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AQUÍ podréis encontrar toda la información sobre mis novelas, así como los diferentes enlaces de compra, reseñas y los booktrailers de cada una de ellas.

Saga Aberraciones (ciencia ficción, terror, biopunk, novela negra):

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AQUÍ, en esta tienda de la Tostadora podréis encontrar mis diseños frikis inspirados en todo lo que leo, veo o escribo. Estoy seguro que, al menos, os divertiréis echándole un ojo a mis dibujos. 

Terror primigenio, pelis ochenteras de los géneros que nos atañen, videojuegos, referencias a clásicos de la ciencia ficción y un poco de todo lo que me ha hecho ser quien soy.

En resumen, tazas, camisetas, sudaderas y mochilas que a mi me hubiera encantado encontrar en su día. 

CRO: Club de Rol Online

AQUÍ podéis escucharnos. 

Somos un puñado de frikis que se reúne de vez en cuando para echar partidas de rol en mundos alternativos. Aunque puede que nos escuches pasear por algún mundo conocido, lo normal es que surjan de nuestras corruptas y extrañas mentes.

Encontrarás terror, historias inspiradas en libros, muchos mundos absurdos e incluso cosas que pueden convertirse en futuros relatos. 

Espero que os guste y nos acompañéis

Trascendidos. Relato ciberpunk.

Lo primero que notó Samuel al despertar en aquella extraña sala fue la intensa claridad que lo cegaba. Se sentía raro y no recordaba cómo había llegado allí. Sus ojos, erráticos al explorar las impolutas paredes blancas del cuarto, parecían ser los únicos órganos que respondían a sus pensamientos. 

 «¡Socorro!», pensó a grito limpio, al darse cuenta de que ninguno de sus sentidos, a excepción de la vista, funcionaban correctamente.

Era como ser un simple globo ocular consciente de sí mismo. No sentía frío, calor, dolor ni la presión propia de las supuestas ataduras que lo mantenían inmóvil. No podía notar nada, salvo la inquietante visión de aquella lisa pared blanca que se encontraba frente a su cara.


El proceso era algo complejo y relativamente rápido teniendo en cuenta la cantidad de aspectos, enlaces, protocolos y verificaciones que había que llevar a cabo. Finalmente la fase dos, conexión de los sistemas sensoriales, se había completado. Samuel comenzó a sentir, siendo esto un gran alivio, los brazos y las piernas, percatándose, gracias a la presión sobre sus glúteos y su espalda, que se encontraba sentado en alguna especie de silla o sillón. Una repentina sensación de tranquilidad, quizás demasiado intensa, lo invadió de golpe, permitiéndole ordenar las ideas e indagar en sus recuerdos en busca de una respuesta.

Samuel Kord, detective del cuerpo de riesgos prostéticos, o CRP, era un hombre de treinta y siete años, musculoso, soltero, encarado y bastante antichapas. Era algo común, aunque al mismo tiempo peculiar, que los agentes del CRP fueran antiprostéticos, término de mismo significado pero menos ofensivo.


La llegada de los Tipo Tres, o Trascendidos, había supuesto un cambio global sin precedentes, avivando el odio en la sociedad. Manifestaciones y atentados a favor o en contra de los derechos de estos nuevos seres habían convertido las grandes urbes en un caos continuo. Ambiente que las mafias de contrabando prostético sabían cómo aprovechar.

Durante años toda la sociedad se vio obligada a convivir con el desarrollo de los Tipo Dos, Acorazados; Tipo Uno, Mejorados y Robots Antropomórficos, RA. 

Inicialmente los RA, máquinas simples con aspecto humano, comenzaron a formar parte de la vida diaria. Fábricas, servicios de atención pública e incluso casas particulares fueron invadidas por estas máquinas ocupando los puestos de trabajo que antes pertenecían a personas. Cosa que, como era normal, despertó un gran odio hacia ellos.

Los Tipo Uno eran simples humanos mejorados, que suplían sus defectos con la adquisición e implantación de prótesis biomecánicas. Al contrario de lo ocurrido con los RA, estos individuos fueron aceptados rápidamente e incluso en la actualidad, con ese odio social hacia las máquinas tan presente, seguían siendo aceptados como humanos normales en casi cualquier entorno. Nadie podía negar que era una auténtica alegría ver a un familiar volver a andar, moverse o simplemente coger un vaso cuando antes era incapaz.

Pero el odio y el caos comenzó realmente cuando los cuerpos militares, de naturaleza oficial o no, dieron lugar al nacimiento de los Tipo Dos. Antes personas, eran sistemas nerviosos humanos implantados en cuerpos casi completamente mecánicos. Cyborg completos dominados por un cerebro humano. Para Samuel seguía siendo impensable hablar con uno de ellos sin considerarlo un simple RA.


—Es lo que hay, Samuel. Si no te gusta tu trabajo ya sabes dónde está la puerta —vociferó el comisario Oliver. Estaba cansado de tener que enfrentarse al detective por todo—. Desde mañana tu nuevo compañero será el agente Velasco y me importa una mierda lo que opines al respecto. ¿Entendido?

—No hace ni una semana que murió Lolo y ya me empaquetas a un puto blindado como compañero… Menuda mierda —respondió el detective, mirando fijamente a los rojizos ojos del comisario.

—¿Entendido?

La respuesta que Oliver recibió era la misma que recibía en todas las discusiones con su subordinado, un portazo en la puerta de su despacho. Tarde o temprano tendría que abrir un expediente disciplinario contra Samuel, pero hoy tenía asuntos más importantes de los que ocuparse. La llegada de un nuevo agente trascendido y la implantación del sistema de mapeo neuronal suponían un gran quebradero de cabeza. 


*

El joven detective tardó más de cuatro meses en comenzar a aceptar a Velasco como un compañero. Su pasado, lleno de problemas por el paro de sus padres en la fábrica y las desgracias familiares que vinieron a causa de todo aquello, le impedían considerar a su nuevo acompañante como un humano. Su naturaleza le hacía imposible aceptar que aquella masa de músculos cibernéticos, de color azul, negro y gris, con una sola lente a modo de ojo en la cara, era, o había sido, un hombre como él. Velasco, sin duda, era una buena persona: noble, empático, de gustos sencillos y de palabra. 


En una de las largas vigilancias nocturnas, frente a un conocido bar donde se solían realizar ventas ilegales de extremidades y cuerpos prostéticos de contrabando, Samuel se atrevió a hacer la pregunta:

—¿Qué te pasó?

La lente ocular de Velasco simuló un parpadeo y enfocó la cara de su compañero. Ya se había percatado, a base de malas contestaciones, que Samuel era un declarado antichapas y tenía claro que esa pregunta, de curiosidad tal vez insana, llegaría tarde o temprano.

—Una bomba —respondió, tras pasarle un perrito caliente que acababa de comprar y acoplarse la cápsula de suero nutritivo que servía de alimento para sus componentes orgánicos. Era la hora de comer—. Un RA con aspecto de niña pequeña entró en la comisaría pidiendo ayuda. Me acerqué para acompañarla a una sala interior y quitarla de la escoria detenida que se acumulaba en la recepción... Era la hora de comer y la sala de descanso estaba llena cuando llegamos a ella. Los ojos del RA comenzaron a brillar y Palomo, mi antiguo compañero, se lanzó sobre mí para apartarme. —El cuerpo Tipo Dos de Velasco simuló un pequeño suspiro—. Veintitrés agentes muertos, entre ellos Palomo. Yo me desperté un mes después metido en esta cáscara de metal.

—Joder, lo siento tío. Odio a los androides. No entiendo por qué no están prohibidos. Solo pensar en esas máquinas que parecen tan humanas me da repelús —opinó Samuel, mientras terminaba de engullir la gruesa salchicha de cerdo. 


Un par de golpes en la ventanilla del coche acabaron con la conversación. Bajo la tenue lluvia, en plena madrugada, el reluciente cuerpo metálico de color negro, similar al de un RA pero más avanzado, esperaba en silencio a que los dos agentes bajaran el cristal. 

—Dígame —comenzó a hablar Velasco desde el asiento del copiloto que ocupaba. 

—Buenas noches, agente Velasco. Soy el agente Willson. El comisario Adolfo me ha mandado a buscarles para realizar el mapeo neuronal del agente Kord. Es el nuevo protocolo de seguridad que ha implantado el CRP para mantener a su personal más valioso. —Tras agacharse a la altura de la ventanilla del coche, la luz ocular roja del agente recién llegado giraba continuamente variando el enfoque entre sus dos interlocutores—. Si tiene un instante procederé a escanear su estructura neuronal —concluyó, enfocando la cara de asco con la que Samuel lo miraba.


El brazo derecho de Willson, previo asentimiento a regañadientes de Samuel, comenzó a estirarse, pasando frente a la cámara ocular de Velasco, hacia la cabeza del detective. La mano tridáctila del nuevo agente trascendido se apoyó en el cráneo de Samuel y se quedó allí apoyada unos minutos. 

