Marca

La marca indeleble



Los primeros en darse cuenta de que Inés no estaba fue-ron los pájaros. Daban vueltas piando y reclamando alrededor de la banca del bosque donde, cada tarde, la princesita se sentaba a tirarles trigo, arroz y alpiste, mientras les contaba sus aventuras de ese día. Luego fue el perro, que comenzó a husmear con insistencia sus huellas que se perdían en mitad del jardín. Benjamín, el gato, también notó su ausencia, y después su hermano Esteban y su primo Rulo y la nana y las dos abuelas. Unos a otros se tranquilizaban diciendo: "Ya verás que llega para la merienda", "Debe andar jugando con los patos, cerca del lago", "Quizá se entretuvo preguntándole algo a los leñadores, ya saben que es muy curiosa, todo quiere saber". De pronto oyeron voces. Eran los guardias que protegían el portón y daban de comer a los cocodrilos que vivían en el foso. Habían visto volar' al temible dragón llevando entre sus garras a la pequeña Inés, pero ninguno de ellos alcanzó a ver el gesto de la princesa al observar el valle a vuelo de pájaro. Cuando las dos abuelas empezaron a llorar, mientras corrían como locas por el castillo, todos se convencieron de que el secuestro era cierto y empezaron a temblar y a temer por la princesa. Entonces fue el llanto y la desesperación. "¿Qué les vamos a explicar a sus padres cuando regresen de su encomienda? ¿Por qué se la llevó, si es apenas una niñita?, ¿no se supone que sólo roba a las doncellas para que cuiden de él y las regresa siete años después?" Nadie tenía respuestas, sólo más y más preguntas.



Esteban era un paje demasiado joven que apenas había aprendido a montar a caballo y conocía muy elementalmente los deberes y comportamientos propios de un caballero. En cambio, su primo Rulo, tres años mayor, ya recibía entrenamiento militar para convertirse en escudero. Esteban y Rulo decidieron subir a la torre más alta del castillo para intentar divisar a la temible fiera que había raptado a Inés. Sólo distinguieron un punto verde que se movía en la lejanía y que, de cuando en cuando, lanzaba destellos de fuego. En ese momento empezaron a idear sus primeros planes. Lo fundamental era averiguar todo acerca dé los dragones y de cómo matarlos; después emprenderían el camino. No podían esperar a que regresaran sus padres y todos los caballeros del reino, quienes habían partido tres meses antes a una misión de paz. Pero primero pedirían que les prepararan sus alforjas con comida para cinco días.



Cuando les informaron sus planes a las abuelas, ellas tenían otra urgencia: —Lo inmediato —dijeron a dos voces— será tranquilizar a Inés, hacerle saber de alguna manera que no la dejaremos sola. —Sí —terció Rulo—, hay que decirle que vamos a rescatarla. —Y que mataremos al dragón! —completó Esteban. Una de las abuelas propuso enviarle un recado con una paloma mensajera. La otra sugirió:



—Que la paloma sea escoltada por un halcón, pues volará hasta terrenos muy peligrosos. Tras pensarlo mejor, juzgaron más peligroso para la paloma volar acompañada del halcón. Como Inés aún no sabía leer, Esteban, el paje, y Rulo, el escudero, le dibujaron en un papel enorme todas las cosas que a ella le gustaban y lo llenaron de colores. Estaban seguros de que aquel dibujo le diría a la princesa cuánto la querían y que a ella le quedaría claro que no la abandonarían en las garras del dragón.







Después de enviarle el recado a Inés con dos palomas mensajeras, pues al final convinieron que no era bueno que una paloma viajara sola, Esteban y Rulo fueron a hablar con los guardias para que les describieran con precisión a la fiera que habían visto raptar a Inés. Con los datos obtenidos hurgaron en la biblioteca del castillo, y en un enorme tomo, que abierto ocupaba casi toda la mesa, encontraron un dibujo donde se le representaba con sumo detalle. Era un dragón europeo, de esos que llaman "de aire" debido a su habilidad para volar, con cuatro patas, dos alas enormes en el lomo, dos más pequeñas situadas en los costados y unas aletillas discretas rodeando su enorme cabeza. Las escamas cubrían su cuerpo corno una armadura, sólo su vientre estaba desprotegido y era su punto más vulnerable. La cola, terminada en punta, era como una espada afilada. Tenía además tres enormes cuernos. El derecho y el izquierdo le permitían embestir como un toro. El cuerno del centro, y el más peligroso, era una daga envenenada que podía matar instantáneamente al enemigo herido; un arma mortal, casi tan peligrosa como sus enormes fauces por donde exhalaba fuego a voluntad.



