Mi práctica artística nace de una necesidad urgente de comprender el mundo a través del cuerpo, no como una entidad fija, sino como un territorio de tránsito emocional, político y simbólico. Me interesa adentrarme en los espacios más profundos de la conciencia, no para buscar certezas, sino para descubrir a quienes habitan el yo fragmentado. Me alejo de las formas de representación que simulan resolución o control, y me sumerjo en los gestos involuntarios, los síntomas, las conductas heredadas. Dibujar, para mí, es una forma de escribir, de recordar y de interrogar.
Desde el ámbito de las artes visuales, el dibujo se convierte en un pensamiento visual en proceso, una extensión de la duda, un campo sensible desde el cual pensar lo que aún no tiene forma. La pausa temporal es fundamental: permite que los trazos revelen, a través de su propia existencia, relatos fragmentarios en los que lo introspectivo se entrelaza con una crítica al orden social. En este proceso, figurar y desfigurar son estrategias para pensar el cuerpo en tensión constante entre memoria y presente, entre identidad y síntoma.
Trabajo a partir de ciclos de investigación que emergen desde lo personal, pero se articulan con problemáticas colectivas: el amor como construcción ideológica, el trauma como lenguaje del cuerpo, la ansiedad como forma de habitar la incertidumbre. En estos ciclos, el dibujo no es una técnica de representación, sino una herramienta para explorar lo invisible, lo vulnerable, lo latente.
Utilizo materiales que permiten la fragilidad del trazo y del error: bolígrafo, lápiz, tinta, corrector líquido. No busco obras concluyentes, sino cuerpos visuales en expansión. Cada pieza nace, vive y eventualmente muere; en ese tránsito reclama su autonomía, dejando huellas de su batalla dentro de un tejido emocional, simbólico y político.
Mi obra no busca ofrecer respuestas, sino abrir preguntas. En ese gesto, el dibujo se afirma como forma de presencia y, al mismo tiempo, como acto de resistencia.