La situación, y ese silencio incómodo que los tres mantuvieron durante todo el proceso, fue verdaderamente tensa. No solo se trataba de que un cuerpo prostético completo Tipo Tres estuviera abordando a dos agentes del CRP, sino que lo estaba haciendo durante una sesión de vigilancia. Si no los veían sería por puro milagro.

Willson entendía que el proceso de mapeo neuronal era invasivo y comprendía que un antiprostético, como el detective, evitara pasar por él. Velasco contemplaba al nuevo agente trascendido haciéndose preguntas existenciales. Desde que se despertó en ese nuevo cuerpo no había parado de preguntarse, de forma continua e inconsciente, si había dejado de ser humano y si hubiera sido mejor morir del todo con aquella bomba. Samuel en cambio, sentía una extraña mezcolanza entre odio y miedo. Solo pensar que desde ahora si alguien lo mataba en servicio volvería a la vida como un trascendido le encogía el estómago.


—Mejor muerto que convertirme en eso —dijo finalmente Samuel, cuando el trascendido se marchó andando entre las pequeñas gotas de lluvia hacia la comisaría.

—¿Piensas que yo soy como él? —preguntó Velasco a modo de respuesta. Algo en su alma, si es que la tenía, se había trastocado al ver la correcta frialdad con la que el nuevo agente se comportaba.

Samuel contempló el cuerpo de aquella máquina, de su nuevo compañero, y por un instante sintió que aquello que estaba allí sentado, a su lado en el asiento del copiloto, no era solo metal.

—Velasco, no digas tonterías. El mismo hecho de que te preguntes eso deja claro que no eres igual —Sonrió y miró fijamente la luz azul ocular de su compañero—. Eres más feo que una lavadora por abajo, pero dentro de ti hay un cerebro humano que piensa y siente. Eso que nos ha visitado no era un hombre, solo una copia mal hecha de los recuerdos de uno. Esa cosa no siente, no se encariña, solo cumple unos protocolos predefinidos… —suspiró, calló unos instantes y se relajó sobre el asiento—. ¿Me prometerías una cosa? Si me matan cárgate mi mapa neuronal. No quiero despertarme siendo uno de esos.


**

La oscuridad de la noche se había vuelto densa y pesada con el pasar de las horas. La lluvia era más brusca, haciendo difícil vigilar las puertas del bar sin usar las escobillas del parabrisas. 

Samuel acababa de comenzar a echar la primera cabezadita de la noche, mientras Velasco seguía atento a los posibles movimientos que pudieran aparecer en la zona. Era una suerte, siempre que estuviera trabajando, que la necesidad de descanso de los Tipo Dos fuera bastante menor que la de los humanos normales. Esto le permitía estar despierto, pasando la noche en vela, sin apenas añorar el sueño.


Los acontecimientos que esperaban no tardaron mucho más en llegar. Una furgoneta blindada apareció por la esquina de la calle con las luces apagadas, parándose finalmente frente a la puerta del bar. Un par de RA de primera generación, claramente modificados de forma ilegal y armados con rifles de calibre pesado, bajaron del vehículo y procedieron a descargar una especie de baúl metálico de grandes proporciones. 

—Despierta —susurró la voz metálica de Velasco, tras golpear suavemente las rodillas de su compañero.

Samuel reaccionó inmediatamente y asintió, al ver cómo los RA se introducían dentro del edificio.

—Activa el protocolo. Que manden un dron de transporte con dos unidades de asalto.

—Hecho, acabo de mandar la orden por el sistema interno del CRP. En menos de un minuto estarán aquí —respondió el agente Tipo Dos. 

Samuel pudo observar cómo una pequeña luz de color rojo, indicador del uso del sistema de comunicación inalámbrica de su compañero, parpadeaba.


Velasco salió del coche y caminó hacia el maletero para coger el rifle de CE, mientras que Samuel se dedicó a activar su vieja mágnum CE. Las armas CE, o dispositivos de choque eléctrico, eran herramientas verdaderamente útiles en la acción real, que combinando la fuerza de un arma normal con una pequeña batería, podían perforar cuerpos metálicos y freír sus sistemas electrónicos con una buena descarga. 


El dron de transporte, cargado con dos RA de asalto, apareció de forma precisa sobre la puerta del bar. Era algo bastante impresionante ver cómo aquella máquina de grandes proporciones, y posiblemente elevadísimo peso, flotaba en silencio sin mover una sola brisa de aire. Silencio que, por otra parte, fue interrumpido por el fuerte impacto que produjeron los dos RA del CRP al caer, de pie, sobre el asfalto con los rifles listos. 


Los robots antropomórficos del Cuerpo de Riesgos Prostéticos eran completamente de color gris, a excepción de las siglas CRP de color negro pintadas sobre el pecho. Las principales diferencias de estos RA con respecto al resto de los que se podía ver en cualquier otro lado era el blindaje y la compleja programación militar de la que estaban dotados. Solo podían ser activados por las voces de los detectives del cuerpo.


Samuel caminó rápidamente hasta la espalda del RA que estaba más cerca, miró su número de identificación y ordenó:

—Número 27, serás mi escudo. Cúbreme en todo momento —Hizo una pausa para mirar a su compañero, que ya estaba colocado entre los dos robots listo para entrar—. Número 27, Número 42, protocolo de asalto y liquidación. No dejéis ningún organismo orgánico o cibernético ilegal activo. 

El detective agarró con fuerza el asa dorsal que el RA tenía en la espalda y los cuatro comenzaron a andar, bajo la continua lluvia, hacia la puerta metálica de aquel antro.


Todo lo que pasó después apenas duró algo más de un minuto. Número 42 se lanzó, con el hombro por delante, hacia la puerta, haciéndola saltar bajo la presión. El RA 42, Velasco y finalmente Número 27 con Samuel a su espalda entraron disparando a todo lo que se movía, o tenía pinta de poder hacerlo. 

Las luces rojas del interior quedaban anuladas momentáneamente por los reflejos azules que las balas CE producían al impactar. Pronto los dos RA ilegales, que habían servido de transportistas del baúl, estaban fritos en el suelo. Velasco había conseguido inmovilizar a dos presuntos maleantes orgánicos, Número 42 había sido anulado por un tiro CE en la cabeza y Samuel, junto a su escudo robótico, continuó avanzando hacia el interior del local.


«Tengo que encontrarlo antes de que lo activen», pensó el detective, mientras caminaba por el estrecho pasillo, cada vez menos iluminado, que se extendía desde la sala principal hacia el almacén.

Dejó a su derecha el repugnante baño donde una pequeña marabunta de cucarachas huía hacia los recovecos para evitar una desafortunada pisada. Ya solo había una puerta más y el cuerpo prostético tenía que estar allí. Soltó el asa del RA y le susurró:

—Entra y liquida.

Una patada, un tiro y un fuerte golpe. Habían llegado tarde. El delgado cuerpo de un hombre, con todo el cráneo perforado por cables y tumbado sobre una extraña camilla, había recibido el tiro de Número 27, pero su conciencia ya había saltado. Había trascendido. 

El cuerpo del RA del CRP fue lanzado al pasillo con el centro motor triturado, haciendo que Samuel tuviera que esquivarlo para no acabar machacado.

—¡Mierda! —fue lo único que pudo gritar antes de que su masa encefálica acabara salpicada por todo el pasillo.

El cuerpo prostético militar de última generación había recibido una nueva conciencia. Era una torre de color verde camuflaje, de algo más de tres metros, con blindaje plástico anti choque eléctrico y una musculatura de alta movilidad. Una bestia de acero con la conciencia eléctrica de un mamón delgado.


***

Lo primero que notó Samuel al despertar en aquella extraña sala fue la intensa claridad que lo cegaba. Se sentía extraño y no recordaba cómo había llegado allí. Sus ojos, erráticos al explorar las impolutas paredes blancas del cuarto, parecían ser los únicos órganos que respondían a sus pensamientos. 

Pronto llegó el tacto, el oído, incluso un suave sabor y olor metálico, luego la tranquilidad inducida por los pulsos sedantes, pero aún seguía sin saber qué le había pasado.

«Estaba en el coche con Velasco...».


Cuando miró sus manos, el miedo, ahora racional, le impactó como lo había hecho el puño que hacía unas horas le había desparramado el encéfalo, aunque él no lo supiera. Una decena de tendones metálicos se movían bajo un recubrimiento plástico. Aún no le habían acoplado el blindaje exterior. Era un amasijo de cables, circuitos y conciencia sin proteger.

Quiso gritar pero su altavoz seguía anulado. Intentó ponerse de pie descubriendo, para su desagradable sorpresa, que sus piernas aún no estaban completas. Varios brazos robóticos se movían rápidamente uniendo y soldando las diferentes piezas que serían, en un futuro cercano, sus nuevas extremidades inferiores.


