El Pego

“El Pego”. Así llamábamos a Álvaro López Pego en el Instituto Ausias March cuando hace treinta años (1978) tuve la inmensa suerte de tenerlo como profesor de griego. Así se autollamaba él cuando años más tarde me decía por teléfono “Hola, soy el Pego” o en la firma de las cartas mostrando su sorna sobre sí mismo. Como profesor era serio, exigente y seguía su propio método pedagógico lejos de los manuales. En cada clase nos enfrentaba a textos de los que íbamos desvelando, cual exploradores, toda su belleza y nos hacía aprender frases de memoria con la idea sin duda de que algo quedaría en nuestras vidas. Aun recuerdo el philokaloumen te gar met' euteleias kai philosophoumen aneu malakias de Pericles que plasmaba el talante de sus clases: “Amamos la belleza sin extravagancias y la sabiduría sin moderación”. Lo mejor sin duda era que transmitía un gran amor por la cultura, la filología y el mundo griego. No es extraño que dos de los alumnos más aventajados de nuestra clase llegaran a ser pronto catedráticos de griego y colegas suyos. Respecto a los más duros de mollera en el aprendizaje del idioma tenía la suficiente mano izquierda y sobretodo una inmensa cultura clásica como para sumergirnos en el mundo intelectual helénico a partir de nuestros propios intereses, sensibilidades y capacidades. A unos nos conducía a la poesía, a otros a la historia y a la literatura y a mi, por ejemplo, me dejó lanzarme a mis primeros pinitos en filosofía. Guardo todavía como una reliquia los trabajos que le presentaba sobre Epicuro, Demócrito, y Lucrecio. Recuerdo como si fuera ayer mi primera exposición filosófica sobre Heráclito en una clase y el debate posterior que se generó participando “El Pego” como uno más. En fin, nos hacia sentir importantes y con sus preguntas y disquisiciones culturales logró algo mucho más importante que enseñarnos el dominio de una lengua: sembrar inquietudes intelectuales.

Finalizado el bachillerato y ya en la Universidad perdí el contacto hasta que por los azares de la vida lo volví a encontrar 10 años después en la Casa de Nicaragua. Allí descubrí el Pego militante, mundialista “avant la lettre”, defensor de la justicia, y enamorado de los escritos del Marx joven, sobretodo de aquel texto profético de los Manuscritos donde Marx denuncia al dinero como “el universal alcahuete de los hombres y de los pueblos. La inversión y confusión de todas las cualidades humanas y naturales, la conjugación de las imposibilidades” y reivindica al hombre como hombre y su relación con el mundo y con los demás como una relación humana: “sólo se puede cambiar amor por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre artísticamente educado; si se quiere ejercer influjo sobre otro hombre, hay que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente estimulante e incitante. […] Si amas sin despertar amor, esto es, si tu amor, en cuanto amor, no produce amor recíproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia.”

A través de la las visitas y discusiones anuales en su casa y la correspondencia que mantuvimos durante los 14 años que estuvimos en Nicaragua y El Salvador anudamos una gran amistad y fui descubriendo un estrato más profundo que el de profesor y el de militante comprometido con la justicia. El de una inmensa e inquieta vida intelectual presidida por su completa libertad fiel al apotegma de Horacio: “Nullius addictus iurare in verba magistri, Quocumque me rapit tempestas, deferor hospes”. que traducía así: “No me siento obligado a jurar fidelidad a la doctrina de ningún maestro: Allá do me lleva el viento, allá me dejo llevar como un huésped”. Vacaba por todo, todo le interesaba, desde la física, a la biología y a la filología, pasando por la literatura, la filosofía, la teología y las diversas religiones.

El mismo describía así, a grandes rasgos, su trayectoria intelectual: “Yo tuve en mi tierna juventud un buen maestro de griego (suerte que tú no has tenido) al que estoy agradecido por muchas cosas (la más importante, porque gracias a él puedo disfrutar de una jubilación económicamente desahogada. ¿Quién me iba a decir a mí que comería gracias al griego? ¡Viva el griego!) Entre lo mucho que debo al griego está que allá por mis veinte años quedé absolutamente deslumbrado y hechizado por Platón. Leí en griego sus Ion, Menéxeno, Eutidemo, Protágoras, Gorgias, Fedón, Fedro, Symposium, República, Timeo… y quedé sumergido y para siempre en el mundo de la filosofía. Aunque he de reconocer que lo que más me fascinaba no era lo filosófico sino su poesía e inimitable elegancia. Pero ya entonces me asomé al ser (¡si señor, digo “ser” y no realidad! ¿pasa algo, zubiriano de mierda?). Eso ya nunca ha cambiado aunque se haya ido enriqueciendo a lo largo de estos 47 años.

