Epílogo[1]

Parte 1. Dylan

La vida no es un viaje en un crucero de placer alrededor del mundo, sino una colección de experiencias, algunas de ellas felices y otras menos afortunadas. Nuestro tránsito a lo largo del camino está siempre marcado por el rastro de nuestros propios errores y el resultado colectivo de las miserias humanas. En otras palabras, algunas veces sufrimos porque nuestros propios pecados siempre tienen una consecuencia y otras porque vivimos en un universo injusto.

Candy no merecía ni el abandono de sus padres, ni el maltrato sufrido en la casa de los Leagan. Ciertamente no hizo nada como para ser castigada con la pena que le causaron las muertes de Anthony y Alistair y, por supuesto, tampoco fue justo el ser atrapada en un infortunado triángulo amoroso con Susana y Terrence.

Por otra parte, Terrence no era culpable de los errores de sus padres, y aún así tuvo que sufrir las consecuencias durante la mayor parte de su infancia y adolescencia. No era su culpa que un reflector cayera durante aquel ensayo y tampoco fue responsable por los sentimientos de Susana que la llevaron a salvarle la vida. Todos esos eventos fueron de la clase de infortunios que debemos soportar sin razón aparente, y que son tan difíciles de padecer por su injusticia.

Más tarde, Terrence y Candy cometieron sus propios errores y tomaron algunas decisiones que no fueron muy inteligentes, aunque bien intencionadas. Al final de todo, la vida terminó pagando con un afortunado giro del destino; pero aún, si bien Dios nos perdona nuestras fallas, es inevitable sufrir los resultados lógicos de nuestros yerros.

Si Candy y Terri hubiesen tomado diferentes decisiones aquella noche en el hospital tal vez sus vidas los hubiesen llevado a enfrentar otro tipo de pruebas, pero el modo en que las cosas se resolvieron esa vez, les condujo a la guerra y marcó sus destinos de un modo determinado. Algunas cosas, como se dijo antes, terminaron felizmente, pero nadie va a la guerra y regresa ileso. Nadie mata y continua viviendo como si nada hubiese ocurrido.

Tal fue la carga que Terrence tuvo que sobrellevar durante los años que siguieron, el traumático recuerdo de las batallas que había tenido que presenciar y los rostros de aquellos que había tenido que matar para preservar su propia vida y cumplir con su deber. Acaudalado, exitoso y felizmente casado con una mujer que él adoraba y quien le correspondía, parecía tener una vida perfecta, pero en un oscuro rincón de su corazón tendría que arrastrar consigo ese peso por el resto de su vida. Con los años aprendería a manejar ese problema y a crecer en prudencia a sazón de la penosa experiencia, pero durante el primer año después del final de la guerra, cuando el joven estaba aún adaptándose a su nueva vida, tuvo que batallar mucho con el asunto.

Trató de librar la batalla mental totalmente solo, no deseando perturbar el sensible espíritu de su mujer. Pero los hombres difícilmente pueden ocultar cosas de esas misteriosas criaturas que viven a su lado, llamadas mujeres. Candy sabía bien los crudos dolores que él sufría de vez en cuando y percibía como en muchas ocasiones una pesadilla recurrente lo atormentaba en las noches. En esas ocasiones, cuando él se despertaba derrepente, sudando y jadeando apagadamente, el joven solía tratar de volver a dormir abrazando a su esposa con fuerza. Ella entonces abría los ojos y le preguntaba si estaba bien. Él nunca hablaba acerca de sus pesadillas, limitándose a abrazarla. Así pues, conociendo la naturaleza de Terri, ella respetaba su silencio y trataba de calmarlo con mudo afecto.

—¿Pueden las mismas manos que alguna vez se cubrieron de sangre sobrevivir para vivir en paz, gozar del amor y trabajar honestamente?¿Si nada justifica al asesinato, entonces, por qué se me han concedido tantas bendiciones? —eran las repetitivas y torturantes preguntas que le martilleaban la cabeza de tiempo en tiempo.

Nada es perfecto bajo el sol y tenemos que aprender a enfrentar este mundo de imperfecciones; aunque semejante aprendizaje es un proceso difícil. En el caso de Terri le tomaría años, miles de páginas en las cuales desahogó sus frustraciones y miedos, enormes catidades de paciencia y amor por parte de su esposa y un extraordinario evento que le hizo comprender al joven que tenía que superar su culpabilidad.

Cuando una mujer está embarazada la espera se vuelve placentera e incómoda, natural y misteriosa, desesperante y dulce, aterradora y esperanzada en una mezcla de sentimientos diversos. Candy no fue la excepción. Estaba llena de expectativas y se sentía confiada, pero también alterada y ansiosa por tener a su bebé en sus brazos.

A pesar de lo largo que al principio le pareció el tiempo de espera, los días pasaron volando de una manera asombrosamente rápida en medio de sus responsabilidades domésticas, sus apuros por decorar el cuarto del bebé, sus preocupaciones por las frecuentes pesadillas de Terri y las expectativas que ambos tenía por la premier de “Reencuentros”, que sería estrenada en agosto. Terri estaba muy nervioso y excitado con el proyecto y su joven esposa sabía que era parte de su deber ayudarlo a controlar las muchas presiones con las que estaba tratando.

No obstante, en medio de todo el peso que ambos tenía que soportar, la pareja encontraba el tiempo para disfrutar de su mutua presencia, comprendiendo que a pesar de todas las preocupaciones terrenales que tenían que enfrentar, aún gozaban de la especial bendición del amor verdadero que compartían y esa era una gracia de la cual no muchas personas podían alardear.

Así pues, siguiendo su naturaleza bondadosa, Candy pasaba sus días cuidando del hombre que amaba y del bebé que crecía dentro de ella mientras contaba los días para ambos eventos, la premier y el nacimiento de la criatura.

Charles Ellis llegó a su palco en el teatro justo a tiempo para la premier. Recién había sido promovido en el periódico y ya no estaba escribiendo reportajes, sino trabajando como el asistente de uno de los críticos más importantes del New York Times. Aunque siempre había soñado con ser corresponsal de guerra, poco a poco estaba comenzando a disfrutar de su nuevo trabajo, el cual era menos frívolo y mucho más interesante que el anterior.

El hombre se sentó en su butaca, mirando distraídamente a la audiencia que con lentitud se colocaba en luneta. En sus manos sostenía el programa y se preguntaba una vez más acerca de la obra que estaba a punto de ver.

Se mantenía escéptico con respecto del joven escritor cuyo trabajo iba a presenciar

—Ser un buen actor no significa necesariamente que uno puede también escribir con éxito —pensaba Ellis. Así que, el hombre de ojos oscuros se sentía curioso, aunque no muy seguro de si disfrutaría la velada. Sus ojos vagaron por todo el recinto y terminaron por tropezarse en el palco frente al suyo. Dos mujeres rubias se encontraban ahí sentadas. Un hombre alto de cabellos también rubios y rostro particularmente bronceado acompañaba a las damas.

—La familia del autor —se dijo Ellis usando sus binoculares para reconocer los tres rostros – El excéntrico Sr. Andley, quien acaba de regresar de Nigeria; la Sra. Baker, siempre tan elegante y distinguida y, por supuesto, la dulce Sra. Grandchester, joven, bonita y encinta. Pensé que en su estado se quedaría en su casa esta noche.

Entonces los pensamientos de Ellis se vieron eclipsados por el aplauso que irrumpió en el teatro al tiempo que el telón se corría. Contrariamente a todas sus expectativas, no le tomó mucho tiempo ser cautivado por una trama conmovedora que contaba la historia de tres hombres que enfrentaban las peripecias y dolores de la guerra, la cual les forzaba a tomar decisiones, algunas de ellas para bien, otras para mal. Mientras que Andrew Wilson había decidido enrolarse para dejar atrás los deberes familiares que odiaba, Matthew Tharp estaba tratando de escapar de sus dolores internos después de haber perdido a la mujer que amaba, y por su parte Derek James buscaba el modo de probarse a sí mismo que podía hacer algo valioso más allá del frívolo estilo de vida que solía llevar. Los tres hombres reencontrarían las sendas perdidas en medio del caos y los sobrecogedores sufrimientos que la guerra supone, pero desafortunadamente solamente Tharp sobreviría para contar la historia.

Los diálogos eran sobrios pero no carecían de emotividad, mientras que la acción se desarrollaba con fluidez, llevando a los espectadores a involucrarse en el cuento. De ese modo, la audiencia se emocionó cuando Wilson se dio cuenta de que si bien podía huir de su familia, no podía huir de si mismo; lloró cuando James murió como héroe en el campo de batalla, encontrando así el significado que buscaba y suspiró cuando Tharp recuperó inesperadamente el amor que había creído perdido para siempre.

Ellis no pudo despegar los ojos del escenario, sintiendo que su admiración por el talento de Grandchester se hacía cada vez más profunda. El joven artista no solamente había logrado componer una hisotria verdaderamente madura y emotivamente escrita a pesar de ser un dramaturgo novel, sino que también estaba ofreciendo la mejor actuación de su carrera en el papel de Tharp. Pero las sorpresas no terminaron ahí esa noche.

Después del intermedio, mientras la audiencia estaba ya tomando sus asientos, Ellis observó desde lejos que la Sra Grandchester se llevaba la mano a su vientre, al tiempo que el rubor de sus mejillas se desvanecía por un segundo. Un momento después, la joven tocaba el hombro de su suegra y acto seguido las dos damas y el millonario dejaban el palco antes de que iniciase el siguiente acto.

Cuando Ellis vio a la familia del actor dejar el balcón en medio de la pieza, comprendió que la Sra. Grandchester estaba a punto de dar a luz a su primer hijo. Aún así, el periodista sabía que la función debía continuar y por eso no se sorprendió que Terrence Grandchester continuara su actuación impasible, aunque pudo observar a través de los binoculares cómo el joven palidecía cuando brevemente volvió los ojos buscando un par de pupilas verdes y no las pudo encontrar. A pesar de su primera y natural reacción, el autor continuó su trabajo con con el mismo impertubable talante y el resto de la audiencia, ajena a la situación que se vivía tras bambalinas, respondió generosamente al talento del artista que una vez más campeaba en escena superando sus trabajos anteriores.

Al final de la presentación el público se puso de pie, aclamando el nombre del autor y primer actor, pero extrañamente, el joven limitó el encore a uno solo y la segunda ocasión que el telón se abrió, solamente Robert Hathaway apareció en el escenario. Después de que los aplausos decayeron ante una señal que el hombre hizo con la mano, el veterano director se dirgió a la audiencia.

—Damas y caballeros. La compañía Stratford está muy agradecida por su aceptación. Esta noche hemos presenciado el nacimiento de un nuevo dramaturgo y la consolidación de una ya brillante carrera dramática. Pero las cosas buenas a veces vienen en grandes paquetes y así ha sido hoy para mi socio Terrence. Aunque a él le hubiese gustado quedarse con nosotros por más tiempo esta noche, otros deberes le han forzado a dejar el teatro, porque, verán ustedes, su esposa acaba de dar a luz a su primer hijo y dejenme decirles que ese bebé realmente tenía mucha pirsa en nacer. Es un niño y seguramente quería felicitar a su padre personalmente por el éxito de esta noche, el cual también debemos a la preferencia de todos ustedes. Muchas gracias por ello. Buenas noches.

Un rumor animoso corrió por el recinto y una ovación final que duró por largo rato alcanzó el techo del enorme edificio y los pasillos laterales. Irónicamente Terrence no pudo oír ese tributo a su trabajo y aunque hubiese tenido la ocasión de estar ahí, seguramente no lo hubiese disfrutado, porque su mente estaba ya demasiado preocupada mientras el chofer aceleraba llevándolo hasta el hospital en compañía de Albert.

—Lo miré por primera vez y supe que era ya un pedazo de mi corazón. La enfermera me dió al pequeño para que pudiese sostenerlo contra mi pecho. Estaba aún cubierto por el líquido en el cual había vivido por nueve meses, pero sus ojos estaban ya abiertos, percibiendo las luces y las sombras a su alrededor. Entonces, me miró con esos cristales oceánicos que tiene en las niñas de sus ojos y lo amé aún más, viendo en ellos la misma luz que en las pupilas de su padre. Era la más deliciosa experiencia que jamás había disfrutado y sin poder contener la emoción comencé a llorar mientras lo abrazaba suavemente. Comprendí entonces que el pequeño misterio que abrazaba sería a partir de entonces y junto con su padre, el centro de mi vida de ahí en adelante. Imposible concebir un gozo más grande, una canción más alegre, una suerte mejor, un orgullo más legítimo que tener un hijo del hombre que amo.

La enfermera me pidió que le regresara el bebé para poder asearlo, pero le rogué que me permitiera ayudarla. Era una petición inusual, pero había hecho lo mismo con tantos bebés que había ayudado a venir a este mundo que simplemente no podía hacerme a la idea de no hacerlo con mi propio hijo. Siempre he sido una mujer difícil de persuadir y como el médico ya había abandonado el cuarto, la enfermera terminó por rendirse ante mi insistencia. Así que juntas le dimos a mi pequeño su primer baño.

No pasó mucho tiempo para que me llevaran a mi habitación y a pesar de las quejas de la enfermera, insistí en mantener al bebé a mi lado. Había estado en íntimo contacto conmigo durante nueve meses, no era en ese momento que iba a abandonarlo, cuando recién había llegado a este mundo y seguramente tenía miedo de su nuevo entorno, las chocantes luces, la inesperada frialdad y todos esos ruidos inquietantes a su alrededor. Afortunadamente ya había yo discutido el asunto con el médico y lo había convencido de que el bebé se quedase conmigo a pesar del reglamento del hospital, el cual siempre he creído horriblemente inhumano.

Cuando fui llevada a la habitación Eleanor ya estaba allá esperándome. Había usado su popularidad para que le permitiesen pasar. Miró a su nieto y desde el primer instante percibió la gran semejanza que tiene con su padre. Tomó al bebé en sus brazos mientras la enfermera me ayudaba a asearme, cambiarme la ropa y peinar mis cabellos. La pobre mujer lloraba en silencio con una increíble mezcla de felicidad y melancolía mientras mecía suavemente a mi hijo. Comprendí que como abuela se sentía abrumada de felicidad, pero como madre – tal vez recordando el momento en que Terri había nacido– estaba viviendo de nuevo el dolor que había sufrido cuando el Duque le había quitado a su hijo.

Imaginé en ese instante lo que sentiría si me separasen de ese pedazo de cielo que mi hijo era para mi ya desde entonces. Nunca había comprendido lo que Eleanor había sufrido hasta aquel momento y también un furtivo pensamiento me hizo pensar en mi propia madre, quien seguramente padeció horriblemente cuando me tuvo que abandonar por razones que siempre ignoraré. Sin embargo, en ese momento le rogué a Dios que cuidase de esa mujer que nunca conoceré y le agradecí al Cielo porque la vida me había recompesado por el sufirimiento de haber sido una huérfana, dándome una familia propia.

Cuando estuve lista, Eleanor me dio al bebé de nuevo y me dijo que debía alimentarlo inmediatamente. Yo sabía lo que tenía que hacer pero la sola idea me hacía temblar de placer. Me había imaginado amamantando a mi pequeño muchas veces durante mi embarazo y finalmente el momento había llegado. Con manos temblorosas descubrí mi seno y mi hijo encontró fácilmente el camino hacia su comida. Nunca olvidaré el sentimiento cuando comenzó a succionar con increíble confianza, como si algo dentro de él le estuviese diciendo que podía confiar en mi absolutamente.

—Gracias —me dijo Eleanor mientras el bebé continuaba su tarea completamente ajeno al resto del mundo

—¿De qué? —le pregunté confundida.

—Por muchas cosas, mi niña —dijo con esa hermosa sonrisa suya, misma que yo estaba segura que sería la mi bebé una vez que aprendiese cómo sonreír— pero especialmente por amar a mi hijo de verdad y darle este hermoso regalo.

—Todo lo que le he dado a Terri, él me lo ha devuelto dándome aún más de lo que yo jamás esperé —respondí tomando la mano de Eleanor en la mía, mientas sostenía a mi hijo con el otro brazo.

Luego nos quedamos en silencio, contemplando al niño con la misma adoración, ambas absortas en los dulces y pequeños ruidos que hacía mientras comía. Sentimos en ese momento que un nuevo y especial lazo entre las dos, como mujeres, había nacido ese día. Nos habíamos convertido en dos eslabones de la larga cadena de la humanidad que siempre estarían cercamanemente entrelazadas.

—Por cierto —dijo sorprendida después de un rato— creo que debo salir y ver si el padre de este ángel ya ha llegado del teatro. Él se merece conocer a su hijo —confesó Eleanor dejándome sola con mi bebé.

Abrí la puerta a la carrera, sin tomar en cuenta que el choque sería demasiado intenso para soportarlo de golpe. Como es lógico, el abrumador sentimiento me abofeteó con todas sus fuerzas, dejándome aturdido y mudo cuando vi a esa joven sonriente con el bebé durmiendo tanquilamente sobre su seno. Si llegase a vivir cien años, no creo que pueda llegar a tener una experiencia más intensa que aquella cuando vi a mi Candy cargando a nuestro primer hijo en sus brazos y mirándome con esa sonrisa especial, mezcla de alegría, orgullo y cierta complicidad, como si quisiese decirme en su propio mudo lenguaje que el pequeño milagro en sus brazos era tan mío como suyo.

Cerré la puerta destrás de mi y me quedé ahí por un rato, mudo, contemplando la belleza de mi familia por primera vez. Ella era, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa que jamás había visto y la pequeña vida sobre su pecho era un regalo de Dios que a penas si podía creer. Mi ángel sosteniendo a otro ángel, eso fue lo que vi en aquel momento y esa visión vivirá por siempre en mi memoria.

Me aproximé a la cama aún aturdido por las muchas emociones que estaba experimentando, pero ella extendió hacia mi uno de sus brazos y yo encontré mi camino para sentarme a su lado. Mis labios buscaron inmediatamente su frente y me quedé callado cerca de ella, mientras sin mayor pudor lloraba en silencio. Ahí, abrazando a mi esposa y a mi hijo, con el corazón hinchado de alegría, no pude evitar pensar en los días tristes de mi infancia en los cuales la palabra familia era una clase de felicidad que nunca me imaginé posible.

—Cualquier cosa que pueda decirte en este momento no se equipararía a lo que tengo en el corazón, Candy —le dije finalmente con dificultad— Todo lo que puedo imaginarme no puede reflejar mi gratitud hacia ti, mi amor.

—No tienes que decir nada porque ambos estamos sintiendo lo mismo. No se necesitan las palabras —replicó ella respondiendo a mis besos. Su sabor nunca había sido tan delicioso como en ese momento. Pero en esos años yo era aún muy ingenuo en cuanto a los muchos sabores que aún me faltaban por probar en su boca.

Cuando concluimos el beso el bebé empezó a moverse lentamente sobre el pecho de Candy y derrepente abrió los ojos apuntándome directamente. Quedé tan deslumbrado con la primera mirada que Candy dejó escapar una risita.

—Te presento a tu hijo. Tiene tus ojos ¿no te parece? —comentó ella con orgullo.

—¿Tu crees? —pregunté aún aturdido.

—Vamos, trata de cargarlo —me dijo y ante semejante ofrecimiento seguramente debo haber palidecido porque ella se rió de mi expresión.

—¿Cargarlo? —pregunté aterrorizado con la idea — ¡No creo que pueda!

—No es para tanto, vamos, te enseño cómo hacerlo —me animó y después me dio unas sencilllas instrucciones sobre cómo sostener al bebé de la manera más segura.

Cuando por primera vez sostuve ese diminuto cuerpo en mis brazos y sentí cómo movía sus brazos y piertas, mirándome con curiosidad, pensé que me derretiría. Al tener al bebé en mis brazos, su suave calor me trepó por los poros y la sensación era muy similar a la que siempre experimentaba al abrazar a su madre, pero a su vez diferente. El pequeño estaba ahí, abandonado a mi abrazo, confiado y ajeno a la maldad humana mientras yo sentí el peso de la paternidad caer sobre mis hombres por vez primera y desde entonces, esa mezcla de orgullo y miedo no ha dejado nunca mi alma, ni siquiera cuando todos nuestros hijos dejaron el hogar. En ese instante, como si el contacto con mi hijo hubiese tenido un efecto mágico sobre mi, comprendí que, mereciéndolo o no, había sido bendecido con una familia y junto con el gozo también tendría que cargar con la enorme responsabilidad.

Frecuentemente en el pasado, yo había condenado a Richard Grandchester por haber hecho un papel tan pobre como mi padre, pero al tiempo que Candy y yo mirábamos a nuestro hijo, no estaba seguro de yo mismo poder hacerlo mejor que mi padre. Aún perdido en la contemplación de aquel pequeño rostro, sentí la mano de mi mujer sobre mi brazo.

—Tienes que perdonarte y olvidar ahora —me dijo clavándome sus ojos en los míos con una mirada intencionada que me recorrió el alma de arriba abajo.

—¡Candy! —apenas pude decir, sabiendo bien lo que ella quería decirme.

—Sea lo que sea que viviste en las trincheras y afuera de ellas, Terri —continuó ella con decisión y esa suave firmeza suya, que temo tanto como mi propio mal carácter—. No es fue tu culpa, amor. Tienes que sobreponerte a esos recuerdos para criar a nuestro hijo libre de esa culpabilidad.

Siempre he sabido que, sin importar que me guste o no, Candy puede ver a través de mi como si estuviese hecho de cristal. No obstante, yo pensaba que había escondido mis secretos apuros lo suficientemente bien como para que ella los ignorara, pero ella acabó por demostrarme de nuevo que esconderme de su intuición es una tarea imposible.

La miré y simplemente me rendí a su mirada directa, admitiendo sin palabras que ella tenía razón.

—No es nada fácil, pecosa —le dije finalmente con dificultad—. Ni siquiera sé cómo hacerlo —añadí sintiendo cómo los dolores reprimidos repentinamente salían a la superficie.

—Algunas personas dicen que el hablar sobre las cosas que guardamos dentro nos ayuda a sobreponernos a nuestros miedos y a sanar las heridas del corazón —replicó ella con una suave sonrisa, curveando sus labios con ese especial gesto suyo con el que me regala cada vez que necesito de su apoyo.

—Hay cosas que viví allá las cuales ni siquiera me diría a mi mismo —argumenté aún atribulado, pero sintiendo ya un débil alivio mientras continuábamos hablando.

—Entonces, sigue escribiendo sobre eso. Parece que eres bueno haciéndolo. Todos alababan tu talento durante el intermedio esta noche —me dijo orgullosa— y… si alguna vez necesitas de alguien para escuchar tu historia, debes saber que yo estoy aquí para escucharte. Después de todo, no soy ajena a esos horrores porque los presencié de algún modo. Por favor, Terri, no me excluyas de tus luchas. Soy tu esposa ¿Acaso no se supone que yo comparta contigo todas las cosas? —añadió con una pregunta que era más bien una afirmación mientras me acariciaba la frente.

Intenté una débil sonrisa, sin poder responder con palabras porque las emociones me inundaban el corazón en aquel momento. Finalmente sólo atiné a asentir con una movimiento de cabeza y permanecimos en silencio por un rato. En cierto modo, supe entonces que un largo proceso de recuperación acababa de empezar y me propuse trabajar duro en ello por el bien de mi familia. También pensé en el momento en que había conocido a la madre de mi hijo y una interminable lista de recuerdos me llenaron el corazón con la más dulce de las certezas. Aquel niño era el hijo del amor, y yo estaba determinado a educarlo en amor.

—He pensado en un nombre para él —dijo Candy rompiendo el silencio.

—¿De verdad? ¿Cuál? —pregunté curioso.

—Terrence, claro está ¿Acaso hay otro nombre? —preguntó ella sonriendo.

—¿Mi nombre? —inquirí no muy convencido de llamar al bebé como yo—. ¿No crees que eso puede acarriar confusiones? Además, yo ya sé su nombre —repliqué mirándola con picardía.

—¿Qué tienes en mente? —me preguntó escéptica, con un curioso frunce en el ceño que hacía que las pecas de su nariz se movieran graciosamente.

Su nombre es Dylan —dije mirando a mi hijo que se estaba quedándose dormido nuevamente.

—Es un nombre hermoso, pero ¿Por qué Dylan? —me preguntó ella intrigada.

—Por lo que significa —le dije y ella me vio con una mirada interrogadora— “Hijo del mar” —le expliqué besándola en la frente una vez más— porque este niño fue realmente concebido desde la primera vez que nuestros ojos se encontraron en aquella noche sobre el Atlántico. Yo te dí mi corazón desde entonces y aunque estoy consciente que tú estabas enamorada de alguien más entonces, creo que no te fui indiferente del todo.

Ella sonrió trazando mis labios con su dedo índice, expresando de un modo mudo pero claro que mis palabras le habían conmovido

—Estás muy seguro de tus encantos ¿no es así? —inquirió ella con una sonrisa juguetona— Aunque tienes razón. Nunca dejé de pensar en ti desde ese momento, a pesar de que me resistía a admitirlo, y con respecto al nombre, es una bella metáfora. Sin embargo, yo aún así quiero que nuestro hijo lleve tu nombre, porque es el nombre de quien más amo.

—Está bien, hagamos un trato, usemos ambos nombres —le sugerí y vi la aprobación en esos ojos verdes suyos.

Le di el bebé y cuando le tuvo acunado en sus brazos se dirigió a él dulcemente.

—Terrence Dylan Grandchester, bienvenido a nuestra familia, entonces —le dijo y el asunto se volvió oficial.

Parte 2. Recobrando el tesoro perdido

Era una espléndida mañana de Primavera cuando los Grandchester llegaron a los muelles. Candy usaba un vestido de algodón floreado en color durazno, cuya falda ondeaba con la brisa marina, rozando sus piernas un par de pulgadas sobre sus pantorrillas. La joven miró su audaz falda y, de nuevo, pensó que la Sra. Elroy se desmayaría si la viera usando aquella escandalosa última moda. Una suave sonrisa apareció en sus labios mientras imaginaba la cara que pondría la vieja dama. Pero, nuevamente, no podía importarle menos, tan cómoda y práctica le parecía la nueva tendencia. Candy estaba contenta de que las mujeres pudieran finalmente deshacerse de los torturantes corsets y las faldas largas que se enredaban en sus piernas cada vez que querían correr. Y eso era algo que ella había necesitado hacer muy frecuentemente durante los dos años anteriores. Junto a ella, la razón de su constante entrenamiento atlético estaba jugando inocentemente con un cochecito de celuloide que ella había traído para mantenerlo ocupado.