Un sonido se produjo en la puerta de la sala blanca. Ya sabía dónde estaba. Recordaba pasar por aquel lugar, incluso escupir en aquella puerta. Sabía lo que le había pasado y lo que era ahora, aunque nunca podría recordar cómo había sucedido. Estaba muerto y su conciencia, o su mapa neuronal según lo existencial que se quisiera ser, acababa de ser cargada en un cuerpo prostético. No había carne, ni rastro de ella. 


La puerta cedió bajo la fuerza que Velasco estaba ejerciendo. Su compañero estaba bastante estropeado, el brazo derecho había sido arrancado de cuajo y varios agujeros en su blindaje dejaban ver sus sistemas eléctricos.

«¿Qué hace aquí?».

—Siento haber tardado tanto. Me ha llevado más de dos horas acabar con el puto prostético militar. He aprovechado que media comisaría ha salido a evitar el acceso a la zona, mientras limpian los cadáveres que eso ha dejado —Su cámara ocular analizó rápidamente el desarrollo del nuevo cuerpo de Samuel y finalmente lo enfocó—. Siento que haya pasado esto… pero estoy aquí para cumplir mi promesa. No quiero que seas como Willson. 

«¿Qué promesa?».


Velasco se dirigió a una de las mesas táctiles que estaba a la espalda de Samuel, sacó de su costado derecho un cable y lo conectó a un puerto del sistema. El detective no podía verlo, le era imposible girarse para contemplarlo, pero pudo observar cómo, tras unos segundos, los brazos robóticos que estaban trabajando en sus piernas dejaron de funcionar. 

—He suspendido la construcción del cuerpo protésico.

«¿Por qué estás haciendo esto? No éramos amigos, hijo de puta, pero tampoco tienes motivo para dejarme así, incompleto». Lo cierto es que Samuel no recordaba la promesa, ni su muerte. Su último recuerdo era el sabor de una salchicha recalentada en el coche. Ahora se sentía traicionado. No podía entender por qué su compañero no dejaba que su cuerpo se formara del todo. Quería poder levantarse y partirle la cara a Velasco. Abrirle el cráneo metálico y triturar lo único humano que le quedaba, su encéfalo. 

—Hecho, acabo de borrar tu mapa neuronal de la intranet del CRP. Ya solo hay una copia de tu mapa —comentó Velasco, colocándose frente a Samuel—. La que tienes cargada en ese cuerpo.


El silencio tomó el control de la sala, haciendo resaltar los leves zumbidos que las lentes oculares de los dos agentes hacían enfocándose el uno al otro. Samuel sintió terror, un miedo a la muerte que se hacía más intenso al estar encerrado en su propio cuerpo sin entender los motivos que movían a su futuro asesino. Velasco en cambio se sentía decidido pese al enorme peso que le presionaba el pecho, que tal vez fuera una mala interpretación programacional del estrés. Fuese como fuese, en su cerebro humano, la idea de que ahora él era el humano no paraba de golpearle.

Hace unas horas, Velasco era la máquina y Samuel el hombre, pero ahora, con esta nueva trascendencia, el agente Tipo Dos era el hombre y el malhumorado antiprostético la máquina.


Un rápido movimiento del brazo izquierdo de Velasco, un tirón y la conciencia electrónica de Samuel se extinguió para siempre, mientras su cráneo metálico, lugar donde se encontraba el centro neuronal, quedaba machacado por la fuerte mano de su excompañero.


FIN


No puedo respirar. Relato de terror.

La vida nunca se había comportado bien con Andreu y parecía que la muerte tampoco quería hacerlo. El delgado y canoso anciano vivía solitariamente en un gran caserón al norte de la comunidad catalana, lindando con Francia y en pleno Pirineo. Nacido en 1941, y con cerca de ochenta años, era huérfano desde edad temprana, siendo criado por su hermano mayor, ya fallecido. Había dedicado la vida al campo y a su querido rebaño de ovejas, siendo estas últimas las que le habían permitido vivir con relativa tranquilidad económica en los años en que las enfermedades no atacaban al ganado.

Se había enamorado un par de veces, pero esa vida rural, modesta y dura siempre acababa venciendo al cariño que sentía hacia las mujeres, eligiendo sus ovejas a cualquiera de ellas. Sin duda, era un hombre huraño de mal carácter y de poca cultura, pero testarudo y fuerte hasta hace algo menos de un año.

El dolor en el pecho, la dificultad para respirar y las pesadillas llegaron de golpe, pero el cansancio generalizado fue creciendo día a día, semana a semana, hasta hacerle imposible seguir trabajando y sufriendo las largas caminatas de pastoreo que realizaba a diario. Ahora sobrevivía gracias a su sobrino Joan, único familiar vivo, y heredero de su rebaño. El joven se había comprometido, sin que nadie se lo pidiera, a cuidar a su tío, sintiéndose obligado a visitarlo y cubrir todos sus gastos en respuesta al traspaso del negocio. Era un buen trato en los difíciles tiempos económicos que estaba pasando el país.

—Buenas, tito. ¿Dónde está Neu? —preguntó Joan, al entrar en el caserío cargado con bolsas de comida del supermercado.

—Yo que narices sé de ese maldito perro. Esta noche no ha parado de ladrar como un loco —respondió Andreu, levantándose dificultosamente de uno de los sillones del salón, vestido con un desgastado pijama de franela.

—Bueno, ahora lo buscaré. Me ha resultado raro que no me viniera a saludar como siempre.


Neu era el viejo perro del anciano, de raza pastor catalán, que siempre lo había acompañado en el trabajo. Era un perro grande, de algo más de veinte kilogramos, con pelo negro largo y ligeramente rizado. De carácter fiel, cariñoso y obediente, había sido la mejor compañía de Andreu en los últimos años, pero desde que la enfermedad llegó se había vuelto nervioso y muy ladrador, cosa que tanto tío como sobrino achacaban a la falta de actividad física.


Joan, tras dejar la compra en la cocina, comenzó a preparar las tostadas con aceite y ajo de su tío.

—Te he traído fruta y unas chuletitas de cordero. Se que te encantan.

—Esa fruta sabe a basura, ¿por qué no siembras el huerto de tu casa y me traes comida de verdad? —respondió malhumorado como siempre el anciano, caminando dificultosamente hacia la mesa del comedor.

—Sabes que no tengo más tiempo, entre las ovejas y el embarazo de Ana, no me da para más el día.

—Es lo que te faltaba. Dejar preñada a esa bruja es lo que necesita un hombre como tú para terminar con la vida arruinada. Es una mala pécora —comentó el viejo al sentarse a la espera de la comida. 

Joan lo miró de reojo, intentando controlar su carácter para no abandonar al desagradecido de su tío. Siempre se había portado bien con él. Desde la muerte de su padre se había convertido en el único apoyo económico de la familia, pero desde que enfermó, su mal carácter, así como el odio irracional hacia su futura mujer, estaban haciendo muy difícil seguir cuidándolo. Andreu se había vuelto un esqueleto en vida de alma amarga. Su extrema delgadez hacía que Joan no pudiera evitar preguntarse sobre qué día se lo encontraría tumbado y muerto en la cama.

—Se te va a quemar la tostada —gruñó el anciano, contemplando los ojos de su sobrino—. No te preocupes, en un par de meses la diñaré. Tu y esa mala pécora podréis vender el caserón o transformarlo en uno de esos estúpidos hoteles rurales —añadió, sabiendo que estaba atacando el sueño de su sobrino, que siempre había deseado montar su propio hostal en la comarca.

—Toma tu tostada. Voy a buscar a Neu.



*


El caserío era una vieja finca señorial que su tío había comprado en ruinas y arreglado poco a poco durante su juventud. Estaba ubicada a los pies de una de las montañas del pueblo, junto a un enorme corral techado donde se encontraba el ganado y rodeada de verdes prados naturales, bosque de pino negro y matorrales de alta montaña. Era un lugar para calmar el alma que enamoraba a cualquiera que pasaba por la zona. Respiró profundamente para calmarse.


Neu solía dormir dentro de la casa, a los pies de su tío, pero desde que se volvió más nervioso, el viejo, lo dejaba por las noches fuera. Siempre acudía a la llegada de Joan por la mañana, moviendo enérgicamente la cola y ladrando de alegría. Para él era lo mejor del día.


Hoy no lo había hecho y eso le preocupaba. No es que hubiera demasiados peligros en la zona para un perro acostumbrado al monte como él, pero su edad y que fuera de su costumbre estuviera lejos de las ovejas no era normal.