A pesar de ser una fiera descomunal, el dragón lucía hermoso surcando el firmamento con sus tonos verdes y dorados brillando contra los rayos del sol. Leyeron y leyeron hasta llegar a la parte de cómo dar-le muerte a la fabulosa fiera. En ese capítulo se explicaba claramente que sólo había tres modos de hacerlo: Uno. Que un animal más fuerte y más grande que él lo tome desprevenido y le cierre las fauces con fuerza. Esto lo hará enfurecer, y cuando suelte el fogonazo de su ira se quemará por dentro. Dos. Que alguien más sagaz que él lo confunda y haga que use su veneno contra sí mismo. Tres. Que el contrincante localice el lugar preciso donde se encuentra su corazón y lo atraviese con un golpe certero. Esto es sumamente difícil, porque el corazón de cada dragón se oculta en un rincón diferente de su gran vientre. Los dos primos empezaron a acariciar cada una de las posibilidades, dándole vuelta a las ideas y descartando una tras otra. Como no llegaban a la solución, decidieron partir y seguir pensando en el camino.



Las abuelas llenaron sus alforjas con delicias para cinco días y agregaron tarta de queso, el platillo favorito de la princesita, para que fuera lo primero que comiera después de que la rescataran. Cuando llevaban dos leguas de camino, Esteban y Rulo se dieron cuenta de que tenían compañía. Un pequeño colibrí revoloteaba sobre sus cabezas moviendo las frágiles alas setenta veces por segundo. A ratos se posaba brevemente sobre el pelo mullido de Esteban, pero el paje ni lo sentía, porque pesaba apenas cuatro gramos. Tampoco percibían fácilmente su vuelo, pues para ver volar a un colibrí habría que tener vista de águila. Son tan ágiles que pueden mover sus alas en to-das direcciones: volar hacia arriba, hacia abajo, de lado y hasta en reversa. Lo descubrieron hasta que, a unos pasos de ellos, se de-tuvo a libar el néctar de un prado de flores rojas. Y cuando el pájaro estuvo seguro de que le ponían atención empezó a hablar. Pese a que los colibrís no se comunican como los se-res humanos, sino a través de unos curiosos gorjeos largos y cortos, algunas veces, pocas pero importantes, quien los oye se abre al sentido de esos aparentes ruidos y de pronto se entera de su significado, como si entrara de cabeza en un mundo mágico. Así les pasó a Esteban y a Rulo, quienes escucharon su voz con claridad. El colibrí les empezó a contar cuánto y por qué amaba a la princesa Inés: ella había ayudado al jardinero a plantar a lo largo del sendero flores rojas, naranjas y rosas llenas de néctar, para darles la bienvenida cada primavera a los cinco colibrís del reino; se había ocupado siempre, yendo y viniendo con una pesada regadera, de que hubiera agua en los bebederos; se había interesado por cada habitante del jardín y por eso todos la querían. El, ese pajarito mínimo, había sido nombrado por los animales del castillo y sus alrededores como su representante para tan importante viaje, gracias a que, entre todos, era el más sagaz. Rulo y Esteban se quedaron mirando asombradísimos, tanto, que los dos a un tiempo exclamaron: — ¡,Oíste lo que yo oí?!