El pequeño Dylan, quien ya tenía más de dos años de edad, había crecido hasta convertirse en un pilluelo fuerte e inquieto que en verdad se parecía a sus dos padres en el temperamento. Por lo tanto, no era extraño que el chiquillo mantuviera a su joven madre siempre subiendo y bajando alrededor de la casa para reducir el peligro de sus constates accidentes.

—Se ve tan concentrado en su juego —le dijo en un susurro a su esposo, observado cuidadosamente los movimientos del niño mientras él jugaba ausentemente.

—¡Shhhh! ¡No lo sales!— contestó el joven sentado a su lado, mientras se llevaba el dedo índice a sus labios.

— ¡De todas maneras, no va a durar mucho! —rió la muchacha ante el comentario de Terri—, sólo espero que el barco pueda alcanzar el puerto antes que él empiece a aburrirse.

Los Grandchester habían ido al puerto a recibir a una amiga que no habían visto en tres años: Annie Britter, quien estaba a punto de regresar a su tierra natal después de terminar sus estudios de educación especial en Italia. Durante todo este tiempo, la joven rubia había mantenido una frecuente correspondencia con su amiga de la infancia, por lo que ambas mujeres estaban al tanto de lo que estaba ocurriendo en la vida de la otra. Annie había completado un álbum entero con fotos de Dylan y sabía todas sus exóticas aventuras brincando sobre la estufa, en el sótano, sobre la cabeza del jardinero, a través de la verja del jardín trasero, sobre la espalda de su padre, bajo la barba de Robert Hathaway, en el estanque, detrás de los entretelones, a través del escenario, dentro del enorme guardarropa de su abuela y a donde quiera que fuese su imaginación. Candy, por su parte, se sabía de memoria los nombres de los alumnos de Annie y cada uno de sus problemas. Seguía la pista del progreso de Pietro con los rompecabezas, los problemas de María con las sumas o el entusiasmo de Estefano mientras aprendía a leer.

Muy en el fondo Candy también sabía de las penas secretas de las que Annie nunca hablaba en sus cartas, esas penas calladas que la joven rubia podía adivinar mas allá de los párrafos.

—¡Mamá, se rompió! —llamó una vocecita mientras una pequeña mano jalaba la falda de Candy, lo cual hizo a la joven regresar de sus pensamientos. Fue entonces, mientras Candy trataba de arreglar el coche de juguete que había perdido una rueda gracias a los nutridos golpeteos que le había dado Dylan, que arribó a puerto el trasatlántico en el que Annie viajaba. El momento que siguió, cuando las dos jóvenes mujeres finalmente se vieron después de tanto tiempo, fue una de las experiencias más conmovedoras que ellas jamás vivieron. Las dos se abrazaron con todas sus fuerzas, llorando y riendo al mismo tiempo como dos niñas pequeñas. Mientras tanto, Terri las observaba parado a unos cuantos metros de distancia al tiempo que cargaba a un asombrado Dylan.

El mutuo reconocimiento vino después. Annie estaba asombrada al darse plena cuenta de que el matrimonio y la maternidad habían acentuado la belleza en el porte de Candy y en cada uno de sus movimientos. También admiró la figura esbelta de la rubia y su atuendo atrevido y moderno el cual incluía un suave maquillaje. Candy, por su parte, estaba complacida de ver el cabello corto de su amiga que iba tan bien con su cara y el ligero bronceado que su piel había adquirido. Pero, detrás de la sonrisa, Candy sabía que había un corazón aún adolorido. De cualquier manera, la joven mujer decidió que Annie y ella tendrían tiempo para confiarse sus secretos más tarde. Así que procedió a presentar a su hijo con su mejor amiga, y desde ese momento Annie se enamoró del vigoroso bebé que muy naturalmente le abrió los brazos como si la hubiese conocido desde siempre.

Annie pasó unas cuantas semanas en Nueva York, sinceramente complacida al presenciar el pequeño universo plácido y feliz en el que Candy vivía. La existencia de la joven orbitaba de Terri a Dylan y de nuevo a Terri. Las dos viejas amigas pasaron muchas tardes hablando interminablemente y compartiendo los sueños de cada una para el futuro. En el caso de la morena, esos planes incluían la fundación de una escuela para niños mentalmente discapacitados, involucrarse más en los asuntos del Hogar de Pony y una completa reconciliación con su madre. La Sra. Brighton, por cierto, había empezado a dar señales de arrepentimiento por sus severas reacciones hacia las decisiones de Annie.

Por el otro lado, Candy, quien estaba trabajando tres veces a la semana como voluntaria en la Cruz Roja de Fort Lee, temía que iba a tener que dejar su trabajo por un buen tiempo. La joven tenía ciertas sospechas de un nuevo embarazo y por lo tanto le confió a Annie su pequeño secreto aún cuando no estaba segura de ello. A diferencia del caso de Dylan, este nuevo bebe había sido cuidadosamente planeado por la joven pareja y ambos estaban emocionados con la nueva posibilidad. Aunque también estaban conscientes del choque que esto podría representar para su primer hijo. Sin embargo, durante todas esas largas pláticas que las dos mujeres compartieron, el nombre de Archibald Cornwell nunca fue mencionado. El silencio de Annie sólo reforzó la teoria de Candy acerca de los sentimientos de su amiga hacia su primo, pero la joven respetó el silencio de la morena, habiendo experimentado en carne propia la misma necesidad de discreciòn durante los años que ella había estado separada de Terri.

En el fondo del corazón de Candy una certeza intuitiva empezó a crecer, pero la mantuvo en secreto. El Sr. Britter fue a Nueva York para recoger a su hija y pasar unos pocos días en la ciudad disfrutando el encanto de Manhattan y la compañía de Annie. No obstante, la joven dama pronto decidió que era tiempo de dejar la Gran Manzana y encarar sus viejos demonios que estaban esperando por ella en Chicago. Después de todo, no podía estar con los Grandchester para siempre. Annie tenía su propio destino que cumplir, ya que Candy y sus dos hombres tenían su cosmos particular, en el cual los otros eran sólo intrusos en un paraíso privado.

Giacomo Pagliari era uno de los socios de negocios del Sr. Britter y la amistad entre los dos hombres había crecido considerablemente durante los años que Annie había vivido en Italia. Los parientes del Sr. Pagliari en Italia habían recibido a Annie cálidamente haciendo que ella se sintiera casi como en casa. Los Pagliari visitaban a la joven dama durante los días de escuela, la invitaban a pasar los fines de semana y las fiestas con ellos en su casa de campo y normalmente enviaban largas cartas al Sr. Pagliari y su socio para mantenerlos informados acerca de la salud de la joven. A su regreso, Annie había empezado a recibir la visita regular de Alan Pagliari, el hijo mayor de Giacomo, y la alta sociedad de Chicago estaba empezando a rumorar en el cotillón que el joven Pagliari estaba cortejando a Annie Britter.

La joven escuchó los rumores sobre ella y Alan, pero nunca hizo un comentario al respecto. Se limitaba a sonreir enigmáticamente y sonrojarse ligeramente cada vez que le preguntaban sobre el tema. Después de todo, Alan Pagliari no era un mal partido en lo absoluto. Era heredero de una gran riqueza, hombre de negocios sagaz y poseedor de una personalidad chispeante y encantadora que le recordaban a Annie las maneras vivaces de Candy. Todas estas cualidades hacían de Alan uno de los solteros más cotizados entre las jóvenes damas de Chicago. Mas aún, Alan se había convertido en uno de los mejores amigos de la joven y delicada Srita. Britter y su amistad se incrementaba cada día. Parecía que nada podía interpornerse en el camino de la nueva pareja.

Annie miró su reflejo en el espejo, revisando otra vez la peluca peliroja que iba a usar en el baile de mascaras esa noche. Había perdido su viejo entusiasmo por los grandes eventos sociales durante el tiempo que había estado trabajando y estudiando en Italia. La joven se había dado cuenta que había tantos asuntos importantes que resolver en este mundo que estaba sorprendida de cómo había perdido su tiempo en frivolidades en el pasado. De cualquier modo, Annie tenía que asistir a ese baile de máscaras en particular porque quería conocer a unas cuantas personas importantes que podrían patrocinar su proyecto de una escuela para niños especiales. Afortunadamente, Annie contaba con Alan para hacerle compañía durante la velada. Sin embargo, no podía sentirse a gusto del todo mientras un miedo enraizado que la había estado molestando todo el día, le causaba un escozor al tiempo que se preparaba para la ocasión.

—Debe ser mi vieja inseguridad jugándome una mala pasada otra vez —se dijo a si misma mientras revisaba su vestido de chiffon azul claro el cual imitaba el estilo que estaba de moda durante el imperio de Napoleón Bonaparte— Sólo debo ser positiva y tener confianza en que lograré que esos ricos caballeros entiendan que mi proyecto vale la pena —se dijo en voz alta para animarse, y con este último pensamiento abandonó su recámara tomado un profundo respiro.

Esa noche iba a estar llena de sorpresas, ella lo presentía, pero ignoraba hasta qué punto.

—Otra fiesta aburrida que tengo que aguantar —pensó el joven mientras le daba su abrigo a uno de los sirviente en el salón—Me pregunto por cuánto tiempo tendré que estar escuchando a viejillos presumidos y huyendo de sus hijas ansiosas que insisten en coquetear como si su vida dependiera de ello.

El hombre se movió elegantemente por el enorme recinto saludando gentilmente a los conocidos que encontraba en su camino. Sonreía con clase a los hombres de negocios que lo reconocían y besaba caballerosamente las manos de las damas mientras regalaba los oidos femeninos con un cortés cumplido. Todo era parte de su bien estudiada rutina, un asunto de relaciones públicas –así lo veía él – y otra manera de asegurar su éxito en el duro y agresivo mundo de negocios.

No se quejaba de su posición ya que disfrutaba enormemente su estilo de vida y amaba su trabajo lleno de retos. No obstante, a veces, el joven se hartaba de tanta hipocresía alrededor de él y su corazón ansiaba encontrar un corazón que verdaderamente deseara encontrar a la persona real dentro de él, no importando su posición social o gran fortuna. Pero eso era algo que no había podido lograr hasta ese día.

El joven presentó sus saludos al anfitrión y a su esposa y despés se mezcló con los otros distinguidos invitados. Platicó ligeramente con los hombres y bailó un par de veces con la primera chica que mostró algún interés en él, sólo para darse cuenta muy pronto que la cabeza de la joven estaba tan vacía que se podía escuchar al aire soplando adentro. Sí, en efecto, era otra noche aburrida, pero al menos había un detalle adicional que hacía el baile menos molesto. Era un baile de máscaras y ver los disfraces que cada invitado había escogido era especialmente interesante, porque el disfraz revelaba algo de la personalidad del dueño.

De este modo, el Sr. Garland quien era miembro del partido conservador se veía muy bien en esa vestimenta de Cuáquero, mientras la hedonista Sra. Clark estaba realmente bien en su disfraz de Cleopatra. Él, al contrario, había escogido algo que no reflejaba su humor presente para nada. El joven llevaba puesto un traje verde al estilo del renacimiento con pantalón corto y calzas aterciopelados y un jubón delicadamente bordado con complicados patrones dorados sobre el fondo verde oscuro. Un austero disfraz de monje habría ido mejor con su humor melancólico en esa ocasión, pero, nuevamente, tenía que mantener cierta imagen, a pesar de su estado de ánimo esa noche.

El joven sacudió su cabeza casi imperceptiblemente para despejar su frente de unas sedosas hebras rubio oscuro que le molestaban. En ese momento percibió una presencia al otro lado del salón de baile. No podía distinguir claramente de quien se trataba porque los invitados estaban bailando el centro del lugar y las parejas se movían constantemente. Haciendo un esfuerzo, el joven distinguió una silueta esbelta envuelta en un vaporoso traje de chifón color turquesa. La dama se movía graciosamente y con lentitud a lo largo del salón. El joven millonario pudo apreciar, a pesar de la distancia, que la tela transparente de la falda, la cual llegaba a los tobillos de la dama, permitía al buen observador descubrir la línea suavemente curveada de las piernas femeninas. La mujer se cubría el rostro con una máscara adornada con plumas que hacía juego con su vestido estilo Imperio, así que el joven no podía decir a ciencia cierta si conocía a la dama o no. No obstante, él estaba seguro que hacía mucho que no se sentía tan atraído hacia mujer alguna como de pronto se sentía con respecto a aquella joven dama lal otro lado del salón de baile.

El atrevido escote y el talle alto del vestido de la muchacha acentuaban los encantos femeninos de modo tan inquietante que el joven temía que su insistente mirada podría revelar más de lo que él deseaba dejar ver.

—¡¡Dios, es encantadora!! —pensó él, incapaz de evitar verla directamente. Para su gran brochorno, la joven volvió la cabeza coronada por rizos castaños y descubrió su presencia. Contrario a lo que él esperaba, la joven dama no desvió su mirada. No bajó los ojos como correspondería a una criatura modesta, pero tampoco coqueteó abiertamente. Solamente lo miró con un aire serio y melancólico que irrumpió en el alma del hombre sin pedir permiso, haciéndole imposible el quitarle los ojos de encima. Los segundos que ambos sostuvieron la mirada parecieron como siglos y el joven no estaba seguro si realmente deseaba alcanzar el fin de tan delicioso momento. Finalmente, la mujer fue la primera en abandonar aquella extraña competencia de miradas y él pudo notar que ella se sonrojaba ligeramente, terminando por bajar los ojos. Este último y espontáneo gesto de delicadeza, pareció originalmente encantador al hombre y lo desconcertó aún más, preguntándose quién podría ser aquella mujer tan contradictoria. El también bajo los ojos y volvió el rostro tratando de esconder la sonrisa que se estaba dibujando en sus labios y cuando intentó de nuevo ver a la joven, ella se había ido.

Sus insistentes pesquisas para encontrar a la misteriosa Josefina vestida con un largo traje color turquesa no funcionaron por las siguientes dos horas hasta que finalmente volvió a encontrarla bailando con un viejo caballero. Ambos, la dama y el viejo, estaban imbuidos en una conversación que él no podía escuchar. Fue entonces que la orquesta se detuvo y la audiencia aplaudió la actuación de los músicos. El se movió entre las parejas hasta que alcanzó el punto donde ella aún estaba hablando con el viejo.

—¿Le importaría si le robo la atención de su joven amiga por un segundo, Sr. Russel? —preguntó el joven con su tono más educado—Esto, por supuesto, si la dama acepta bailar conmigo —añadió él dirigiéndose a la dama.

—Por mí no hay problema, mi estimado amigo. Estoy seguro que usted será mejor compañía para esta jovencita que este viejo decrépito —dijo el hombre gordinflón con una carcajada sofocada que movió graciosamente su bigote canoso.

La mujer permaneció en silencio por un breve instante, mirando al joven con la misma extraña intensidad y el hombre llegó a creer que ella había palidecido ligeramente, pero no estaba seguro acerca de ello. Entonces, cuando el caballero pensaba que ella estaba a punto de rehusar la invitación, la joven simplemente asintió en silencio ofreciendo su mano al joven al tiempo que la orquesta volvía a tocar. La pareja empezó a baliar siguiendo el suave fondo musical. A pesar de su usual aplomo, el joven sintió que la lengua se le atoraba en la gargante impidiéndole empezar una conversación y ya que ella no deseaba hablar, sólo bailaron en silencio. El trató de mirarla a los ojos otra vez, ahora que estaban tan cerca uno del otro, pero a diferencia del momento anterior, ella evitó su mirada no permitiéndole descubrir el color de sus pupilas.

—¿Qué me está pasando? —se preguntó él— ¿Por qué me siento tan feliz y al mismo tiempo tan nervioso en la presencia de esta extraña? ¿Cómo es que me siento seducido a este punto por una mujer que no es …? —La línea de sus pensamientos fue de pronto interrumpida por el gran reloj del salón de baile que indicaba que era la media noche. La música se detuvo otra vez y el anfitrión de la fiesta exhortó a todos los invitados a descubrirse los rostros, ya que el momento de revelar sus identidades había llegado. La joven se retiró lentamente la máscara blanca y turquesa que velaba su cara, y el joven casi se desmaya cuando descubrió con quién había estado bailando.

—Fue lindo verte otra vez, Archibald—dijo una dulce voz que él conocía muy bien.

—¡Annie! —fue todo lo que el joven pudo decir, demasiado asombrado por los sentimientos mezclados que tan de repente explotaban en su corazón— ¡Yo … yo … yo no sabía … que habías regresado! —tartamudeó él después de un momento, e inmediatamente se arrepintió de su decisión de hablar cuando apenas pudo pronunciar las palabras que se atropellaban en su garganta.

— He estado aquí desde hace tres meses —dijo ella en un susurro.

—¡Annie!, ¡Annie! —llamó otra voz entre la multitud y pronto Archie pudo reconocer a un hombre joven con cabello negro y brillantes ojos verdes que se acercaba a la chica con familiaridad— Siento haberte dejado sola con el Sr. Russel, pero simplemente no pude deshacerme de esa desagradable Srita Leagan, ¿Estás bien? —preguntó el joven.

—Estoy bien, Alan. Acabo de encontrarme a un viejo conocido. Te presento a Archibald Cornwell, él es primo de Candy. Archibald, este es Alan Pagliari, un buen amigo mío —la joven dama presentó a los dos jóvenes cortésmente y ambos intercambiaron un rápido apretón de manos.

—Encantado de conocerlo, Sr. Cornwell, he escuchado mucho acerca de la prima de usted, Lady Grandchester, y debo admitir que soy el admirador número uno de su marido. Un artista verdaderamente talentoso —comentó Alan.

—Gracias —respondió Archie secamente, su usual amabilidad perdida de súbito. El joven encontró extrañamente curioso que el hombre a quien una vez había odiado estuviera siendo elogiado por otro hombre quien estaba despertando su repentina antipatía por una razón que él no podía descifrar en ese momento.

—Bueno Archibald —interrumpió Annie notando que la atmósfera se había vuelto densa repentinamente gracias a la inexplicablemente seca reacción del hombre rubio— Fue un placer verte, ahora, si nos disculpas a Alan y a mí, tenemos algunos amigos por allá que están esperando por nosotros —dijo ella señalando a un pequeño grupo de jóvenes damas y caballeros del otro lado del cuarto.

—Seguro, fue lindo verte de nuevo …. y conocerlo, Sr. Parliari —dijo Archie con un aire ligeramente desdeñoso.

—Pagliari, el nombre es Pagliari, Sr. Cranwell —contestó Alan pagándole a Archie con la misma moneda. La joven pareja se alejó antes de que Archie pudiera responder a la provocación del otro joven y él tuvo que pasar el resto de la noche enfadado y contrariado, incapaz de entender los confusos sentimientos que de pronto explotaban dentro de él.

Cuando Annie abrió su recámara esa noche, se desplomó en la cama, creyendo que sus últimas fuerzas se habían desvanecido en algún lugar de ese salón de baile. Se colapsó sobre el colchón, extendiendo sus brazos y respirando profundamente. Al final, lo que ella había temido desde que había regresado a América, había sucedido: se había vuelto a encontrar con Archibald Cornwell, sólo para darse cuenta que él estaba aun más deslumbrante y seductor que antes. Cuando ella lo había visto en el otro lado del cuarto, su corazón se había prácticamente petrificado. Se había imaginado tantas veces cómo reaccionaría cuando tal momento llegase, pero ninguna de sus ensayadas respuestas había funcionado aquella noche. En lugar de la cortés inclinación de cabeza y el saludo abúlico que ella había practicado cientos de veces frente al espejo, sólo se había quedado viéndolo fijamente como una tonta, y para empeorar las cosas, había terminado sonrojándose bajo la insistente mirada del joven. Eso pudo haber sido suficientemente embarazoso, pero parecía que la fortuna había estado totalmente en contra de su amor propio aquella noche. El muy tonto la había invitado a bailar y ella no había tenido el coraje de revelarle su identidad, esperando ingenuamente que él nunca averiguaría con quién estaba bailando ¡Y luego ese molesto reloj que justo tenía que marcar la media noche para que su charada fuese descubierta en la manera más humillante! Si no hubiera sido por Alan quien la había rescatado tan caballerosamente, se habría desmayado en aquel preciso instante.

Por fortuna, su buen amigo no la dejó sola otra vez por el resto de la noche. El joven la alentó aún cuando Archie insolentemente desplegó sus atenciones para otra chica en la fiesta durante toda la noche, hasta que él dejo el baile el compañía de ella.

—¡Vamos Annie! —le había dicho Alan para animar a la joven mientras bailaba con ella— Mantén la sonrisa en tu cara. No dejes que ese ingrato vea a través de tu corazón. No lo merece —El joven, quien conocía bien la historia de Archie y Annie, la impulsó a mantener el aplomo durante toda la noche y Annie lo complacía con sus tímida sonrisas.

Había sido una dura ocasión en efecto, pero había obtenido el patrocinio de dos importantes hombres de negocios en la ciudad y había sobrevivido su primer encuentro con Archie. Tal vez no había resultado de la manera que ella lo había planeado y probablemente aún se sentía ridícula recordando su mutismo, sus piernas vacilantes, sus músculos paralizados, y sus alterados latidos cuando Archie la había tomado en sus brazos de nuevo. Aún más, tenía que reconocer que al final de todo ella había superado la experiencia, pero … ¿Realmente sería capaz de superar completamente lo que Archie había significado en su vida?

El amanecer entró en la habitación mientras Annie aún veía en su mente a Archie dejando el baile en compañía de una mujer que ella no conocía.

Posiblemente Annie se hubiera sentido mucho mejor si hubiese sabido que Archie tampoco lo estaba pasando muy bien. El joven había hecho lo necesario para deshacerse de su frívola acompañante después del baile, pero aquello no había sido una tarea sencilla porque la mujer era una cazafortunas profesional y no iba a dejarlo ir tan fácilmente. Además, se sintió un poco culpable por usar a la chica para disfrazar su incomprensible nerviosismo. De modo que hacerle entender que él no estaba realmente interesado en ella no había sido muy agradable que digamos. Cuando finalmente se liberó de la joven, corrió a su mansión y se precipitó a su recámara para tomar un baño, esperando que el agua fría lo ayudaría a aclarar sus desordenados pensamientos.

—¡Annie Britter! ¡Entre todas las mujeres! —se repetía con incredulidad mientras se frotaba con energía hasta que la piel se le enrojeció— ¿Cómo es que me sentí tan malditamente atraído por ella cuando fui yo el que decidió terminar!? Y ahora me pongo como loco tan sólo de verla. Sólo Candy me hacía sentir así en el pasado …¡Candy!

Archie detuvo su frenético frotamiento cuando recordó lo que había pasado durante los tres años anteriores. Encarar la dolorosa verdad y aceptar que había perdido a Candy para siempre había sido sólo el principio del escarpado camino en el que Archie había tropezado más de una vez. No había sido una situación fácil porque, estando cercanamente emparentado a la rubia, tenía que verla frecuentemente y mantenerse informado de su vida. De cualquier modo, poco a poco los acres dolores empezaron a disminuir en fuerza, y la resignación lentamente creció en su corazón. Contra todos sus recelos hacia Terri, el joven actor había probado ser un esposo cariñoso e irreprochable, así que Archie no podía quejarse de él, ni siquiera un poco. Candy era feliz sin lugar a dudas. La llegada del pequeño Dylan sólo había aumentado la felicidad de la joven, y al mismo tiempo había hecho que el joven millonario se diera aún más cuenta de cuán imposible e inútil era su amor. Terri era el dueño de de Candy en alma y cuerpo y no había nada que Archie pudiera hacer al respecto.

Cada vez que Archie veía a los Grandchester, se convencía más y más de que Candy amaba a Terri como nunca podría amar a nadie más. Conforme Archie maduraba, más entendía que su amiga de la infancia nunca sería la mujer que él necesitaba. Al observar el modo en que Candy vivía para complacer y amar a Terri, el joven millonario empezó a sentir la necesidad de encontrar una mujer que pudiera sentir de la misma manera hacia él. Casi imperceptiblemente, Archie dio el último adiós a su pasión de la adolescencia y entró a la adultez con una nueva convicción: él era un hombre que merecía ser amado tanto como Terri, y estaba resuelto a encontrar a la mujer adecuada. Y ésta, ciertamente, no podía ser Candice White.

Sin embargo, pronto se dio cuenta que la tarea no era fácil en lo absoluto. Ser un hombre poderoso era de hecho un problema cuando se trataba de encontrar esposa. No porque las jóvenes damas no estuviesen interesadas en él, sino que estaban tan deslumbradas por su dinero y posición que el joven no podía saber si lo buscaban por el hombre que era, o por su fortuna. Así que Archie había llegado a ser extremadamente cauteloso, pues no deseaba terminar con el corazón roto otra vez. Habría sido demasiado doloroso y aún peligroso para su cordura después de todas las duras experiencias que había vivido durante sus años de adolescente. En otras palabras, aún cuando Archie quería encontrar una mujer para compartir su vida, no estaba dispuesto a arriesgar tanto.

El tiempo voló y pronto Archie se sorprendió de tener ya veinticinco años y continuar aún soltero, mientras la mayoría de sus amigos y conocidos ya estaban casados y tenían uno o dos niños. Algunas veces pensaba que permanecería soltero y solo para toda su vida y la idea lo entristecía frecuentemente. Hasta entonces, sus complejos negocios lo habían salvado de caer en una profunda depresión, pero no estaba seguro de cuanto más podría continuar con aquel tren de vida solitaria. Entonces, de repente, esa hermosa mujer en una nube turquesa había aparecido, arreglándoselas para despertar de nuevo esas ansiedades que Archie había creído muertas dentro de él y había tenido tan terrible mala suerte que esa chica había terminado siendo su ex prometida, ¡De entre todas las mujeres en esta Tierra!

—¿Qué me está pasando? —se preguntó a sí mismo mientras el agua corría por su cuerpo—Conozco a Annie desde que era un niño y ella nunca, ¡nunca me hizo sentir de esta manera! ¿Cómo puede ser que de la noche a la mañana, ella de pronto se vea tan … tan … tan maravillosa y segura de si misma … ¡y encantadora! ¡Debió haberse reído de mi estupidez por no ser capaz de reconocerla! ¡Estaba bailando con Annie y no sabía que era ella! ¡Tonto de mi!— se seguía reprochando a sí mismo y así continuó, tratando de encontrar una explicación para sus reacciones esa noche sin mucho éxito.

Había cosas en él que simplemente no podía entender: aquella imprevista atracción la cual casi lo hipnotizaba, sus rudas respuestas hacia Pagliari, quien había, efectivamente, sido simpático—hasta que Archie mismo empezó a comportarse irracionalmente— y su compulsivo coqueteo con otras mujeres en la fiesta. “¿Qué diablos estaba pasando?” El joven trató de contestar estas alarmantes preguntas durante los siguientes dos meses, pero cuando finalmente encontró algunas de las respuestas que buscaba, no le gustaron para nada.