Comenzó a caminar sobre el pasto húmedo por el rocío matutino hacia el corral, sintiendo el frío en sus botas mientras comenzaban a calarse. El olor característico del ganado, agrio y fuerte, aroma que con los años había llegado a encantarle, inundó su nariz al abrir el gran portón de madera. En su interior el ganado estaba tranquilo, pendiente de él, esperando que les abriera la valla metálica para comenzar su caminata diaria. Neu no estaba allí. Esperaba que el perro se hubiera colado por debajo de la puerta para evitar el frío de la noche, pero no fue así.


Volvió a cerrar el corral y se dirigió al bosque de pino negro que lindaba con la casa. Los árboles de aquella zona eran bastante viejos, presentando cada uno de ellos alturas impropias de la especie, superando con creces los veinte metros de altura. La sombra de estos ejemplares junto a la alta densidad arbórea daba a todo el pinar un tono oscuro, donde la luz luchaba para llegar al suelo y tocar el ejército de hojarasca muerta.


—¡Neu!... ¡Neu! —comenzó a gritar Joan, una y otra vez, mientras caminaba adentrándose en el bosque.


Aquel denso pinar había sido durante años zona de osos pardos, pero desde que el pueblo comenzó a ser ruidoso aquellas bellas bestias se habían alejado hacia lugares más altos de la montaña.


Joan caminaba sobre el manto de agujas de pino y piñas en descomposición que suavizaban el ruido de sus pasos. Continuaba llamando al perro sin respuesta. Entre gritos, mientras se acercaba a uno de los riachuelos que bajaban de la montaña, pudo ver a una joven hembra de gamo junto a su cría huyendo de su presencia.


—¡Neu!, ven pequeño —vociferó de nuevo el intranquilo pastor.


Su voz subió por el río acallando el ruido de las pequeñas cataratas que surgían en su recorrido. Un leve llanto apenas audible, sonó en la montaña. El pobre animal pudo escuchar las llamadas de su querido amigo, pero, mientras la sangre brotaba de su vientre para fundirse con las frías aguas, no tuvo fuerza para ladrar en respuesta. Lo había dado todo por sus humanos y ya no le quedaba nada más que entregarles. 


Joan, entre llantos, lo encontró ya muerto, frío y rígido. Hundido en el fondo del riachuelo con un tiro en el costado.



**


El doctor Carles Torres, médico de familia y encargado de las visitas domiciliarias en la comarca, acababa de entrar en el caserío. Como todas las semanas, pasaba a visitar a Andreu para ponerse al día de su estado y darle algo de compañía.


—¿Cómo está hoy Andreu? Tiene mala cara —preguntó el doctor, al ver los ojos llorosos del anciano.


—Mal… Las pesadillas y la presión en el pecho no mejoran, y cada día estoy más cansado —respondió medio temblando el anciano, que estaba sentado en su desgastado sillón verde, mirando por el ventanal del salón hacia el corral.


—¿Pero le pasa algo más? —insistió Carles al notar el desánimo, mayor del habitual, en Andreu.


—Neu, mi perro, ha aparecido muerto en el pinar con un tiro en la barriga. Algún hijo de puta me ha quitado la única compañía que me quedaba —declaró secándose con el viejo pijama de franela las lágrimas—. Mi sobrino lo encontró. Acaba de bajar al pueblo para poner la denuncia.


—Lo siento mucho. Me había extrañado que no me ladrara al llegar… Es una pena.


Charlaron un poco más sobre el animal y sobre los ánimos de Andreu antes de profundizar en su enfermedad. Carles había desarrollado con los años de trabajo una gran capacidad para comprender a sus pacientes. La mayoría de ellos, o al menos los que durante más tiempo acababa visitando, solían ser personas como Andreu. Ancianos y ancianas solos que sin familias o apoyo consumían sus últimos días de vida sin esperanza. Él era médico de profesión pero psicólogo de vocación, disfrutando de toda charla que pudiera aumentar el ánimo de sus pacientes.


—¿Cómo van las noches? —preguntó finalmente.


—Igual. Sigo notando el peso en el pecho que no me deja respirar y las pesadillas cada día son peores. Me levanto por la mañana agotado y empapado en sudor.


—¿Te estás tomando la medicación? —insistió Carles.


—Sí, gracias a ella, siempre que Neu no ladra, paso la noche entera en la cama —Hizo una pausa al notar que seguía sintiendo que el animal estaba vivo—. Me quedo frito, pero sigo notando el peso sobre los pulmones y los malos sueños. La última vez que no me la tomé me desperté de madrugada y … —calló el anciano, tras titubear la última frase.


—Cuénteme Andreu. Si no me da toda la información no podré dar con la clave de su problema.


El doctor conocía perfectamente el caso del anciano. Llevaba tratándolo desde el comienzo de su extraña enfermedad de parasomnia, asfixia injustificada y cansancio crónico. En su historial médico solo contaba una rotura de fémur hace cosa de veinte años, sin ninguna enfermedad común como diabetes, hipertensión o alergias.


—Es una tontería —continuó diciendo el viejo ante la mirada cómplice del doctor—. La última vez que no me tomé la pastilla me desperté de madrugada. No podía ver nada y Neu ladraba como un loco fuera de la casa. Note un fuerte peso sobre el pecho y la boca… Intenté moverme, pero no podía. Era como si algo me tuviera atado a la cama. Presa del miedo, y tras intentarlo sin éxito varias veces, conseguí gritar y mover la mano para encender la lamparita de mi mesita.


—Como ya te he comentado alguna vez, eso es una parálisis del sueño. Suele aparecer cuando despiertas de forma brusca de un sueño profundo. No es peligrosa —informó Carles, al ver el estado de nervios del anciano.


Andreu temblaba de forma más intensa a la habitual.


—No lo entiende doctor. Sé lo que es una parálisis del sueño. Mi sobrino también me lo ha explicado muchas veces, lo que me da miedo es que creo que vi a alguien saliendo de mi habitación al encender la luz. 



***


La tarde pasó lenta y pesada. Andreu echó las horas sentado frente a la televisión viendo las películas de guerra que emitían de forma cíclica en uno de los canales autonómicos. Normalmente odiaba todo tipo de avance tecnológico, considerándolos una forma de atontar a las personas e incluso llegó a tirar a la basura el móvil que Joan le regaló para estar más comunicados, pero la televisión era algo que había acabado apreciando. Sus películas bélicas y los programas tontos se habían acabado convirtiendo en un buen ruido de fondo de la casa, paliando un poco la soledad que sentía.


Ahora que Neu estaba muerto tendrían que buscar a otro perro pastor al que enseñar el oficio. Lleno de tristeza y de odio había decidido que eso sería cosa de su sobrino. Él ya no quería tener más animales. No quería olvidarse de su fiel compañero, de su última compañía.


Caminó hacia la cocina para meter en el horno las costillas que su sobrino había preparado. Eran una de sus comidas favoritas y sentía que se merecía algo bueno por el día tan nefasto que llevaba.


Cenó viendo las noticias. La comida estaba deliciosa. Su sobrino siempre había tenido buena mano en la cocina, cosa que le hacía sentirse mal por el ataque gratuito que le había dirigido esta mañana. En realidad pensaba que la idea de un hotel rural allí no era mala: había habitaciones suficientes para que cinco o seis familias de guiris las ocuparan, la cocina era hermosa y el salón principal, una vez despejado, podía ser un gran comedor. Además, sabía que Joan tenía suficiente capacidad para gestionarlo todo. Si se negaba a admitirlo era por una única razón, el miedo a que lo abandonaran en una residencia de ancianos. Prefería morir solo a lejos de su hogar.


 Andreu dejó el plato sobre la mesa, apagó las luces de la planta baja y comenzó a subir las escaleras ayudándose por la gruesa barandilla de roble. Su habitación era la primera a la derecha justo al terminar de subir. Tenía un gran ventanal al que solía asomarse en las noches de verano para disfrutar de los sonidos de la fauna nocturna y echar un ojo al corral para asegurarse que la puerta estaba cerrada.


Su cama estaba bien hecha. Su sobrino se había asegurado de meter bien las sábanas y le había dejado un pijama limpio sobre la almohada. Se quitó el pijama, que ya tenía alguna mancha de comida, dejando ver su delgado y amarillento cuerpo. Su piel parecía reseca, marcando de forma clara las costillas, la columna y las clavículas. Todo él era una piel estirada sobre un frágil esqueleto. Se puso el pijama nuevo y se sentó en el colchón.


Sobre la mesita de noche solo había una lamparita, una pequeña botella de agua y un bote de ramelteon, el potente somnífero que Carles le había recetado. Las instrucciones ponían bien claro que no debían tomarse más de tres pastillas a la semana, pero el doctor le había dicho que su caso era especial. Una pastilla cada noche antes de dormir.


Justo cuando extendió la mano para coger el medicamento, un par de fuertes ladridos sonaron a las afueras de la casa. Extrañado al no tener vecinos dejó las pastillas, se puso las zapatillas de andar por casa y decidió asomarse al ventanal.


Frente a la puerta del caserón un enorme perro negro ladraba y aullaba sin parar mirando a su ventana.


