Recensión Ortega después de Ortega

Recensión.

Juan Padilla, Ortega y Gasset en continuidad, Sobre la escuela de Madrid. Editorial Biblioteca nueva, Fundación José Ortega y Gasset, 2007.

A pesar que el libro recoge varios ensayos su unidad está perfectamente lograda, no sólo por la temática sino por la estructuración y secuencia de los capítulos de modo que si no se nos contara en la introducción que se recogen estudios diferentes apenas si nos podríamos dar cuenta de ello. Además se lee muy bien porque el vocabulario es cuidado y la escritura de Juan Padilla hace honor a sus maestros preferidos. La publicación es fiel al título pues de lo que se trata es de establecer una suerte de topografía donde, 58 años después de la muerte de Ortega y Gasset, se avizore como se han enriquecido algunos de sus temas, el relieve que han adquirido y el potencial de todo lo que queda por trabajar. Juan Padilla tiene sin duda razón cuando asevera que el tiempo no ha pasado en vano y “nos sitúa en una perspectiva que no podían tener sus contemporáneos. Impresión más viva y directa de quienes le conocieron -de los que desgraciadamente van quedando ya pocos- pero, en cierto sentido, necesariamente más pobre” (p. 14).

Dice el autor que tras los ensayos recogidos en el libro no hay “sino una necesidad, nada erudita y muy práctica, de comprensión: un personal afán de claridad” (p. 12). A veces el esfuerzo de clarificación personal redunda en oscuridad y hermetismo para los demás. En el caso de Juan Padilla sucede justo lo contrario: clarifica y sitúa el sentido del magisterio filosófico de Ortega y el de la apropiación de su filosofía en las diferentes generaciones de discípulos, especialmente en los dos discípulos más discípulos de Ortega, Julián Marías y Antonio Rodríguez Huéscar. Del primero llegará a decir que “su vida entera –no solo su vida intelectual- es, en cierto modo, un homenaje de agradecimiento” a Ortega (p. 166) y del segundo que “nadie como él ha hecho consistir tan esencialmente su labor filosófica en entender, asimilar, repensar y desarrollar la doctrina de su maestro” (p. 142). Padilla recalca que Antonio Rodríguez Huéscar tiene una importancia muy superior al conocimiento que se tiene de su obra y rememora una experiencia vital no suficientemente reconocida, o en todo caso no todo lo que se debiera, por las nuevas generaciones de españoles: El trágico itinerario biográfico al que fue condenada toda una generación que apenas levantaba el vuelo al iniciarse la guerra civil. Nada puede describirlo mejor que esta impresionante fragmento de una carta que escribió Rodríguez Huéscar a su amigo Ramón Crespo en 1941 y que cita Juan Padilla:

“Antes de la guerra aspirábamos a hacer de nuestra vida una obra de equilibrio, de claridad y armonía, algo así como un bello templo griego. (…) La guerra llegó como un soplo huracanado, devastador, y truncó todo esto sin piedad, brutalmente. Hoy, después de la guerra, del viento del horror violento que barrió nuestras almas, nuestra intimidad se asemeja mucho a un campo de ruinas; cuando hemos tenido tiempo de recobrarnos y mirar hacia adentro, hemos visto echada por tierra la hermosa obra incipiente; como un montón de fustes mutilados y fragmentos informes yace por el suelo triste de la vida la comenzada orgánica arquitectura (…) no solo los que han muerto físicamente han perdido la vida, los físicamente vivos hemos perdido también las nuestras, las que hubieran debido ser. Nos queda ahora por delante la lucha desesperada por recobrarlas a la fatiga y la renuncia. Por mi parte observo que en mi campo de ruinas van naciendo malezas, tan tupidas que yo me pierdo en ellas; ocultan toda huella de lo que había debajo y me horroriza pensar si su pujanza aventajará a mi vigor para talarlas, y no podré recomenzar la construcción del bello templo utilizando los residuos del destruido” (p. 176).