El proyecto de Annie no podía ir mejor. Había reunido todos los fondos que necesitaba para empezar a construir la escuela y estaba esperando encontrar más patrocinadores antes de que su sueño empezara oficialmente a funcionar. Por primera vez en su vida Annie agradeció a su madre por haberla enseñado a moverse en sociedad. La joven estaba segura que aquellas habilidades habían sido esenciales en su éxito al convencer a tanta gente de apoyar su causa. Por fin había encontrado un uso práctico para toda aquella costosa educación clásica que había recibido durante su niñez. Más aún, su amiga, Patricia Stevenson estaba ayudándole directamente y el esposo de Patty también estaba patrocinando. Además, la familia Pagliari, los Grandchester y William Albert – a pesar de estar lejos, en Calcuta – habían también representado un apoyo importante para que ella lograra sus planes. Ciertamente Annie tenía muchas razones para estar feliz, entonces... ¿porqué estaba tan inquieta?

Había una sola y única respuesta: ¡Archibald Cornwell! Con la pobre excusa de que su tío Albert quería ayudar a la joven dama con su escuela, Archie había ido a verla en más de una ocasión a la oficina que ella había rentado en el centro de Chicago. Annie sabía bien que George podía haber hecho el trabajo en nombre de Albert, entonces ¿por qué Archie insistía en torturarla con su presencia? ¿Acaso le producía un placer insano el verla sufrir cada vez que se encontraban? Cualquier cosa que estuviera motivando a Archie, Annie no quería averiguarla, así que lo evitó tanto como fue posible y algunas veces usó a su secretaria Melanie Collins, como escudo para mantener al joven magnate lejos de ella.

No obstante, el joven continuó apareciendo en su camino una y otra vez hasta que un día la chica se hartó de su persecución y Eliza Leagan ayudó un poco más a empeorar la situación. Fue en una fiesta de té ofrecida por una de las amigas de la Sra. Britter, invitación a la que Annie no pudo rehusarse. Para su mala fortuna, la temida Eliza también había sido invitada a la fiesta. La presuntuosa muchacha se aprovechó de la más insignificante oportunidad para hacer que Annie pasar un mal rato. Candice White, condesa de Grandchester, estaba fuera del venenoso alcance de Eliza, eso era cierto, pero su mejor amiga, Annie, siempre más débil y sensible, era un blanco fácil para descargar todo su odio y frustación por seguir aún soltera mientras que su antigua rival estaba felizmente casada.

—¡Qué sorpresa verte otra vez, querida Annie! —dijo Eliza con movimientos estudiados, abrazando a la morena y besándola en ambas mejillas—, te ves tan elegante y a la moda con ese nuevo corte de cabello.

—Gracias Eliza … tú también te ves increíble. El verde es ciertamente tu color —se esforzó Annie continuando con el juego de hipocresía que la mujer de cabello castaño sabía jugar tan bien—. He escuchado que has estado trabajando duro en la caridad últimamente. ¡Qué altruista de tu parte!— continuó Eliza elogiando a Annie, y la joven morena sabía que la víbora que era la joven Leagan podía morder en cualquier momento, solamente estaba usando la adulación para desconcertarla antes de su ataque.

—No es exactamente caridad de la manera usual —explicó la joven, tratando de dirigir la conversación a un terreno seguro donde ella pudiera manejar la situación—, voy a dirigir una escuela para niños especiales, sólo que la organización del proyecto está requiriendo de mucho trabajo. Esto va a ser como un trabajo fijo más que sólo una actividad de tiempo libre.

—Ya veo, pero tú debes estar acostumbrada al trabajo duro —apuntó Eliza incisivamente—. ¿No era así en el Hogar de Pony, querida?

—”Esa fue su primera arremetida” —pensó Annie mientras se preparaba a responder—. En efecto Eliza. Estoy orgullosa de los años que viví ahí y aprendí las mejores lecciones de mi vida entera.

—Justo como tu muy querida hermana Candy, ¿eh? —sonrió Eliza astutamente—. ¿No es sorprendente cómo una chica de tan humilde origen pudo haber alcanzado la aristocracia? Pero en estos días yo podría creer cualquier cosa.

—No hay nada de que sorprenderse, querida Eliza —Annie regresó el golpe a pesar de sus miedos internos conociendo que la venenosa lengua de Eliza podía usar cualquier cosa que dijera en su contra—. Este es un mundo injusto, pero algunas veces ciertas personas obtienen lo que realmente merecen. Así que Candy está solamente cosechando lo que sembró. Deberías ver a su hijo, es un bebé tan hermoso y se parece tanto a su padre, quien está muy orgulloso de él, por supuesto. Estoy segura que más de una mujer le envidia su afortunada posición, mientras ellas no pueden siquiera mantener una relación estable.

Eliza palideció con el comentario de Annie intencionalmente dirigido a ese punto sensible que la lastimaba más. Pero Eliza no se iba a dar por vencida tan fácilmente.

—Y hablando de relaciones. ¿Cómo te está yendo con el guapo joven Pagliari? He escuchado que ustedes mantienen una amistad muy cercana. ¿Es eso verdad?— preguntó la pelirroja cambiando la conversación.

—Solamente somos buenos amigos. Nada más —declaró Annie secamente.

—Pero hay tantos rumores acerca de ustedes dos, que yo pensé que finalmente habías olvidado a mi primo! —replicó Eliza burlonamente. Una sombra negra zurcó el rostro de Annie haciéndole entender a Eliza que finalmente había tocado la herida sin cicatrizar donde sus comentarios podrían hacer el daño deseado.

—Yo … yo… yo no sé de lo que estás hablando —Annie tartamudeó incapaz de decir algo más.

—No te preocupes, querida, yo entiendo cómo debes estar sintiéndote, especialmente ahora que Archie está cortejando a mi amiga Leonora Simmons —asestó Eliiza con una nueva y más fuerte puñalada.

—¡Yo no sabía! —Fue todo lo que Annie pudo contestar. ¿Podría Archie ser tan cruel? ¿Podría él estarla persiguiendo sólo para hacer su vida miserable mientras estaba haciéndole la corte a otra mujer?

—Yo sé, querida, nos tomó a todos por sorpresa —continuó Eliza, tan feliz por haber recuperado el control de la conversación que le permitía hacer sufrir a Annie— pienso que Archie simplemente se volvió loco por Leonora, ella es tan … tan …

—¡Tan molesta, superficial, aburrida, y tonta! —interrumpió una voz masculina a espaldas de Annie y la morena no tuvo que voltear para averiguar de quién había sido la voz.

—¿Describe eso adecuadamente a tu estúpida amiga Leonora, mi querida prima? O Tal vez quieras que continúe con los epítetos. Tengo bastantes palabras que usar, pero me temo que ninguna de ellas sea agradable, dijo Archie desdeñosamente.

—A … A … ¡Archie! —exclamó Liza poniéndose roja—, no sabía que venías a la fiesta

—Puedes ver bien que estoy aquí y justo a tiempo para detener esa sucia boca tuya de esparcir rumores viperinos acerca de mi persona. ¿Qué acabas de decir acerca de mi y tu estúpida amiga Leonora Simmons?

—Bueno, yo pienso que todo fue un malentendido … yo pensaba —masculló Eliza entre dientes tratando de encontrar el modo de escapar, sin mucha suerte.

—Ah … ¡Qué novedad primita, tú pensaste! —Archie rió con desprecio—. Yo creía que esa era una tarea demasiado pesada para tu cabeza! ¡Cuidado, se te puede quemar y arruinar ese lindo peinado!

—¡Me estás insultando, Archibald! —gimió Eliza muy irritada.

—Archie, por favor —interrumpió Annie juzgando que el joven estaba yendo muy lejos con su prima y su tímida pero firme voz fue suficiente para hacerlo detenerse.

—Lo siento Eliza —dijo él de mala gana—, fue sólo una bromita mía. Tú sabes que me gusta embromarte. Creo que es mi manera de demostrar mi cariño fraternal hacia ti, querida prima. ¿Ahora, serías tan amable de disculparnos? … Me temo que me llevaré a Annie por un momento, como los viejos amigos que somos, tenemos muchas cosas que platicar —explicó el joven tomando la mano de Annie y guiándola lejos de la repugnante lengua de Eliza.

Aquella era una rara combinación de la gloria y el infierno para Annie. Estaba tan abrumada por el toque del joven sosteniendo su mano, que no podía decir una sola palabra mientras él la llevaba a lo largo del jardín a un lugar donde ellos pudieran gozar de cierta privacía. ¡Habían tantas cosas inundando su mente! Primero, la constante persecución de Archie, la cual ella no sabía cómo interpretar; luego, Eliza diciendo que él estaba enamorando a otra chica, y después Archie negándolo decisivamente y salvándola de la presencia de su prima como un caballero en una brillante armadura. ¿Era este el mismo hombre que puso fin a su compromiso porque él estaba aun enamorado de otra mujer? ¿Qué parte de la historia se había ella perdido que hacía imposible entender la situación?

—Espera un minuto Archibald —ella finalmente explotó, retirando su mano de la de él—. Aprecio tu ayuda con Eliza, pero pienso que sería mejor regresar a la fiesta.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que tu amigo italiano se ponga celoso? —preguntó el joven preguntó sin rodeos.

—Primero que nada, Archibald —dijo la joven mujer molestándose con el tono del rubio—, Alan no es italiano, el nació aquí al igual que su padre. Los Pagliari se ven a si mismos como norteamericanos porque su familia ha vivido aquí por tres generaciones y aunque están orgullosos de sus raíces italianas, tienen los mismos derechos que tú y yo. ¡Simplemente no me gusta el tono que usaste como si fuera un pecado no ser anglosajón!¿Olvidas que tus antepasados también fueron inmigrantes?

—¡Caramba, Annie, nunca pensé que podrías ponerte tan defensiva acerca de tu amigo! —respondió Archie parte molesto por la reacción de la morena, pero también complacido al descubrir que la joven mujer había desarrollado ideas que no estaban antes en su cabeza.

—¡Aun no he terminado! —advirtió ella mientras su voz se elevaba más vehementemente—. En segundo lugar, no hay razón para que Alan se ponga celoso porque no hay nada entre tú y yo, hasta donde yo sé, y tercero, yo pienso que debemos poner un fin a esta ridícula persecución tuya ¿Qué es lo que quieres Archibald, mi amistad para hacerte sentir menos culpable? Puedes bien ahorrarte la pena. ¡Estoy bien y feliz! Puedes seguir con tu vida

—¿Es eso lo que piensas Annie? —exclamó el joven aturdido—. ¿Crees que yo te he estado buscando porque me siento culpable? No es así Annie, ¡para nada!

—¡Entonces podrías explicármelo porque no lo entiendo Archibald!

—¡Archibald, Archibald, Archibald! —dijo el joven frustrado mientras abría los brazos—. ¡No sé por qué sigues llamándome como si fuéramos dos extraños! Hace sólo un momento cuando estaba dándole a Eliza una buena lección, recordaste la manera en la que mis amigos me llaman. ¡Yo pensé que había recuperado tu confianza entonces y que me llamabas de nuevo como solías hacerlo!

—Eso fue en el pasado, Archibald —contestó la joven bajando los ojos y volteándose, sintiendo que las lágrimas no tardarían en aparecer

—Pero podría ser parte del presente si quisiéramos —se atrevió a decir el joven, sintiendo que la ocasión que había estado buscando había llegado finalmente—. ¡Esta es la razón por la que te he estado persiguiendo deliberadamente, Annie! Porque me he dado cuenta que perdí mi más querido tesoro y he decidido recobrarlo … recobrarte.

—¿¡Qué!? —exclamó la joven volteando a ver al hombre directamente a los ojos. ¡No podía creer lo que él acababa de decir! ¿Quería él decir que desaba volver? …¿como si nada hubiera pasado?

—Estoy diciendo que te quiero de vuelta, Annie … estoy diciendo que fue un error dejarte ir —admitió el joven con voz ronca.

—¡Un error! —Annie respondió sintiendo cómo la indignación llenaba su pecho. Durante más de tres años había trabajado duro y firmemente para superar su dolor y sanar su corazón roto. Había estado lejos de su familia y sus más queridos amigos, tratando de silenciar los llantos internos de su alma mientras dedicaba su vida a ayudar a otros, y aquí estaba este hombre, ¡diciendo que todo había sido un error! Difícilmente podía dar crédito a sus oídos—. Es tan fácil para ti decir eso, Archibald! ¿Dime dónde has estado durante todo este tiempo mientras yo sufrí un millón de muertes? ¿Soñando con un amor imposible, tal vez? ¡Y ahora te das cuenta que todo fue un error! ¡No puedo creer tu arrogancia!

—Annie por favor, sé que he sido un tonto, y merezco tu desdén, pero he aprendido mi lección … lo juro.

—Pues me alegro por ti, Archibald —interrumpió Annie incapaz de contener más sus lágrimas, lágrimas de dolor, pero también de enojo y resentimiento—. Es un verdadero progreso para ti, pero por favor sólo sigue adelante con tu vida y no cuentes conmigo para tus planes futuros. ¿Como podría aceptar a alguien que primero me humilló? Sé que también fue mi culpa por aceptarte cuando yo sabía que no me amabas. Tienes razón, todo fue un error y no pienso cometerlo otra vez. Para serte sincera, ambos fuimos un par de tontos, la diferencia es que yo fui una tonta que te amó y tú … ¡tú solo fuiste un tonto sin corazón! —dijo ella finalmente antes de salir corriendo escondiendo el rostro entre las manos y dejando tras de si a un hombre que no sabía cómo resolver el problema en el que él mismo se había metido gracias a serie de malas decisiones que había hecho en el pasado.

¿Qué había sucedido con Archie durante los dos meses anteriores que lo llevaron a confesar un sentimiento que en el pasado parecía no haber existido? Bueno, las cosas fueron más bien complicadas para el joven desde que vio a Annie en el baile de mascaras. Se sintió terriblemente incómodo con la ardiente e inesperada atracción que había experimentado por primera vez esa noche. No estaba realmente acostumbrado a sentirse así por causa de una mujer que no fuese Candy. Pero, siendo francos, había pasado ya mucho tiempo desde que la joven rubia lo había hecho sentirse así por ultima vez. Muy a su pesar, la pasión que antes había albergado por su prima se había vuelto difusa y borrosa.

Durante los días que siguieron Archie se había debatido consigo mismo para organizar sus pensamientos acerca de Annie Britter, quien repentinamente parecía tan cambiada y atractiva. Arguyó que la belleza física de Annie, la cual siempre había sido notable, le había simplemente tomado por sorpresa. Tal vez había sido el resultado de su gran soledad. Quizá el efecto misterioso de la dama enmascarada caminando a través del salón de baile y mirándolo con un aire franco —algo inusual en las otras mujeres que conocía— lo había hecho reaccionar con un exceso de atracción. “Sí, debe ser eso”, se dijo a si mismo y quedó satisfecho con esa explicación por un tiempo. Sin embargo, su desasosiego no le dio cuartel y las cosas no mejoraron cuando los incisivos comentarios de Neil acerca de Annie y Pagliari llegaron a sus oídos durante una reunión familiar.

¿Por qué se estaba sintiendo tan molesto de que su ex novia pareciera estar saliendo con alguien más? ¿No había él salido con varias damas desde su ruptura con Annie? ¿No era lo que él quería, que ambos pudieran ser libres para encontrar la felicidad por si mismos? Archie se hizo a esas preguntas muchísimas veces hasta que le dolió la cabeza y tanto su apetito como sus horas de sueño acabaron por reducirse al mínimo. Durante esas largas horas de insomnio, el joven no podía dejar de recordar el pasado. Involuntariamente, su mente lo llevaba a esos años de su adolescencia y por primera vez en su vida, la figura de Candy no aparecía como el centro de sus recuerdos.

Era otra voz la que escuchaba con los oídos de sus remembranzas, otra sonrisa, un par de ojos que no eran verdes, una cabellera sedosa y brillante que no era ni rubia ni rizada, momentos que había compartido con alguien más; alguien en quién escasamente había pensado por largo tiempo. De repente le venían a la memoria una larga lista de detalles: Annie llevándole comida y mantas al cuarto de castigo en la época del colegio, los delicados pañuelos que ella solía bordarle cada año para su cumpleaños, la sonrisa especial que ella guardaba para él y sólo para él, los tantos detalles y buenos momentos que compartieron. Sin duda Annie sabía bien cómo ser esa amiga cercana que todo hombre necesita y Archie tenía que reconocer que había extrañado todo eso desde su separación.

Pero la amistad no es suficiente para el matrimonio, y él ciertamente había terminado con ella por esa falta de pasión en su relación. Entonces, encontrar a Annie tan malditamente atractiva de buenas a primeras y recordar su dulce afecto al mismo tiempo, estaba haciendo el asunto aún más complicado. Y para colmo de males las cosas que estaba descubriendo en aquella nueva Annie no ayudaban en lo absoluto. Cualquier cosa que él había considerado frívolo o aburrido en la joven, parecía haber sido sustituida por una nueva actitud que él encontraba molestamente atractiva.

Sin darse cuenta de ello, Archie terminó admirando la determinación de la joven dama de construir una escuela sin el apoyo directo de su padre, conquistando su natural timidez para encontrar los patrocinadores que necesitaba. El joven apenas podía reconocer en aquella mujer a la tímida niña que un día había conocido y para su gran molestia, cada uno de esos nuevos cambios en ella le parecían deliciosamente irresistibles. Todas estas consideraciones lo estaban forzando a sentir algo que nunca había experimentado antes.

Al principio no podía nombrar lo que sentía en su corazón, pero conforme los días y las semanas iban pasando, finalmente dio al sentimiento el nombre que le correspondía: ¡arrepentimiento! ¡Se arrepentía de su rompimiento con Annie Brighton! Cuando Archie entendió esta desagradable verdad inició una campaña compulsiva. Siguió a la chica, con un constante, irracional e incontrolable impulso que no podía contener a pesar de las voces internas las cuales le decían a gritos que era mejor idea olvidar el tesoro que ya había perdido mucho tiempo antes.

Candy sintió al bebé pateando dentro de ella una vez más y guió la mano de Dylan hacia su abdomen, para que el niño pudiera sentir la nueva vida creciendo dentro del cuerpo de su madre. La joven sabía que la llegada de un segundo niño iba a ser un duro golpe para su pequeño primogénito, quien estaba acostumbrado a ser el centro de atención de todos. De cualquier manera, Candy estaba consciente de que esa era una lección que Dylan necesitaba aprender y presentía que todo lo que podía hacer para reducir el dolor de su hijo, era hacerlo tomar conciencia de que pronto tendría que compartir el afecto de su madre con un nuevo miembro de la familia.

Tal vez aquel Dylan de casi tres años de edad no podía entender completamente el milagroso proceso que estaba llevándose a cabo dentro del vientre de Candy, pero la joven trataba de prepararlo para el momento lo mejor posible. Al mismo tiempo, le reafirmaba su cariño constantemente, sabiendo que el niño necesitaría estar seguro del amor de sus padres más que nunca antes en su corta vida.

—Siéntelo... es el bebé moviéndose —le dijo al pequeño que la miraba con asombro mientras abría desmesuradamente sus enormes ojos azules.

—¡Es mi hermano! —dijo Dylan sonriendo mientras sentía los movimientos en el abdomen de su madre.

—Aún no podemos decir si será niña o niño, querido —repuso ella riendo ante la seguridad del niño—, podría ser una hermana.

—¡Es un hermano! —insistió el niño frunciendo el ceño de una manera que le recordó a Candy la expresión de su esposo cuando estaba molesto—, esperemos que sea un niño, pero no hay garantía para ello, Terri —sentenció ella llamando al niño por su primer nombre, el cual sólo usaba cuando el padre de Dylan no estaba cerca. Fue entonces cuando el empleado de la estación de trenes anunció la llegada del expresso de Chicago. La joven se levantó tomando a su hijo de la mano y ambos empezaron a caminar por la atestada plataforma con la nana de Dylan siguiéndolos.

Candy buscó entre la multitud hasta que sus ojos brillaron al ver a otra joven mujer con un delicado sombrero de paja, sedosos cabellos negros que le rozaban el cuello y un elegante vestido rosa con una cinta rosa a la cadera. La rubia sonrió y mirando al pequeño a su lado, le dijo:

—¡Es la tia Annie, Terri! —guiñó con alegría—. ¡Annie! ¡Annie! ¡Aquí estamos! —gritó la joven moviendo su mano hasta que obtuvo el efecto deseado y la morena la distinguió en la distancia.

—¡Candy! ¡Candy! —gritó Annie olvidando su usual compostura de dama y corriendo para encontrar a su amiga. Después de un largo viaje, la muchacha finalmente había llegado al lugar donde esperaba encontrar el apoyo y consejo que necesitaba desesperadamente: los cariñosos y siempre abiertos brazos de Candy.

El viaje a Fort Lee estuvo lleno de aventuras para Annie Britter con su amiga Candy manejando su nuevo Oldsmobile Touring. Demasiado independiente como para ser siempre escoltada por el chofer de Terri, la joven había insistido en tener su propio auto hasta que el actor, quien no sabía cómo negarse a los deseos de su mujer, le había obsequiado el automóvil con motivo de su vigésimo cuarto cumpleaños. A pesar de su temperamento naturalmente temerario, Candy había llegado a ser una conductora muy cuidadosa, tal vez a causa de una instintiva preocupación maternal por la seguridad de sus niños, o por los muchos accidentes que había sufrido cuando solía ser la conejilla de indias de Alistair durante los años de su adolescencia. De cualquier modo, tan pronto como Annie supo que Candy iba a manejar, la pobre morena casi se desmaya y todo el tiempo que duró el viaje permaneció prácticamente aferrada al asiento, las manos sujetas a la tapicería de cuero, la cara blanca como una figura de marfil y los ojos reflejando un miedo infantil que no podía controlar.

Candy sólo sonrió observando el sufrimiento de Annie, mientras se daba cuenta de que no importa cuánto podamos cambiar con la edad y los golpes de la vida, hay ciertos aspectos en la personalidad de todos que siempre permanecen inalterables. En el fondo de su corazón Annie era aún una niña pequeña y miedosa que lloraba mirando hacia la copa del árbol mientras Candy lo trepaba impávidamente. Y esa no era la única cosa que no había cambiado en el alma de Annie. Mas tarde, cuando las jóvenes mujeres estaban ya en la casa de la rubia y Dylan se había quedado en su cuarto tomando su siesta diaria, Candy pudo confirmar su teoria: no era sólo que Annie seguiera temiendo a la altura o a la velocidad, sino que su corazón seguía preso en el mismo lugar.

Cuando las dos mujeres finalmente tuvieron algo de privacidad, Annie, incapaz de ocultar su dolor por más tiempo, se lanzó a los brazos de Candy y lloró incosolablemente. Todas las lágrimas que había luchado por esconder de Candy en el pasado, repentinamente alcanzaron sus párpados y salieron con una fuerza incontrolable. La joven dejó que Candy viera abiertamente lo que ya la rubia había adivinado gracias a esa especial intución que poseía.

—¡Oh Candy, Candy! ¡No puedo soportarlo más! Traté de ser tan fuerte como tú, ¡Pero no puedo! —Annie dijo entre sus sollozos y Candy levantó la barbilla de su amiga para verla directamente a los ojos.

—¡Annie! ¡Se trata de Archie, no es así? —dijo la rubia y su pregunta solo quería decirle a su amiga que ella entendía lo que estaba pasando en su corazón. Annie simplemente asintió calladamente mientras un suave rubor cubría sus mejillas.

—¡Ay Annie, has sido más fuerte de lo que quieres admitir!

—¡Pero yo no quería molestarte con mis problemas y aquí estoy! Me prometí a mi misma ser lo suficientemente fuerte para lidiar con mis penas por mi misma, pero no puedo. Es simplemente demasiado para mi! —dijo la morena con pesar.

—¡Annie, no es un pecado acudir a tus amigos cuando los días están nublados. Además, ya es notable la manera en que contuviste tu pena por tanto tiempo y en lugar de poner atención a ella, invertiste tu tiempo preparándote para ayudar a otros. Ciertamente has madurado bastante, niña —repuso Candy animando a su amiga.

—Yo pensé que ya lo había olvidado. Al fin y al cabo todo era más fácil cuando estaba en Italia … —murmuró Annie murmuró con voz temblorosa, mientras sus manos estrujaban la delgada tela de su vestido.

—Sé lo quieres decir Annie —suspiró la rubia recordando sus propias desilusiones amorosas—. Es muy distinto cuando estás sola y el hombre que amas está lejos, pero cuando lo vuelves a ver todo parece derrumbarse ¿No es así?

— ¡Y él sólo ha hecho las cosas más difíciles! — Annie lloró otra vez.

—¿Cómo es eso Annie? ¿Qué ha pasado con ese niño estúpido? —preguntó la rubia intrigada y la morena le contó la historia de sus frecuentes encuentros con Archibald lo mejor que pudo, desde que se vieron otra vez en el baile de máscaras hasta la última discusión que tuvieron en la aquella tertulia.

Mientras Annie le decía a Candy todo lo que había pasado, la rubia no sabía si debía dar una paliza a Annie o a Archie por ser tan ciegos ante sus propios sentimientos. Sin embargo, recordando que ella no había sido más inteligente cuando le había tocado enfrentar la misma clase de problemas, decidió contener su boca. Por el contrario, simplemente escuchó a su amiga y le ofreció el afecto y aceptación que necesitaba en ese momento.

—Es curioso como las cosas se ven más menos complicadas cuando uno no está directamente envuelto en el problema —pensó la rubia—. Aquí estás Annie, llorando desesperadamente porque has esperado tanto tiempo para escuchar a Archie decirte esas maravillosas palabras y ahora que finalmente lo hace, huyes de él, sin saber qué hacer con la felicidad que toca a tu puerta ¿Es que realmente es tan difícil perdonarlo y volver a empezar? —Candy se preguntó en silencio.

Candy imaginó que era mejor dejar pasar el tiempo y una vez que Annie hubiese recobrado la serenidad y ganado en perspectiva, la joven señora Grandchester podría hacer algo para ayudar a que sus amigos reencontrasen el camino que habían perdido accidentalemnte en algún lugar del pasado. Aquella misma noche, la muchacha le contó a su marido lo que estaba sucediendo, incapaz de esconder cosa alguna de su conocimiento.

—Me parece que debes tomar ese teléfono y llamar a Archie para decirle que Annie está aquí —fue la inmediata reacción de Terri, asombrando a Candy quien sabía bien que su primo nunca había sido santo de la devoción de Terri y viceversa.