—¿Neu?


El raquítico anciano se dirigió hacia la planta baja. Su querido perro estaba vivo y allí de nuevo.


«Seguramente Joan se equivocaba y el animal solo estaba desmayado», pensó Andreu, haciendo un gran esfuerzo para bajar las escaleras a paso rápido.


Abrió la puerta y se volvió a sentir solo. Allí no había nada, ni nadie, solo el silencio agitado del viento sobre los pinares. Abatido, tras esperar unos minutos en la puerta, volvió a subir a su cuarto y se acostó, sumiéndose en un profundo abismo de pensamientos hasta quedarse dormido, sin acordarse de tomar la medicación.



****


Eran las tres de la mañana cuando unos pasos metálicos comenzaron a sonar dentro de la casa. Andreu, agotado por la enfermedad, seguía dormido cuando el inquietante sonido, parecido al golpear de un martillo, paró frente a su cuarto.


Un hilo de metal, fundido y frío, seguido de un denso charco de sangre comenzó a entrar a la habitación desde la ranura inferior de la puerta. De aquel charco hediondo surgió, como cada noche, la criatura.


El salto sobre el anciano lo hizo despertar. En su pecho podía notar cuatros pesados y fríos bultos moviéndose sobre él. De nuevo estaba inmóvil y sus gritos de dolor desaparecían en su garganta. El aire le faltaba y el dolor era tan intenso que amenazaba con hacerlo desmayar. 


No tenía fuerzas para encender la luz. Sus ojos, llenos de lágrimas, comenzando a adaptarse a la casi inexistente luz de la luna, le permitieron verlo. Sobre su torso, sentado sobre él, había una enorme silueta de ojos rojos mirándolo. Los pies de la criatura, bloques de un brillante pero agujereado metal, se movían sobre sus costillas hasta hacerlas perforar los pulmones, inundándolos de sangre.


El enorme perro lanudo, negro y con silueta de lobo, acercó su hocico a la cara del viejo cuando el primer hilo de sangre brotó de su boca. El aliento de aquella criatura era nauseabundo, pero sus ojos rojos, profundos y complejos como el más intrincado de los laberintos, lo tenían atado. Lo entendía, aunque el peso del animal era descomunal, lo que de verdad lo tenía apresado, inmóvil en su propio cuerpo, eran aquellos iris de color carmesí.


El pesanta, nacido de la amargura eterna, abrió la boca babeando sobre la cara de Andreu. El pobre anciano ya estaba en su punto perfecto de recolección: débil, triste y sin ningún guardián. Una lengua tentacular y espinosa comenzó a crecer desde la apestosa boca, moviéndose como una serpiente hasta los labios del viejo.


«No puedo respirar», pensó entre lágrimas. Echaba de menos a su sobrino, a su difunto hermano y a su querido perro. El aire lo abandonaba mientras el tentáculo se introducía en la boca, bajando por su tráquea para alojarse en los pulmones. Pronto estaría bebiéndose la sangre y la vida del raquítico hombre.


La palidez de Andreu fue aumentando a medida que el pesanta se alimentaba. El bombeo continuo de la viscosa lengua era como sentir un vacío del rencor. Cada vez sentía menos odio, convirtiendo cada trago de la criatura en un alivio de su alma. Si no lo estuviera matando hasta agradecería esa sensación. 


Finalmente, en silencio, todo acabó muerto: la noche, el sonido del viento sobre el pinar y el esquelético anciano. Cuando Joan lo encontrara a la mañana siguiente estaría frío y rígido como Neu. Por fin el mundo estaría libre de él.



El pesanta quedó satisfecho. El año de trabajo y maduración había merecido la pena. Noche tras noche, evitando al insistente perro, había conseguido colarse en la vida y los sueños del anciano, trasmitiéndole parte de la amargura que había recolectado desde el principio de su existencia. En cierta manera era algo parecido a sembrar el campo, bastaba con poner una pequeña semilla de rencor, regarla con pesadillas y enfermedad para finalmente recoger una gran cosecha de resentimiento.


La criatura miró un instante por el ventanal y bajó despacio del pálido cuerpo muerto, volviéndose a convertir en un charco de densa sangre y metal fundido, para atravesar las puertas del caserío y salir corriendo por el prado hacia los pinos negros.


Fuera, entre la arboleda, Carles con un rifle de caza en las manos esperaba a aquel ser. Sabía que estaría allí y que ahora corría hacia él.


En pocos segundos el pesanta se erguía gigante y terrorífico frente al doctor. Sus brillantes ojos rojos, sus metálicos pies agujereados y la negra silueta de su cuerpo, que durante cientos de años había devorado el mal de los hombres, le taparon la vista de toda la finca.


—La próxima vez elegiremos alguien que no tenga perro. No quiero seguir matándolos para protegerte —dijo con lágrimas en los ojos el atormentado y maldito médico.


FIN


Puedes escuchar la versión audiorelato creada por el podcast "Relatos Salvajes" AQUÍ.




Riesgo anunciado. Relato de robots.

La vida en los satélites ganaderos del imperio humano no era algo fácil y Tai Thasarg lo sabía, aunque no por su experiencia personal, sino por todo lo que se había documentado en los últimos días para la entrevista. Era un profesional con bastante fama, uno de los mejores periodistas de trayecto, como se solían llamar a los viajeros espaciales que malvivían mandando noticias y otros modelos de entretenimiento informativo a las grandes empresas del sector en la información.

En esta ocasión tenía que ir a visitar la luna terrestre y entrevistar a Paul Fasfer, el dueño de una de las granjas burbuja más viejas de toda la galaxia conquistada. Era un viaje largo, pero sin duda, si todo salía bien, podía ser su gran oportunidad. Fasfer tenía fama de solitario y poco partidario de las visitas a su hogar, por eso fue una grata noticia cuando aceptó su propuesta por medio de correo satelital. Su elaborada carta de presentación había dado fruto. 

La ganadería espacial se había convertido en uno de los temas más candentes de los últimos años, dando lugar a posturas totalmente encontradas. Los expansionistas entendían que era un mal necesario para poder soportar el consumo cárnico de la masiva especie humana, mientras que otros, los reduccionistas, lo veían como una terraformación expansiva que solo daría lugar a un mayor aumento poblacional, eliminando la poca vida, casi nula, que existía en los planetas y satélites afectados. 

Tai tenía fama de persona neutral en la mayoría de temas de interés periodístico, aunque esto era una mera estrategia laboral que le permitía acercarse a personalidades de diferentes ideologías sin que sintieran un rechazo previo hacia él. Era un tipo listo y, aunque por supuesto tenía sus ideas bastante claras y definidas en la cabeza, nunca dejaba pasar la oportunidad de acercarse a un tema en profundidad.

Una vez en la Tierra tuvo que alojarse veinticuatro horas en uno de los hoteles de aislamiento, mientras los test de enfermedades contagiosas, marcados por las leyes de control biológico espacial, dieran confirmación a su estancia. Como siempre, cosa de la que Tai se cuidaba muy bien, era negativo a todas las pandemias conocidas. Tras conseguir el sello de aprobado en su pasaporte interplanetario, alquiló un vehículo robotizado y se puso en marcha hacia el lugar indicado para el encuentro.

Tai había estado ya varias veces en la Tierra, pero seguía maravillándose al ver los enormes desiertos inertes que se extendían entre las megaurbes. Eran en realidad lugares deprimentes y monótonos donde la vida apenas se reducía a algunas especies de gigantescos cactus y un centenar de insectos y reptiles adaptados al extremo clima cálido, pero a él le parecían lugares impresionantes. “Una tierra inhóspita en la misma Tierra”, como había titulado a un docuvideo que había hecho sobre ellos en su primera visita al planeta, hace ya bastantes años.

La nave utilitaria de Paul se posó a pocos metros del lugar indicado. Lejos de lo que Tai esperaba por la teórica fortuna que la familia Fasfer poseía, era un viejo vehículo destartalado que apenas pudo aterrizar sin levantar una enorme nube de polvo.

—¿Es usted el periodista? —preguntó Paul, sin bajarse de la nave. Era un hombre grueso de pelo moreno cubierto de canas y, al igual que el resto de humanos que vivían bajo cúpulas de plástico translúcido, presentaba un poderoso tono moreno de piel.

—Sí, Señor Fasfer. Soy Tai Thasarg. Un placer conocerle en persona —se presentó, intentando mantener una sonrisa en los labios y los ojos abiertos, cosa que resultaba verdaderamente difícil por la continua ola de polvo desértico levantada por la nave.

—Suba. No me gusta estar en este maldito planeta —ordenó, dando un par de fuertes palmadas sobre el sucio asiento del copiloto.

El camino hacia la luna fue bastante más silencioso de lo que Tai había esperado, aunque muy interesante. Resultaba que Paul no había dado su consentimiento para la entrevista y solo lo recibía por cumplir su palabra, aunque en este peculiar caso no fuera suya. 

