De camuflajes y otros destinos.
Samuel sabía cómo proveer a una mujer sedienta. Incluso las más difíciles, aquellas que hablan con el desprecio del asco en la mirada y un vacío anulador en los ojos, las olfateaba en la distancia, eran su presa preferida. Samuel era un cazador profesional, sus colmillos sedientos relumbraban al divisar a la hembra aureada. Su modus operandi era siempre el mismo, siempre certero.—¿Qué tal, soy Samuel, y tú?—Yo soy Ana.—Mucho gusto.—Igual. El resto de la conversación era tan fraternal que tal parecía que se estaban poniendo de acuerdo para colaborar en un proyecto social. No había ni pizca de sensualidad, la risa ingenua descolgaba de los ojos tranquilos. La respiración perfecta, lista a engañar a un polígrafo. Los ademanes eran matemáticos, precisos. No había segundas intenciones más que las de pretender que no había segundas intenciones. Pero cuando todo estaba casi perdido él solía dar su estocada final, agarraba a su presa por el cuello y la llevaba entre sus dientes, era infalible. Y esta operación se repetía una y otra vez. Samuel, el invicto, el héroe de los machos más machos de la manada, sabía lo que hacía y se jactaba de hacérselo saber a todos. Sucede que en el reino animal de los humanos también hay amazonas que desafían las leyes de la costumbre. Lola no tenía magulladuras en su cuello, ella sabía cómo guarecerse de la furia del hombre. Sus heridas eran de las que no se ven a simple vista, arropadas por piel y coraza, profundas como el pensamiento. A simple vista Lola no tenía nada especial más que una sonrisa franca. Su pelo podía confundirse con un racimo de delgadas ramas de manglar, de un marrón que cambiaba con el sol, ondulado, libre, que cedía ante la brisa para danzar juntos una pieza breve. Labios gruesos, bien contorneados pero sencillos, casi carnosos. Cara un poco felina con cruce de perra amaestrada. Cejas tupidas que enmarcaban unos ojos intensos, de los que atraviesan la piel y te sacan la verdad a bocajarro. Lola era una mujer simple a simple vista para el humano simple. Pero cuando se movía, cuando sonreía, cuando dejaba una rendija en su mundo interior, esa Lola era insuperable y ella lo sabía. Esta certeza era su aliada, y ella esperaba a que su victimario rondara su espacio, lo suficientemente cerca como para abrirle la piel con su mirada. Entonces ya era muy tarde, ella lo arrastraba tras su olor a hembra divina, cancelaba su virilidad para dejarle aullando en la noche, el sonido dulce del amor que duele como una paliza a gusto, tan a gustito. Todo llega, solo hay que sentarse a dejar que la vida despliegue su panfleto medieval donde, en algún pliegue, está el encuentro inevitable.
Era una tarde pegajosa, de las que no quieren dejar que entre la noche y te la tienes que retirar del cuerpo como si te quitaras un traje. Lola y Samuel se habían despojado del ropaje de la tarde para irse a encontrar. No había casualidades, estaba todo programado. Un amigo o enviado de la vida les había concertado la cita. Lola no reparó mucho en su maquillaje, solo se aseguró de ser la de siempre, apretó sus dos labios casi carnosos y salió al encuentro. No había pretensiones en su rostro, su semblante era ilegible, sin lecturas, perfecto para una primera cita. Samuel, a pocas calles, se agenciaba su buena colonia estilo "te mato de a poquitos". Su desparpajo acostumbrado y gafas al tiro, no necesitaba más, conocía el terreno que pisaba. Subió una escalera perpendicular como tantas otras y allí estaba ella. No titubeó, le plantó un beso insípido en la mejilla y ademaneó los siguientes pasos. Pocas palabras, o ninguna. Cuarenta minutos en que la respiración hablaba por ellos, en algún momento una tos tomó la palabra, o un suspiro recortado, luego solo nubes de dióxido de carbono. A punto de sucumbir en aquella nube de gases de silencio llegaron a destino. Un restaurante español en medio de la nada, con una comida sin país de origen y con sabor que no deja recuerdos. El ambiente iba a tono con los invitados. Alrededor, unos edificios mal pintados o despintados, una callejuela roída por el tiempo y el salitre, y escondido al final, sigiloso, el mar.
Se adentraban las diez de la noche y decidieron que un trago sería oportuno para desatinarse un poco. Lola y Samuel se estaban reconociendo, aún ingenuos de las jugarretas del destino. La barra parecía tener el mismo estilo del restaurante. Si solo pudieran ponerle más carácter a los sitios (pensaba Lola y luego abandonaba ese pensamiento). Mejor, una cita sin nombre, en un sitio común, con un desconocido que no sabe a nada, y una comida que no se parece a nadie. Era solo una cita y ya, tiempo de conversar y decir sinsentidos. Se jugaba a ver cuál de los dos hablaba más sin decir quiénes eran en realidad. La conversación real sucedía en su imaginación.
Lola —Así que vienes de otro país y te gustó aquí. Su pensamiento: yo sé que no te gusta este sitio, pero no has hecho fortuna en el tuyo y te has unido a la manada de inadaptados que ronda estos lares. Samuel —Sí, y tú tienes una hija, ¿cuántos años? Su pensamiento: ¡Tan joven y con una hija! ¿Y crees que yo te la voy a criar?, ¡lo llevas claro!