—¡De ninguna manera! ¡No voy a hacer eso ahora! ¡Annie necesita tiempo para pensar bien lo que va a hacer! —dijo Candy mientras peinaba su cabello frente del espejo de su tocador.

—Y mientras tanto ese pobre hombre está allá en Chicago ahogándose en su propia hiel, ¿No? —sentenció Terri mientras pasaba las hojas del libreto que estaba leyendo—. ¡Ustedes las mujeres son criaturas sumamente crueles! Estoy seguro de que les complace el vernos sufrir. ¿Me equivoco? —agregó él bromeando.

—¡Odioso! —chilló la mujer y el joven no pudo esquivar una almohada voladora que lo golpeó justo en la nariz—. Los hombres a veces merecen sufrir un poco.

—¡No pienses que vas a escaparte de esta Señora Pecas! —amenazó él mientras dejaba el libro a un lado.

—No le harías algo malo a una mujer embarazada, ¿o sí?” —se jactó ella muy segura de los privilegios que le daba su condición.

—¡Sólo espera a que te atrape! —dijo él moviéndose más rápido que sus palabras. Candy trató de levantarse y correr para esconderse en el baño, pero su embarazo de seis meses no le permitió moverse tan rápido como estaba acostumbrada hacerlo y Terri no tuvo problema para atraparla antes de que pudiera escaparse

—¡Te tengo! —dijo él triunfantemente mientras la abrazaba suavemente—. Ahora te haré pagar por ese irrespetuoso golpe en mi nariz.

—¿Se supone que debo palidecer de miedo ahora? —preguntó ella retándolo con una sonrisa.

—Bueno, decídelo tú —contestó él con un profundo beso al cual ella respondió inmediatamente enredando sus manos en el cabello castaño del joven mientras le acariciaba la nuca.

—¡Cielos, Candy, aún recuerdo que infierno es vivir sin ti! —susurró él aún besándola.

—Lo mismo digo —replicó ella perdiéndose en los ojos iridiscentes de su marido—. Veo a Annie y me veo a mi misma durante esos terribles días en Francia.

—Fuimos bastante estúpidos entonces —se rió Terri entre dientes ante el recuerdo mientras jugaba con los rizos de la joven, pero poniéndose serio enseguida agregó—. Nunca olvidaré que casi te pierdo por mi estupidez. Por favor, nunca huyas de mi. No creo poder resistirlo.

Ella tomó su mano y lo guió a la cama donde ambos se sentaron mientras ella descansaba su cabeza en el pecho del joven.

—No hay lugar donde yo pueda estar más a gusto que éste, cerca de ti —dijo ella en un tono dulce y él le dio otro beso en respuesta.

—Sin embargo, aún pienso que deberíamos decirle a Archie que ella esta aquí! —insistió él con una sonrisa traviesa cuando se rompió el beso.

—¡No te atrevas, Terrence! —amenazó ella con un tono decisivo que él conocía bien—. Déjame hacer las cosas a mi modo, después de todo,¡Aquí yo soy la casamentera profesional!

—¡Eso es exactamente lo que temo! —contestó Terri y una vez más otra almohada se le estrelló en el rostro.

Tres días después de la llegada de Annie un empleado de una florería local llevó un costoso arreglo floral con raras orquídeas color de rosa a la casa de los Grandchester. Las orquídeas, que eran las flores favoritas de Annie, venían con una nota que simplemente decía: de tu tonto sin corazón.

Cuando la joven morena leyó la línea dejó caer la tarjeta y corrió a su recámara antes de que Candy pudiera preguntarle cualquier cosa. La rubia tomó la nota e inmediatamente adivinó que Archie estaba en la ciudad. Obviamente, había sólo una persona responsable de eso.

—Debería molestarme con Terri por su intromisión —se dijo Candy— pero, ¿quién sabe? tal vez esta sea una buena oportunidad para que estos dos hombres olviden su irracional antipatía.

Candy ignoraba que ella había sido el principal motivo de las diferencias entre Terri y Archie, pero no estaba ciega ante su obvia y mutua frialdad.

—¡Santo Dios! —exclamó la muchacha hablándole al bebé dentro de ella—. Dadas las nuevas circunstancias, supongo que tendremos que pensar cómo tratar con tu obstinada tía Annie, bebé!

¿Qué estaba sucediendo con Annie? En el pasado, ella se había dicho en incontables ocasiones que iba a esperar a que Archie realmente apreciara su valor todo el tiempo que fuera necesario. Y así lo había hecho hasta que él acabó por decidir que no tenía sentido seguir esperando. Durante los dolorosos años que siguieron al rompimiento, la joven mujer había tratado con toda su alma de convencerse a si misma que sus sueños adolescentes fueron sólo eso, meros sueños que ella necesitaba olvidar para situarse en la vida real.

Annie había estudiado duramente, tratando de dar lo mejor para complacer los altos estándares de Maria Montessori y aprender tanto como le fuera posible y hacer su nuevo sueño realidad. La joven había decidido que esta vez no iba a confiar en los demás para construir su futuro. Esta vez solamente contaría consigo misma y por lo tanto, hizo planes para dedicar su vida a la educación.

Tenía muchos proyectos en mente que sólo estaban esperando para el momento justo. Sin embargo, el matrimonio no era uno de ellos. A los veinte cuatro años, viendo que sus dos mejores amigas estaban ya casadas y criando sus propias familias, Annie imaginaba que terminaría como una solterona, justo como la Srita. Pony. Curiosamente, esta perspectiva no le parecía tan triste como antes.

Cuando hubo concluido sus estudios en Italia, la joven entendió que su regreso a Chicago eventualmente significaría un reencuentro con Archibald. Sin embargo, allá en Europa, Annie había pensado que estaba lista para encarar a su exnovio, o al menos, trató de convencerse a si misma de que así era. Pero sólo tuvo que poner un pie en América para empezar a temblar, muriendo de miedo nada más de pensar que vería a Archibald otra vez, que quizá lo encontraría aún más apuesto y seductor que antes, o aún peor, que acabaría por enterarse de que estaba saliendo con alguien más, que se había comprometido … o casado.

No obstante, lo último que Annie se había imaginado era que Archie le hiciera la corte. La tarde que el joven le confesó sus sentimientos, parte del corazón de Annie quería correr hacia él, abrazarlo fuertemente y decirle que ella aún estaba enamorada de él, pero la otra parte —herida y resentida por el rechazo del pasado— no concebía la posibilidad de volver a aceptarlo. No podía borrar de su mente los maliciosos rumores de los cuales había sido objeto después de que Archie había cancelado la boda. Todo lo contrario, esos tristes recuerdos estaban aún tan claros que le resultaba extremadamente difícil olvidar y perdonar. Tal vez estaba resentida, o quizá era que temía ser lastimada otra vez.

Al darse cuenta de que Archie no se iba a dar por vencido tan fácilmente después de su primer intento en la fiesta de té, la joven había decidido huir para ver si la distancia enfriaba la insistencia de Archie y la ayudaba a aclarar su mente. Así pues, Annie dejó sus proyectos en las manos de Melanie, su secretaria, y corrió al primer lugar de refugio que se le pudo ocurrir: la casa de Candy.

Pero nuevamente, Archie la había seguido a Nueva York y había comenzado a presionarla. La muchacha no sabía qué hacer, especialmente cuando las orquídeas seguían llegando cada mañana siempre con la misma nota.

Todo había sido muy simple. Una llamada telefónica inesperada, una breve conversación, unas pocas instrucciones dadas a George, una maleta, una reservación de hotel, un boleto de tren y un corazón esperanzado. Dadas todas estas condiciones, Archie se encontró a si mismo caminando en la densa y enmarañada atmósfera entre las bambalinas, siguiendo a uno de los trabajadores del teatro que lo guiaba al camerino de Terry.

—Pase, la puerta está abierta —dijo una voz profunda que Archie reconoció inmediatamente. El joven entró entonces a un cuarto amplio que estaba sorprendentemente ordenado en contraste con el casi caótico mundo que se había quedado tras de la puerta.

—Bienvenido a Nueva York. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿verdad? —

Fue el saludo casual de Terri mientras Archie cerraba la puerta tras de sí.

—Gracias, es … es bueno verte otra vez —dijo el hombre rubio con indecisión mientras tomaba la mano que el actor le ofrecía.

—Pero, toma asiento, hombre, ¿quieres té? —Terri contestó mientras se servía una taza de una pequeña tetera que tenía cerca.

—Té estará bien, gracias —respondió Archie con un gesto de asentimiento. Ambos hombres se sentaron a beber el líquido caliente mientras casualmente comentaban acerca de la última vez que se habían visto. La ocasión había sido la fiesta de cumpleaños de la Sra. Elroy un año antes. Terri aún recordaba lo gracioso que había sido ser testigo del disgusto en la cara de la anciana cuando había visto a Albert usando esa vestimenta hindú de la cual él estaba tan orgulloso, pero que no parecía complacer mucho al gusto occidental de la vieja dama.

Los dos hombres rieron de buena gana recordando el incidente y más tarde Archie le hizo a Terri unas pocas preguntas acerca de su esposa e hijo, a las cuales el actor contestó alegremente ya que Candy y Dylan eran su tema favorito.

—Deberías ver ahora a Dylan —dijo Terri con orgullo—, es endemoniadamente verbal. Habla y habla todo el día. Ahora que Annie está de visita Dylan conversa mucho con ella. Ella dice que él tiene un manejo del idioma superior al promedio esperado para los niños de su edad —y al llegar a este punto Terri llanzó una mirada intencional hacia el otro joven, esperando su reacción.

—¿Cómo está ella? —fue la respuesta inmediata de Archie y el joven actor finalmente respiró aliviado.

—Bueno, bonita como siempre y bastante enojada contigo —comentó Terri con una sonrisa socarrona.

—“Así que es verdad, Archie” —se dijo a sí mismo el aristócrata mientras esperaba la respuesta de su compañero—. “Finalmente te enamoraste de Annie. ¡Bien! Ahora podrás dejar de llevar esa miserable vida tuya, pensando en una mujer que simplemente no puedes tener”.

—¿Enojada? —preguntó Archie como si estuviera hablando consigo mismo— Supongo que no podría ser diferente —añadió luego con decepción.

—Estás lo cierto, amigo —sugirió el moreno con un gesto elegante de su mano derecha en el aire—. Un hombre no termina con una chica, se aleja por años para luego recuperarla así como así.

—¡Y que lo digas! Debiste haber visto a Annie cuando le dije que quería intentarlo otra vez. ¡Nunca pensé que una dulce criatura como ella podría molestarse tanto! —dijo el joven mientras se frotaba las manos nerviosamente.

—Sé exactamente lo que quieres decir, yo he vivido con una de esas supuestamente dulces criaturas por casi cuatro años y realmente sé cuan enojadas pueden llegar a estar. Y cuando hablo de Candy ¡realmente quiere decir salvajemente enojada! —repuso él entre risas y la expresión de su rostro fue tan graciosa que ayudó a Archie a relajarse un poco—. Pero, sabes Archie, yo prefiero estar cien años junto a una Candy enojada que un solo día lejos de ella. Aunque debo reconocer que la mayoría de las veces es mi culpa que ella se enoje … bueno, a veces Dylan ayuda un poco, también, pero él también es un chico.

—Parece que es el talento de nuestro género —señaló el hombre rubio con una sonrisa triste.

—El punto aquí es que también tenemos talento suficiente para hacer que las mujeres olviden la razón por la cual se enojaron con nosotros. Eso es lo que tú necesitas hacer —apuntó el actor con sagacidad.

—¿En serio? Desearía encontrar al menos una pequeña pista que me dijese cómo hacer para que Annie olvide el pasado, pero me temo que ahora ella me odia —respondió Archie con tono pesimista.

—Yo creo que ella solamente está un poco confundida, pero en el fondo de su corazón, debe estar muriéndose por ti —comentó Terri y sus palabras tuvieron el efecto esperado en el hombre rubio cuyos ojos inmediatamente se iluminaron con esperanza

—¿De verdad piensas eso? —preguntó aun dubitativo.

Bien Archie, como yo lo veo, lo mejor que puedes hacer es actuar positivamente ante este problema y empezar a hacer algo ahora que ya sabes donde está ella — sugirió Terri mientras dejaba la taza vacía sobre la mesa.

—Ese es precisamente la problema ¡No sé qué hacer! —exclamó el hombre exasperadamente.

—A las mujeres les gustan las cosas simples, empieza con flores —propuso el otro joven encogiendo los hombros—. Eso normalmente funciona con Candy, y por cierto, tendré que ordenar algunas rosas para ella cuando averigüe que tú estás aquí. No creo que a le guste mucho la idea —agregó sonriendo.

—¿Piensas que ella estará molesta por mi presencia aquí? —preguntó asombrado el joven.

—Candy no quería que te hiciéramos saber que Annie estaba aquí, al menos no por el momento.. Ella insistió en que era mejor dar a Annie algún tiempo para pensar sobre el asunto, pero yo supuse que no era una buena táctica. No iba yo a dejar a un viejo amigo solo con un problema así.

La sorpresa de Archie hacia la actitud de Terri crecía a cada segundo. Desde que había recibido su llamada el día anterior, el joven millonario no había cesado de preguntarse por qué Grandchester lo estaba ayudando después de la no tan amistosa relación que ellos siempre habían sostenido.

—Creo……creo que debo decirte que realmente … realmente aprecio tu ayuda —dijo Archie con gran esfuerzo—. No … esperaba esto de ti.

—Para serte franco, yo tampoco lo esperaba, pero la vida nos lleva por caminos misteriosos, Archie —sentenció el actor con sinceridad—. De alguna manera puedo entender tu posición porque pasé por algo similar hace algún tiempo, y sé lo que es darse cuenta que uno ha sido un verdadero imbécil.

—Eso es lo que he sido ¡Vaya que sí! ¡Un imbécil! —dijo Archie con un suspiro—, sólo espero que pueda encontrar una manera de arreglar las cosas … pero …

—¿Pero qué? —preguntó Terri intrigado al ver la mirada indecisa de Archie.

—¿Qué pasa si todo lo que hago no funciona? —preguntó temeroso.

—Cuando todo lo demás falla, entonces echas mano del último recurso: suplicar. Al menos funcionó en mi caso —sonrió Terri y Archie entendió lo que el actor quería decir.

Y así pasaron los días, Archie enviando flores y notas pidiéndole a Annie una oportunidad para hablar y la joven morena rehusándose a verlo otra vez a pesar de la insistencia de Candy que se cansaba de sugerirle que no era tan mala idea el dar al joven una nueva oportunidad. Era como si todos los buenos recuerdos que Annie había compartido con Archie se hubiesen borrado y en su lugar quedase sólo el amargo resentimiento que había cargado por años después del rompimiento. Candy sabía que Annie se estaba lastimando aun más al negarse el derecho de liberar los sentimientos que aún abrigaba en su corazón, sin importar cuanto ella se esforzaba en esconderlos.

Sin embargo, parecía que los duros golpes que Annie había sufrido, habían terminado por construir una barrera que ni aún la amistad de Candy era capaz de destruir. Como un último desesperado intento la joven rubia preparó un encuentro para tomar a la joven morena por sorpresa. Fue con el pretexto de una función de caridad que la compañía Stratford presentó para contribuir a la causa de la escuela de Annie.

Unos cuantos días antes de la fecha de la función, las flores habían dejado de llegar a la misma hora cada mañana y Annie empezó a creer, en parte aliviada y en parte decepcionada, que Archie —dándose finalmente por vencido— había regresado a Chicago. Así que la joven fue al teatro con algo de confianza.

Esa noche, ambas mujeres pasaron un buen rato preparándose para la ocasión. Annie había escogido un vestido color beige de satín que le llegaba a los tobillos y un juego de perlas que combinaba con su atuendo, mientras Candy, tratando de encontrar algo tan cómodo como fuera posible para la sofocante noche de verano, iba a usar un ligero vestido blanco de lino, con ornamentos de tira bordada española. Mientras la rubia se abotonaba el vestido en frente del espejo con movimientos perezosos, disfrutando la visión de su vientre abultado a causa del embarazo, Annie la observaba con aire pensativo.

—¿Qué pasa? —preguntó Candy curiosa al ver esa expresión como vacía en el rostro de su amiga.

—Yo … yo me estaba preguntando —dijo Annie indecisa.

—¿Qué?

—Candy. ¿puedo hacerte una pregunta personal? —inquirió la morena y el tono serio de su voz intrigó a la rubia.

—Seguro.

—¿Cómo … cómo es ser tú, Candy? —preguntó Annie finalmente y sus palabras dejaron a Candy boquiabierta.

—¿Ser yo? ¡Qué pregunta Annie! ¡No sabría qué contestar! —respondió Candy asombrada—. Yo … yo supongo que es … ¡bastante bueno! Quiero decir … ¡soy feliz! —dijo la joven con sinceridad.

—Yo me refiero a algo más que eso, Candy … ¿Cómo es estar casada, tener un hijo propio, llevar una casa que puedes llamar hogar, estar … estar embarazada … ser amada por un hombre? —irrumpió la morena en una lluvia de nuevas preguntas.

—Bueno … ahora estás planteando demasiadas preguntas, y ninguna de ellas tiene una respuesta simple —repuso Candy empezando a entender lo que estaba pasando con el corazón de su amiga, tal vez mejor que Annie misma. La joven se sentó en frente de su tocador y mirando a su amiga a través del espejo sonrió suavemente, tratando de decidir cómo iba a contestarle a su amiga—. Annie, ¿recuerdas cuántas veces cuandoo éramos pequeñas soñamos con tener padres? — preguntó finalmente.;

—Sí —dijo Annie intrigada con las palabras de Candy.

—Cerrábamos los ojos y tratábamos de imaginar lo mejor posible cómo sería,¿correcto? —continuó Candy mientras se ponía un par de aretes de oro en forma de gota— Ahora dime, tú tuviste la oportunidad de ver este sueño hacerse realidad. ¿Fue en realidad lo que tú esperabas?

—Yo creo que fue mucho más de lo que alguna vez imaginamos, Candy —admitió Annie—. Algunas ocasiones mejor, y otras no tan irreal como una vez nos lo figuramos. Mi relación con mi madre, por ejemplo, no ha sido tan perfecta como yo creí que podría ser —concluyó Annie con un suspiro.

—¿Pero, a pesar de esas dificultades, te arrepientes de haber sido adoptada? —continuó Candy preguntando mientras buscaba la gargantilla que combinaba con los aretes.

—¡Para nada! —fue la respuesta inmediata y vehemente de Annie.

—Por el contrario, yo nunca seré capaz de decir eso, porque nunca fui adoptada como tú lo fuiste. Albert siempre fue un tutor dulce y cariñoso, pero no era como si yo tuviera una madre y un padre —comentó Candy naturalmente, pero al ver la expresión triste en el rostro de Annie se apresuró a aclarar

—No, Annie, no te entristezcas por mi, la vida me ha recompensado ampliamente. No me puedo quejar porque me considero excepcionalmente afortunada. Lo que estaba tratando de decir es que para realmente entender lo que significa tener padres tienes que vivir la experiencia. El matrimonio es algo similar —explicó Candy dejando el tocador y sentándose en el confidente junto a Annie. La joven morena miró a su amiga con ojos desconcertados y Candy trató de aclarar lo que quería decir—. Annie, estar casada con un hombre del cual una está tan profundamente enamorada, como yo lo estoy de Terri, y ser correspondida, es tal vez la más abrumadora y deliciosa experiencia que una mujer puede tener. Todas las bendiciones consecuentes que vienen con el matrimonio son sólo parte del mismo paquete; los buenos tiempos compartidos, las risas, esa misteriosa felicidad que viene con el embarazo, la alegría de la maternidad y los placeres del amor físico de los cuales la gente teme tanto hablar, tan puros y maravillosos que no puedo comprender cómo es que alguien los pueda ver como pecaminosos. No obstante, no todo es perfección y momentos placenteros. Hay también malos ratos, peleas, diferencias, momentos en los cuales estoy tan cansada de correr tras de Dylan todo el día que sólo quiero dormir y nunca despertar. Aun así, tengo que encontrar las energías para levantarme y esperar a que Terri llegue a casa en la noche, para darle algo de tiempo, después de que nuestro hijo se ha dormido … y así, cuando pongo todo esto en una balanza, como tú lo haces con tus recuerdos de la infancia como una niña adoptada, sólo puedo decir que no cambiaría mi lugar con nadie en la Tierra. Pero de nuevo, todo lo que te puedo decir sobre esto, no significa nada, hasta que tú tengas la experiencia, y sólo entonces

—Entiendo —balbuceó Annie aturdida por las palabras de Candy. Así, sintiendo que un agudo dolor empezaba a herirle el pecho con absoluta claridad, la joven tuvo que cambiar la conversación—. Creo que iré a mi recamara a … a … buscar mi bolso —tartamudeó saliendo abruptamente y tropezándose con Terri, quien entraba al cuarto en ese preciso momento.

—¿Qué le pasa? —preguntó el joven divertido ante el innegable sonrojo en el rostro de Annie que había desparecido murmurando una disculpa después de chocar con él—. ¡Creo que a pesar de los años ella aún piensa que soy un terrible monstruo al que todos deben temer!

—No es eso, amor —contestó Candy riendo—. Es sólo que su corazón está hablándole con gritos tan fuertes que no podrá ignorarlo por mucho tiempo —sentenció la joven mientras ayudaba su esposo a ponerse unos gemelos de oro.

Dos mujeres jóvenes caminaban lentamente a lo largo de los pasillos del teatro hablando en voz baja mientras movían sus abanicos con aire gracioso. Una de ellas era morena, con ojos cafés grandes y melancólicos y suaves maneras que transpiraban elegancia a cada un de sus pasos. La otra era rubia, con chispeantes ojos esmeralda, tenía una sonrisa especial llena de vida y estaba embarazada. Habían salido del área de los vestidores y se dirigían hacia su palco. Mientras las damas se alejaban, otra mujer, aparentemente una de las actrices, portando un disfraz de época, las miró a la distancia. Pronto otra chica se unió a ella y empezaron una conversación.

—¡Mírala! —dijo la primera mujer con el vestuario del siglo XVII—, se pavonea orgullosamente como si su embarazo fuera un trofeo. ¡Es realmente patético!

—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Qué amargura! ¿Estás celosa Marjorie? —preguntó la segunda mujer maliciosamente.

—¿Yo? —contestó la mujer de brillantes ojos color violeta—. Ni en un millón de años. ¡Tener hijos y criar una familia no forma parte de mis planes! Es sólo que no puedo soportarla.

—¡Pero debemos admitir que es una mujer con mucha suerte! —dijo la segunda mujer a regañadientes.

—No creo en la suerte, Lucy —respondió la primer mujer arqueando su ceja izquierda en un gesto característico—. La tan encantadora Sra. Grandchester debió haber usado bastantes trucos para conquistar a Terrence. No me creo su inocente y dulce mascarada.

—¿Eso piensas, Marjorie? —preguntó Lucy con un brillo malicioso en sus ojos amarillos—. Pero no podemos decir nada a ciencia cierta, ellos ya estaban casados cuando nosotras empezamos a trabajar para la compañía. Desearía haber estado aquí antes para averiguar cómo le hizo para tenerlo sólo para ella. Tú sabes, ¡curiosidad femenina!

—Deseas muy poco, Lucy —contestó Marjorie ingeniosamente—. ¡Si yo hubiese estado aquí en ese tiempo, hubiera obtenido a ese hombre para mi! Un romance con un hombre tan regio debe ser toda una experiencia. Además, representaría un gran avance para mi carrera también … es más, no toda la esperanza está perdida —insinuó al final con una mirada maliciosa.

—¿Qué quieres decir, chica mala? —preguntó Lucy disfrutando las maliciosas insinuaciones de Marjorie.

—Bueno, quiero decir que el hombre que pueda resistir mis encantos no ha nacido aún … tengo la mirada puesta en esos gallardos ojos azules, verás. Es solo cuestión de tiempo …

—Es bueno escuchar que eres paciente, Marjorie, porque me temo que llegarás a vieja y te morirás antes de que Terrence siquiera se dé cuenta de que existes, querida —comentó una tercera voz con aire desdeñoso.

—¡Karen! —las dos actrices novatas dijeron al unísono cuando descubrieron que Karen Claise, la primera actriz de la compañía, había estado escuchando su conversación.

—Es tan deprimente ver cuántas pseudo actricillas como tú, querida, piensan que harán una carrera confiando en sus aventuras amorosas —continuó Karen mirando a Marjorie despectivamente—. Si te estás figurando que la fama de Terrence te ayudará a hacer un nombre en este negocio, entonces estás luchando por una causa perdida, corazón. Ese hombre es la criatura más extraña en su género que yo haya conocido. He perdido la cuenta de todas las mujeres que han tratado de seducirlo y él las ha ignorado soberbiamente; haciéndolas sufrir una muy vergonzosa humillación, por cierto. No creo que tus débiles intentos podrían alguna vez representar una verdadera amenaza para su esposa. Por consiguiente … —añadió Karen acercándose a la oreja derecha de Marjorie—, sugiero que empieces a trabajar en ese talento tuyo, si es que tienes alguno … pero recuerda, en esta compañía la primera actriz se llama Karen Claise y se requiere mucho más que una mujerzuela barata para derrotarme! —concluyó Karen lanzando a ambas mujeres una mirada despreciativa que mortificó a Marjorie tanto como las palabras de Karen.

—¡Tercera llamada! —dijo una voz masculina y Karen dejó atrás a sus compañeras, caminando con pasos orgullosos hacia el escenario. Marjorie supo que no podía hacer o decir algo en contra de la estrella que era una de las más importantes actrices jóvenes de Broadway, pero se prometió a si misma que haría a Karen comerse sus palabras.

El teatro estaba lleno al tope con celebridades y miembros del jet set de Nueva York esa noche. Los Britter tenían buenas relaciones con diferentes familias importantes en la ciudad y la ya famosa combinación del prestigio de la compañía Stratford y el talento de Terrence Grandchester habían hecho el resto para vender todos los boletos a pesar del alto precio. Cuando Annie vio el obvio éxito de la función de caridad no podía sentirse más que profundamente satisfecha y agradecida con sus amigos por el apoyo que le estaban dando a su causa.

Pensó entonces que era realmente raro cómo las cosas estaban terminando tan bien, a pesar de sus problemas con Archibald. Annie había viajado a Nueva York huyendo de la insistencia del joven millonario, pero nunca se figuró que el viaje le daría la oportunidad de colectar más fondos para su proyecto. Todo habría sido simplemente perfecto si solamente hubiera sido capaz de dejar de pensar en Archibald una y otra vez.