Rodríguez Huéscar resulta imprescindible para entender la filosofía de la razón vital de Ortega. En particular Juan Padilla destaca dos obras: La innovación metafísica de Ortega para cerner la crítica de la razón vital al idealismo y a Husserl y Perspectiva y verdad para entender como la metafísica orteguiana vehicula estos dos términos. Después de leer a Juan Padilla me ruboriza confesar que sólo he leído la primera, una obra que por cierto me fue muy útil no solo para comprender mejor a Ortega sino para precisar la diferencia entre “la realidad radical” de Ortega y la “aprehensión primordial” de realidad de Zubiri, entre ejecutividad y actualidad; en definitiva, para apreciar mejor la diferencia entre la filosofía primera de ambos. El olvido en que han caído las obras de Antonio Rodríguez Huéscar, quizás sea también sintomática –dicho sea sin animo de justificación alguna- de la baja autoestima por nuestras propias producciones y del irrespeto colectivo, además de todos los otros atenuantes que el propio Juan Padilla trae a colación exponiendo la biografía y la circunstancia de Rodríguez Huéscar.

No por sabido y repetido está de más recordar que Ortega fue un maestro ejemplar. En unas apretadas líneas, que se unen al recuerdo emocionado de muchos otros discípulos, decía Zubiri que Ortega fue el resonador que había “dejado oír en España la voz de las inteligencias fecundas de Europa” y el “propulsor de la filosofía” en nuestro país, creando un ambiente en el que filosofar con libertad, desterrando la filosofía de secta y de partido, y dando lugar a la “filosofía simpliciter”, ni de derechas, ni de izquierdas (ni de centro, añadiríamos hoy). Según Zubiri encarnó algunos rasgos esenciales del magisterio filosófico. En primer lugar, fue maestro de sensibilidad filosófica. Junto a él muchos despertaron a la filosofía, aprendieron a distinguir lo valioso de lo prescindible en el campo de las ofertas filosóficas y, sobre todo, a sentir filosóficamente todas las cosas. Huyendo de la unamuniana “pedagogía de la inquietud” y del problematismo estéril, les suscitó la pasión por una filosofía entendida como una denodada búsqueda de la verdad, aunque fuera la más humilde y mínima.

En segundo lugar, fue maestro de acogida intelectual. Ofreció su amistad y apoyo personal, a quienes aspiraban a una auténtica vida intelectual y los incorporó a sus proyectos universitarios y culturales. Y todo ello desplegando a su alrededor no el imperio despótico del que impone su autoridad personal e intelectual, sino el imperio político que rechaza la mediocridad pero respeta la libertad de quienes, a su amparo, inician sus propias andaduras filosóficas. Y por último fue maestro de radicalidad: “nos enseñó in vivo –escribió Zubiri– la radicalidad con que han de librarse, cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu…”. Ortega hacía filosofía debiéndose a la verdad, partiendo de experiencias originarias, desde dentro de la propia vida, de uno mismo. Esta radicalidad filosófica que le atrajo después en Husserl y Heidegger la halló Zubiri por vez primera en Ortega. Sin embargo, han sido y son relativamente muy pocos los que se han asomado a esta radicalidad, la han columbrado y se han mantenido en el fragor de la batalla. ¿Por qué?

La especial circunstancia española desbrozada por Juan Padilla explica en buena parte la recepción anómala de Ortega. De 1915 a 1931 alcanzó su máxima influencia social. Es el momento en el que influyó decisivamente en los que serán profesores en la misma Facultad que él: García Morente, Zubiri, Gaos, María Zambrano. Constituyeron la primera generación de discípulos. Durante la República entró en liza una segunda generación: Marías, Rodríguez Huéscar, Granell… que debieron exiliarse o sufrir una suerte de exilio interior. Ya con el deterioro de la República Ortega inició un proceso de retraimiento, concentración y silencio y su influencia social empezó a menguar. Cuando en 1945 Ortega volvió a España fue difícilmente entendido. Los exilados republicanos no se lo perdonaron y las nuevas generaciones del interior, aún aquellos que como Laín Entralgo sentían más simpatía por él, no comprendían su “acatolicismo”. La guinda fue la censura de su pensamiento y el delirante intento del integrismo católico, dominante entonces en la iglesia española, de colocar sus obras en el Índice de libros prohibidos.