—Pero no lo entiendo, Señor Fasfer. Yo recibí la invitación desde su correo. Se la puedo enseñar si lo desea. Jamás me hubiera presentado aquí en caso contrario.

—Por Dios, llámame Paul. Odio tanta absurda cortesía —bramó, sin apartar los ojos de los mandos—. Referente al asunto de la invitación, quédate tranquilo. Yo no lo envié, pero sí salió de mi correo, así que voy a permitir que pases unos días con nosotros. No te preocupes por eso y deja el tema, te lo ruego.

Sintiéndose algo incómodo, pero al mismo tiempo contento por haber conseguido la entrevista e intrigado por las circunstancias que acababan de ser desveladas, mantuvo el tabú sobre el tema tal y como su anfitrión le había solicitado. Tendría tiempo para indagar sobre el asunto a lo largo del fin de semana, cuando se hubiera ganado la confianza de la familia.


*

La luna parecía un extraño queso de color verde desde la distancia. Los siglos de terraformación y las innumerables cúpulas de ganadería habían permitido que la vegetación se extendiera por toda la superficie, dando un aspecto bastante peculiar al satélite.

La nave de Paul se acopló a una de las entradas de los márgenes de la Cúpula Fasfer, quedando completamente cubierta por una especie de sala plegable que se extendía desde esta. Tai pudo escuchar como la atmósfera se rellenaba de aire respirable gracias a unas fuertes turbinas, que también estaban acopladas a la puerta.

—Un sistema muy ingenioso. 

—Bueno, es más viejo que los viajes espaciales, pero supongo que para los que vivís al aire libre es un sistema bastante peculiar —respondió Paul, esperando a poder salir de la nave—. Antes de entrar, quiero que le quede claro que si escribe o cuenta algo que me pueda dejar en mal lugar, a mí o a mi carne, le aseguro que le pienso buscar por todo el universo conocido.

—Solo quiero conocer su forma de vida y su opinión sobre la ganadería espacial —respondió Tai, intentando parecer lo más dócil posible.

El periodista se quedó sorprendido al dar el primer paso dentro de la cúpula. El aire era limpio, los lejanos rayos de sol, amplificados por el plástico, calentaban la piel de forma muy agradable y delante de sus ojos se apreciaba una vista propia de las viejas obras literarias. Estaba caminando sobre tierra, rodeado de verdes prados plagados de vacas y al final del camino sobre el que avanzaba se erguía una aviejada casa de madera de dos plantas.

—Esto es precioso… He de reconocer que no esperaba un lugar así.

Paul siguió caminando en dirección a la casa sin prestar atención al comentario. Parecía caminar más rápido de lo normal.

—¿Ya está de parto? —preguntó, comenzando a correr hacia uno de los laterales de la construcción.

En el prado, una vaca permanecía de pie atada a uno de los postes del cercado, mientras un robot tiraba de las patas traseras de un ternero aún no nato. Tai, deseoso de no perderse nada, llegó a tiempo de ver como Paul se ponía a cargo de la situación, ocupando la posición del robot.

—Trae la manguera —ordenó a la máquina.

—¿Un parto aquí en medio? —preguntó Tai, dejándose llevar por la excitación del momento—. Pensé que lo tendría usted todo compartimentado.

—Déjate de tonterías muchacho, si mi carne es tan buena es precisamente por dejarme de tantas idioteces y dedicarme en cuerpo y alma a mis animales. Así que cállate o vete, lo que te dé la gana, pero no me interrumpas.

—La manguera —informó el robot, al llegar con ella.

—Muy bien, échame agua en las manos. Voy a ayudarla a sacarlo.

Tai se quedó completamente descolocado al contemplar a la máquina con menos distancia. Era un TodoHombre01, un modelo demasiado viejo para seguir trabajando. De hecho, era un modelo ilegal. El óxido ya había comenzado a levantar la pintura plástica que lo cubría, dándole un aspecto peligroso y bastante destartalado.

Paul había introducido las manos dentro de la vaca y comenzaba a sacar al ternero con ayuda del robot. 

La escena era bastante difícil de ver en los mundos civilizados, pero Tai no podía disfrutarla. El simple hecho de que ese robot estuviera funcionando le hacía estremecer. No se trataba de ningún tipo de fobia, ni nada parecido. Los TodoHombre —Hacen todo lo que un hombre puede hacer— habían sido retirados de la circulación después de las guerras de Marte, cuando un pirata del bando terrestre hizo que todos los robots marcianos se volvieran violentos al eliminar las tres leyes de la robótica de sus programas. Tenerlos en activo era un delito muy serio y estaba seguro de que Paul lo sabía.

—Ese robot… —comentó Tai, una vez que el ternero ya había sido liberado junto a su madre en el prado y el Todohombre había vuelto a sus tareas.

—Se llama Toho y es mi mano derecha. Sin él no sé cómo podría llevar todo esto —respondió rápidamente Paul, dejando claro que esperaba que el tema surgiera pronto—. No se preocupe por él, no le hará daño.

—Pero, ¿cómo puede usted convivir con eso? Sabe que cualquiera con un poco de conocimiento en robótica podría... —preguntó Tai, intentando no incomodar demasiado a su anfitrión, pero dejando claro su preocupación.

—Vivimos. Mi hija y yo. 

—Pues con más razón. 

—Verás, con Toho me pasa lo mismo que con la vida: prefiero ser consciente de los riesgos a que estos me pillen por sorpresa —respondió Paul, abriendo la puerta de su casa e invitando al periodista a entrar—. En dos horas cenaremos y tendrás tiempo de preguntarme lo que quieras. Tu cuarto es el segundo a la derecha, subiendo las escaleras.


**

Tai no había podido aún relajarse del todo cuando el olor de comida casera llegó al cuarto. Había aprovechado las últimas horas para poner al día sus notas y dar vueltas al asunto del robot. Fuera como fuera, solo permanecería allí una noche. Aunque era algo que le dolía en el alma, prefería hacer una visita intensiva mañana y marcharse rápido con las pocas anotaciones que pudiera tomar, que pasar más tiempo cerca de una máquina de ese tipo. Su integridad estaba por delante de todo y eso le había permitido salir airoso de circunstancias peliagudas. Se autoconvenció de que esta situación no sería distinta.

Anna Fasfer era una bella mujer de unos veinticinco años, diez años menos que Tai, ojos marrones, pelo a media melena cobrizo, delgada y con un dorado moreno de piel.

—Es una alegría tener a alguien nuevo en la mesa. Estoy cansada de este viejo expansionista —comentó Anna, introduciéndose en la boca un trozo de ternera guisada y poniendo cara de asco.

—No empecemos… Creo que nuestro invitado no tendrá ganas de escuchar tus tonterías —rogó Paul.

—No se preocupen por mí —añadió Tai, dispuesto a no dejarse amedrentar por el agrio carácter de los Fasfer. 

—¿Qué opina usted de la ganadería espacial? Supongo que con su trabajo habrá visto cómo nos estamos cargando todos los mundos donde llegamos, poniendo vacas y más vacas en cada rincón libre. 

—¡Deja ya el tema! —gruñó Paul, dando un fuerte golpe en la mesa.

Estaba claro que el ambiente no era ni mucho menos el esperado. Se había mentalizado para afrontar el difícil carácter de Paul, aunque no esperaba que su hija fuera una copia exacta pero de ideología contraria. Expansionismo y reduccionismo en la mesa de una familia ganadera. Muy interesante.

—La verdad, he de decir que no es un tema del que tenga una opinión clara. No sé demasiado de la cuestión, aunque me encantaría conocer sus puntos de vista —mintió el periodista, cumpliendo su máxima de neutralidad y dejando la puerta abierta a que ambos Fasfer expusieran su opinión.

Aquella insinuación pareció ser bien recibida y Paul comenzó a hablar antes de que su hija tomara la delantera, alzando su mano abierta hacia ella para hacerla callar:

—Muchacho no hay mucho que discutir sobre el asunto. La vida humana está por delante de cualquier otra. Teniendo en cuenta esto, que somos omnívoros, necesitamos carne, y que la población crece a medida que nos extendemos por el universo, la ganadería espacial tiene que crecer en consonancia. Se ha demostrado que no podemos cubrir la demanda actual con proteína vegetal. El área que se necesitaría para cubrir la necesidad alimenticia con ese tipo de producto es inconmensurable en comparación con la de las vacas.  Por tanto, si hay gente hay que producir alimento y la ganadería tradicional espacial es la única opción real, junto a las granjas de insectos, pero a nadie le gusta comer bichos.

Anna gruñó ante el breve discurso de su padre.