Resultó que el colibrí se llamaba Li. Ese nombre, tan ágil como él, le eligió Inés y así le gustaba que lo llamaran. Resultó también que era un colibrí bastante parlanchín. Él había escuchado de otras aves historias sobre dragones y se las quería compartir. Fue así que supieron de la leyenda de los talismanes que los ayudaría a encontrar la guarida de la fabulosa bestia. Les dijo que si hacían en piedra la figura de un dragón enroscado como anillo y la sumergían por diez minutos en el lago Mayor, donde el reptil de aire se bañaba, ésta atraparía parte de su energía. También les explicó que si se colgaban este amuleto al cuello, les transmitiría el calor de las fauces del colosal dragón cuando éste estuviera cerca de ellos. "En ese momento —les advirtió— deberán quitárselos pues, si se acercan demasiado, el dije mágico podrá quemarles la piel."



Esteban y Rulo no sabían si creerle al diminuto y sagaz colibrí, pero decidieron que no tenían nada que perder. Por el camino, recogieron barro y se sentaron a hacer cada uno su figura de dragón. Después de completarla, la dejaron secar toda la noche mientras dormían. Al día siguiente, Esteban desayunó fruta y pan, Rulo pan y fruta y Li un poco de néctar de flores rojas. Con la panza llena y el corazón esperanzado, reanudaron el viaje. A media jornada encontraron el lago Mayor, allí sumergieron sus talismanes, tal como les dijo el colibrí, y se los colgaron al cuello. No había pasado una hora cuando los dos primos empezaron a sentir calor en el pecho, justo donde reposaban los amuletos de piedra. Levantaron la vista y descubrieron que en lo alto, por encima de sus cabezas, volaba el monstruo. Rulo se subió al árbol más prominente y desde allí, como un vigía, pudo espiar exactamente en qué cueva del monte más elevado entraba el descomunal dragón. ¡Acababa de descubrir su guarida! Esteban ensilló los caballos y los preparó para el viaje. Mientras lo hacía, se le ocurrió una gran idea para vencer al enemigo. La compartió con su primo y juntos fueron urdiéndola en el camino. Al atardecer, en el último pueblo que atravesaron antes de subir al monte, consiguieron lo necesario para llevar a cabo su plan: dos maderos fuertes, dos escaleras muy altas y tomaron prestados una carpa de circo, pinturas y una enorme caja.

Cuando llegaron a la caverna que Rulo había identificado desde la copa del árbol, y confiados en que el talismán los alertaría de la llegada del dragón de aire, pusieron manos a la obra. Fijaron los maderos para unir por los costados a los dos caballos. Sobre ellos colocaron las dos escaleras formando un ángulo, y allá se treparon. Cubrieron este esqueleto con la carpa y la coronaron con la caja en la que habían dibujado, con anaranjados, rojos y verdes, una cara monstruosa capaz de asustar al más plantado.

Li los ayudó llamando a once cuervos que graznarían al mismo tiempo para darle a aquel armazón una voz de trueno que aterraría a cualquiera. Tenían que aliarse con la noche para que en la penumbra, apenas iluminada por la luna, el dragón pensara que enfrentaba a un monstruo.



Se pusieron de acuerdo sobre cómo lazarían a la bestia entre los dos y toda la tarde se ejercitaron para que ninguna fuerza consiguiera romper los nudos con los que amarrarían sus fauces. Ocupados en esa faena, y sin tiempo que perder, enviaron a Li a investigar cómo estaba Inés en el interior de la tenebrosa caverna.



