SERENDIPIA
¡Qué extraño éxtasis,
fue ver la mar
desde la delgada
barandilla blanca,
en aquella tarde
de espeso naranja
en la retina del cielo!
Las olas rompían cerca,
parecían querer tocarme,
fieras en su forma,
portando por cada onda
de agua, luz y sal,
un mensaje oculto
en el cabrilleo
de su elegante ondular.
Y en el azul caprichoso
que castiga el sol,
más celeste
y cercano al piélago,
se decoloraban
al compás de la tarde,
cien láminas
de brillante negro.
Y así, la noche,
pone a la playa presumida,
ilustre y de gala,
y bosqueja una débil estela
de brillo
sobre la mar,
una voluble alfombra
de pétalos blancos
que se funden lejos
en el horizonte,
allá donde
ni siquiera las estrellas
son capaces de iluminar.
EL SASTRE
En mi cuarto hay una araña,
en la pared,
la cercana a la ventana,
en la esquina derecha,
al lado de mi cama.
Está tranquila, a sus labores,
a sus jerséis tejidos huecos
y de pocos colores.
Yo la observo,
o al menos intento
no desviar la mirada,
por si la araña
torna a saltamontes
o la luz se apaga,
y ella...
Ella sigue a sus labores,
a sus jerséis tejidos huecos
y de pocos colores.
Y a mí,
a mí me incomoda
su presencia misma.
Envidio sus dotes de trapecista,
me deja incrédulo
su péndulo trémulo,
y sigo sin saber
cómo logra no caer.
Ella jadea
cada vez que balancea
y vuelve al equilibrio,
a su endeble casa etérea.
Pero ha pasado el tiempo,
y ya no me da miedo.
Quizás, me he acostumbrado.
Quizás, ella es ingenua,
y se cree que no la veo.
Le he cogido
un poco de cariño
aunque parezca un disparate,
y le he abierto la ventana,
porque la quiero,
pero quiero que se vaya,
antes de que mamá la mate.