A comienzos de los 60 una nueva generación se interesó, frente a la ortodoxia escolástica, por las nueva corrientes imperantes en Europa y América: estructuralismo, neopositivismo, marxismo… “se trata sin duda de una generación más libre, más abierta y plural, pero también más politizada y con afán de ruptura respecto a la tradición española, no solo la escolástica más reciente, sino también la “liberal” representada por Ortega y su escuela” (p. 30). Se tributó a Ortega un respecto nominal al tiempo que se censuraba su obra, no ya en nombre de una tradición española “castiza”, como hacían los escolásticos, sino en el de una modernidad de tono cosmopolita. “No se tiene inconveniente en reconocerlo como un “clásico”, siempre que se entienda que está definitivamente superado” (p. 31).

A partir de los años 80 aumentó notablemente el interés por Ortega, y una cuarta generación intentó un acercamiento objetivo e imparcial, por encima de detractores y “hagiógrafos”, del que sería ejemplar el libro de Cerezo Galán La voluntad de aventura, aproximación crítica al pensamiento de Ortega y Gasset. Pero José Padilla señala una curiosa paradoja: se buscan a toda costa las influencias de Ortega con un conocimiento deficiente del núcleo de su pensamiento rebajando su originalidad y practicando una pudorosa censura de todo lo orteguiano en los ámbitos académicos: programas de estudios, cursos universitarios, etc. A partir de los 90, es decir en la generación actual, la generación del milenio, empezó a normalizarse a Ortega, a entrar en los planes de estudios, a estudiársele filosóficamente y a ser rehabilitado académicamente. Han hecho falta 40 años si atendemos al momento de su muerte, 60 si atendemos al declive de su influencia social, para “normalizar” a Ortega. ¿Pero es solo esta circunstancia la que explica nuestra considerable ignorancia respecto a una “tradición” orteguiana entendida en el sentido más laxo posible? ¿No operan todavía otros prejuicios y “usos y costumbres” inveterados? ¿Por qué lo accesorio, sino lo anecdótico, suele todavía cobrar más relevancia que la discusión y comprensión de lo avizorado y alcanzado en el núcleo de los representantes de la gran tradición orteguiana?

Es triste observar que tanto si la filosofía está escrita con el estilo literario insuperable de Ortega, como, pongamos por caso, el estilo técnico y sin concesiones a la galería de Xavier Zubiri, el resultado es el mismo, se obvia lo esencial: la comprensión y discusión de sus ideas filosóficas: “Como todas sus ideas las expone además con un genial estilo literario –comenta Juan Padilla refiriéndose a Ortega-, que ha influido profundamente incluso en sus detractores, configurando en muchos casos el vocabulario que hoy es uso corriente, con frecuencia se ha resbalado sobre sus palabras y, cegados por el brillo de sus metáforas, se ha pensado que no había mas que eso: “literatura”. La cosa no es nueva. Ya Rousseau escribía: “Sea de ello lo que fuere, ruego a los lectores tengan a bien dejar a un lado mi bello estilo y examinar solo si razono bien o mal; porque, en fin, del mero hecho de que un autor se exprese con buenos términos no veo cómo puede concluirse que dicho autor no sabe lo que dice” (p. 26).

