Cuento de Alan Poe


Jordi Corominas. 1998

No parece que haya mejor manera de inmunizarnos y de desprendernos de la lucha contra el mal y los sufrimientos causados por unos seres humanos a otros seres humanos que mostrar el dolor, la violencia y la muerte como si el mundo fuera un inmenso reality show, y las guerras, la violencia y la miseria meros desastres naturales, jugarretas del destino. Todo sucede como en un cuento de Edgar Alan Poe[1] en el que un documento capital y comprometedor para una persona de alto rango ha sido robado en los apartamentos reales. E1 ladrón es conocido, se trata de un ministro, le han visto apoderarse de la carta, se sabe que está todavía en su poder. El prefecto de la policía de París dirige la investigación. Manda indagar y registrar el apartamento del ladrón. Se las arregla para que unos bribones lo asalten y lo desnuden de la cabeza a lospies. La carta sigue sin aparecer. Unicamente un detective privado, a instancias del prefecto, descubre la carta. Para ser tan sofisticado, el escondrijo sólo podía ser de una sencillez absoluta. El objeto les había pasado por alto a los sabuesos de la policía debido a que el ministro había recurrido a la más sagaz de las fórmulas: no ocultarla. Resumiendo, el ministro había dejado el documento encima de la mesa, a la vista de cualquiera, para que nadie reparara en él. El mal hecho por los seres humanos a fuerza de verlo cada día se va volviendo poco a poco invisible. Para darle otra vuelta a la tuerca los intentos de respuesta a este sufrimiento casi infinito son secuestrados por el mercado: donaciones millonarias, maratones de la compasión, princesas fotografiadas con niños lisiados, santas con leprosos lisonjeadas por militares y jefes de estado, tableta de chocolate, marca de café, de pan, detergente para la ropa o de jerséis que subvencionan causas humanitarias u ecológicas, La compasión es transformada en una variante del desprecio, y la miseria en ocasión de exhibicionismo y de curriculum. Se evita por todos los medios denunciar culpables como si ya no hubiera ni víctimas ni verdugos, se disuelven las responsabilidades y las estructuras se vuelven intocables. Helder Camara decia que cuando trabajaba por los pobres le llamaban bondadoso, pero cuando preguntaba porque existían le llamaban comunista. Hoy este epíteto ha desaparecido o simplemente ha sido sustituido por otros pero sigue vigente la amenaza y la condena no sólo para todos aquellos que osan desafiar el presente (periodistas, sindicalistas, obreros, campesinos, feministas, indígenas, delegados de la palabra, sacerdotes...) sino para los tozudos que simplemente siguen haciendo preguntas indeseables. Buena prueba de ello es el asesianto de seis jesuitas dedicados a labores intelectuales de nuestra universidad. Sus asesinos están todos libres, sus encubridores del interior y del exterior ocupan sendos cargos políticos, los adalides de la libertad se ocuparon de oscurecer los testimonios, y la diplomacia internacional de mantener las formas.

Beernard Schaw a principios de siglo enseñaba que cuando los actos de abnegación, el humanitarismo y la profesionalización de la caridad, por más admirables que estos sean, reemplazan la crtica social, la organizaci’on popular, la denuncia y las política social se acaba con la dignidad de los pobres. La caridad y la compasión busca individuos afligidos y produce seres subordinados permanentemente aistidos. La política en cambio exige interlocutores, es decir seres iguales, autónomos y responsables. Pero en lugar de a una política mundial intolerante con la miseria asistimos a un crecimiento asombroso y sin parangón en la historia de la desigualdad y del sufirmiento inútil junto a una gran auge de las organizaciones humanitarias.

El campo de la fuerza política, de la organización popular, de la crítica y la denuncia social que exige seres autónomos, responsables y beligerantes va siendo sustituido por las organizaciones humanitarias y una profesionalización de la caridad que solo produce individuos subordinados y humillados. Y lo que es peor, la solidaridad es comercializada e instrumentalizada por bancos y empresas y aprovechada para el exhibicionismo de los ricos y de las "estrellas".

[1] Cuento de Edgar Allan Poe "La carta robada", citado por P. Bruckner, La tentación de la inocencia. Ed Anagrama Barcelona, 1996. P. 233