La función ha terminado y el telón va a correrse. Mas, antes de separarnos, diré al lector dos palabras sobre las graves enseñanzas de las montañas. ¡Ver más allá de las alturas! Inmediatamente se nos ocurre la palabra “imposible”. Pero el montañero responde: “No es así. Ya sé que el camino es largo, difícil y quizá peligroso. Pero estoy seguro de que es posible. Buscaré el medio; me aconsejaré con mis hermanos, otros montañeros; aprenderé cómo han vencido similares alturas y me instruiré en el modo de evitar los peligros”. Empieza lentamente, sigue un camino que puede ser resbaladizo y arriesgado también. Y al fin, con precaución y perseverancia, llegarás y alcanzarás la cima. Entonces los de abajo puede que clamen: “¡Increíble!”
Los que hemos escaldo montañas hemos tenido presente siempre ante nosotros el hecho de la superioridad de la perseverancia y de la voluntad sobre la fuerza bruta. Sabemos que cada paso y cada altura han de ganarse con paciencia y laborioso trabajo, porque el deseo no sustituye al trabajo. Conocemos los beneficios de la ayuda mutua, y nos consta que se hallarán muchas dificultades y que muchos obstáculos tendrán que ser vencidos o rodeados. Pero también estamos convencidos de que donde hay voluntad hay un camino.
Y volvemos a nuestras ocupaciones cotidianas más aptos para luchar en la batalla por la vida y superar los obstáculos que obstruyan nuestras rutas, reforzados y animados por el recuerdo de pasadas luchas y por la memoria de las victorias ganadas en otros terrenos.
No pretendo hacerme abogado o apologista del alpinismo, ni me propongo usurpar las funciones de los moralistas; pero mi tarea quedaría incompleta si no me refiriera a las más serias lecciones del deporte alpino. Podemos los montañeros estar contentos de la regeneración física producto de nuestros esfuerzos, entusiasmarnos por la grandiosidad de las escenas que aparecen ante nuestros ojos, deleitarnos con los esplendores de la salida y la puesta de sol, y ante las bellezas de los montes, valles, lagos y cascadas. Pero más altamente estimamos el desarrollo del poder de las más nobles cualidades de la naturaleza de hombres y mujeres: valor, paciencia, resistencia y fortaleza.
Algunos tienen en poca estima esas virtudes y asignan viles y despreciables adjetivos a los que se entregan a nuestro inocente deporte.
Pero...
Sé casto como el hielo, sé puro cual la nieve;
Que aún así no podrás evitar la calumnia...
Otros, que no son detractores nuestros, juzgan el alpinismo como un deporte totalmente incomprensible. Y ello no es de extrañar, porque todos no estamos constituidos de la misma forma. El montañismo es una ocupación idónea para los jóvenes o vigorosos y no para los viejos o débiles. Para los últimos, no puede haber placer en el esfuerzo. Así, a menudo se dice: “Tal hombre está convirtiendo el placer en un trabajo”. Pero la palabra “recuerdos” será la respuesta a eso, si alguna respuesta se ha de dar. El montañero tiene que trabajar, en efecto, mas ese trabajo le infunde fuerza (no meramente fuerza muscular, sino mucho más) y le estimula todas las facultades. De esa fuerza dimana placer. También suele preguntarse, como dando desde luego la respuesta por dudosa: “Y lo que usted hace, ¿le recompensa?” No podemos medir nuestra satisfacción como quien mide vino o pesa plomo, pero la satisfacción es real. Si yo pudiera borrar todos mis recuerdos y memorias, aún diría que mis escaladas en los Alpes me recompensaron porque me dieron dos de las mejores cosas que un hombre puede poseer: salud y amigos.
Mas los recuerdos de pasadas alegrías no pueden borrarse. Mientras escribo acuden a mí en tropel. Llega primero una interminable serie de imágenes, magníficas en formas, efectos y colores. Veo los grandes picos, con sus cumbres nubladas, pareciendo levantarse hasta el infinito; oigo el campanilleo de los distantes rebaños, el yodler del labriego y los tonos solemnes de las campanas de la iglesia; huelo el fragante aliento de los pinos. Y, cuando todo eso se desvanece, otro cortejo de pensamientos se presenta: recuerdos de hombres que fueron rectos, valerosos y sinceros. De amables corazones y audaces proezas. Y de cortesías que recibí de manos extranjeras y que, aunque fueran insignificantes en sí mismas, expresaban esa buena voluntad hacia los hombres que constituye la esencia de la caridad.
Un último y triste recuerdo me ronda y a veces se interpone, como una flotante bruma, privándome del sol y helando en parte la memoria de los tiempos felices. Hay alegrías demasiado grandes para ser descritas con palabras, pero hay también dolores sobre los que no oso extenderme. Pero con estos dolores en la mente, digo: Escalad, si queréis, pero recordad que la fuerza y el valor no son nada sin la prudencia y considerad que una negligencia momentánea puede destruir la felicidad de toda una vida. No hagáis nada con prisa, mirad bien cada paso que deis y pensad desde el principio que cada momento puede ser el fin.
“La conquista del Cervino”, Edward Whymper