Juan Padilla, citando a Francisco Romero, establece una distinción entre tradición y escuela orteguiana que me parece muy justa y adecuada para comprender el aire de familia y las diferencias entre todos aquellos que fueron afectados vitalmente por Ortega: “Desde Ortega existe una filosofía española. Dentro del espacio más amplio de la tradición fundada por él, se recorta el recinto de su escuela. No sería justo en efecto considerar discípulos de Ortega en el mismo sentido a Rodríguez Huéscar y Marías, por un lado, y Zubiri y María Zambrano por otro, por ejemplo. Éstos últimos fueron discípulos de Ortega y pertenecen a su tradición, pero desarrollan una filosofía propia, que se aparta en mayor o menor medida de los planteamientos orteguianos” (p. 33). El término de “tradición orteguiana” es útil para evitar el otro extremo de situar a filósofos como Zubiri en una órbita completamente ajena a Ortega. La miseria de la filosofía durante la dictadura franquista, el silencio de Zubiri, el tipo de público que asistía a sus cursos, el desconocimiento tanto de la filosofía primera de Ortega como la de Zubiri, la asociación de Ortega con el agnosticismo y de Zubiri con el catolicismo, el que la filosofía madura de Zubiri se desarrollara después de la muerte de Ortega, quizás expliquen que durante tantos años se hayan situado en circuitos diferentes. La verdad es que Ortega fue el impulsor de la filosofía de Zubiri, que durante su juventud fue su primer anclaje filosófico -Zubiri se sintió orteguiano hasta 1928, en palabras de Zubiri “en comunión de ideas”-, y que después, hasta su muerte, fue una referencia constante de su quehacer filosófico.

En cualquier caso, la distinción entre tradición orteguiana y escuela es importante para comprender porque Zubiri nunca aceptó que se le considerara como formando parte de la escuela de Madrid. Zubiri siempre entendió que “Escuela de Madrid” era sinónimo de escuela orteguiana, y el tenia conciencia de pertenecer a otra escuela. La clave se encuentra en lo que debemos entender por escuela. Creo que la comprensión de Zubiri puede ser esclarecedora. Para él lo más importante en filosofía, allí donde se juega la partida, es en la justificación de su punto de arranque y cree que puede hablarse legítimamente de escuela si se coincide en un mismo punto de partida y en un mismo método, en el modo de acercarse a las cosas. Y esta creo que es la razón última por la que Zubiri siempre rechazó que se le considerara como formando parte de la escuela de Madrid: pensaba que había alcanzado una radicalidad mayor en el punto de partida que el de su maestro. Si tiene o no razón es algo que hay que pensar filosóficamente “en vivo” una y otra vez y de hecho, aunque Zubiri no lo mencione directamente, en su obra más importante, Inteligencia sentiente, sigue dialogando y discutiendo en muchas páginas con Ortega. Aunque siempre mantuvo un gran afecto e intimidad con Ortega Zubiri a partir de 1930 dejó de sentirse orteguiano, como no se sentía tampoco heideggeriano, por más que los dos tuvieran una honda influencia en su filosofía. Rodríguez Huéscar, Marías, Garagorri, en cambio, forman parte no solo de la “tradición” orteguiana, sino de su escuela. Quizás podría hablarse de dos escuelas de Madrid si se le quita toda connotación peyorativa a la palabra “escuela”. El seminario Zubiri fue un ejemplo vivo de ella. Aquí vendría a cuento la salida socarrona de Zubiri cuando no estaba de acuerdo con su interlocutor: “il y a deux ecoles”.