La princesita había recibido el mensaje dibujado por Esteban y Rulo y lo había colocado en un nicho de la cueva. Estaba tranquila y jugaba contenta con las piedras preciosas que el dragón tenía almacenadas en un arcón, pero en cuanto vio venir a su pequeño amigo se sintió de verdad feliz. El colibrí la puso al tanto de los planes de rescate y la princesita sonrió pensando que no era necesario amarrar al dragón para que guardara su fuego, bastaba con darle de comer mazapanes. Afuera, los valerosos primos se preparaban para la lucha. En cuanto se metió el sol y la luna despuntó en el horizonte, el dragón regresó a su guarida. Rulo y Esteban sentían en el calor del pecho la proximidad del mítico animal. Cuando lo tuvieron enfrente, la piel les ardía. Un cruce de miradas fue la señal para que, con un mismo gesto, se arrancaran los talismanes y los lanzaran con fuerza. Al mismo tiempo explotó el poderoso graznido de los cuervos. Cuando sintió en su cara las dos piedras que quemaban como lava de volcán, el monstruo soltó un gemido que hizo temblar la tierra y se abalanzó sobre ellos. Con gran habilidad, los jovencitos lazaron sus fauces con la cuerda y le dieron diez vueltas alrededor de la cabeza del monstruo. Todo parecía salir tal y como Esteban lo había imaginado: a medida que el dragón se enojaba más y más, seguía enrojeciendo al tragarse su propio fuego. Sin embargo, cuando pensaban que habían logrado su empeño, el calor que emanaba de aquellas fauces hizo arder las cuerdas que las ataban y el dragón quedó liberado de golpe. Con un solo coletazo destruyó el enorme animal que habían montado con palos sobre los caballos. Rulo y Esteban apenas se salvaron gracias a su habilidad para trepar a los árboles. Agazapados en la copa de un gran pino, los primos vieron a la fiera perseguir a los caballos que, por suerte, supieron escapar por un túnel donde el enorme cuerpo del dragón no pudo entrar.



El monstruo, que en el aire era tan ágil, en tierra se movía con cierta torpeza. Confundido, tardó en darse cuenta de que su larga cola sí podía penetrar en el túnel, y cuando logró introducirla por aquel hueco de la montaña, los corceles ya estaban a buen resguardo. El dragón no salió ileso de esa aventura, una saliente dentro del túnel le dejó un largo arañazo en su afilada cola. Lo vieron lamerse la herida durante un buen rato y fue entonces cuando Rulo tuvo una gran idea. ¡Ya sabía cómo confundir a la bestia y hacerlo usar su veneno contra sí mismo! Le contó con detalle su plan a Esteban y decidieron regresar al pueblo muy temprano a la mañana siguiente.



Cuando despuntó el día, le mandaron un mensaje a Inés con su amigo el colibrí. No debía temer por su vida, esa misma tarde vencerían a su secuestrador y volverían al castillo. Cuidando no hacer ruido para evitar despertar al dragón, que dormía en la entrada de la cueva, donde la princesita estaba encerrada, los primos atravesaron el túnel, encontraron sus caballos y partieron rumbo al pueblo. Li voló junto a su amiga y le dijo en secreto todo lo que sabía: algo, quien sabe qué, tramaban los primos para que el dragón se distrajera con su propia cola. Pensaban que así lograrían vencer al monstruo y liberarla. A media mañana el dragón voló hacia el bosque y regresó, poco después, con un canasto en las fauces. Inés comió con gusto los frutos del bosque que el dragón, como cada mañana, trajo para ella y esperó con paciencia el regreso de los dos primos.



"En realidad —pensó la princesita—, si lo que quieren es que Dragón persiga su cola, bastaría con que le pusieran un cascabel, y yo tengo tres. No hacía falta que fueran hasta el pueblo."

Se quedó muy reflexiva. El viaje con el dragón había sido divertido, pero extrañaba a su hermano y a su primo. No había platicado con ellos desde hacía ya dos largos días y, sí, le gustaría mucho volver a casa, ver a las abuelas y a la nana y también a los guardias y al gato Benjamín y al perro y a los patos y a los aldeanos y abrazar a cada uno y después dormir en su cama. Para distraerla y hacer más corta la espera, el colibrí le platicó su propia y muy larga travesía.



Él, como todos los colibrís, había nacido muy lejos, en América, y fue atrapado con cuatro de sus hermanos por un siervo del rey, sí, un criado del mismísimo padre de Inés. Ese hombre quería ganar el favor del monarca. Sabía muy bien que el rey amaba los pájaros y que se sentiría muy complacido de tener ejemplares tan extra-ños en su reino. Así que fueron robados y llevados, cada uno en una jaula y dentro de un oscuro barril, en la gran bodega panzona de un barco de vela que tardó tres meses y tres días en atravesar el Atlántico para llegar a ese lugar espléndido, sí, pero diferente y distante al que era suyo. Lo único que lo consolaba de su pérdida era la amistad de Inés. La princesita sintió que ella, además de la amistad de Li, contaba con el cariño valiente de su hermano y su primo.