A los 23 y 24 años me sumergieron en el estudio de la filosofía escolástica. Y aquí ya fue la borrachera total, el delirio filosófico. Para que veas cómo ya era cascarrabias (aunque no vejete) me sublevé contra el método suareziano de explicación de la analogía metafísica del ser y defendía las tesis tomistas contra unos profesores jesuitas. El ambiente del debate filosófico era intensísimo. Sufrí luego grandes crisis (de fe y de todo tipo) y renegué del platonismo y del escolasticismo formal. En medio de todo aquel follón volví mi rostro al oriente (que todavía no estaba de moda) y aprendí sánscrito para vacar a la lectura de la filosofía hindú. Leí en sánscrito la Kena Upanisad y el Bhagavadgita (del que por cierto tengo tres versiones). Resistí a las tentaciones de la mística oriental y simultaneé estos escarceos –ya por los 30 años- con el estudio de temas científicos –ya por los 30 años- como la mecánica cuántica, la relatividad, la astrofísica y más tarde la biología. En los 60 una amiga que pertenecía a la cuadra de Zubiri me llevó a a unas charlas para “iniciados” y también a las conferencias públicas. La impresión que me hizo Zubiri fue gordísima y me pareció y me sigue pareciendo un filósofo de la categoría de Descartes, Kant, Hegel o Platón. La lectura de todos sus libros me ha ido suscitando una serie de objeciones, a veces importantes. Luego vino la lucha sindical en la empresa, el marxismo y la vuelta al cristianismo, rojeras ya, y, lo mejor de todo, con lo que más aprendí, casarme con Carmen. ¿Para qué te cuento todo esto? Para que veas que soy un filósofo atípico con un bagaje mental muy alejado del tuyo. Me gustaría muchísimo, sería el gran placer de mi vejez, poder pasar las horas muertas los dos, departiendo de temas filosóficos sin prisas, acercando nuestros cerebros ya que estamos bien cerca en la amistad. Pero me temo que es imposible”.

Después fui descubriendo que además de un filósofo atípico era un cristiano atípico, tan atípico como verdadero cristiano porque no sólo se trata de que el cristianismo acabó siendo el estrato más profundo de su persona sino que además corría por él la vena más hermosa y libre del cristianismo. El Pego rechazaba las religiones, incluida la “religión cristiana” pues veía en todas ellas una especie de inhumanidad, de moralina, de voluntad de elevarse por encima del sufrimiento y de las ambigüedades humanas, pero en el cristianismo descubría algo extraño a ellas, una dirección contraría: la absoluta gratuidad, “el porqué sí”, el amor loco de Dios, el aprender a hacerse débil y vulnerable y a cantar sin miedo la fragilidad de lo humano. Tanto como los curas y el “tufo a sacristía” le sacaban de quicio las nuevas pseudomísticas y dogmas de las neoreligiosidad occidental: “piensa positivamente, vive en armonía, sé tu mejor amigo”. Un mundo donde el bienestar, la felicidad y la alegría resultan casi intimidatorias.

“El Pego” consideraba a los teólogos gazmoños, faltos de autenticidad, presos de estructuras escleróticas, obligados a vivir en un régimen de ortodoxia, pero había uno, Bonhoeffer, por el que manifestaba un peculiar aprecio, y del que reconocía que le había marcado. Bonhoeffer creía que el ateísmo moderno, al destruir el Dios de la metafísica abría las puertas para descubrir el verdadero rostro del Dios cristiano. Pero con lo que más se identificaba era con estas palabras de Bonhoeffer: “Suelo preguntarme por qué frecuentemente un instinto cristiano impulsa más hacia los que no tienen religión que hacía los que lo tienen. Mientras me avergüenzo de pronunciar el nombre de Dios en presencia de personas religiosas –porque ese nombre me parece que suena a falso y yo mismo me siento un tanto afrentado- y en cambio, puedo, llegado el caso, nombrar a Dios delante de los ateos con toda naturalidad y tranquilidad.” Desde luego a “El Pego” le movía este mismo instinto cristiano.

Es este instinto el que le habría llevado a “soliviantarse” de escuchar mi perorata. Lo oigo todavía recriminándome “déjate de monsergas y vayamos a lo pedestre”: a las lentejas, al chocolate, a poner los pies cerca del brasero, a la vida de pareja, a los hijos y las grandes dificultades que a veces suponen, a las compras, a las artes culinarias, a las luchas asociativas, a acariciar los gatos, a pasear, a las travesuras y juegos, a las mil y una “paridas”. “El Pego” siempre decía que lo mejor que le había pasado es encontrar a “Cama” (de camarada), a Carmen. No se podía hablar del amor de Carmen, pues con la palabra “Amor” le sucedía lo mismo que con la palabra “Dios”. Su mera pronunciación era ya banalizarlo. Uno de sus lemas favoritos era precisamente: “No creas en lo que dicen y piensan sino en lo que hacen” y a fe que aplicado a “El Pego”, viendo lo que hacía, todo lo dicho hasta aquí es mera cursilería barata. Por lo tanto, por una vez seré buen alumno, nunca es tarde, y le reconoceré que de lo más grande y extraordinario, es mejor callarse.

Jordi Corominas.