racionalidad. ¿Sería posible depurar algo todo este galimatías? ¿avanzar de un modo dialogado? Creo que desde la remisión estricta a hechos accesibles para cualquiera y desde el permanente y perpetuo esfuerzo de depuración de toda clase de presupuestos podrían alumbrarse algunas salidas a los caminos sin salida en que nos ha dejado instalados la entera historia de la metafísica a finales del siglo XX. Es lo que he intentado en mi estudio de ética primera de clara inspiración zubiriana y gonzaliana.

El punto de partida radical de la ética es el análisis de la acción humana entendida como un sistema de actos de aprehensión, afectación y volición. No porque lo digamos algunos, sino porque no hallamos un ámbito más radical que resista la crítica. Si lo halláramos abandonaríamos rápidamente todo nuestro edificio filosófico. Lo que caracteriza la acción humana es el hecho de que en ella se actualiza la realidad que aprehendemos, que nos afecta o que queremos. Por “realidad” no se entiende algo extramental o que exista más allá de nuestros actos, sino la radical alteridad, absoluta, no relacional, de todos sus contenidos, los cuales sólo remiten a si mismos y no a un sujeto, a una conciencia o a los propios actos. Las acciones humanas, por esa formalidad de alteridad, son acciones abiertas, distensas, necesitadas de determinación o de ajuste y, por eso mismo, intrínsecamente morales: el ser humano se tiene que hacer cargo de la realidad, apropiarse de las posibilidades que ésta le ofrece en cada caso y “hacer” su vida. Eso sucede en cualquiera de nuestras acciones y de ahí que se equivoquen de entrada aquellas éticas que sólo califican moralmente las acciones conscientes e intencionales. Un resultado importante de ello es que habría que remarcar el carácter moral de muchos actos rutinarios y anodinos nada asépticos en el complejo de relaciones de la sociedad mundial.

La alteridad radical de los actos humanos integra en un mismo plano las cosas, los otros humanos, mis sentimientos o mis voliciones, o yo mismo. La posibilidad de una filosofía primera radica en el hecho de que, a pesar de la singularidad irreductible de todo lo presente en mis actos, a pesar de que cualquier acción tiene una dimensión de intimidad que la hace “mía” e incomunicable, hay entre todas las cosas una comunicación radical o integración en una única formalidad de alteridad que, como mínimo, no nos condena a la soledad o al relativismo recalcitrante, y que nos abre a toda otra realidad.

El punto de partida de la ética primera impone un método determinado. Instalada en la alteridad radical de los actos humanos, lo que hace la ética primera es analizarlos. La filosofía primera intenta evidenciar de mil maneras lo que resulte aprehensible por cualquiera (“hechos positivos”) en las acciones humanas, pero renuncia a una fundamentación racional de los actos humanos, no teoriza sobre sus causas últimas, ni siquiera sobre sus supuestos o condiciones de posibilidad y no invoca ninguna instancia que los transcienda. Los resultados del análisis pueden pretender universalidad porque tienen la fuerza de los hechos, pero no son saber absoluto. También el esfuerzo de una filosofía o ética primera es provisional y precario. Por un lado, porque no parte de verdades apodícticas, sino de la realidad actualizada en la multitud y fugaz variedad de nuestros actos, por otro lado, porque cualquier análisis se realiza con los conceptos de que disponemos en cada momento histórico, siempre dependientes de tradiciones, culturas o escuelas. Sin embargo, hay que añadir a continuación, la rectificación del análisis no depende de teorías, sino de una renovada atención a los hechos.

La ética primera se sirve de una noción de racionalidad de notable transcendencia ética. Hay algo en los actos humanos que constituye un hecho que tiene que ver con lo que la filosofía occidental ha denominado “razón”. Se trata de aquel dinamismo en virtud del cual lo real mismo nos pone en marcha hacia su fondo, lo que podría ser con independencia de nuestros actos. La remisión de cada cosa real a otras cosas reales y a “la” realidad misma no se satisface con la simple determinación de una cosa desde las demás con las que comparte el mismo campo de aprehensión, sino que nos empuja a la búsqueda de la realidad profunda de aquello que inteligimos-nos afecta-queremos en cada momento. El dinamismo racional abre camino a todas las posibles fundamentaciones racionales de la ética, pero también, como veremos, a su crítica en nombre de pretensiones bien justificadas.

La fundamentación de la ética primera se reduce al mero análisis de las acciones humanas. Es este análisis el que es fundamentador en la medida en que de él se pueden desprender algunas orientaciones morales nada desdeñables. La fundamentación ética consiste en la enumeración sistemática de un conjunto de hechos aprehensibles en nuestras acciones y accesibles para cualquiera. Y no se trata de jerarquizar esos hechos positivos en función de criterios exteriores al análisis, sino de tenerlos en cuenta todos.

Cabría referirse en primer lugar al “hecho protomoral”, es decir, al carácter intrínsecamente moral de cualquier acción humana (intencionada o no, consciente o no...): por la apertura e indeterminación de nuestras acciones, estamos siempre obligados a apropiarnos de unas o otras posibilidades, por mucho que éstas dependan de factores económicos, culturales, etc. Sin embargo, el análisis acredita también que hay obligación porque hay religación de mis actos a la alteridad de realidad, de manera que, haga lo que haga, en el fondo todo depende de lo que sea esta alteridad de realidad. Por eso, toda moral tiene siempre un carácter penúltimo o derivado que nos disuade de absolutizarla. También es un dato del análisis que siempre accedemos a la distensión de nuestras acciones; éstas nos aparecen entonces como acciones personales y elementalmente libres, al margen de lo que establezca después cualquier teoría metafísica o antropológica. Ninguna filosofía moral podrá nunca reducir aquella dimensión personal ni esta libertad primordial de nuestras acciones.

