¿Dónde están las luces? ¿Por qué no huele a churros? ¿Y la gente?
Esas preguntas se repiten en mi mente como un recordatorio constante de la tragedia, de todo lo que ha pasado desde entonces. Las calles se ven tristes, lloran viendo su miserable estado. Eso, las que pueden llorar. El resto, ni siguen en pie. Recuerdo todas estas calles con sus trajes de gala, brillantes, limpias, preparadas para la Navidad. Paso a través de las deprimentes fachadas de las casas de quienes fueron vecinos, amigos e incluso familiares. El ambiente es horroroso. Un fétido olor emana de cada rincón. El cielo, gris, anuncia tormenta y la lluvia no tarda en dejarse ver. Me pongo la capucha, que de poco sirve para evitar empapado. Odio la lluvia.
Sigo caminando hacia mi destino, soñando con girar una esquina y ver a un hombre rechoncho, con espesa barba, vestido en rojo y agitando con alegría su campana, anunciando la magia de la Navidad. Pero aquí ya no queda magia. Ya no queda Navidad. Cuanto más me acerco a la plaza, más me atacan los recuerdos, recuerdos de una Navidad feliz, villancicos en las calles, gente ilusionada, el calor de una taza de chocolate de doña Pepa, el mejor chocolate que he probado y que jamás probaré. Ahora solo puedo refugiarme en el recuerdo de la dulzura de mi bebida favorita combinada con los churros magistralmente elaborados por Pepa que, un día, sin saberlo, hizo su última tanda, antes de la tragedia.
Y mientras recuerdo, y saboreo mis imaginarios churros, acabo llegando a la plaza, fría y vacía. No hay árbol. Bueno, si lo hay. Mi árbol, al que le debo la vida que ahora tengo. Un viejo árbol, solitario, desnudo ante el frío sin sus hojas, pero capaz de soportar mi peso por tanto tiempo como estuvo lloviendo, mientras se enfrentaba a 300 litros por metro cuadrado que bajaban desbocados, llevándose todo por delante: vidas, hogares, magia…
Dejo atrás la plaza de Paiporta tras agradecer a mi árbol de la guarda y, al fin, llego a mi destino. Al cerrar tras de mí la puerta del pabellón, entro de inmediato en calor. Casi todos los vecinos que conozco están aquí. Tras una larga cola, una amable voluntaria me da un vaso de caldo caliente, que me levanta un poco el ánimo. Pero no es lo mismo.
Entonces, cuando estoy a punto de marcharme, un plato lleno de mis churros favoritos aparece frente a mí. Huelen igual. Se ven igual. Entonces, mi mirada se dirige a la joven que sostiene el plato. Es Sara, la hija de Pepa.
- Coge uno. - me dice. Sin pensarlo mucho, lo cojo. Sabe igual. Igual de crujiente Igual de dulce. Incluso mejor, diría. Miro a Sara.
- ¿Los has hecho tú? - pregunto. Ella asiente y se coloca a mi lado.
- Mi madre me hizo prometer que, si algún día ella faltaba, que hiciese churros, sus churros, y para todo el mundo. Porque como ella decía, de lo que ayer salió mal, aprendamos, y de lo que hoy sale bien, disfrutemos. –
Miro con ojos llorosos a Sara. Es irónico pensar que, tras todas estas semanas de limpieza, de hambre, de frío y, sobre todo, de barro, este sea el primer momento en el que veo que la DANA no se ha llevado todo. No nos ha llevado a nosotros, a nuestras tradiciones, a nuestra ilusión, y ¿Qué es la Navidad, sino todo eso?
Sergio Benavides 4ºESO D