—Eso son solo tonterías del pasado. El verdadero problema es el aumento de población humana en la galaxia. A medida que nos expandimos vamos creciendo en número cada vez más rápido, teniendo que poner granjas en todos los suelos libres sin importar la presencia, o no, de especies nativas. Estamos privando a esos lugares de una posible evolución, de la oportunidad de existencia, a futuras especies inteligentes. Con tanta puta vaca estamos atentando contra el futuro del universo.

—Hay que solucionar los problemas que tenemos, no pensar en los problemas de seres que ni siquiera existen —interrumpió el ganadero, antes de dar un gran sorbo de vino.

—Pues entonces lo que hay que hacer es controlar la natalidad de forma drástica y comenzar a comer bichos, no esta asquerosa carne. 

—Esta asquerosa carne, como tú dices, es la que te ha permitido estudiar y comer hasta el día de hoy, así que mejor deja de quejarte, come, o no, lo que te dé la gana, y llama a Toho para que nos traiga el postre —respondió Paul, alzando con el tenedor un gran pedazo de ternera guisada—. Es tarta de chocolate casera —añadió sonriente, mirando a Tai.

Anna pareció darse por vencida y desistió de seguir con la discusión, aunque en su bello rostro se podía apreciar que nada haría que cambiara sus ideas y su determinación por luchar por ellas.

Toho apareció casi en el mismo instante cargado con la tarta, tan eficiente que Tai llegó a preguntarse si el robot había estado escuchando la conversación, esperando en el pasillo para entrar en cuanto se le mencionara. No podía evitar sentir escalofríos con su sola presencia metálica.

Partió tres grandes trozos de pastel y comenzó a repartirlos, para posteriormente quedarse de pie junto a Paul a la espera de recibir una nueva orden, cargado con el resto de la tarta y el cuchillo, manchado de chocolate, que había usado.

El ambiente se había clamado, pero no dejaba de resultar tenso e incómodo, anunciando las consecuencias de aquella trágica noche.

Anna fue la primera en acabar el postre, lo había devorado con una prisa excesiva. Se dejó caer sobre el respaldo de su silla, contemplando a su padre con ojos vidriosos, cargados de furia y también de algo más que el periodista no pudo identificar.

“Tal vez, tristeza”.

—La cena ha sido deliciosa —habló finalmente Anna, sin apartar la mirada de su padre.

Toho emitió un extraño sonido, dejó caer la tarta al suelo y saltó por encima de la mesa, clavando el afilado cuchillo en el cráneo de la joven, matándola al instante y dejando a ambos hombres paralizados por la dantesca escena.


***

Tai Thasarg se encontraba sentado en uno de los amplios sillones de la nave crucero que lo llevaba de vuelta a su hogar. Aún se sentía incómodo por todo lo acontecido en los últimos días y no podía evitar ponerse nervioso al interactuar con los numerosos robots que se encargaban de atenderle durante su viaje de regreso. 

La violenta muerte de Anna, la huida de Toho de la luna y la investigación policial en la que se había visto envuelto sin poder evitarlo eran dignas de una noticia de amplia difusión y sabía, que si se decidía a escribirla, podía sacar bastante beneficio económico del asunto, pero no se veía capaz de hacerlo, al menos, en una buena temporada.

Ahora que podía pensar en el asunto, sin el terror causado por la presencia de Toho y el violento carácter de los investigadores, entendía que lo más impactante de todo no había sido estar presente en el primer robotasesinato de los últimos doscientos años, sino la conversación que había tenido con Paul justo antes de marcharse:

—Siento mucho lo de Anna, Paul… No creo que volvamos a ver a Toho nunca más y supongo que no tiene intenciones de hacer más daño, si fuera así no estaríamos vivos. Siento dejarte así, pero ya es hora de que me aleje de este lugar.

—No sabía que reaccionaría así… Pensé que solo se comportaría como siempre… Tal vez un poco más libre —confesó el ganadero, mirando la mancha de sangre reseca que aún había en el suelo de madera del comedor—. Sabía que tramaba algo, pero no pensé que acabaría tan mal.

—¿Quién? ¿sabes quién lo pirateó? —preguntó Tai, sorprendido al darse cuenta de que Paul había sido consciente de todo desde el principio.

—Anna, fue ella la que lo hizo y la que entró en mi correo para aceptar tu visita… Supongo que quería tener testigos de mi muerte. —Tai se mantuvo en silencio contemplando la entristecida cara del ganadero y comenzando a entenderlo todo—. Creo que pensó que Toho se vengaría de mí por todo lo que lo he explotado, por todo el duro trabajo que le hacía hacer a diario, pero no fue consciente de todo el cariño que le tenía a ese robot, ni de todas las horas que he pasado disfrutando de la granja con él, ni de todas las cosas que le he confesado a lo largo de estos años. Sabía que él no me haría daño… ¡Era mi amigo, maldita sea!

—Pero, ¿por qué lo hizo? No lo entiendo.

—Ella me odiaba, a mí y a la soledad de vivir aquí. Era joven, estaba llena de ideas y se aferraba a ellas para seguir. Sabía que yo jamás le daría el dinero suficiente para comenzar a vivir en el exterior y que estaba condenada a seguir con la granja, como yo hice cuando falleció mi padre. Quería que desapareciera para poder vender este lugar y empezar de cero, lejos de las vacas, pero yo no sé vivir de otra manera y no estaba dispuesta a esperar mi hora de marcharme.

—Eso no explica por qué Toho la mató. Si era libre de las tres leyes, podía haber hecho lo que quisiera.

—Creo que sin leyes, Toho solo tenía su banco de memoria como referencia moral, lleno de recuerdos a mi lado y con el plan de Anna para librarse de mí. Seguro que se lo comentó, sin ser consciente del peligro que ello suponía. Libre de sus limitaciones, pensó que ella era una amenaza para mí, para su único amigo, y decidió que lo mejor era acabar con ella… No sé —dijo finalmente, rompiendo a llorar y dejándose caer en el suelo, de rodillas, junto a la mancha roja de la sangre de su hija.

Esa perturbadora charla aconteció mucho después de que la policía abandonara la granja, cuando ambos estaban ya solos. Tai tenía claro que fue una suerte. Si los investigadores hubieran estado por allí, sin duda, los habría buscado para contarlo todo, pero eso solo habría supuesto castigar más al atormentado ganadero. Su hija había muerto, su mejor amigo había huido y tendría que enfrentarse a la soledad de su granja el resto de los días que le quedaran por vivir. No necesitaba más castigo, ni dolor. Paul Fasfer, el hombre precavido que siempre era consciente de los riesgos, arriesgó demasiado al no hacer nada. Era un castigo más que suficiente, o al menos eso creía Tai.

Hay noticias e ideologías que a veces es mejor guardarse dentro.

Fin

Gracias por venir. Microrrelato de terror psicológico.

Hacía mucho tiempo que Lucas no se sentía tan feliz. La suerte había querido premiar su esfuerzo y por fin, tras muchos años de soledad, todos sus amigos se habían reunido para celebrar su treinta y cinco cumpleaños. Sentía como la piel de su espalda se erizaba y cómo las lágrimas de alegría empujaban desde su interior, mientras contemplaba a todos sus invitados repartidos por la sala y mirándolo en silencio, esperando a que soplara las velas.

Cerró fuerte los ojos.

“No quiero volver a estar solo nunca más”, pensó Lucas.

Sopló y abrió los ojos con miedo, pero la alegría lo inundó de nuevo al verlos a todos. 

—¡Felicidades!

Sus amigos estaban allí y su cerebro se sobrecargó de felicitaciones, gritos de júbilo y besos de amor fraternal. Sonrió y se dejó adular, a todos les estaba encantando la fiesta y se sentía lleno de vida por su cariño.

—Bueno… Vamos a comernos la tarta antes de que se la coman las moscas. Luego tenéis la cocina llena de botellas de ron y tinto para que os sirváis a gusto —dijo risueño, tras apartar con la mano uno de aquellos desagradables insectos.

Cogió el cuchillo con el que había estado cocinando por la tarde, quitó una pequeña mancha frotando la hoja con su camisa nueva y se dispuso a cortar la tarta. Serían un total de diez porciones: Ana, Marta, José, Fran, Manu, María, Alfonso, Alex, Loli y él. El afilado cuchillo se hundía con dulzura sobre la tarta que él mismo había preparado: bizcocho de chocolate recubierto de fondant de chocolate y con pequeñas lascas de chocolate blanco, negro y con leche por encima. La locura de cacao, como Ana solía llamarla. Terminó y comenzó a repartir. La mayoría de los invitados, a excepción de Ana, Loli y Alex, se encontraban sentados alrededor de la mesa y comenzaron a devorar el dulce en cuanto recibieron su porción.

Loli y Alex eran una de esas extrañas parejas que alternan entre el enfrentamiento y la pasión desenfrenada. Fueron las primeras personas que conoció al mudarse a la ciudad por trabajo. Ambos eran unos verdaderos apasionados de la música y se encontraban discutiendo, frente a su amplia y vieja colección de vinilos, sobre qué música poner:

—Te estoy diciendo que no vas a poner a Bruce Springsteen, teniendo aquí el “A Night at the Opera” de Queen —comentó medio enfadada Loli.

