Una casa de cristal
Por Silvana AiudiEn la casa de mi infancia, no había libros. Y en mi barrio, en el que convivíamos con un pequeño centro comercial, al lado de la estación de tren, tampoco había librerías. Sí habitaba una señora de apellido Valenzuela que tenía un negocio, a la vuelta de la ferreteríade mi padre, y vendía útiles escolares y algunas novelas o libros de cuentos para adolescentes. Pero antes de eso, durante mi niñez, no recuerdo haber leído lo que cierta gente y el canon establece como “literatura”. Mi primer encuentro con la lectura fue a través de un diccionario, chiquito, de tapa blanda y azul, que tenía en la mochila de la escuela. Era el Larousse. Leía, me acuerdo, con mucho interés las palabras del diccionario y sus significados todas las noches. Más adelante, en el barrio y por los 90’, aparecieron nuevos laburos: los corredores de enciclopedia. Mi madre, al notar mi interés por la lectura, empezó a comprar las enciclopedias Océano: eran pesadas, color bordó, con letras doradas en mayúscula, difíciles de manipular y que apenas una nena podía cargar. Hasta se me caían a veces. Sacaba esos ladrillos de unos estantes, que con el tiempo se transformaron en biblioteca. Como lectora, me fui formando con esas enciclopedias que tenían textos dedicados a la Filosofía, Historia, Matemáticas, Física y no me acuerdo qué más. Solía detenerme en la parte de Literatura. No puedo decir con certeza qué entendía (seguramente nada), pero sí recuerdo estar sentada, sí recuerdo el peso de la enciclopedia sobre mis rodillas y las horas que transcurrían pasando hojas y hojas y hojas. Por ese entonces, Océano había comprado Larousse. Del diccionario pasé a la enciclopedia, que ingresó a mi casa de la infancia y a mis primeras lecturas, en un barrio periférico del conurbano de Buenos Aires, por un trabajador. Y por mi madre que me permitió esa primera relaciónamorosa entre los libros y yo. Sorpresiva e inesperada. Una casa de cristal.