Candy aparentemente ignoraba la inquietante confusión que molestaba a Annie mientras la obra se desarrollaba con el mayor de los éxitos. La rubia simplemente se entregó al trabajo de Terrence como normalmente lo hacía cada vez que lo veía actuar. Annie notó que de vez en vez, parecía que el mundo entero se hubiera desvanecido para Candy, como si el teatro, el reparto y la audiencia no existieran. En el otro lado, aun cuando Terri estaba cautivando a la audiencia entera con su actuación, para alguien que conociera a la pareja íntimamente, estaba claro que cada palabra suya, y movimiento y gesto estaban dirigidos a su esposa y a ella solamente, en una especie de conexión única que ningún otro ser humano era capaz de romper. De ahí que fue un poco extraño cuando repentinamente, y en medio de una de las escenas más conmovedoras, la rubia dejó a su compañera sola con la excusa de que necesitaba un pañuelo que había olvidado en el vestidor de Terri.

Annie trató de convencerse a si misma de que era una de las nuevas excentricidades de Candy provocada por su embarazo e hizo su mejor esfuerzo para mantenerse concentrada en la obra. Sin embargo, el suave ruido de alguien entrando al palco tan sólo unos pocos segundos después de que Candy se había ido, hizo a Annie entender que algo no estaba bien, especialmente cuando pudo percibir una muy familiar fragancia de maderas orientales invadiendo el aire.

—¿Disfrutando de la obra? —preguntó una voz masculina con tono íntimo. Annie entonces pudo sentir a un hombre sentado justo a sus espaldas. La muchacha sabía bien de quién se trataba. Por un momento pensó en correr lejos pero para su desgracia, se sentía prácticamente clavada al asiento, como si la impresión la hubiera paralizado.

—¿Te importaría si yo te hago compañía en lugar de tu queridísima Candy? —murmuró el hombre otra vez y Annie sintió el aliento de él quemándole la nuca.

—¡Déjame sola! —contestó ella y su voz se quebró..

—No hasta que aceptes escuchar lo que tengo que decirte —abogó Archie respirando profundamente el perfume de azucena en el cabello de Annie. La joven no respondió a la amenaza del hombre, pero permaneció en silencio por un momento deliberando qué hacer en tan embarazosa situación y culpando a Candy por su aflicción. Era demasiado obvio que todo había sido idea de la rubia.

—Esta bien, salgamos de aquí y tengamos esa conversación —dijo repentinamente sorprendiendo al joven con su abrupta reacción. Y así, la pareja dejó el palco.

—Henos aquí, ¿que es lo que quieres decirme? —preguntó Annie nerviosamente, temiendo el efecto de la proximidad de Archie una vez que llegaron al corredor.

—Lo que te tengo que decir es demasiado privado para ser ventilado en un lugar público ¿No sería mejor salir del teatro y encontrar algún otro lugar? —sugirió él con seriedad.

—Me temo que no puedo dejar este lugar, la obra ha sido organizada para reunir fondos para mi escuela. Después de la función habrá una recepción con el fin de agradecer al público y como comprenderás, yo tengo que estar ahí —explicó ella nerviosamente mientras inconscientemente estrujaba su bolsa con las manos.

—Entonces vayamos a los salones en la sección de galería. No hay nadie ahí esta noche —propuso él y la joven accedió con un tímido movimiento de cabeza. No obstante, internamente Annie se preguntaba por qué había aceptado cuando se estaba muriendo de miedo de sólo pensar en la idea de encontrarse a solas con Archie.

A pesar de la renuencia de la joven, la pareja caminó lentamente y en silencio hasta que alcanzaron el área de galería. El joven invitó a la morena a sentarse en un sillón colocado en el corredor para la comodidad de la audiencia durante los interludios, y ella lo siguió sin decir una palabra o levantar los ojos para mirarlo.

—Annie —logró decir Archie finalmente, tratando de encontrar los ojos de la joven, pero dándose cuenta de que ella no dejaba de mirar al suelo, tuvo que continuar hablando, incapaz de leer las emociones de Annie en sus pupilas—, estoy al tanto del dolor que te causé en el pasado, y sé que tienes derecho de odiarme —empezo.

—Te estás dando demasiada importancia Archibald. Yo no te odio. Ese sentimiento me es totalmente ajeno —respondió ella aún desviando sus ojos pero con un sabor acre en el tono de voz que contradecía sus palabras y quizá eso hirió más a Archie que escuchar de sus labios que ella en realidad lo odiaba.

—Entonces sería más fácil para ti escucharme y tal vez entiendas mi punto de vista, Annie —contestó el joven tratando de hacer su mejor esfuerzo para permanecer sosegado—. Desearía que tú pudieras entrar en mi corazón y darte cuenta de cuánto me arrepiento de la manera en que me comporté. Yo tenía un precioso tesoro en tu afecto sincero y honesto que simplemente no supe apreciar porque estaba cegado por una ilusión. Al final de todo, esta quimera probó ser sólo eso, un sueño imposible que se desvaneció, dejándome vacío y solo —admitió él humildemente, clavando sus ojos en la decoración neoclásica de las paredes.

—¿Estás convencido ahora de que Candy está demasiado enamorada de Terri como para siquiera ver que tú estabas loco por ella? —repuso Annie sin rodeos sorprendiendo a Archie con la táctica directa que repentinamente ella había escogido.

—Puedo ver que estás bastante al tanto de mis problemas —aceptó él tristemente—. Estás en lo cierto, lo que ella siente por su esposo es tan fuerte que nunca siquiera vería a otro hombre que no fuese Terri. De hecho, yo finalmente he terminado por admitir que el amor de ellos es tan especial que es un crimen siquiera imaginar a uno de ellos sin el otro. Candy y Terri tienen un mundo privado y no hay nadie que pueda irrumpir en él y romper el balance perfecto que ellos han creado —aceptó él y Annie se sorprendió de sentir que no había dejos de amargura o resentimiento en la voz de Archie—. Cuando era más joven, Stear, quien siempre fue más sabio que yo, sintió esa extraña unión entre Candy y Terri y simplemente canceló sus sentimientos hacia ella. Sin embargo, yo no pude manejar la situación. Simplemente no logré aceptarlo y superarlo hasta que la vi casada con él —añadió con un suspiro lleno de arrepentimiento

—Yo podría recriminarte por involucrarte conmigo a pesar de tus sentimientos hacia Candy, pero reconozco que también fue mi culpa, porque yo sabía de tus sentimientos y aún así decidí esperar a que cambiaras. No debí haber aceptado esa relación desde el principio. Era demasiado joven e ingenua entonces —dijo Annie levantando sus ojos del suelo por primera vez, mirándolo pensativamente.

—Annie … yo no me arrepiento del tiempo que pasamos juntos, todo lo contrario, ahora entiendo que los momentos que he vivido contigo han sido los mejores que he tenido en toda mi vida —respondió él clavando una vehemente mirada en los ojos color miel de la chica, mientras trataba de darse ánimos.

—¡Archie! —murmuró la joven con voz temblorosa lamentando sus propios movimientos que la habían llevado a verlo directo a los ojos. Era tan difícil para ella resistirse aquellas pupilas almendradas, especialmente cuando la miraban como nunca antes lo habían hecho.

—Se siente tan bien cuando me llamas como solías hacerlo —exclamó él con la voz enronquecida de la emoción, sintiéndose ligeramente alentado por la debilidad inesperada que Annie había revelado.

—Fue … fue sólo un error de mi parte … tal vez la vieja costumbre que vuelve —respondió ella bruscamente tratando de recobrar la sana distancia que estaba tratando de mantener. Sin embargo, Archie no estaba dispuesto a darse por vencido tan rápidamente.

—Esos viejos tiempos es lo que ansiaría volver a tener —le dijo él mientras se acercaba peligrosamente a la joven.

—El pasado no regresa … yo … yo pienso que esta conversación no … no tiene ningún propósito … yo … —tartamudeó ella tratando de escapar de la proximidad del joven, pero él respondió tomando el brazo de la muchacha con su mano derecha. Tanto la piel del brazo desnudo de Annie, como la de la mano del joven se quemaron mutuamente al toque y paralizaron al intento de la chica de levantarse y huir.

—Por favor, déjame terminar lo que te tengo que decir, Annie —casi rogó él con su más dulce acento sin perder el brazo de la chica—. Mi corazón ha vivido en confusión por largo tiempo, y en mi desolación no podía entender los sentimientos que tenía por ti. Por supuesto que te quería, pero mis obsesiones no me permitían verte de la manera en que un hombre necesita ver a la mujer que va a ser su esposa. Cuando finalmente me di cuenta de que había puesto mis ojos en la chica equivocada tú ya estabas en Europa y yo agradecí a Dios por eso, porque no quería que me vieras en el humillante estado depresivo que sufrí esos días —él se detuvo, y el cambio imprevisto en la actitud de la joven mientras él hablaba acerca de su propio sufrimiento le dio fuerza para continuar—. Sé bien que tú has sufrido por mi culpa y esa es la única cosa que he hecho de la que realmente me arrepiento, pero mi vida tampoco ha sido sencilla. Fue muy difícil levantarme de nuevo y empezar a aceptar que Terri había ganado. Más tarde empecé a ver las cosas desde un punto de vista diferente y pensé que yo también merecía encontrar una mujer que pudiera amarme … así que la busqué, pero por una razón la cual desconozco, mi búsqueda había sido infructuosa hasta … hasta que te vi otra vez en esa fiesta.

—Sabes, Archie —lo interrumpió ella con acento melancólico—, en el pasado me habría encantado escuchar esas palabras que estás diciendo, pero ahora … yo no sé si debo estar escuchándote … —repuso ella liberándose de la mano del joven en un movimiento rápido.

—Por favor, déjame decirte que mi corazón se estremeció cuando te vi al otro lado del salón de baile —insistió él mientras ella volvía el rostro tratando de esconder las lágrimas que ya estaban alcanzando sus ojos—. Ignoraba que eras tú, pero algo dentro de mi me dijo claramente que aquella dama en vestido turquesa no era como las otras que conocía. Por primera vez en toda mi vida sentí una fuerte atracción hacia ti, la cual en lugar de desaparecer cuando me di cuenta quien era la misteriosa mujer, solo se incrementó hasta el punto que ya no podía aguantar más estar lejos de ti —él confesó ardientemente.

—¿Qué debo sentir ahora Archibald? ¿Debo congratularme a mi misma porque finalmente logré que me desearas? No me conoces si piensas que tales noticias me harán feliz —se quejó la joven amargamente, tratando de unir todos sus resentimientos para mantenerse a salvo de la amenaza de Archie.

—No, Annie, no me has comprendido —respondió el rubio sintiendo temor de haber usado las palabras equivocadas—. Lo que faltaba en mi corazón de alguna manera finalmente encontró su lugar justo desde que te vi de nuevo… no es sólo la atracción física, aunque tengo que admitir que me has estado volviendo loco desde esa noche … es … es mucho más que eso. Ha sido como una revelación repentina. Liberado de mis viejas obsesiones, finalmente pude apreciar la joya que tenía en tu constante amor y me encontré a mi mismo extrañándote … necesitándote al punto de que lastimaba. Annie, me he dado cuenta de que te amo … amo a la mujer que has llegado a ser, pero también sé claramente que te amé en el pasado, pero estaba demasiado confundido para entenderlo —explicó él tan vehementemente que el corazón de Annie casi se da por vencido en ese momento.

—¡Archie! —susurró ella volteándose otra vez para ver al joven en contra de las muchas alarmas en su cabeza que la estaban advirtiendo no hacer semejante cosa

—Te amo —dijo Archie cuando sus ojos se encontraron con los de ella

—Es … es … es muy triste escucharte decir eso ahora, cuando no estoy dispuesta a volver al pasado —murmuró la muchacha débilmente, tratando de defenderse del tumulto de sentimientos que estaba explotando dentro de ella mientras la confesión de amor de Archie invadía su alma con un dulce sabor que ella no había conocido jamás.

—El pasado se ha ido Annie. Lo que te estoy proponiendo es construir un nuevo futuro. Annie, al menos dame la oportunidad de probar que las cosas pueden ser diferentes entre tú y yo. Dale a este amor una nueva oportunidad —imploró el joven con todas sus esperanzas puestas en la honestidad de sus palabras.

—Un futuro … otro hombre ya me ha hablado acerca del futuro —mencionó Annie en un último y desesperado intento por levantar otra vez la barrera que ella se había esforzado en construir entre el joven y ella misma. Barrera que ahora Archie parecía estar destruyendo fácilmente con unas pocas palabras de amor.

—Pagliari, ¿no es así? —adivinó él amargamente, incapaz de controlar su disgusto, mezcla de tristeza y recelo.

—Sí, y … cuando estoy con él no me siento tan asustada como me siento contigo … me heriste tan profundamente … que tengo miedo de no poder superar el resentimiento nunca —repuso ella bruscamente y en ese momento las lágrimas rodaron en sus mejillas haciendo a Archie sentirse más confundido con los tan contradictorios mensajes que ella le estaba enviando. Desesperado, el joven sintió que el delgado hilo que estaba sosteniendo sus impulsos estaba a punto de romperse.

—Annie, déjame intentar al menos … —Archie no alcanzó a terminar la frase porque la muchacha se levantó repentinamente del sillón indicando que no estaba dispuesta a continuar con la conversación

—Annie —él la llamó corriendo tras ella e interceptándola unos pocos metros adelante. El joven, ya desesperado e incapaz de controlarse más, tomó a la chica por los hombros suavemente forzándola en un abrazo. La joven jadeó ante el inesperado gesto y aunque su mente la urgía a alejarse de los brazos de Archie, su corazón latía tan rápidamente que su cuerpo entero estaba petrificado y sus músculos no respondían a las órdenes de su cerebro.

—”Estoy perdida” —fue su último pensamiento antes de que Archibald posara sus labios sobre los de ella.

—“Y debo confesar que fue …” —Paty le había dicho a Annie aquella ocasión cuando hablaba de la primera vez que Tom la había besado.

—“¿Cómo?” —había preguntado Annie curiosamente esa tarde.

—“¡Placentero!” —había dicho Paty tímidamente.

Y placentero era una pobre palabra para describir los sentimientos de Annie en el momento en que la boca de Archie alcanzó la suya, acariciando la tierna superficie de sus labios con un toque que era al mismo tiempo apasionado y suave. Annie no podía siquiera moverse, pero no necesitaba hacerlo ya que su voluntad estaba totalmente rendida al intercambio físico mientras el beso, su primer beso de amor, se intensificaba más y más. A pesar del entumecido estado en el cual estaba, la joven pudo percibir claramente cómo Archie ligeramente se estremecía de emoción cuando ella instintivamente le permitió explorar la humedad de su boca en un intercambio más íntimo. Sí, placentero no era suficiente, tal vez seductor o tentador podría estar más cerca y aún así, el sentimiento era más arrollador que eso. Annie apenas podía creer que él la estaba tocando con la pasión que ella siempre había añorado … la misma pasión que antes Archie sólo podía sentir por otra chica que no era ella. Otra mujer … él siempre había estado enamorado de otra mujer … ¿Podría ser diferente ahora? Annie se preguntó y el débil vestigio de vacilación hizo que su cabeza le ganara la batalla al corazón y su resentimiento gritase más fuerte que su amor. Con un último reflejo de sus manos, la joven empujó al hombre violentamente liberándose de sus manos.

—¿Cómo te has atrevido? —gritó ella ofendida, derramando lágrimas de ira y temor—. ¡Aléjate de mi. No quiero verte nunca más! ¡Sal de mi vida! —gritó la joven mientras cubría sus labios con una de sus manos temblorosas.

—¡Tu respuesta a mi beso me dijo cosas muy diferentes! —respondió él perdiendo sus últimos vestigios de paciencia, demasiado excitado por las emociones contradictorias que estaba experimentando.

—Yo pensé que eras un caballero, ¡pero veo que no lo eres! Alan nunca me habría tratado de esta manera. Ahora sé que él es mejor hombre que tú. ¡Ha sido suficiente, Archibald! ¡Nunca jamás vuelvas a meterte en mi camino! —barbotó ella irreflexivamente, sin medir cómo sus palabras rompieron el corazón de Archie en pedazos. El joven se quedó parado ahí, mirándola en silencio, luchando con toda su alma contra las lágrimas que se acumulaban en su garganta.

—”No hay remedio entonces” —pensó él por un segundo demasiado herido por las palabras de Annie para mantenerse suplicando. Sin embargo, una última pizca de fuerza mezclada con sus arrepentimientos por haber hecho un movimiento equivocado le permitieron intentar una vez más.

—Annie, yo entiendo que estás muy molesta ahora y tal vez no estás diciendo lo que realmente quieres … yo … yo estoy realmente apenado por mi conducta … pero te ruego que reconsideres

—¡No tengo nada que reconsiderar! —replicó ella llorando y cubriendo su cara con sus manos. Annie habría querido sonar fuerte y decisiva pero la montaña rusa de sus emociones estaba descendiendo con demasiada fuerza como para simular la fachada que a ella le habría encantado mostrar, y otra vez, la indecisión en su voz, la cual decía una cosa que significaba otra, hicieron a Archie insistir.

—Mañana en la tarde voy a ir a casa de Candy y Terri a verte. Espero que te des la oportunidad de pensar acerca de mi propuesta.

—No necesito tiempo para pensar.

—Te veré mañana de cualquier manera —dijo por último dejándola sola con su propio tumulto.

¿Cómo fue que Annie reunió la fuerza para regresar al palco de los Grandchester y asistir a la fiesta después de la obra? Ella nunca lo sabría. Los recuerdos de esa noche siempre estarían borrosos y confusos después del momento que ella escuchó por último la voz de Archie diciendo que la iría a ver al siguiente día. Annie ni siquiera tuvo la fuerza de decirle a Candy cuan molesta estaba con ella por haber preparado el encuentro con el millonario. Cuando la morena regresó a su cuarto en la casa de Candy después de la recepción, solamente pudo desplomarse a la cama, llorando hasta quedarse dormida.

Al día siguiente Annie no salió de su cuarto para desayunar con sus anfitriones y Candy tuvo que insistir con sus ruegos hasta que la joven finalmente le permitió entrar en la recámara y terminó contándole lo que había pasado la noche anterior. Candy estaba sorprendida de ver cómo su amiga aún se resistía a los gritos de su corazón, pero lo que realmente la maravilló fue la terquedad de Annie cuando Archie finalmente llegó, como lo había prometido.

Los ruegos de la joven rubia no fueron suficientes para convencer a Annie y hacerla acceder a ver al hombre otra vez. En vano Candy trató de razonar con ella, Annie no escuchaba. Y finalmente, enojada con la obstinadación de su amiga, la joven rubia la dejó sola, temiendo que su amiga de la infancia estuviese a punto de perder la oportunidad de su vida para ser feliz.

—Lo siento tanto Archie —Candy le dijo al joven tristemente cuando regresó al estudio donde el millonario estaba esperando con el esposo de Candy.

—Entones es el fin, supongo —dijo Archie con voz ronca—. El tiempo realmente me borró de su corazón … tal vez yo simplemente me estuve engañando a mi mismo todo este tiempo, creyendo que ella podría perdonar y olvidar …

—Archie, yo aún pienso que ella te ama muchísimo, pero está demasiado confundida —contestó Candy tratando desesperadamente de salvar la felicidad de sus amigos.

— No insistas Candy, sólo lastimaría más —Archie contestó tristemente.

—Pero … —Candy iba a insistir pero una mirada discreta de los ojos de Terri fue suficiente para hacerla entender que tenía que darse por vencida. Como hombre, Terri sabía que Archie había hecho todo lo que podía para recobrar a Annie, pero parecía que su mejor esfuerzo no había sido suficiente. Con el corazón roto y el alma desalentada, recobrar el orgullo perdido era todo lo que quedaba para Archie.

—¿Qué harás ahora? —preguntó el actor con tono serio.

—¿Qué más? —contestó Archie con un suspiro—. Regresar a Chicago y seguir con mi vida. No creo tener otra opción, ¿o si?”

La joven pareja asintió en silencio a las palabras del joven millonario mientras acompañaban a su amigo a la puerta.

—Me iré mañana en la mañana. Gracias por toda su ayuda, sé que trataron todo lo que pudieron —dijo Archie besando la mano de Candy y dando a Terri un abrazo de despedida.

—Nos habría encantado ser de más ayuda —contestó Candy visiblemente entristecida viendo que Annie estaba a punto de perder el hombre de su vida al momento que Archie subiera al carro que ya estaba esperando por él.

—¿Me harías un último favor, Candy? —preguntó Archie con tono honesto.

—Seguro —asintió la rubia.

—Dile a Annie que … que nunca más la volveré a molestar y que espero que ella pueda encontrar la felicidad que necesita con Alan o con cualquier otro hombre que escoja —concluyó él antes de subir al coche.

Cuando el automóvil empezó a alejarse, Archie vio por última vez a sus viejos amigos agitando sus manos en señal de despedida, de pie en el jardín de su casa, y una vez más el joven sintió un pinchazo de envidia. Sin embargo, esta vez el sentimiento era diferente. Archie no estaba celoso de Terri por tener a Candy, pero envidiaba su suerte por tener a la mujer que amaba a su lado, mientras la que Archie amaba, había escogido darle la espalda.

—Será a tu manera … Annie, harás un par de miserables de nosotros dos, porque no creo que me recupere nunca de esta última desilusión —se dijo el muchacho mientras finalmente se permitía el lujo de llorar.

A Candy le habría gustado sacudir los hombros de Annie, golpearla en la cara y hacerla reaccionar, pero ella sabía que su amiga no respondería a semejante táctica. Así que decidió optar por la frialdad. Cuando Archie se hubo ido, la rubia regresó al cuarto de Annie y le repitió exactamente lo que el joven le acababa de decir. Antes de que Candy dejara el aposento para responder al llanto de Dylan que la llamaba de la sala, la rubia dijo con tono ligero:

—Bueno, ahora puedes estar contenta, Annie. Él dijo que no te molestaría más y realmente lo creo. Puedes regresar a Chicago y continuar con tus proyectos. Con el tiempo, él lo superará y encontrará otra chica —replicó Candy intencionalmente antes de cerrar la puerta tras de si.

“Otra chica …” la idea hizo eco en la mente de Annie una y otra vez y no le dio un momento de paz por el resto de la noche. La joven prácticamente cavó un agujero en el piso de madera de la recámara mientras caminaba en círculos por horas, incapaz de recobrar la calma.

Annie no salió del cuarto para cenar esa noche y Candy no insistió, pensando que era mejor dejar a Annie ocuparse de sus demonios.

—”Un poco de ayuno no daña a nadie” —pensó la rubia aún esperando que su amiga reaccionara pronto.

Más tarde esa noche, el estómago de Annie empezó a protestar y finalmente pensó que sería una buena idea conseguir cuando menos un vaso con agua. Así que dejó el aposento y bajó a la cocina. La muchacha estaba aún ahí cuando escuchó el auto de Terri estacionándose, así supo que el joven había regresado a casa después de su actuación de aquella noche.

Al mismo tiempo Annie percibió un pequeño ruido, como el tintineo de campanas. Temerosa de que el ruido hubiese sido provocado por una rata escondida en algún rincón de la alacena, la chica salió de la cocina y entró al comedor. Para su gran desgracia, el ruido era aún más fuerte ahí. La joven estaba a punto de abrir la puerta que daba a la sala para huir hacia su cuarto cuando escuchó a Terri abriendo la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el joven riendo entre dientes, pero Annie supo que él no se estaba dirigiendo a ella porque estaba cuidadosamente escondida detrás de la puerta del comedor y él no podía haberla visto.

—¡Papi! —respondió una vocecita con acento alegre viniendo de las escaleras. Annie abrió apenas la puerta y entonces pudo darse cuenta que lo que estaba haciendo el misterioso ruido había sido Dylan bajando las escaleras y arrastrando un oso de peluche, casi tan grande como el pequeño, con un par de campanas doradas atadas a su cuello.

—¿No deberías estar durmiendo ahora, jovencito? —preguntó Terri acercándose al niño, pretendiendo estar molesto con su hijo por estar levantado más allá de la hora que se le tenía permitido. El pequeño simplemente se veía adorable parado ahí, envuelto en un camisón de algodón con una amplia sonrisa en el rostro, sus intensos ojos azul verdoso brillando con alegría de ver a su padre y su sedoso cabello castaño en gracioso desorden. Era obvio que Terri estaba haciendo un esfuerzo para permanecer serio.

—Llovió papi, Baboo estaba asustado y no podía dormir —el niño dijo con un puchero refiriéndose a su oso de peluche.

—Ya veo —comentó Terri conteniendo su risa ante la graciosa excusa—, pero ya no está lloviendo. Ven acá, te llevaré a tu cama ahora y ambos dormirán. ¿Entendido? —dijo Terri cariñosamente y Dylan inmediatamente respondió abriendo sus brazos para que su padre lo cargara.

—¡Ahí están ustedes dos! —dijo una voz femenina desde lo alto de las escaleras y Annie reconoció la voz de Candy.

—¡Mami, papi nos va a contar un cuento! —dijo Dylan emocionado mientras Terri le daba el oso a la joven.

—¡Hey tú, mentiroso! —protestó Terri mirando a su hijo—. Yo nunca dije que te contaría un cuento.

—¡Papi! —fue la respuesta suplicante de Dylan y eso fue suficiente para que su padre consintiera.

—Esta bien, pero después te dormirás, ¿lo prometes? —preguntó Terri y Dylan contestó con un mudo asentimiento.

Candy sonrió gustosa mientras el joven se acercaba a ella, besándola en los labios y sosteniendo a Dylan con un brazo al tiempo que rodeaba los hombros de la joven con el otro. El niño estaba ya acostumbrado a ver las abiertas muestras de afecto de sus padres y aunque no era capaz entender muchas cosas, podía percibir el amor entre ellos y eso, de alguna manera, lo hacía feliz.

La pareja desapareció de la vista de Annie y repentinamente la joven se sintió aún más deprimida. Las palabras de Candy se mantenían rondando su cabeza: “Annie, estar casada con un hombre del cual una está tan profundamente enamorada, como yo lo estoy de Terri, y ser correspondida, es tal vez la más abrumadora y deliciosa experiencia que una mujer puede tener … pero, una ve más, todo lo que puedo decir no significa nada, hasta que lo hayas experimentado, y sólo entonces”

Las lágrimas de Annie regresaron a sus ojos y simplemente no pudo dejar de derramarlas por el resto de la noche.

A la mañana siguiente, antes de que los sirvientes llegaran, Candy se levantó muy temprano, sientiéndose algo incómoda porque el bebé dentro de ella estaba intranquilo. Después de todo, estaba llegando al séptimo mes de embarazo y las cosas se estaban volviendo más difíciles para ella. La joven rubia tomó un baño, se vistió y respirando profundamente abrió las ventanas para dejar que la brisa de aquella mañana estival entrara a la habitación. La lluvia había dejado una sensación fresca en el ambiente que la animaba a comenzar con sus deberes más temprano de lo acostumbrado.

