Reflexiones cristianas sobre la muerte

La muerte es una realidad traumática ante mi modo de existir en contraste con el instinto de conservación y con el deseo de vivir. Nunca terminaré de asimilar esta innata mortalidad y la veo como un accidente por la culpa de alguien. De allí un sentido de remordimiento por no haber sido lo suficientemente vigilante y de una rebelión contra aquellos considerados como responsables de la muerte, incluyendo a Dios. Es una realidad tan dura que aun la persona más anciana, miserable o desgraciada, duda entre el deseo de acabar una existencia penosa y el miedo ante el misterio de lo desconocido.

¿Entonces cuál es el sentido de mi vida mortal? ¿Cuál el sentido de la muerte?

Me planteo las mismas interrogantes que se plantearon miles de años antes de Cristo. En el AntiguoTestamento se va revelando gradualmente, que se inicia con la trilogía humana del cuerpo, alma y espíritu. No se trata de tres principios, sino que cada una de estas expresiones indica la totalidad de mi ser vivo aunque con matices distintos: cuerpo como limitación natural, alma como vitalidad y espíritu como aliento de Dios que cae cuando Él “retira su aliento volviendo al polvo”. (Job 34, 14-15).

¿Pero puede el hombre, dotado del polvo vital del Poder Supremo del Universo, morir como un animal?

“Dios creó al hombre corrupto, mas por envidia del diablo, entró la muerte en el mundo” (Sab. 2, 23-24). ¿Se refiere a morir por rebeldía ante Dios, o a la amenaza de muerte conmutada por una vida de sufrimiento y de trabajo?

Pero ¿a donde voy a parar después de la muerte?

Según la concepción de la vida y en muchos pasajes bíblicos, se considera a la muerte como un término natural de la existencia humana; el hombre, al morir, vuelve al polvo, a la nada. Pero la esperanza de una supervivencia, por muy oscura e incierta que sea, escapa a la lógica y se habla de un lugar para los difuntosporque no somos víctimas de un destino ciego, sino que estamos guiados por la Bondad Suprema a otra vida distinta, nueva y eterna.

¿Qué observo en las realidades de la vida? Que el agua tiene tres estados distintos: líquido, sólido y gaseoso, pero sigue siendo agua. También veo la metamorfosis de una semilla convirtiéndose en planta. Así mismo un esperma y un óvulo que, al fusionarse, crean un ser humano. O como un gusano que se convierte en mariposa. Todas las mutaciones son diferentes pero de la misma naturaleza que su origen. Son cambios constantes en el tiempo y en el espacio.

Si lo anterior es una realidad en el mundo tangible, ¿porqué no puede ser posible una transformación después de la muerte a otra vida diferente, a otra dimensión tan real como la que estoy viviendo? ¿Acaso las cosas que hacemos no son antes ideas? ¿Porqué entonces limitar la imaginación al fin de la existencia con la muerte en este mundo? ¿Porqué ese temor a creer en algo que pudiera ser?

Soy un ser humano libre de escoger entre una cosa u otra. Si escojo, por ejemplo, la muerte como un cambio a otra forma o dimensión, eliminará mi temor frente al hecho traumático del término de la vida material. Pero la continuidad a la diversidad de vidas da más sentido a la mía.

“Donde se siembra en corrupción, resucita incorrupción; donde se siembra en vileza, resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra en cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual”. (1 Cor. 15, 42-44).

Me resulta interesante que exista otro tipo de muerte además de la biológica, un morir cotidiano a todos los males que retrasan mi realización interior o espiritual. Por ello refuto el deseo de prolongar a toda costa una vida sólo terrenal. Y aunque sienta el trauma de la muerte, lo acepto como última forma de prepararme para resucitar en plenitud como supremo don de mí misma.

¿Existe alguien incrédulo ante la muerte? Todos la conocemos como un fenómeno universal. Aparte de la desesperación de quien la llama a grandes voces como una perspectiva deseable y liberadora (Job 6, 9), la muerte suscita en el hombre una protesta y un rechazo, como fuerza enemiga de la vida, “un abismo de soledad” (L. Boros); una situación de desprendimiento radical de todos los vínculos establecidos durante la existencia y un “acabar desde dentro” (K. Rahner), la síntesis de la debilidad, del dolor humano, de la “consecuencia necesaria de un proceso biológico que destruye la vida del espíritu en el mundo y con el tiempo” (V. Bonblik).

Quienes sean sensibles al significado de la muerte, no podrán menos que advertir el contraste entre el dinamismo de la vida y el enigma del deceso. Estas dos realidades resultan humanamente absurdas; sin embargo, parece que el cristianismo tiene el modelo adecuado para superar el sinsentido y el carácter trágico del óbito. El cristiano encuentra en la experiencia de Jesús una luz que ilumina los horizontes inesperados de la muerte que redime.

Sean cuales fueren las circunstancias de la muerte, es obvio que esta no es solamente el fin de la vida biológica como una simple estocada que trunca la existencia en el tiempo. La muerte propicia un fenómeno decisivo para el destino del hombre: la dimensión dolorosa que alimenta la angustia y la magnitud trascendente que sostiene el pensamiento teologal.

Es así como el cristiano consciente puede modificar su muerte como lo hizo Cristo en la opción final. Él se acoge definitivamente a Dios y se pone en Sus manos ofreciendo todos los instantes de su vida en un acto de Amor total. El deceso vivido en esta dimensión global es como una ola que se precipita hacia la profundidad del mar para lanzarse luego hacia arriba, hasta la plenitud eterna.


Ana Queral, 1994