Decimos también que en nuestros actos nos apropiamos siempre de cosas buenas; la bondad es formalmente el carácter apropiable de las cosas. En esta línea de bondad formal de las cosas se inscriben lo que podrían llamarse “bienes y males elementales”: se trata del placer o el dolor, el gusto o el disgusto, la atracción o aversión actualizados realmente en la acción humana. Cualquier ética ha de contar forzosamente con la presencia primaria, irreductible y nada irrelevante de estos bienes que perseguimos o de los males que intentamos evitar y ha de distinguirlos del sentido que pueden adquirir según los diferentes códigos morales. No está justificado convertir el placer o el dolor en criterios principales de decisión moral, pero tampoco se puede ignorar que estos bienes y males elementales son el “primordium” de toda posterior valoración. Siempre podemos preguntar, por ejemplo, qué cantidad de dolor humano se oculta efectivamente bajo los más ensalzados ideales políticos y morales.

A continuación, el análisis muestra que toda acción humana queda fijada por normas, preceptos, tabúes, ideas sobre uno mismo o sobre los demás, etc. que configuran los códigos morales. De esta manera la acción deviene actuación: es el “hecho moral”. Los códigos que marcan las actuaciones humanas son transmitidos socialmente por procesos de adiestramiento. Las habitudes que troquelan nuestras acciones son el resultado de la incorporación de esos códigos, los cuales adquieren así una realidad física que explica por qué es tan difícil la conversión moral. Las actuaciones morales son hechos accesibles que pueden ser interpretados y analizados desde diversas perspectivas: histórica, sociológica, psicoanalítica, etc. El análisis del hecho moral tiene un enorme potencial de aclaración, imprescindible cuando se trata de valorar las diversas actuaciones humanas, porque ilumina el complejo social e ideológico del que forman parte y en el que juegan un papel determinado.

Siguiendo a Foucault se podrían distinguir los códigos morales, las conductas morales (las actuaciones más o menos distantes de lo que prescribe el código) y los regímenes morales (las diversas estrategias con que cada uno implementa los códigos) y destacar el carácter provisional de cualquier fijación de la acción humana. Es notorio que se producen en el campo social conflictos entre diferentes códigos y regímenes morales, y que, a menudo, estos se manifiestan incapaces de orientar prácticas nuevas o que se hacen patentes las consecuencias indeseables de muchas maneras de actuar. En este contexto aparece lo que denominamos “hecho transmoral”: se trata del dinamismo racional que, partiendo de las morales existentes, nos empuja, por la propia alteridad radical de las acciones humanas, a transcender toda actuación, a cuestionar o corregir cualquier código o régimen moral, a proponer nuevos preceptos, nuevas morales que pretendemos mejor fundamentadas, nuevas posibilidades que habrá que ir experienciando. Siguiendo a Antonio González (Estructuras de la práxis, Madrid, Trotta, 1997), podríamos señalar como hechos decisivos para la ética primera que en el dinamismo racional se manifiesta una pretensión de igualdad, que nos lleva a considerar nuestras actuaciones y las de los demás en un mismo plano de realidad (es la matriz de la famosa “regla de oro”: por ejemplo, Mt, 7, 12), una pretensión interpersonal, que hace posible que podamos adoptar la perspectiva del otro, compenetrarnos hasta con los no nacidos, con las generaciones futuras y con los demás seres vivos, y, sobre todo, una pretensión de universalidad, que nos permite interrogar siempre si una determinada actuación sería universalizable y qué sucedería si lo fuera.

Ante la dispersión teórica aparentemente insuperable en que nos sitúa el debate ético contemporáneo, hay quizás un ámbito donde todas las escuelas podemos encontrarnos para discutir y avanzar libremente en la aventura filosófica muchas veces vertiginosa y abismal pero no menos apasionante cuando se tiene la suficiente confianza para avanzar a tientas. No se trataría de una propuesta más para añadir al catálogo de las ofertas filosóficas del momento, sino de un esfuerzo por poner de manifiesto las opciones no fundamentadas y los presupuestos discutibles de que partimos todos. Nos situamos en un punto de partida, las acciones humanas y su constitutiva apertura, que es un terreno difícil pero accesible donde se pueden dirimir el valor o las carencias de los diversos discursos éticos y morales más allá de la retorica y del autoconvencimiento y sobretodo más allá de la cultura occidental y sus áreas de influencia. De este modo, la ética primera constituye una tarea siempre inacabada y en todo caso susceptible de rectificación.

Si los resultados que obtenemos de una ética primera no invitan a tocar las trompetas que saludan al paso de una razón excesivamente segura de su capacidad de discernimiento, sí que nos ayudan a abandonar el estado de postración de una inteligencia presa de sus propia telarañas o paralizada por un sentimiento de impotencia, sí que nos permite recoger algunas esquirlas de verdad de no poca importancia en las actuales circunstancias. Eso es todo, pero eso no es poco. Pues si algo aprendí en Nicaragua es que es preferible una semilla de verdad que una cosecha de ilusiones.

Jordi Corominas.

San Salvador.