Silenciosamente dejó la alcoba para no interrumpir el sueño de su esposo, quien normalmente se quedaba en cama hasta tarde debido su trabajo nocturno. La joven entró al cuarto de Dylan y una vez que se hubo asegurado de que el niño aún estaba en la tierra de lus sueños, aferrado a su enorme oso de peluche, bajó a la cocina donde descubrió a Annie llorando inconsolablemente.

—¡Santo cielo! —exclamó la rubia mientras corría a abraazar a su amiga—. ¡Querida, querida Annie!

—¡Candy! ¡¿Qué he hecho? ! — dijo finalmente Annie entre sollozos.

—Algo no muy sensato, Annie —admitió Candy con el tono más dulce que tenía, pero con la suficiente firmeza como para hacer entender a su amiga que había cometido un error—. Sin embargo, no es algo que no podamos resolver —añadió Candy buscando el rostro de Annie.

—Creo que lo arruiné todo ayer. Él jamás me perdonará la humillación que le hice pasar y ahora que él se ha ido … simplemente no puedo dejar de pensar en cuanto lo amo — aceptó Annie llena de arrepentimiento.

—Me alegra que al fin lo reconozcas. Eso es un gran avance. ¿Qué fue lo que te hizo entenderlo? ¡Por un momento pensé que nunca abrirías los ojos para ver la realidad! —comentó la rubia mientras le daba a Annie un pañuelo que guardaba en un bolsillo de su vestido.

—¡Fue … fuiste tú … y tu familia! —murmuró Annie mirando a los ojos verdes de Candy que la veía sin comprender lo que quería decir su amiga—. Anoche … vi a Terri llevando a Dylan en sus brazos y los tres … tan unidos, a gusto … felices … y repentinamente entendí que nunca tendría esa clase de felicidad con ningún hombre … a menos que la tuviera con Archie … pero ahora es demasiado tarde! El rogó por mi perdón, se tragó todo su orgullo y yo solamente lo rechacé cruelmente!

—¡No, no y no! —Candy respondió con una firme resolución en sus ojos—. ¡Esta historia no terminará de esta forma, no si puedo hacer algo al respecto! ¡Vamos Annie, lávate la cara, vístete y prepárate a recobrar a tu hombre! —ordenó la rubia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Annie confundida.

—Quiero decir que vamos a ir a la estación del tren antes de que Archie se vaya. Ahora vístete mientras llamo a la nana de Dylan. En cuanto llegue, te llevaré a la estación.

—Pero Candy … —protestó Annie débilmente, pero la determinación en los ojos de Candy era tan clara que la joven morena no se atrevió a contradecir a su amiga y obedeció en silencio.

Treinta minutos después las dos mujeres estaban prácticamente volando en el auto de Candy, quien olvidándose de sus maneras al manejar corría a través de las calles de Manhattan mientras de vez en cuando le echaba un vistazo a su reloj con claro nerviosismo.

—¡Podrías ir más despacio, por amor de Dios, Candy! —rogó Annie con la cara pálida y las manos pegadas al asiento—. ¡Ese fue un alto que te acabas de pasar!

—¡Vamos Annie, esta es una emergencia! —contestó Candy con frescura mientras daba vuelta en una esquina con un rápido giro de su muñeca—, si dejas que Archie haga ese largo viaje a Chicago, entonces tendrá tiempo de pensar y estará aún más resentido y endurecido. Tienes que hablar con él ahora, cuando aún esta vulnerable. ¡Créeme! ¡Sé lo que estoy haciendo! Los hombres son una raza orgullosa.

—¡¡¡¡¡¡¡Candyyyyyyyyyyy!!!!!!!!!! —Annie chillaba presa del pánico al tiempo que su amiga seguía corriendo a través de las avenidas atestadas de transeúntes. Afortunadamente, era el día de suerte de Candy y logró llegar a la estación sin accidentes ni multas de tránsito. Más tarde, la rubia se preguntaría cómo había manejado tan alocadamente a pesar de su embarazo, pero los resultados de sus esfuerzos la hicieron sentirse menos culpable.

—Aún estamos a tiempo —le dijo Candy a Annie con una sonrisa mientras se estacionaba —¡Vamos animáte, chica! Él debe estar ahora esperando en el andén ¡Alcánzalo y por favor no regreses a visitarme hasta que tengas un anillo con el nombre de Archibald grabado en él! No te preocupes por tus cosas, si decides volver a Chicago con él ahora, te enviaré tu equipaje después. ¡Ahora ve por él! —ordenó Candy guiñando con picardía.

—¡Oh Candy! —dijo Annie aún jadeando y con las mejillas ruborizadas por la emoción— ¡Deséame suerte!

Las dos mujeres se abrazaron brevemente y más tarde, la morena dejó el auto desapareciendo al poco rato entre la multitud que atestaba la estación. Annie corrió mirando por todos lados, pero desafortunadamente no pudo ver nada más que una vasta masa de cabezas moviéndose entre los andenes. De pronto parecía que todo Manhattan había decidido viajar esa mañana. La joven preguntó a un empleado por el tren que estaba a punto de partir para Chicago y el hombre le indicó en qué andén estaba. Los pasajeros ya estaban subiendo.

La morena, con el corazón acelerado en una loca carrera, buscó desesperadamente por el andén, revisando cada rostro masculino con que se tropezaba, pero sin encontrar los ojos que estaba buscando.

—¡ARCHIE! —empezó a gritar una y otra vez, pero no obtuvo ninguna respuesta. Su corazón estaba a punto de explotar dando tumbos que aumentaban su fuerza con cada nuevo latido, amenazando con dejarla sorda. Desesperadamente, subió en la sección de primera clase buscando en todos los vagones infructuosamente. Fue entonces cuando el tren empezó a moverse y uno de los empleados la forzó a bajarse.

La joven, no teniendo otra opción, regresó renuente al andén. Con el corazón roto en pedazos diminutos, Annie tuvo que ver el tren alejarse de la estación, mientras la multitud continuaba moviéndose de arriba a abajo. La impersonal y apurada muchedumbre no prestaba atención a aquella joven delgada que silenciosamente comenzó a llorar, sintiendo que había perdido para siempre al hombre de su vida. El sentimiento era acerbo, pungente y lastimaba como ningún otro dolor que ella hubiese sentido jamás.

—¡Ay, Archie! —dijo ella en voz alta, sin preocuparse por el abstraído gentío alrededor de ella—. ¡Te amo, siempre te he amado, siempre lo haré … y he sido la más grande tonta de esta historia por dejarte ir, cuando Dios sabe que no hay y no habrá otro hombre en mi corazón, sólo tú, sólo tú mi amado Archie.

—¿Estás segura de eso, Annie? —preguntó una voz masculina detrás de la joven y el corazón le dio un vuelco–

—¡Archie! —exclamó ella casi sin aliento, mientras se volteaba para ver al joven parado en la plataforma, con su equipaje en el piso junto a él y mirándola con una renovada esperanza brillando en sus ojos.

—¡Ay, Archei, por supuesto que estoy segura de ello! —contestó la muchacha entre lágrimas, mientras corría para abrazarlo y él la recibía tiernamente en la suave calidez de su abrazo.

—Dime que no es un sueño que estoy teniendo, dime que durará para siempre —susurró él en su oído con voz temblorosa mientras agradecía a su suerte por haber llegado demasiado tarde a la estación.

—Durará mientras nuestros corazones sigan latiendo … y quien sabe, tal vez después de entonces —respondió ella levantado el rostro para verse reflejada en la brillante superficie de los ojos almendrados de Archie y esta vez, no tuvo miedo a hundirse en sus profundidades, ni sintió pena cuando él inclinó el rostro para besarla otra vez. Desde una razonable distancia, una joven miraba a la pareja mientras ellos se besaban como si el mundo se fuera a terminar al siguiente minuto. La mujer rubia sonrió satisfecha mientras acariciaba tiernamente su abultado abdomen.

—¡Bien, bebé, es mejor que regresemos a casa ahora. Esta vez, te prometo un viaje cómodo y seguro —le dijo ella a la criatura y con paso lento caminó hacia el punto donde había dejado su auto.

Ese día Annie y Archie regresaron a Chicago y sin duda se hubieran casado al día siguiente si no hubiese sido por los ruegos de la madre de Annie —quien suplicó a su hija para que le diera tiempo de preparar una boda decente— y porque Candy no estaba en condiciones de viajar tan lejos para la ceremonia. Así que la pareja tuvo que esperar tres meses, que parecieron años para ambos, hasta que la Sra. Britter tuvo todo listo como ella siempre había soñado y Candy había dado a luz a su segundo hijo.

Alben, el segundo hijo de los Grandchester, era una cosita rubia que eventualmente tendría pecas en la nariz gracias al efecto de la luz solar, pero también poseía los ojos azul verdosos que eran el sello familiar de los Baker. Afortunadamente, Candy se recobró muy rápidamente y fue capaz de asistir a la boda. Después de todo, la dama de honor no podía perderse tan importante fecha. Seis meses más tarde, el instituto Alistair Cornwell abrió sus puertas como la primera escuela para niños discapacitados mentales en Chicago.


Parte 3. Una maestra en una granja

Muchas cosas cambiaron para las mujeres durante los años veinte. Después de décadas de lucha sufragista, las mujeres conquistaron su derecho a votar en Inglaterra y los Estados Unidos y ya que muchas actividades habían sido abandonadas por los hombres durante la Guerra Mundial porque estaban peleando, el sexo femenino probó al mundo que podía hacer los trabajos de los hombres y aun criar una familia si la situación lo requería.

Cuando la paz volvió, las mujeres se habían dado cuenta de que ellas podían hacer muchas cosas y tener una vida propia fuera de sus hogares. De alguna manera, el desencanto sufrido por la devastación de la guerra y la búsqueda desesperada de un nuevo orden en los años que siguieron, hizo a la humanidad volver la espalda a los principios morales del siglo IX y con un nuevo punto de vista la clase media y alta Norteamericanas empezaron a ver el rol de la mujer desde una perspectiva diferente.

Los Estados Unidos pasaron por un periodo de euforia. A diferencia de los países Europeos, la Guerra Mundial no había devastado la tierra Yankee y al final del conflicto, las cosas habían resultado ser un gran negocio para los bancos e industrias Norteamericanas, revelando a la nación como un floreciente poder económico y militar. En medio de esta nueva Norteamérica, la cual parecía más relajada, despreocupada y festiva, una generación de gente joven encaraba los grandes cambios que finalmente empezarán el siglo XX, dejando atrás la atmósfera Victoriana.

Fue este cambiante y deslumbrante mundo que inauguró la adultez de Candy y con ella, todos los jóvenes quienes habían compartido su niñez y adolescencia con la joven señora Grandchester, también entraron en un nuevo y emocionante periodo en sus vidas. Sin embargo, esos cambios también traerían conflictos y Patty O’Brien no era la excepción. Patty había llegado a ser la señora de Thomas Stevenson en Enero de 1919 y desde entonces había vivido en la granja de Tom a las afueras de Lakewood. La Sra. Martha O’Brien se había mudado al Hogar de Pony para trabajar con la Srita. Pony y la Hermana María, pero su nieta y nieto político la visitaban con frecuencia. Martha solía decir que todo lo que la vida le había quitado durante su juventud, se lo estaba pagando generosamente, porque, para la vieja dama, los mejores años de su vida habían empezado precisamente el día en que ella había llegado al Hogar de Pony para quedarse ahí por el resto de sus días.

Con las contribuciones generosas de Albert, Candy, Annie y Tom y la iniciativa de Martha, el Hogar de Pony había finalmente llegado a ser una institución más grande que podía alojar un total de 100 niños, en lugar de los 20 que solía admitir en el pasado. Mas aun, el orfanatorio ahora era capaz de dar apoyo y educación a sus niños hasta la edad de 18 años si ellos no tenían la suerte de ser adoptados antes de ese tiempo. Por supuesto, para semejante tarea, las tres venerables mujeres que llevaban el lugar tuvieron que contratar nuevo personal y mas monjas de la orden de la Hermana María fueron enviadas y entrenadas para ayudar en el orfanatorio. Con tantas cosas en que pensar y que cuidar, Martha no tenía mucho tiempo libre, así que apenas notó que Patty se había vuelto más callada y melancólica, especialmente después del nacimiento de su cuarto hijo en 1922.

Tal vez Patty hubiera seguido, escondiendo sus problemas secretos por el resto de su vida si no hubiera sido por la visita de Candy durante la primavera del siguiente año. Solo le tomo a la rubia estar un par de días con los Stevenson para notar que algo no estaba tan bien como Patty pretendía. Durante la estadía de Candy en la granja, la joven señora de Stevenson se enfermó con fiebre, por lo que la rubia había enviado a todos los niños, incluyendo a los suyos, al hogar de Pony para tener suficiente tiempo para cuidar de su amiga. Durante una de esas tardes, mientras Patty dormía, Candy se sentó en la puerta principal junto a su amigo de la infancia y le lanzó una mirada intencionada que el joven inmediatamente sintió.

—¿Qué pasa Candy? —preguntó Tom intrigado por la mirada fija de la rubia.

—Eso es exactamente lo que me gustaría preguntarte, Tom ¿qué está pasando con Patty? —demandó Candy con la misma mirada autoritaria que solía emplear para reñir a Tom cuando ellos eran pequeños.

—Así que los has notado, ¿no es así? —dijo el hombre levantando la cabeza, mientras fijaba su mirada en el color dorado del atardecer.

—Por supuesto, así es. No es la fiebre, eso es algo que pasará muy pronto, pero más allá de los síntomas físicos que ella tiene ahora hay una mirada de molestia, intranquilidad … dime, ¿es algo entre ustedes dos?

—¡Ay, Candy! —suspiró el joven con los ojos clavados en el horizonte—, daría todo lo que tengo para descubrir qué es lo que ella tiene. Ha estado así durante los últimos dos o tres meses, desde que nació Joshua, creo. Y aunque le he preguntado directamente qué la esta haciendo sentir tan mal, ella siempre lo niega e insiste en que sólo está cansada porque cuidar de los niños y llevar la casa toma todas sus energías.

—¿Y tú crees eso Tom? —preguntó Candy.

—Claro que no, pero ella no quiere aceptar que algo marcha mal… y a veces… Candy, resulta muy difícil para mi verla como ella se consume en esa depresión y yo simplemente no puedo hacer nada— explicó el joven con voz ronca mientras sus labios empezaban a temblar ligeramente.

Candy se sentó junto al joven y con la ternura de una madre dio una palmada en el hombro de Tom. Por un segundo, el joven se había reducido al niño pequeño que ella recordaba, confundido y asustado, como el día en que él y la rubia se perdieron en el bosque durante una tormenta.

—Tom, ¿recuerdas la vez que nos perdimos en el bosque cerca de la Colina de Pony? —preguntó Candy con tono pensativo.

—¿Quieres decir el día que estábamos compitiendo para recoger fresas silvestres? —dijo Tom con una sonrisa triste—. ¿Cómo podría olvidarlo?, yo creo que ha sido la peor tormenta de verano que he visto en toda mi vida.

—Es verdad. Estábamos asustados a morir y mojados hasta los huesos, ¿eh? —recordó Candy con una risita.

—¡Y que lo digas! —exclamó el joven empezando a involucrarse más en el recuerdo— ¿Sabes que fue lo que más me aterró entonces? —añadió él apuntando a los ojos verdes de Candy directamente.

—¿Qué?

—¡Yo me sentía responsable por tu seguridad porque tú eras más pequeña! ¡Temía tanto que algo pudiera pasarte…! Si así hubiera sido, no me hubiera perdonado a mi mismo por haberte retado a adentrarnos en el bosque!

—¡Nunca me imaginé que estabas preocupado por mi! —comentó la rubia sorprendida con la confesión del joven— pero había algo que yo tenía muy claro entonces, estaba segura que aunque tú estabas tan asustado como yo, los dos estábamos juntos en ese problema, y de alguna forma, sentir que estabas cerca de mi, me dio confianza —añadió sonriendo la joven.

—Y también dolió menos cuando la Srita. Pony y la Hermana María nos castigaron después de la tormenta, ¿verdad? —Tom dijo entre risas recordando cómo habían tenido que limpiar el establo y olvidarse del postre por un mes.

— Sí… —suspiró Candy, y más tarde añadió pensativa—, verás, Tom, he aprendido que aunque no somos ya más un par de niños de 5 años, algunas cosas aun permanecen igual. Tom, tú y Patty son parte de mi familia, y yo sí que siempre estaremos ahí para ayudar al otro. Cuenta conmigo para este problema, encontraremos la manera de salir de esta tormenta —añadió Candy abrazando a su amigo y así permanecieron en silencio por un momento, hasta que Tom empezó a sentir otra vez que la esperanza renacía en su corazón.

Candy se quedó con Patty durante todo el tiempo que le llevó recuperarse de la fiebre. Como siempre, Patty se sentía relajada y con más confianza con la rubia cerca y poco a poco Candy empezó a comprender qué estaba pasando con su amiga. La rubia llamó al Dr. Martin y el buen hombre pidió un periodo de ausencia en el hospital para viajar a Lakewood y cuidar de Patty. Dios sabía que el viejo doctor hubiera hecho cualquier cosa por la joven que lo había ayudado a salir del alcoholismo, aún si eso significaba abandonar sus muchas responsabilidades en Chicago.

Ambos, Martin y Candy, pronto estuvieron de acuerdo en que Patty estaba pasando por una depresión post parto. Tal vez el desbalance hormonal que ella estaba sufriendo se había acentuado por una cadena de pequeñas frustraciones y problemas escondidos los cuales no habían permitido a la joven superar el problema. Quizá la mejor medicina que Patty podía tener era una amiga que la escuchara y nadie podía hacer ese trabajo mejor que Candice White. Le tomó a Candy toneladas de paciencia y amoroso cuidado para ver por Patty como si hubiera sido su propia hija, pero los esfuerzos de la rubia fueron finalmente recompensados cuando cierto día Patty decidió hablar.

Era muy tarde en la noche y Candy estaba leyendo la nueva obra de Terri a la luz de una lámpara mientras su amiga dormía. La joven rubia levantó los ojos de la página pensando en su esposo y no pudo evitar que un suspiro escapara de sus pecho. La mente de la joven regresó a su lugar favorito donde Candy abrigaba todos sus más queridos recuerdos relacionados con su esposo. Vio de nuevo esos chispeantes ojos azules que ella amaba mirar mientras se abrían cuando la luz de la mañana entraba en su recámara, y no pudo contener los deseos de tener alas y volar para estar con Terri en ese momento.

Después de cuatro años de matrimonio, Terri había decidido empezar una larga gira por el país, algo que no había hecho en un buen tiempo. Candy estaba tratando con todas sus fuerzas de lidiar con su ausencia pero la verdad era que ella no era la misma sin él, especialmente cuando el joven había estado lejos por cerca de dos meses y cada vez que la joven iba a la cama, extrañaba su calor a su lado. Sin embargo, sus instintos maternales la mantenían en marcha, sabiendo que una madre no se puede dar el lujo de estar triste. La joven sabía que más que nunca antes ella tenía que mantenerse animada y positiva por el bien de sus niños y de Paty.

— Lo extrañas, ¿no es así? — preguntó la débil voz de Patty desde la cama, sorprendiendo a Candy que pensaba que su amiga estaba profundamente dormida.

— SÍ, con todo mi corazón — Candy admitió con una sonrisa triste.

—¿Cómo puedes soportar eso, Candy? —inquirió Patty sentíndose en la cama con cierta dificultad, —Quiero decir, con él estando lejos tan seguido por su trabajo?

—Bueno, creo que simplemente estoy acostumbrada a la idea — contestó Candy con un guiño bromista y Patty admiró otra vez la habilidad de su amiga de sobrellevar su tristeza y verse animada de la noche a la mañana.

—Yo sabía que las cosas serían así desde siempre. él es actor y viajar es parte de su vida. Con dos niños y un trabajo de medio tiempo no puedo estar siguiéndolo cada vez que va de gira.

—Supongo, pero debe ser duro de cualquier manera —comentó Patty con un tono suave casi imperceptible.

—SÍ, pero hay otros modos de estar lejos de la gente que amas que son más dañinos y difíciles de llevar —dijo intencionalmente la rubia esperando que sus palabras la ayudaran a abrir un nuevo camino hacia el corazón de Patty.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la morena, confusión y un poco de miedo reflejados en sus ojos café oscuro.

—Quiero decir que a veces la gente se mantiene alejada de los otros por muchas razones … miedo, inseguridad, confusión … y eso no ayuda a aminorar el dolor, sabes hermana?—Candy explicó intencionalmente. Patty se quedó en silencio por un momento, sin mover un solo músculo de su rostro pálido y Candy entendió que una lucha interna estaba tomando lugar dentro de su amiga en ese mismo momento. Afuera, el rumor de una inusual lluvia de primavera llenaba el aire con la caída rítmica de ligeras y frescas gotas que bañaban los campos.

—¿Porqué estás diciéndome eso Candy? —preguntó Patty rompiendo el sólido silencio que había invadido el cuarto.

—Tú lo sabes Patty— Candy respondió dejando la mecedora y sentandose en la cama, cerca de la morena, — Has estado lejos de tu familia más tiempo que Terri, y quizá Tom te ha estado extrañando el doble de lo mucho que yo extraño a mi esposo justo ahora — dijo Candy en seguida y entonces esperó a ver la reacción de la joven.

—iAy, Candy! — dijo Patty rompiendo en llanto y lanzándose a los brazos de Candy donde lloró por largos minutos mientras la rubia la acariciaba tiernamente al tiempo que la lluvia continuaba lavando el techo de tejas.

—Llora todo lo que quieras Patty — murmuró Candy al oído de su amiga — no tienes que llevar toda esa pena tú sola. Vamos a compartirla juntas —

¿Cuánto tiempo Patty derramó sus lagrimas y dejó sus sollozos correr por su garganta? La morena nunca lo sabría exactamente, pero siempre recordaría que después de que el pozo de su llanto aparentemente llegó a secarse, sintió la más urgente necesidad de abrir su corazón y descargar toda la opresiva frustración que estaba molestándola como una par de bloques de plomo sobre sus hombros.

Patty se había casado con Tom tan sólo unos pocos meses después que Candy y Terri hicieran lo mismo y en ese tiempo ella había tenido cuatro niños, casi uno cada año. No sólo el esfuerzo físico había sido enorme, sino que la colosal responsabilidad que repentinamente había caído en sus hombros había sido tan abrumador que apenas había tenido tiempo de pensar en si misma. De pronto la joven tenía que llevar una granja —algo que ella nunca imaginó que tendría que hacer— cuidar de un esposo —que era tan exigente como lo son todos los hombres— y cuidar de sus niños, todo en el mismo paquete. Aún cuando Patty estaba muy enamorada de su esposo y adoraba a todos sus niños, parecía que su vida estaba llegando a ser una interminable lista de deberes que no le permitían un sólo segundo de descanso.

Por otro lado, la joven no podía evitar comparar su vida con la de sus dos mejores amigas. Annie había ciertamente sufrido muchos tiempos difíciles, eso era seguro, pero al final había encontrado su camino y estaba activamente envuelta en su escuela para entonces. Aún más, la joven había recobrado el amor de Archie, algo que nadie creía posible, y finalmente se había casado con él el año anterior. Los Cornwell no tenían hijos aún, pero Annie y Archie no tenían prisa ya que la joven Sra. Cornwell aún tenía muchos proyectos que completar con su instituto, el cual estaba creciendo a pasos agigantados

Candy, por su parte, siempre había sido el ejemplo perfecto de independencia. La rubia había aprendido a combinar su carrera médica con la maternidad, trabajando para la Cruz Roja como voluntaria. Al mismo tiempo parecía que tener hijos había solamente incrementado su belleza natural. Ser madre había traído cambios en Candy, por supuesto, pero todos ellos habían sido para bien y Patty admiraba la madurez de su amiga y también la sutil elegancia que había adquirido sin perder el encanto característico de sus maneras despreocupadas y liberales. ¿Qué había hecho Candy tan bien que el matrimonio no la había forzado a dejar de ser la persona que solía ser, sino que la había convertido en una mejor mujer? Esa era una pregunta que Patty frecuentemente se hacía a si misma cuando veía su rostro cansado en el espejo al final de cada exhaustiva jornada

Durante sus años en Florida, Patty había hecho estudios para ser maestra y había lleagado a trabajar en una escuela primaria por un año a pesar de la desaprobación de su padre, pero cuando Candy se enroló y se marchó a Francia, Patty renunció a su trabajo para viajar a Chicago y estar con Annie durante esos oscuros días en 1917 y 1918. Después de eso, la joven se había casado con Tom y nada había sido lo mismo.

Candy escuchó cuidadosamente la confesión de Patty. Notó cómo su amiga se sentáa injustamente culpable por sus deseos escondidos de independencia y sus anhelos por una vida que no estuviera reducida a sus responsabilidades domésticas. Fue esa mezcla de culpabilidad, rebeldía reprimida y frustración lo que había mermado el espíritu de Patty, empujando a la joven progresivamente al pozo depresivo desde el momento en que había descubierto que estaba embarazada otra vez, por cuarta ocasión en cuatro años. Después del nacimiento de su hijo más pequeño, todo había terminado por derrumbarse y ella no pudo hacer nada para reunir las piezas y empezar otra vez a reconstruir el edificio.

El problema de Patty había tomado un largo tiempo para gestarse y no era de la noche a la mañana que iba a desaparecer. No obstante, ese primer movimiento que hizo la morena al abrir su corazón, dejando a su amiga ver en sus calladas penas, fue el comienzo de una lenta recuperación. Patty no se sorprendió cuando Candy extendió sus brazos para abrazarla, tranquilizando su confundido corazón con palabras de comprensión y aceptación. La joven sabía que tal actitud era parte de la naturaleza de Candy, pero aunque no esperaba menos de la rubia, no podía evitar sentirse agradecida.

Lo que realmente sorprendió a Patty fue cuán naturalmente Candy fue justo al centro de su problema una vez que la morena se calmó. Primero que nada, la rubia le hizo entender a Patty que no había razón para sentirse avergonzada por desear un poco de privacidad y soñar en realizar algo más allá de la maternidad y el matrimonio. Más tarde, con toda la delicadeza de la que Candy pudo echar mano, le sugirió a la morena que tenía que hablar con Tom acerca del problema de tener un niño cada año. Para Patty no fue nada fácil el sólo pensar en el asunto del control natal, un tema que apenas era mencionado en aquellos días cuando los primeros métodos anticonceptivos apenas hacían su aparición y aún había mucha reticencia hacia su uso.