Juan Padilla después de darnos unas pinceladas de la metafísica original de Ortega nos presenta toda una serie ideas que brotan de esta metafísica: literatura, arte, historiografía, sociología, filosofía, precisándonos que se da una íntima conexión entre ellos y que no se trata como ahora se dice de un abordaje interdisciplinar, “sino puramente filosófico- de una filosofía que no desdeña la razón de lo concreto” (p. 24). No me resisto a citar algunos fragmentos del apartado dedicado a la biografía en Ortega, porque para mí es el mejor acercamiento que conozco al género. De él sacamos buena parte de la inspiración para elaborar nuestra investigación biográfica sobre Xavier Zubiri (Xavier Zubiri, La soledad sonora,) en un género arriesgado donde los haya, que tiene mucho de narración novelesca sin que sea una ficción y sin que lo deje de ser del todo. Si no conseguimos lo fundamental que según Ortega consiste en aquilatar la fidelidad del biografiado a su destino singular éste fue al menos el ideal que presidió nuestro trabajo. “Los hechos-explica Ortega- es menester averiguarlos. En esto se diferencia la biografía de la novela, que es pura ficción. Pero los hechos solo interesan en cuanto que revelan la vocación del personaje o su fidelidad a ella. Interesan los hechos que dejan huella”. “Se trata de narrar una vida ajena desde dentro. ¿Qué significa este desde dentro? Significa por lo pronto colocarse imaginariamente en el punto de vista del biografiado: una vida es lo que es para quien la vive y no para quien desde fuera de ella, la contempla. En este sentido es como un dolor de muelas. La dificultad y, a su vez, la gracia de las biografías radican en que el biógrafo tiene que sustituir su punto de vista por el punto de vista del biografiado y conseguir que, en algún modo, le duelan a él las muelas de éste”. “Se trata por supuesto de una ficción, de algo forzado y, por tanto, sobremanera complejo” (p. 74).

Otros dos puntos de gran interés son los dedicados a la antropología filosófica, o mejor en la tradición orteguiana, a la metafísica del hombre, y a la conceptuación filosófica de la historia. Dos temas decisivos en el siglo XX, el primero adquirirá en esta centuria carácter disciplinar y el segundo tal centralidad que delimitará prácticamente el horizonte contemporáneo del filosofar. Tanto Ortega como Zubiri no desarrollan propiamente una antropología filosófica, una disciplina autónoma que se pregunta por aquello que caracteriza lo humano en cuanto tal, sino una filosofía del hombre, es decir, un estudio del hombre desde la metafísica o filosofía primera que han elaborado. En cualquier caso, es perfectamente legítimo, como siempre fue el interés de J. Marías, I. Ellacuría o de Pedro Laín Entralgo, de tratar de constituir una antropología filosófica a partir de los desarrollos de los dos maestros. Juan Padilla destaca en el inventario de la obra Julián Marías, sus trabajos antropológicos, particularmente los referentes a la estructura empírica de la vida humana. Entre la teoría analítica de la vida humana y la narración concreta biográfica de ella hay un campo intermedio compuesto por los elementos que no constituyen requisitos a priori de la vida, pero que pertenecen de hecho a las vidas concretas: una esperanza de vida, unas limitaciones sensoriales, la bipolaridad sexual etc.

A través de Enrique Lafuente Ferrari, Luís Díez del Corral y José Antonio Maravall Juan Padilla nos muestra la existencia de una “escuela histórica” que tiene su origen en el pensamiento de Ortega. También en la noción de historia se nota el aire de familia de la “tradición orteguiana”: La relación entre lo individual, lo social y lo histórico; el reconocimiento del hombre como ser constitutivamente histórico, cuya “naturaleza” –es decir su ser actual- consiste en el sistema de posibilidades a que ha logrado elevarse- la altura de los tiempos-; y como consecuencia de ello la afirmación del carácter progresivo –acumulativo- de la historia, que queda así esencialmente incardinada en el presente ( p. 111). Se dibuja así una alternativa a la filosofía ilustrada de la historia y al historicismo recurriendo a la categoría de posibilidad y a la historia como a una dimensión de la socialidad y la individualidad del ser humano. Por último, Juan Padilla intenta desgranar lo que queda por hacer con la obra de Ortega desde un punto de vista filosófico. Como en toda filosofía digna de este nombre, lo esencial siempre queda por hacer: repensar sus supuestos, reconsiderar su punto de partida, utilizar crítica y creadoramente sus propias enseñanzas y volver a leer sus obras fundamentales.

Jordi Corominas, agosto, 2008.