Y así conversaron las dos parejas: Lola y su conciencia; Samuel y su yo interno. Y cuando ambos no supieron dar más conversación a su voz interior, sugirieron verse otra vez más. Esa no era la intención original, pero se habían dado cuenta que ninguno de los dos había cedido en el juego, no habían hecho más que jugar a romper sus rutinas. Una vez más la hora les sacudía el cuerpo y se dijeron hasta luego, no sin antes intercambiar números de teléfonos, una sonrisa y una mirada incrédula. Hacía mucho tiempo que no salían de una cita sin ser vencedores.
Se acostó la noche y ellos se aseguraron de que el sol saliera a la hora precisa del siguiente día, no había más que esperar. Era un síntoma de desesperación: ya no quieres más que adelantar las horas hasta el momento oportuno y ahí, congelar el reloj. Una semana apurando días, se convirtió en un mecánico casa-trabajo-casa; levántate-almuerza-cena y duerme, porque aquellos días debían pasar como si contaran. La rutina les hacía saber que no contaban más que para aguardar hasta encontrarse de nuevo. Y llegó el viernes a las seis de la tarde. El sol, que usualmente iba de retirada a esa hora, aquel día acompañó a la luna por unos minutos y luego, discreta, le dijo adiós. También el sudor se marchó temprano, junto con el sol y la muchedumbre de una calle reverberante de julio. Estaban solos, y solos se encontraron, en cámara lenta, estudiándose desde una cuadra de distancia, incrédulos de volverse a ver. Se buscaban ángulos nuevos que dejaran algo al descubierto. El intento era en vano, sus corazas se habían incrustado en sus pieles como escamas. Les tomaría un tiempo y mucho empeño llegar a ser hombre y mujer de nuevo, dejarse atravesar, volver a ser frágiles humanos que se dejan devorar el corazón de a poquitos. Para Lola y Samuel había una regla que era inquebrantable: no podían caer en el aburrimiento. El empeño en conquistar no era más que el empeño de hacer historia. No se percataron que hacían historia para otros, ellos solo contaban como personajes secundarios. ¡Tantas mujeres y hombres suspirando por Samuel y Lola! Ellos sí que tenían el protagónico, porque se llevaban la mejor pieza: el amor, así fuera por unos días. La felicidad no necesariamente viene en una sola pieza, también puede ser un collage de momentos felices. Lola y Samuel no conocían de esa pieza única, tampoco del collage. Se habían dedicado a descoser cada momento. Para ellos la conquista era el objeto de cada salida de sol. Luego, en la suavidad de sus almohadas, se sentían perdidos, vacíos. Con esa hambre atroz, salían a cazar el día próximo. Pero volvamos al reencuentro: ahí están, como viéndose por primera vez, ahora más descorazados para variar la primera cita. Alguna táctica debía funcionar, o eso creían. Están a medio metro el uno del otro y por primera vez reparan en lunares y arruguitas. Las arrugas desconciertan a Samuel. ¿Serán de risa, de llanto o por los años? En realidad qué importa —pensó. Lola se recrea en un lunar que le cuelga a Samuel de la comisura del labio, y casi va a colgarse ella también cuando Samuel la invita a entrar a un bar de jazz. Lola se deja llevar porque hoy juega a no ser ella para que Samuel deje de ser él. Hoy son dos amigos de pocos días. La conversación se alterna con el vino, las risas y unas miradas de ángulos. Se sienten tan bien que les asalta la duda si no será mejor ser amigos. Unas copas de más demostraron lo contrario; no se sabe quién atacó primero, casi seguro fue Samuel. Es el comienzo del fin, ya no hay vuelta atrás. Se han besado y Lola se ha colgado del labio y del lunar. La fascinación que provocan los primeros besos es arrolladora, el oxígeno se vuelve superfluo y la carne arde y se confunden las partes. Labio, ojo, nariz, dientes, boca, orejas, todo va en ello y se desbocan. Con los besos se descubren más de cerca: ojos nocturnos, tristes, melancólicos, llenos de misterio. Parecen hermanos, pero no lo son. Son dos cazadores hambrientos en celo. Lola ha bebido mucho y Samuel lo sabe. No tiene encanto dar la estocada a un ser indefenso, así que él cuida de ella toda la noche. Cambia sus ropas y aprovecha para contemplar su cuerpo divino. Luego, se acuesta a su lado. Como por inercia, se exploran. Samuel relincha con ganas, pero Lola no puede ser domada. El resto de la noche, duermen abrazados. Es el abrazo tierno de quien no sabe si habrá una segunda vez.
A la mañana siguiente, con la luz del sol, las reacciones son diferentes. La noche les ayuda a camuflarse pero el día los desnuda y deja sus cuerpos expuestos en la transparencia de sus superfluas ropas. No se puede disimular ante tanta claridad. No será una, sino muchas mañanas de despertar con el deseo de ser uno, y de nuevo el abrazo, cambiar oxígeno por besos, explorar cada habitación encueros, relinchar. Aún así, nunca un "te quiero". No lo han dicho pero lo han visto, han palpado algo inmaterial que los deja callados, observándose como si volvieran a reconocerse, muertos de miedo ante lo desconocido. Justo cuando saben que el peligro acecha y que podrían terminar el uno en la red del otro, Samuel y Lola se alejan, heridos pero creyéndose vencedores. Habrán de recostarse a otro hombro con otro nombre. No lo saben, ellos son el engranaje de un gran juego. Son una pieza del rompecabezas, la que se pone en las esquinas y casi son inconfundibles por los bordes y el color. No tienen matices, no han vivido, no han saltado lo suficiente ni han reído a dolor de mandíbulas, son solo esquinas del cuadro. Allí, en el centro, donde las piezas se confunden y solo caben al lado de otra única pieza que le continúa, es donde se da el milagro del misterio.