Sin embargo, Candy fue tan discreta que la joven aceptó escuchar lo que su amiga tenía que decir sobre el tema y prometiéndole pensar en el asunto lentamente se quedó dormida mientras Candy aun sostenía su mano. Candy aclaró su frente apartando un ingobernable rizo que estaba cayendo sobre su ceja y tratando de moverse con sigilo de gato, se levantó y regresó a la mecedora. Continuó su lectura y sus pensamientos volaron otra vez hacia el hombre que amaba.

Un par de días después de esa noche lluviosa, Patty finalmente habló con Tom en privado y aunque Candy nunca supo exactamente qué había sido dicho en aquella conversación, los ojos enrojecidos de Tom y la actitud liberada de Patty cuando aparecieron en el comedor para la cena, hicieron entender a la rubia que la pareja se había abierto el corazón el uno al otro, profundizando en los rudos terrenos de su debilitada relación. Ambos habían cometido unos cuantos errores que obviamente los habían lastimado mutuamente, pero estaban dispuestos a luchar por el amor que ambos compartían y la familia que habían construido. Eso era todo lo que Candy necesitaba saber.

Cuando Patty se sintió lo suficientemente fuerte para empezar a cuidar de su familia y de su casa, Candy empacó sus cosas y regresó a Nueva York con sus dos niños. La joven sentía que después de la oscuridad en la que Patty y Tom habían vivido por varios meses, había una pálida luz parpadeando tímidamente en el otro lado del túnel. La joven pareja estaba aún saliendo de sus trincheras personales, pero esta ocasión algo era diferente. Después de un largo tiempo de caminar solos, estaban empezando a avanzar juntos y tomados de las manos, y eso era la cosa más importante.

Patty y Tom no tuvieron más niños. Discutieron el asunto cuidadosamente y decidieron que ya tenían la familia que querían. Por otro lado, cuando el niño más pequeño de los Stevenson alcanzó el año de edad, Patty decidió volver a enseñar y su esposo la apoyó alegremente. El proyecto empezó en una escala muy pequeña, como una escuela para los niños de los empleados de Tom y con el tiempo la modesta escuela empezó a recibir niños de otras granjas y pueblos cercanos. Todos los niños Stevenson aprendieron a leer y escribir en la escuela de su madre y en el proceso también adquirieron un sano sentido de democracia e igualdad compartiendo sus juegos y tareas con la gente que trabajaba para ellos.

Pero Patty Stevenson aun tendría que pasar por otra difícil prueba. Sus padres nunca aceptaron su matrimonio con un hombre de una condición social inferior, y nunca contestaron sus cartas, ni siquiera cuando Patty les enviaba fotos de sus lindos y saludables niños. Tal vez a la Sra. O’Brien le hubiera encantado ver a su hija otra vez y conocer a sus nietos, pero temía a su esposo demasiado como para desobedecer sus órdenes y ya que ella murió antes que el señor O’Brien, la pobre mujer nunca tuvo, ni el coraje ni la oportunidad de reestablecer su relación con Patty.

A pesar de la pérdida, la Sra. Stevenson no vaciló, sino que creció en fuerza con ese dolor. Era cierto que la vida no es un viaje en un crucero de lujo, pero durante la primavera de 1923, cuando su amiga Candice había cuidado de ella durante su enfermedad, la joven rubia le había enseñado a Patty una lección que ella y su esposo nunca olvidarían: los malos tiempos pueden golpear e inclusive dañar el edificio de un matrimonio, pero el amor, la honestidad y la tolerancia lo sostendrán hasta que los buenos tiempos regresen para construir nuevas paredes. El matrimonio de Patty y Tom sobrevivió exitosamente y duró por todo el tiempo que Dios les permitió vivir.

Cuando Candy regresó a casa después de su estadía en Lakewood ese año, abrió las puertas de la casa, se ciñó un delantal alrededor de su cintura y junto con sus mucamas empezó a limpiar los cuartos en lo que ella solía llamar su “limpieza profunda de primavera”. Se sentía llena de energías y muy complacida con los resultados que había obtenido como “doctora corazón”. En cerca de 15 meses había ayudado a Archie y Annie a establecerse como matrimonio y había dado una mano a Tom y Patty para reorientar su relación.

El corazón bondadoso de Candy estaba henchido en alegría con la idea de haber sido útil para los que amaba. Desafortunadamente, la joven ignoraba que muy pronto ella necesitaría sus habilidades en “consejos de amor” para ella misma. ¿Sería la doctora capaz de prescribir la medicina correcta para su propia enfermedad?

Mientras barría el estudio Candy accidentalmente empujó una mesa y el florero de porcelana que estaba en ella cayó al piso. El agua empapó la alfombra y el impacto arrancó los pétalos de las rosas rojas. Candy se sintió inexplicablemente triste después del incidente.


Parte 4. Entrevista con un artista

A Michie

Charles Ellis se detuvo frente a la casa para contemplar la apacible vista de aquel lugar que reunía la tranquila belleza campirana con un cierto gusto cosmopolita. Las aguas del lago artificial situado en el parque cercano brillaban bajo la luz ardiente del sol veraniego, pero a pesar de lo caluroso de la tarde el hombre sentía que la frescura de aquel rincón tan cercano aún al bullicio de Manhattan nulificaba el efecto del sol estival.

Ellis caminó por el jardín de la casa admirando las rosas y camelias que adornaban el lugar. Llegó hasta el porche blanco y estuvo a punto de accidentarse con un patín de cuatro ruedas que algún pie infantil había dejado olvidado. Ellis se rió de sí mismo recordando tal vez sus propias correrías de la infancia. Se volvió luego y finalmente tocó el timbre de la casa.

Pies ligeros y pequeños en carrera, risas, grititos y algarabía sonaron en respuesta a su llamado. Luego, la puerta blanca se abrió y detrás de ella Ellis advirtió la presencia de un diminuto ángel rubio de cabellos rizados peinados en dos gajos. Un rostro de enormes ojos verde oscuro como las esmeraldas le miraba sonriente con la expresión confiada y alegre de sus muy pocos años.

—¡Hola! —dijo la niña con una vocecita cantarina— ¿Y tú quién eres?

— ¿Yo? Soy Charles, pero mis amigos y tú pueden llamarme Chuck —contestó el hombre inclinándose y apoyando sus manos en las rodillas para estar más al nivel de su interlocutora.

—¿Y qué quieres? —preguntó la chiquilla sin perder su encantadora sonrisa.

—Vengo a ver a tu papá ¿Está él en casa? —preguntó Ellis devolviendo la sonrisa a la pequeña.

—Ummmm…. ¿Me darás dulces si te digo? —preguntó la niña con una chispa de picardía en el rostro.

—¡Blanche! —llamó una voz femenina desde la habitación adyacente al vestíbulo. Pronto una mujer cuyo asombroso parecido con la niña delataba su parentesco apareció a la vista de Charles— Blanche, anda a tu cuarto, después hablamos —ordenó la mujer haciendo esfuerzos por ponerse firme aunque Ellis pudo comprender que por dentro ella también se moría de risa ante las ocurrencias de la niña.

La pequeña pecosa bajo la cabeza y desapareció pronto del vestíbulo tan rápido como había llegado.

—Disculpe usted las chiquilladas de mi hhija, Sr. Ellis —se excusó la mujer sonriendo al visitante y ofreciéndole su mano en señal de saludo.

—No hay nada que disculpar Lady Granddchhhester —respondió el hombre quitándose el sombrero y estrechando la mano de la dama.

—Candy, por favor, llámeme Candy. Es mejjor sin formulismos.

—Entonces usted deberá llamarme Charlless —contestó el hombre con una sonrisa.

—Bueno, creo que ese trueque está bieen… Supongo que viene por la cita que tenía con mi esposo ¿No es así, Charles?

—Está usted en lo cierto.

—Entonces sígame, él lo está esperanddo — dijo la joven mujer y acto seguido guió al hombre a través del vestíbulo, la estancia principal y hasta el estudio.

Ellis siguió a la dama observando los detalles de las habitaciones iluminadas por la luz que pasaba a través de las vidrieras y se estrellaba sobre las paredes claras y los jarrones de porcelana rebosantes de flores frescas. Más voces infantiles provenientes del jardín trasero se filtraban en el aire junto con el trino de pájaros lejanos y el olor a maderas y rosas.

La mujer se detuvo frente a una puerta de encina oscura y tocó suavemente. Entonces Ellis tuvo una breve oportunidad para observar a la señora de la casa. La conocía desde hacía varios años, pero en realidad nunca la había visto con detenimiento ni tan de cerca. Debía tener treinta años y su belleza estaba llegando a su cúspide, pero las líneas finas de su rostro junto con la expresión dulce y traviesa en sus ojos le daban aún una apariencia de adolescente. Había tenido tres hijos, pero se conservaba esbelta y suavemente curvilínea. Ellis pensó que sin duda la combinación era tentadora, pero como tenía por regla no codiciar a las mujeres ajenas ahí detuvo su imaginación masculina.

Una voz abaritonada se escuchó del otro lado de la puerta y la mujer abrió la puerta para hacer pasar al visitante.

—Pase usted Sr. Ellis —dijo el hombre en el interior de la habitación— Lo estaba esperando.

— Yo les dejo señores — indicó la dama con un suave gesto de su cabeza — hay tres obligaciones que reclaman mi atención en el jardín, pero les eviaré té, si les parece.

— Eso estará muy bien. Gracias — replicó Charles respondiendo al gesto de la dama, quien pronto desapareció detrás de la puerta.

— Tome asiento Ellis, empezaba a pensar que no vendría — dijo el dueño de la casa indicándole a su invitado el camino hacia los sofás de la pequeña estancia dentro del estudio.

—Debe disculpar mi tardanza, Sr. Grandchester — se excusó Charles tomando asiento — El tráfico en Manhattan se hace cada vez más terrible, sobre todo por la tarde. Cada día que pasa Nueva York se convierte en un lugar más y más difícil para vivir. Usted tuvo muy buena idea en venirse a vivir a New Jersey.

— La idea no fue del todo mía… pero me congratulo de esa decisión. Es siempre mejor un lugar alejado del bullicio para educar a tres niños. Además, mi esposa creció en el campo y no se adapta muy bien a las grandes ciudades a pesar de haber tenido que vivir en ellas en más de una ocasión.

— Entiendo. Aunque ha de ser un poco difícil para usted durante la temporada de teatro — comentó Ellis al tiempo que la doméstica entraba con el servicio de té.

— Bueno, sí, toma algo de tiempo trasladarse, pero creo que vale la pena. Pero dígame Ellis, ¿Cómo está eso de que deja usted el New York Times? — preguntó el interlocutor de Charles, sentándose en un sillón cercano y tomando el té que le ofrecía su empleada. La luz entraba entre los encajes de las cortinas jugando con los iris tornasolados del hombre y Ellis pensó que sin duda era difícil para las mujeres sustraerse a la seducción de esa mirada.

— Lo que pasa es que he recibido una oferta que no puedo resistir — contestó Charles con tono francamente alegre — Mis años en el New York Times han estado llenos de momentos muy gratificantes, pero en el fondo siempre había tenido un sueño y ahora me ofrecen la oportunidad de lograrlo.

— Pero seguirá usted haciendo periodismo — inquirió el dueño de la casa cruzando la pierna y observando al periodista con interés.

— Por supuesto. Es sólo que será en otro giro. Siempre había tenido el deseo de trabajar como corresponsal político en el extranjero y finalmente se me presenta la posibilidad.

— Ya veo….un poco más de aventura que la que puede darle este mezquino medio teatral ¿No?— dijo el hombre sonriendo detrás de su taza de té. Ellis no pudo evitar pensar que el hombre que tenía enfrente era dramáticamente diferente del jovencito que había una vez conocido en un bar.

— Debo reconocer que al principio me resultó algo fastidioso trabajar para las noticias de artes y espectáculos — respondió Charles finalmente—, no porque me disguste el tema, sino porque en mi época de estudiante me había forjado otra idea de lo que sería mi carrera. Con el tiempo he llegado a sentirme bastante a gusto trabajando para la crítica de teatro, pero aún así no quisiera dejar pasar la oportunidad de hacer lo que tanto había soñado.

— Imagino que el Sr. Hirshmann— ha siddo muy buen maestro— sugirió el artista reclinándose hacia el respaldo del sillón en que estaba sentado.

— Es un excelente crítico, sí, pero deeboo admitir que no ha sido fácil ser su asistente.

El anfitrión pegó una carcajada divertida al pensar en el anciano crítico cuyos desplantes de divo habían destruido más de una carrera artística y que sin duda le había hecho pasar más de un sonado coraje con sus opiniones sobre su trabajo histriónico y literario.

— Imagino a lo que se refiere — diiijo el hombre de cabellos castaños con un tono que dejaba entrever cierta ironía — Ciertamente el Sr. Hirshmann debe tener un carácter difícil. Aunque habiendo sido yo el objeto de sus… digamos… comentarios profesionales no muy favorables, no debería opinar mucho al respecto.

— Bueno, Sr. Grandchester— respondió Elliis sonriendo— el Sr. Hirshmann tiene en realidad mejor opinión de su trabajo de lo que usted cree. Es más, como ya no voy a trabajar con él poco importa que le diga esto —comentó en tono confidencial y el actor levantó una ceja, intrigado ante el comentario de Ellis — El Sr. Hirshmann cree que usteed es un excelente artista, pero que no es bueno siempre decir y escribir todo cuanto realmente admira su talento porque de hacerlo así, usted se volvería vano y engreído y según el Sr. Hirshmann — y perdóneme lo que voy a decirle pero esas son las palabras de mi jefe— usted ya es lo suficientemente arrogante como para empeorar más las cosas con más alabanzas.Así que con cada comentario mordaz innecesario que usted lea sobre su trabajo, solamente crea la mitad — concluyó Ellis cerrando un ojo y Grandchester se soltó a carcajadas riéndose a todo pulmón.

— ¡Dios mío, Ellis! ¿Sabe usted que me esstá contando algo que mi mujer me ha venido diciendo desde hace años y yo nunca se lo quise creer?— dijo el hombre cuando pudo reponerse del ataque de risa. Ellis estaba asombrado pues nunca había visto a Grandchester de tan buen humor y tan abierto en los preliminares de una entrevista. Si bien, debía reconocer que hacía ya mucho tiempo que no había tenido la oportunidad de entrevistar al actor. Ellis había dejado el puesto de reportero para trabajar como asistente en la sección de crítica desde hacía 9 años — Bueno hombre, ya basta de charla, entiendo que usted está aquí por una entrevista, no para hablar del bendito Sr. Hirshmann. Puede empezar usted cuando guste — dijo finalmente el artista recobrando su seriedad.

— Gracias Sr. Granchester. De hecho, he qquerido hacerle esta entrevista más que nada por sentimentalismo — confesó el periodista poniéndose serio — Mi primer trabajo para el New York Times fue una entrevista con usted cuando aún era un actor nobel ya con cierta fama, y quise terminar con otra entrevista suya ahora que es ya un artista consolidado ¿Recuerda usted aquella vez, Sr?

— ¡Caray! ¿Cómo olvidarlo? — repuso ell aactor — De hecho estoy en deuda con usted desde esa ocasión. Gracias de nuevo por toda su discreción.

— De ninguna manera. Era solamente cuestiión de ética — respondió Ellis con sencillez y al artista le agradó la reacción del hombre — Bueno… eso me lleva a la primera pregunta que tengo preparada, si me permite.

— Adelante

— Se dice que podemos hablar de un Terrreeence Grandchester antes de la guerra y otro muy distinto después de ella. Personalmente yo creo que es verdad, pero ¿Qué opina usted al respecto?

Terrence sonrió levemente dejando su taza semivacía sobre la mesa y después de unos segundos se animó por fin a responder.

— Opino que están en lo cierto. Un hombree nunca es el mismo después de haber presenciado las cosas que yo, al igual que muchos, tuve que vivir en Francia.

— Sin embargo yo diría que la experiennciiia le trajo buenos resultados a la postre— comentó Ellis esperando la reacción del entrevistado. El joven actor se puso de pie y caminó hacia la ventana que daba al jardín trasero de la casa y permaneció un buen rato en silencio mirando hacia afuera. Luego sonrió y se volvió hacia el reportero.

— Venga usted acá Ellis — le indicó con uuna señal de su mano.

El periodista se puso de pie y se acercó a la ventana. Desde ella se podía observar el amplio jardín trasero rodeado de altos robles. Dos niños de apariencia saludable — de cabellos castaños el mayor y el más pequeño tan rubio como la niña que había abierto la puerta— se divertían en una casita de madera que les habían construido en la copa de uno de los árboles. Parecían ocupados en subir una serie de juguetes y una canasta de golosinas a su escondite entre las ramas.

— Sus hijos, supongo— comentó Ellis observando cómo se iluminaba el rostro de su entrevistado.

— Sí, ellos dos y una pequeña más que apenas acaba de cumplir los cuatro— respondió el dueño de la casa.

— Creo que yo ya conocí a esa señorita — comentó en tono bromista el reportero — estábamos a punto de hacer un trueque bastante ventajoso para ella cuando la esposa de usted llegó para redimirme.

— Le habrá pedido golosinas seguramente — supuso el joven padre divertido — Creo que mi niñez se encontraba ya demasiado lejana o muy olvidada, pues no acaba de asombrarme la enorme cantidad de azúcar que consumen los niños. Y eso que mi esposa hace enormes esfuerzos por controlarlos…

En ese instante la pequeña rubia salió también de la casa y los dos hombres parados ante la ventana pudieron observar cómo se unía a los juegos de sus hermanos acompañada de la madre de los tres. La señora Grandchester se había puesto unos pantalones de dril y una camisa de algodón y con los pies descalzos al igual que los tres niños se dió a la tarea de jugar con ellos como si fuese una cuarta compañera de juegos de la misma edad de los chiquillos.

— Sé bien que nunca he sido lo que se llama un hombre simpático — comenzó a hablar el actor sin dejar de mirar la escena veraniega frente a sus ojos — y que tuve épocas en que realmente me comporté como un odioso pedante. Sé también que mucha gente valiosa que trabaja a mi lado tuvo que soportar mis malos ratos y por eso resintieron mis cambios cuando regresé de Francia. Sin duda ver la cara de la muerte tan de cerca tiene efectos asombrosos en las personas, Ellis, pero no creo que hubiese tenido resultados tan positivos de no haber sido porque en medio de todo ese horror vivido también pude contemplar de nuevo el rostro del amor y del perdón.

— Usted nunca ha querido dar detalles sobre esa época a ningún periodista hasta ahora — comentó Ellis tratando de probar sus haabilidades de entrevistador — ¿Por qué?

— Las cosas que viví en Francia tienen que ver con mi vida personal y como en cierta forma involucran a terceros, he preferido guardar silencio al respecto. Entre más información uno le da a ustedes, más especula la gente… y simplemente no me gusta mucho la idea. Lo verdaderamente importante que aprendí de la experiencia está reflejado en mi trabajo. Lo demás es privado.

— Entiendo. No obstante, todos saben que ahí fue donde usted conoció a su esposa. No hace falta ser demasiado listo como para comprender que el inicio de esa relación fue un parteaguas en su vida — sugirió el reportero.

— Eso es correcto. Sí, es cierto que desde el momento que Candy aceptó ser mi esposa mi vida ha sido otra, pero diría que hay algunos detalles inexactos en esa explicación que no tengo intenciones de aclarar al público. Baste saber que si algo bueno hay en mi, algo que tenga en verdad valor humano, eso se debe a ella y a esta familia que ella me ha dado. Esto que ve usted aquí Ellis, es la respuesta que la prensa trata de buscar en una y mil razones fantásticas. No hay gran misterio. Soy un hombre feliz y por ende reacciono como tal. Hasta los seres sombríos como yo tomamos nuevos colores cuando estamos cerca de la luz. Eso es todo.

El hombre dejó la ventana e invitó al periodista a acompañarlo de nuevo a la estancia.

— Pero parecería no estar muy de moda ser feliz entre sus colegas escritores ¿No es así?— pregutó Ellis dirigiendo el tema hacia otro terreno al ver que el actor era reacio a abundar sobre su vida personal.

— Bueno, toca usted un punto algo triste para mi, profesionalmente hablando — contestó el artista — Mis obras tienen cierto éxito y podría decirse que me siento satisfecho de lo que hago, pero mis colegas insisten en preservar una visión más pesimista del mundo ante la cual mi trabajo les parece anacrónico. Pero no los culpo, lo que el hombre ve depende de lo que tiene dentro y la vida ha querido ser generosa conmigo dándome muchas cosas buenas que atesoro aquí dentro — concluyó el hombre apuntando a su corazón.

— ¿Se siente usted incomprendido por sus compañeros escritores? — preguntó Ellis siguiendo la línea que le parecía más interesante.

— Digamos que mal interpretado. Hasta Ernest, con quien tenía una gran amistad, terminó por alejarse al ver que yo no cambiaba mi modo de pensar. Imagino que es propio del caracter de Ernest el ser algo intransigente ante los que piensan diferente. Pero no lo culpo porque en una época en que yo era menos afortunado, era del mismo sentir.

—¿Se refiere usted a Ernest Hemingway? — preguntó Charles interesado haciendo rápidos apuntes en su libreta — Algunos hablan de una gran rencilla entre ustedes ¿Qué hay de cierto en ello?

— No hay tal cosa. Sólo diferencia de posturas literarias. Eso es todo. Además, es difícil mantener una amistad con alguien que se la pasa viajando tanto como lo hace Ernie.

— Sin embargo usted mantiene una estrecha amistad con el Sr. Andley y él es también un viajero incansable — respuso el reportero lanzando otro gancho más.

— Eso es diferente— respondió enseguida el actor— Usted sabe que entre Albert y yo hay lazos familiares debido a su relación con mi esposa. Irremediablemente estamos ligados el uno al otro de por vida, además de que al margen de eso, compartimos muchos aspectos de nuestra manera de pensar. En algún momento de nuestras vidas ambos decidimos tomar el camino que nuestros corazones dictaban sin importarnos lo que nuestras familias opinaran y estamos orgullosos de los resulados que hemos obtenido.

— Se habla mucho que la familia de su… ¿Debería decir suegro?… — titubeó el reportero rascándose la nuca con el lápiz — Es que se me hace difícil pensar en un hombre tan joven como padre de la esposa de usted…

Terrence volvió a reir de buena gana pues no era la primera vez que alguien resaltaba el curioso dato.

— A mi me gusta pensar en Albert como mi mejor amigo — contestó él con simpleza.

— Bueno… se dice que la familia de su amigo nunca ha aceptado su matrimonio con la actual señora Andley ¿Qué hay de cierto en ello? — preguntó el hombre.

— No es muy exacto. Mi esposa y su primo han sido los primeros en recibir con los brazos abiertos a Raisha en la familia. Sin embargo, no es un misterio que el resto de los parientes están reacios al hecho de que Albert contrajera matrimonio con una mujer de otra raza.

— A pesar de ello he oído decir que la Sra. Raisha Andley, antes señorita Linton, es una mujer culta y proveniente de una importante familia británica. Bueno, al menos su padre.

— Es verdad. El padre de Raisha era un geógrafo destacado. Recibió inclusive un título nobiliario en reconocimiento a sus aportaciones a la ciencia. Educó a su hija con esmero y en un espíritu liberal. Pero los Linton jamás aceptaron que se hubiese casado con una hindú. Raisha sufrió siempre la discriminación de sus propios parientes paternos, pero lejos de acomplejarla, esa situación adversa la hizo una mujer fuerte e independiente. Razones que sin duda conquistaron el corazón de mi amigo… amén de su belleza que es evidente.

— Imagino que a la familia Andley no le hace mucha gracia que el patriarca del clan viva en la India trabajando por la liberación de ese país sin poner mucho interés en los negocios.

— No tienen nada que reprocharle — defendió enseguida el actor — El tiempo que Albert estuvo al frente de los negocios familiares fue siempre un brillante hombre de negocios. No dejó su puesto de manera irresponsable sino que dejó en su lugar al primo Archibald que lo ha hecho muy bien hasta ahora. Inclusive con los altibajos que estamos teniendo en la economía en estos días y que seguramente seguiremos teniendo en los siguientes años. Bueno, eso auguran Albert y Archibald, que entienden mucho más del tema que yo.

— ¿Y la familia de usted? ¿Qué opinaba su padre de su decisión de ser actor?— preguntó el reportero reaccionando rápidamente.

— Lo que usted debe imaginarse — respondió Terrence con desenfado — No es secreto que mi padre y yo estuvimos distanciados por mucho tiempo. Afortunadamente tuvimos lo que puede llamarse una reconciliación de último minuto… desgraciadamente esto no se dió hasta que él estaba por morir. Pero estoy agradecido con la vida de que nos haya permitido quedar en paz el uno con el otro.

— Entiendo… ¿Y su madre? Imagino que ella debió de haberle impulsado mucho en su decisión — se aventuró a preguntar Ellis sabiendo que entraba en aguas peligrosas ya que era proverbial que el actor nunca hablaba de la injerencia de su famosa madre en su carrera.

Terrence frunció ligeramente el ceño y Charles se imaginó que se saldría por la tangente sin contestar su pregunta, pero para su asombro el hombre se decidió a replicar la pregunta después de pensarlo un rato.

— Esa es la versión errónea que todos tienen. De una vez por todas voy a contestarle la pregunta y espero que escriba bien esa respuesta porque no pienso volver a hablar del asunto. En primera de cuentas no puedo negar que mi interés por el teatro me viene en la sangre. Mi madre y yo compartimos muchas cosas además de nuestro parecido físico, pero por extraño que les parezca a todos yo jamás le comenté nada al respecto de mi interés en convertirme en actor. De hecho, ella estaba aquí en Nueva York cuando yo decidí dejar Inglaterra y no se imaginaba ni siquiera remotamente lo que yo planeaba. Ella se había hecho a la idea de que yo sería el duque de Grandchester y me encargaría de los negocios y cargos políticos de mi padre en la cámara cuando él ya no estuviera. Después, cuando llegué a Broadway buscando trabajo ni siquiera visité a mi madre para enterarla de mi decisión. Quería hacer las cosas por mi mismo… sin usar el prestigio de mi madre como actriz para impulsar mi propia carrera. Estoy muy orgulloso de cada cosa que he logrado en mi trabajo, porque contrario a lo que muchos envidiosos piensan, todo lo he conseguido por mérito propio.

La voz de Terrence había cobrado vehemencia. Ellis pudo darse cuenta de que el tema era sin duda algo que despertaba las pasiones y hasta cierta indignación en su interlocutor.