—Que sí, que es un pedazo de disco, pero con todas las joyas que tiene Lucas aquí no lo vas a poner otra vez —respondió decidido Alex, mientras colocaba la aguja sobre el “Born to Run” de Bruce.

—Chicos, aquí tenéis la tarta. Espero que os guste —interrumpió Lucas con una sonrisa en la cara—. Podéis venir a casa cuando queráis a escuchar música y si algún disco os mola decídmelo… Sé donde encontrarlos baratos.

—¿Quién quiere café? —preguntó la encantadora voz de Ana desde la cocina.

La respuesta fue inmediata. Todos querían algo: solo, con leche, sin lactosa e incluso una infusión de manzanilla para María, pero solo Ana se había levantado a prepararlo todo. Lucas caminó hacía la mesa, cogió el manchado cuchillo, una porción de tarta y se acercó a la cocina:

—Déjalo, no te preocupes, yo preparo los cafés. Te he traído tarta, cómetela tranquila —le susurró Lucas al oído, mientras la abrazaba suavemente por la espalda y le besaba el cuello.

Ana era sin duda lo mejor que le había pasado en el último año. Desde que la vio por primera vez en la cafetería supo que sería alguien especial para él. Era una muchacha guapa, alta, de largos cabellos morenos rizados y con unos hermosos ojos verdes. Eran perfectos como pareja y solo ella conseguía hacerle olvidar todo su pasado, todo lo que había dejado atrás.

Un fuerte golpe se hizo escuchar desde la entrada de la casa. Pasos, gritos y luego hombres armados entraron como si de una horda infernal se tratara. Solo pasó un instante hasta que el silencio se volvió a adueñar de las paredes de aquella modesta casa. Un silencio que hizo que Lucas volviera a recordar todo el sufrimiento de su vida pasada. Aún estaba en la cocina, abrazado a Ana y con la espalda hacia la entrada, cuando un grupo de cinco hombres armados comenzó a apuntarles.

—¡Levanta las manos, hijo de puta! —gritó uno de ellos, mientras se acercaba. 

Alex y Loli estaban tendidos en el suelo frente al tocadiscos con las caras enfrentadas, los párpados abiertos y mirándose mutuamente en una mirada vacía, sin brillo y sin ojos. El disco de Bruce estaba roto sobre ellos y en el tocadiscos sonaba la canción “You’re My Best Friend” de Queen, repitiéndose una y otra vez. En el salón los cuerpos del resto de sus amigos, colocados en incómodas poses, se mantenían aún sentados, mientras desde sus heridas ya no brotaba gota alguna de sangre.

Lucas permaneció un instante quieto, protegiendo a su amada, sin hacer ruido.

—No... —susurró—. ¡No volveré a estar solo! —gritó, mientras soltaba el putrefacto cuerpo de Ana y se giraba con el ensangrentado cuchillo de cocina hacia la policía.

Las luces producidas por los disparos iluminaron las esquinas más oscuras de aquella casa, la carne muerta que en su día fue Ana chocó contra el suelo y Lucas volvió a ser consciente de todo mientras su alma se escapaba por las heridas de bala. Todos estaban muertos, él los había matado y los acumulaba a su alrededor. Mientras sus cuerpos se descomponían, él jugaba con ellos a tener una vida normal, con amigos queridos, pero en realidad siempre había estado solo. Las moscas, atraídas por la materia orgánica esparcida por toda la casa, eran su única compañía.

Al menos le quedaba una esperanza, aquella casa llena de insectos y sangre sería difícil de vender, pero cuando los nuevos inquilinos llegasen, pasase el tiempo que pasase, su alma atormentada estaría allí con ellos, pendiente a recibir todo el cariño que pudieran darle.

¿FIN?

Charnela 2019. Microrrelato divulgación científica.

Los problemas nunca aparecen en el mejor momento y esta no iba a ser la excepción de la regla. Las criaturas de cuerpo blando y robusta armadura aparecieron por primera vez en el Ribera Grande. La noticia no tardó en fluir por la corriente hasta las Náyades.

De mayor tamaño, las Náyades eran criaturas antiguas, débiles y en una clara decadencia, pero que seguían exhalando esa gloria de tiempos pasados.

Los invasores eran pequeños pero esto no significaba nada. Su número y agresividad los transformaba en un peligro a tener en cuenta. Eran seres extraños que se hacían llamar a sí mismos “Los Corbicula Flumina”, aunque en el río se les puso y se extendió masivamente el apodo de los Asiáticos.

Con toda la paciencia característica se convocó una reunión de urgencia para tratar el tema de Los Asiáticos. El General Margaritifera Auricularia presidía la sesión:

—Señores Náyades, estamos ante una seria amenaza para nuestras especies. Los informes nos indican que nuestros enemigos vienen de Asia, Australia y África… Parece que llevan en sus charnelas muchos territorios conquistados y que saben cómo hacerlo. —Aquella frase no sentó nada bien al grupo de gigantes adormilados que se hacían llamar a sí mismos Señores del Río.

Margaritifera continuó sin dejar tiempo para charlas contraproducentes:

—Sólo viven 7 años pero se reproducen en gran cantidad y compiten en forma directa con nosotros por nuestro nicho de vida. Su histórico nos confirma que tienen preferencia por las aguas limpias, oxigenadas y con suave corriente… como nosotros. —Un pequeño descanso para contemplar el comportamiento de la sala y continuó—. El verdadero problema radica en nosotros, aunque muchas de nuestras especies son mucho más longevas, ninguna… Sí, eso he dicho, ninguna tiene la capacidad de aclimatación de nuestros enemigos. Mientras nosotros ocupamos sólo las zonas de buena calidad, estos miserables seres se extenderán por todas las aguas libres, sean de la calidad que sean. Sólo tienen que esperar a que uno de nosotros muera para ocupar su lugar en las zonas de buena calidad… Esta guerra está perdida si no jugamos bien nuestras cartas. 

Las réplicas no tardaron en surgir y, pensándolo tranquilamente, era normal. Por muy grandes, poderosas o musculosas, pedir a unas criatura cuya vida se basa en buscar un buen sitio para vivir, asentarse en él para alimentarse y ver pasar el tiempo, que tenían que enfrentarse un enemigo que quería su hogar y no sólo eso, que les iba a obligar a hacer algo, no era fácil de encajar.

Al final de la reunión sólo se tomaron dos medidas, muy a pesar de los intentos de Margaritifera. Las especies más frágiles ecológicamente hablando serían alojadas en el centro de las colonias mientras que las especies del género Unio, Potomida Litoralis y Anadonta Anatina, con mayor capacidad de adaptación se colocarían en el exterior de las colonias para frenar el avance enemigo.

Una lenta y pacífica guerra se abrió paso a través del tiempo y la vida de todos los bivalvos. Antes de que se dieran cuenta, la hermosa civilización de las Náyades se vio diluida a pocos ejemplares o colonias menores que intentaban luchar por el espacio para vivir. Los asiáticos dominaban el río y eso era sólo el principio. Cientos de náyades murieron desnutridas o asfixiadas al verse en aguas sucias de segunda mano, mientras el enemigo se extendía. Sus juveniles, a modo de larva, migraban rápidamente por suspensión aprovechando la corriente de los ríos. Antes de poder plantearse una huida, los Señores del Río se dieron cuenta que no tenían dónde huir.

El General Margaritifera Auricularia se refugió en un último lugar seguro del Río Ebro junto a otros ejemplares de su misma especie y algún soldado Potomida y Anodonta.

—Ya no hay lugar seguro. Mire donde mire sólo veo a esos malditos enanos reproduciéndose y agotando todos los ríos… —Mirando a las conchas de sus abatidos compañeros continuó—: Es el momento de rezar y esperar un milagro. Esperemos que el gran Tridacna Gigas cuide de nosotros —concluyó, mientras cerraba sus valvas y se encomendaba a lo más parecido a una divinidad que conocía.

El rezo rebotó en mil y un afluentes, se perdió en las profundidades del mar y viajó hasta el océano. Algún extraño sentido se excitó en el cuerpo divino del gran Tridacna.

Soldados antropomorfos aparecieron de la nada y rompieron la tranquilidad del río con sus botas de agua. Blindaron la colonia del General mientras sus manos lanzaban los diminutos cuerpos asiáticos fuera del río. La zona quedó limpia y una relativa paz volvió al corazón del grupo. Margaritifera nunca llegó a saber si esos gigantes eran un regalo divino o un simple golpe de suerte, lo único que tenía claro era que la guerra no había acabado. Ahora, de nuevo, tenían una oportunidad de sobrevivir.

FIN

Colección de Micromicrorrelatos