— ¿Quiere usted decir que a los quince o dieciséis años decidió dejar la casa paterna y aventurarse en Nueva York sin el apoyo de ninguno de sus padres? — preguntó el hombre intrigado, pues nunca se había imaginado que la historia hubiese sido así.

— Debo admitir que tuve que vender un auto y un caballo que mi padre me había regalado para costearme el viaje a América y poder vivir un tiempo hasta conseguir un empleo, pero prácticamente es cierto lo que usted dice. Hice la venta en no menos de veinticuatro horas, empaqué y tomé el primer barco que salía de Southampton. Tuve que conseguir un pasaporte falso que me aumentaba la edad para poder viajar sin el permiso de mi padre, pero no fue difícil de lograr una vez llegado al puerto. Así de simple.

— Debió de requerir de mucho valor siendo tan joven y estando acostumbrado a vivir en el lujo de la nobleza británica— sugirió Charles.

Terrence no contestó inmediatamente al comentario del reportero sino que guardó silencio por unos momentos como si estuviera pensando hasta qué punto quería llevar sus revelaciones.

— Puedo decirle que tenía un motivo muy fuerte para actuar con tanta impulsividad. No creo que fuera valor. Era sólo… — se volvió a detener sondeando el rostro del reportero — Ellis, en su reportaje ponga lo siguiente: no fue valor lo que me movió a salir de Inglaterra en aquella ocasión. En ese entonces yo pensé que sería mejor así para bien de todos. No haré más comentarios… pero “off records” y siendo que ya usted tiene parte de la historia desde aquella noche en que el alcohol me llevó a cometer ciertas indiscreciones le contaré lo que realmente sucedió. Supongo que tengo su palabra de honor de que esto no saldrá de esta habitación.

— La tiene sin duda Sr. Grandchester— contestó el reporteo dejando su libreta en el sofá.

— Una vez más. Aunque sin duda mis planes eran convertirme en actor como siempre había soñado, no fue ni valor ni una irracional rebeldía lo que me movió finalmente a decidirme, — comenzó a narrar el joven — sino el deseo de proteger a la persona más importante de mi vida y a quien en ese momento yo pensé le convenía mi partida.

Ellis se quedó callado ante la respuesta del actor, preguntándose si esa persona de la que hablaba el artista sería la misma de quien él le había hablado 13 años atrás cuando lo habia conocido en un bar de Harlem..

— ¿Se refiere usted a esa joven de la que me habló… en aquella ocasión?

Terrence sonrió y los ojos le brillaron nuevamente.

Recordó entonces 1915, el año más negro de toda su vida. Romeo y Julieta era todo un éxito.Tenia tan sólo dieciocho años, pero su nombre era ya conocido ampliamente por todo el norte del país. Los tiempos de estrechez económica parecían haber pasado. Irónicamente, las cosas no podían estarle yendo peor. Se sentía confundido, solo, tremendamente triste y para empeorar las cosas había comenzado a beber demasiado. Una noche después de la función le habían faltado las fuerzas para ir a visitar a su novia y en lugar de dirigirse hacia Queens, donde ella vivía, se había encaminado a un bar barato, lejos del glamour de Manhattan.

El lugar era oscuro y poco concurrido por blancos, así que su identidad estaba cubierta. Esa noche, Charles Ellis que apenas tenía 22 años y recién iniciaba su carrera de periodismo había tenido la misma idea, un tanto molesto por una frustrada entrevista de trabajo que había sufrido aquel día.

Ambos jóvenes coincidieron en la barra y a pesar de estar sentados uno junto al otro no intercambiaron palabra en buena parte de la noche. Ellis venía con un amigo y Grandchester estaba demasiado ensimismado en sus pensamientos y su botella de whisky como para advertir lo que pasaba a su alrededor. Ya muy tarde, con el bar casi vacío, después de que el compañero de Ellis se había marchado y consumidas ya muchas copas, la conversación empezó a darse entre los dos únicos pobladores de aquella desierta barra.

Ellis no estaba muy borracho porque bebía lentamente y en realidad no tenía demasiado alcohol encima, pero era obvio que Granchester estaba totalmente perdido. El joven periodista se había ya dado cuenta de quién era el que estaba a su lado y una idea empezó a rondarle en la cabeza. Su accidental compañero de farra era nada menos que la revelación teatral del año, quien hasta el momento nunca había concedido una entrevista relevante a nadie ¡Y estaba junto a él, justo ahí, ebrio y bastante comunicativo!

—¿Tiene usted alguna idea de por qué estoy tan ebrio?— había preguntado Terri con voz aguardientosa y sin cuidar ya su fuerte acento británico al punto que a Ellis se le dificultó al principio entender lo que quería decir.

—Supongo que querrá divertirse — había sido la respuesta del periodista que se esforzaba por encontrar puntos claves de la conversación que había estado llevando con el actor a fin de poder recordarla después. No podía sacar su libreta y apuntarlo todo delante del artista así que debería de memorizar todo lo que le fuese posible.

— ¡Divertirme!… ¡Qué va, hombre!…¡Si no podría estar peor!… Pero todo es mi culpa.

—¿Por qué lo dice?

—Por estúpido, por supuesto. Por ser aristócraticamente estúpido… pero eso sí… muy honorable — había dicho el joven actor burlándose de sí mismo.

— No le entiendo.

— Dime tú una cosa… si conoces a una chica que hace que se te ponga la carne de gallina, el corazón se te llene de música y el alma se te abra de par en par de sólo mirarla… ¿Qué es lo que haces? — había preguntado el joven admirando a Ellis con el lirismo de sus palabras a pesar de su embriaguez.

— Supongo que si eso sucediera sería porque me he enamorado de ellla… entonces… supongo que la cortejaría y trataría de que ella estuviera a mi lado siempre.

— ¡Muy bien! Buena respuesta… eso hace cualquiera con dos centímetros de frente… menos yo por supuesto. A eso me refiero.

— Pero… — había titubeado Ellis, no muy seguro sii debía seguir presionando al ebrio con sus preguntas — Usted me ha dicho que tiene una novia ¿No es así?

— Ah sí… mi novia. Cierto… la chica más dulce que te puedes imaginar… me quiere tanto la pobre… pero ella no puede hacer que el alma cante por dentro.

— Entonces no la ama.

El joven había tardado un momento en contestar aquella última pregunta, como si en el fondo le costara aún trabajo sincerarse a pesar de la influencia del alcohol.

— No… ¿Triste, verdad?… Pero eso no es lo peor… estoy enamorado de otra… y maldita sea mi estampa, creo que nunca la voy a poder olvidar. Estoy enamorado con desesperación de esta otra chica. Mira, tiene ya tres años que no hago otra cosa que pensar en ella ¡Dios sabe que nunca he querido a nadie como a ella ni deseado a mujer alguna tan ardientemente como deseo a esta!

—¿Y por qué entonces no romper con la novia que tiene ahora y buscar a esa otra que le obsesiona tanto?

— Simple. Porque estoy obligado con mi novia. No hay otra salida…

Y así había continuado la noche en esas confesiones, no se dieron nombres, pero el reportero no los necesitaba. Ellis se había ofrecido a llevar al ebrio hasta Greenwich Village donde vivía y lo había dejado en un edificio de departamentos. Después, le tomó un buen rato regresar al Bronx, donde residía y tuvo que amanecer aquella noche escribiendo el artículo de su entrevista con el actor.

Aunque recordaba bien todos los detalles de la conversación, en último momento destruyó el primer borrador eliminando todos los detalles personales que sin duda aludían a Susannah Marlowe. Ellis pensó que de no haber sido por la embriaguez y porque él no había mencionado que era reportero, el actor que siempre era muy discreto, jamás hubiese revelado que su compromiso con la joven actriz era meramente de obligación y que no sólo no mediaba amor en él, sino que además había una tercera mujer que el actor amaba en secreto.

Una historia así, llena de detalles jugosamente pasionales, hubiese sido muy ventajosa para él, pero sus escrúpulos pudieron más que sus deseos de conseguir empleo. No obstante, había logrado editar la entrevista de modo que sonara menos reveladora, y con ella había conseguido su primer puesto en el New York Times. Terrence no olvidaba aquel gesto.

— ¿Se refiere usted a la misma joven?— preguntó de nuevo Ellis sacando a Grandchester de sus recuerdos.

—¿Usted qué cree, Ellis?— preguntó a su vez el actor con una sonrisa enigmática.

— Que efectivamente la joven de la que usted estaba enamorado fue la persona a quien usted quiso proteger con su partida… pero sigo sin entender exactamente cómo es que el hecho de que usted dejase Londres pudo haber ayudado a esa chica — inquirió Ellis pujando por saber más detalles de la historia.

— Éramos compañeros de colegio. Alguien que no nos quería bien nos tendió una trampa cuyas consecuencias exigían que uno de los dos abandonara el colegio. Yo no podía dejar que fuese ella quien sufriera ese castigo, sobre todo cuando la ponía en un serio predicamento con su familia. Entendí entonces que todas las cosas eran ya ineludibles y obvias. Yo no etaba a gusto con la vida bajo la tutela de mi padre y ella necesitaba que yo tomara una decisión rápida. Así que las circunstancias aceleraron los acontecimientos que tarde o temprano se hubiesen presentado — contestó el actor con soltura.

— Comprendo ¿De no haberse presentado las cosas de esa forma habría usted permanecido más tiempo en Inglaterra?

— Esa misma pregunta me la he hecho muchas veces — contestó el hombre divagando un poco los ojos en la superficie de las paredes de la habitación al tiempo que su mente especulaba en las cosas que pudieron ser y nunca fueron — Creo que a pesar de mis cada vez más frecuentes enfrentamientos con mi padre y los deseos de mi madre de que yo viviera con ella, me hubiese quedado en Londres hasta terminar el colegio. No tanto porque le diera mucho valor a la educación que ahí recibía, sino por prolongar el tiempo de vivir cerca de quien yo estaba enamorado… Imagino que hubiese estado dispuesto a humillarme ante mi padre y seguir bajo su tutela un tiempo más con tal de estar con ella… pero las cosas no se dieron así.

— Ya veo — repuso el periodista pensando rápidamente en la siguiente pregunta — pero cuando usted llegó a Nueva York y consiguió trabajo en la Compañía Stratford empezó a salir con Susannan Marlowe.

— Eso es falso — corrigió enseguida el artista con un leve fruncimiento de ceño — En esa época lo único que me importaba era memorizar el mayor número de roles que me fuera posible y ensayar el doble que los demás. Creo que ese rumor se originó cierta ocasión que salimos muy tarde de un ensayo de Macbeth. La madre de Susannah se encontraba enferma en esos días y no había podido ir con ella al ensayo como era su costumbre. Me ofrecí a acompañar a Susannah hasta su casa porque la escuché comentar a alguien más que le daba miedo regresarse sola hasta Queens a esas horas de la noche.

— Entonces usted niega cualquier tipo de relación con ella en ese entonces.

—Así es — afirmó el hombre con una seguridad que le hizo entender a Ellis que decía la verdad.

—¿Y qué pasó con la otra chica? — preguntó de nuevo el reportero.

— No la volví a ver ni a saber nada de ella hasta dos años después de mi llegada a América, pero le aseguro que en todo ese tiempo no dejé de pensar en ella ni siquiera un instante — comentó el hombre y de nuevo su expresión se iluminó mientras sostenía su barbilla con la mano izquierda.

—¿Y qué pasó cuando se volvieron a ver?

— Fue un encuentro más bien breve, pero suficiente como para que entendiéramos que lo que había entre nosotros era una de esas cosas que el tiempo y la distancia solamente hacen madurar y crecer aún más. Ella estaba viviendo en… — se detuvo el hombre brevemente como si estuviera pensando qué tan lejos quería ir en su narración — una ciudad lejana, pero empezamos a escribirnos a diario.

— Usted mantuvo esa relación en secreto— sugirió el reportero.

— Sí… nunca he creído que mi vida privada sea relevante. Quiero que la gente me conozca y recuerde por mi trabajo; no por los jugosos detalles de mi vida personal. En el escenario le doy al público eso que tengo dentro para compartir con todos. El resto lo guardo solamente para aquellas personas que son especiales en mi vida. Al público no le consciernen lo que hago fuera del teatro. Al menos eso es lo que yo pienso.

— Creo entender lo que usted dice — asintió Ellis respetando el punto de vista del artista, pero después de un segundo reaccionó con otra réplica para continuar la conversación — Entonces usted mantuvo esa relación digamos “epistolaria” por un tiempo sin que nadie en el medio lo supiera ¿Alguien más estaba al tanto?

— Algunos amigos íntimos de ella solamente.

— ¿Cuáles eran sus intenciones con la joven? — se animó Charles a indagar, sintiéndo que los pedazos de la historia que ya tenía cobraban cada vez más forma con aquella nueva información.

— Los mejores por supuesto — repuso el actor con vehemencia —Me moría de ganas por verla de nuevo pero la distancia y nuestras ocupaciones correspondientes no nos daban margen para vernos. Empecé a ahorrar pensando que podría viajar a visitarla en cuanto tuviera la oportunidad y tal vez formalizar la relación, pero entonces se dio la oportunidad de audicionar para el rol de Romeo. En ese momento mis planes cambiaron. Si conseguía el papel significaría mi primer gran éxito profesional y por ende el inicio de una vida mejor. Así que decidí concentrarme en lograr esa meta que no solamente me llenaría de satisfacciones profesionales, sino que me permitiría estar en una situación económica lo suficientemente estable como para proponerle matrimonio a la mujer que amaba.

— Pensaba usted muy en serio para ser tan joven. Imagino que no tendría ni veinte años entonces — somentó Ellis.

— Estaba a punto de cumplir los dieciocho pero vivía ya independientemente, estaba perdidamente enamorado y absolutamente cierto de lo que sentía ¿Para qué esperar más tiempo?

—Pero según los tristes detalles que usted me confesó en aquella ocasión que nos conocimos, usted tuvo que echar por tierra todos esos planes ¿No es así?

— Lamentablemente y con eso inicia la época más negra de mi vida — dijo el hombre con un suspiro leve.

— Recuerdo que usted desapareció un buen tiempo de la vida pública no mucho después de que yo le conocí. Debo confesar que llegar a pensar que nunca más se volvería a saber de usted en Broadway. Sin embargo, unos meses más tarde nos sorprendió a todos de nuevo al volver a las tablas ¿Puedo preguntarle qué fue lo que sucedió entonces? Extraoficialmente, por supuesto, aclaró Ellis sin retomar la libreta.

— En esa época hice las cosas más estúpidas y vergonzosas de toda mi vida — contestó el hombre alzando la ceja en un gesto de desaprobación — pero no quiero hablar de ello. Baste decir que un milagro me salvó de acabar conmigo mismo y al final de todo decidí regresar a Nueva York y retomar mi camino.

— Pero eso incluyó también formalizar el compromiso con la Srita Marlowe ¿No es así?

— Así es. En esa época yo pensaba erróneamente que estaba en deuda con Susannah y que la única manera de pagar honorablemente el favor recibido era casándome con ella. Mi dolor por la pérdida de la mujer que amaba en verdad me había hecho acobardarme ante ese supuesto deber, pero después de las experiencias vividas decidí que debía regresar y afrontar lo que creí mi responsabilidad. Por desgracia para la pobre Susannah las cosas no salieron bien, su salud se desmejoró y usted ya sabe el triste final de esa historia.

— Pero si ella no hubiese muerto usted se habría casado con ella ¿Cierto?— sugirió Charles llevando la conversación hacia otro punto que aún le intrigaba.

— Sí y ahora sé que hubiese cometido la mayor equivocación de mi vida. Pero para comprender eso me fue necesario cruzar el mar, enrolarme en el ejército y conocer a un hombre con quien estaré endeudado toda mi vida.

—¿Querría usted hablar de ese hombre? — se aventuró Ellis a preguntar.

— Claro, y eso sí lo puede usted publicar, omitiendo por favor todo lo referente a Susannah. No sé que hubiese hecho si usted hubiera sacado a la luz las cosas que le conté aquella vez en el bar. Lo último que yo quería era que se confirmara que mi compromiso con Susannah estaba fundado en un sentimiento de culpa y agradecimiento. No hubiese sido de caballeros, y ya que tuve la suerte de que usted fuese discreto aquella vez, quiero que la memoria de mi desafortunada ex—novia permanezca limpia ante la opinión pública. Usted me entiende ¿No es así?

— Por supuesto Sr. Grandchester. Usted descuide… pero me decía de ese hombre que conoció en Francia.

— Se trata de alguien a quien respeto muchísimo y considero uno de mis mejores amigos. Su nombre es Armand Graubner y es sacerdote.

Granchester se detuvo para observar la reacción de su interlocutor.

— ¿Me está diciendo que es usted religioso?

El artista se echó para atrás y rió un buen rato ante la sorpresa del reportero.

— Ciertamente no soy ateo, si eso es lo que usted insinúa, aunque tampoco podría decirse que soy muy devoto. Pero mi amistad con el Padre Graubner no tiene nada que ver con mis convicciones religiosas. Lo conocí en el frente y entablamos amistad en una época en que yo había dejado de creer en las personas. Él inició el trabajo de abrirme los ojos ante ciertos falsas concepciones que yo aún arrastraba conmigo como consecuencia de la educación ortodoxa que recibí y que me estaban haciendo mucho daño. Sobre todo en lo referente a la supuesta deuda que yo había creído tener con Susannah. Podemos decir que Graubner me ayudó a exorcisarme de la culpabilidad que llevaba a cuestas desde el momento en que Susannah se accidentó por salvarme la vida.

— ¿Sigue usted en contacto con este hombre… Graubner? — preguntó Ellis interesado.

— Por supuesto. Él vive ahora en Alemania donde está a cargo de una pequeña parroquia en la región de Bavaria. Nos escribimos seguido y cuando viajo a Europa siempre aprovecho para visitarlo.

— Así que el hecho de conocer a este hombre fue una de las cosas importantes que le acontecieron en Francia, además de haber conocido ahí a su esposa.— replicó Charles con doble intención.

— Sí, pero eso es algo que no necesariamente quiero guardar sólo para mi. Todo lo contrario, estoy muy orgulloso de contarme entre las amistades de Armand Graubner, pero lo que ahora voy a decirle eso guárdelo sólo para usted, una vez más por respeto a la menoria de Susannah.

— Usted dirá— le animó el periodista arrellanándose en el sofá listo para lo que habría de venir.

— Ellis, usted se ha ganado mi confianza a lo largo de los años con su trabajo siempre profesional. Le voy a confiar esto: mi esposa y yo no nos conocimos en Francia como la gente ha supuesto y nosostros hemos acordado dejarles creer.

— ¿Entonces? — preguntó el reportero y su mente empezóó súbitamente a atar ciertos cabos.

— Se lo diré de este modo — repuso el actor mientras su rostro se iluminaba con las últimas luces de la tarde — Conocí a Candy cuando yo estaba por cumplir los quince años y ella los catorce. A pesar de mi juventud me bastó mirarla una sola vez para entender que ella sería el amor de mi vida. Desde aquella primera noche me obsesioné con ella y a pesar de que luché contra el sentimiento a medida que se iba transformando de una fuerte atracción a un profundo amor, pronto tuve que rendirme a él y hasta el día de hoy me declaro vasallo de este amor.

Los ojos de Ellis se abrieron con pasmo en señal de que la comprensión había llegado a su mente.

— ¡Usted desposó a la joven de quien me habló aquella noche! — dijo al fin — Su primera obra de teatro es entonces autobiográfica, aunque usted ha dicho muchas veces que no es así.

— Acierta usted de nuevo — respondió el actor sonriendo — El destino, que a fin de cuentas quiso sernos favorable, nos dio una úlitma oportunidad para reparar el error que cometimos al sacrificar nuestro cariño en aras de un mal entendido sentimiento de deber. Por eso amigo, le decía yo al principio de esta conversación que mi experiencia en Francia, si bien fue cruda, me trajo a cambio la más grande de las bendicones a las que puede aspirar un hombre. Tal vez me costó unas cuantas heridas de bala y el dolor moral de haberme manchado las manos de sangre, pero la vida me ha pagado a cambio con creces.

— Me alegra por usted, Grandchester. Pocos hombres pueden decir que han amado a una sola mujer toda su vida y aún más, contar la dicha de tenerla a su lado. Pero no entiendo el deseo de usted y su esposa de ocultar una historia de amor tan hermosa.

— No ha sido así. Usted mismo acaba de entender acertadamente que la historia está escrita en mi primer drama. Lo que la vida nos permitió aprender con la experiencia está ahí para que todo mundo lo perciba.No obstante, hemos querido que el mensaje esté velado. Nuestro deseo es proteger la memoria de Susannah, como un úlitmo gesto de agradecimeinto y de respeto al dolor en que ella vivió. Sólo eso.

— Pues le admiro por ello. No se preocupe por lo que me ha dicho.

— Pero ahora pregúnteme algo que sí pueda publicar o me temo que su entrevista no llenará una cuartilla — bromeó el actor y el reportero rió de buena gana.

— Me gustaría saber la razón por la cual usted dejó de actuar tan intensivamente. Algunas opinan que no es bueno para su carrera dramática hacer solamente un tour breve al año con una única puesta en escena.

—Sí, he escuchado esos comentarios — respondió el hombre con tranquilidad —, pero me tienen sin cuidado porque, si bien estoy menos presente en el escenario que antes, la calidad de mi trabajo es superior y más cuidada. Al mismo tiempo tengo la oportunidad de no descuidar mi carrera de escritor.

— Bueno, eso es muy cierto — comentó Charles con un asentimiento de cabeza — También se dice que lo que ha perdido el público al tener menos de Terrence Grandchester como actor, lo ha ganado al tener más de Terrence Granchester como dramaturgo. Además, tengo que reconocerle que es muy cierto lo que ha dicho en cuanto a su calidad histriónica. Cuando usted sube al escenario nos sorprende con un mayor nivel interpretativo en cada nueva puesta en escena.

— Gracias, Ellis, usted será siempre uno de mis espectadores favoritos — respondió el actor sabiendo que los cumplidos del periodista eran sinceros.

— ¿Podría decir entonces que sus intereses literarios lo han llevado a tomar estas medidas? — inquirió el reportero retomando el temaa.

— No — replicó el hombre poniéndose serio — Es verdad que deseaba tener más tiempo para escribir, pero la decisión no la tomé en función de eso. Fue más bien un motivo de distinta índole.

— ¿Se puede saber? — preguntó Ellis y Grandchester tomó un segundo para pensar cómo debía responder a esa pregunta.

— Mis motivos fueron familiares— dijo él al fin — Las constantes giras que hacía me estaban alejando demasiado de casa y eso terminó por lastimar a mi familia. Lo peor fue darme cuenta de que mis hijos Dylan y Alben estaban resintiendo mi ausencia al punto de que Alben ya no me reconocía cuando estaba en casa. Tendría entonces apenas un año. Por otra parte Dylan se mostraba irritado y lejano. Afortunadamente me di cuenta antes de que las cosas empeorasen aún más y corregí el rumbo. Después de que tomé esa decisión Dios nos bendijo con la llegada de Blanche ¿Qué más podríamos pedir?

— Supongo que su esposa estará muy contenta con su gesto. Pocos hombres están dispuestos a sacrificar su carrera en pro de la unidad familiar — comentó Charles.

— Ella se merece eso y más. No me perdonaría nunca si mi carrera llegara a alejarme de mi mujer y mis hijos… En esa época aprendí que yo sin ellos no soy ni la mitad del hombre que usted ve ahora…

La mente de Terrence volvió a dejar la conversación por unos breves instantes para remontarse a cinco años atrás… Todo parecía perfecto en su vida. Tenía apenas 26 años pero su prestigio como primer actor estaba ya más que consolidado. La compañía Stratford le pertenecía en un 40% por lo que tenía injerencia directa en las decisiones sobre las obras que se ponían en escena y los actores que se contrataban. Todo ello le daba una posición de poder dentro de la industria del entretenimiento en Nueva York. En otras palabras, era al mismo tiempo admirado y temido, porque era capaz de entronar o destruir la carrera de muchos. Adicionalmente, su carrera de dramaturgo empezaba ya a traerle importantes dividendos y por si fuera poco, contaba con la fortuna heredada de su padre que Steward seguía administrando fielmente. Ciertamente Terrence Grandchester jamás se moriría de hambre.

Pero fama, dinero y poder no eran lo único que le daban una situación envidiable. Estaba casado con la heredera de una de las familias más ricas del país, quien además de hermosa le amaba con locura y le había dado dos hijos sanos y fuertes. En fin, gozaba de salud, junventud, atractivo, un presente sólido y un futuro brillante ¿Cómo no ser el foco de las envidias más mesquinas y las ambiciones más ilegítimas?

Bajo las tranquilas y deslumbrantes aguas de la fama y el prestigio que gozaba, se empezaron a formar peligrosos remolinos ocultos. El primero de ellos fue Marjorie Dillow, una de las actrices de la compañía Stratford, que tuvo la mala idea de buscar un rápido ascenso en el difícil mundo del espectáculo por medios distintos a su talento histriónico. El segundo fue Nathan Bower, un actor irlandés que se había instalado en Nueva York por aquellos días y que había ganado súbita reputación, no sólo como actor, sino como seductor profesional…

Terrence había conocido a Bower en una fiesta organizada por Robert Hathaway por motivo de su quincuagésimo cumpleaños y desde el primer momento las alarmas de su instinto sonaron con fuerza. Conversando con un grupo de compañeros, los ojos de Terrence habían sorprendido que desde lejos Bower observaba con insistencia a alguien en el otro lado del salón. Por la expresión en el rostro de Bower no le fue difícil entender que el hombre estaba desnudando con la mirada a alguna mujer bonita que le había llamado la atención. Grande fue su disgusto al comprender que la mujer que Bower estaba mirando era nada menos que su esposa. Desde entonces el aristócrata no pudo resistir la presencia de su colega actor sin sentir ciertos irracionales deseos de cortarle el cuello. Sin embargo se guardó para sí su disgusto.

Con el tiempo el incidente pasó a segundo término pues otro interés ocupaba su mente: acumular cierta fortuna antes de terminado el lustro para asegurar una herencia a su hijo menor que se pudiera equiparar a la que por ley le pertenecía a su hijo mayor. Dylan heredaría la fortuna y el título de los Grandchester que le correspondían a su padre y por lo tanto su futuro estaba resuelto. Terrence quería que Alben también gozara de una posición similar. Era muy extraño. Antes las cuestiones económicas no parecían importarle, pero la paternidad había hecho cambiar sus puntos de vista al respecto y no podía evitar sentirse preocupado por el futuro de su familia. Ese motivo, más que cualquier otro, lo llevó a entrar en una compulsiva serie de giras a lo largo y ancho del país durante el tiempo entre temporada y temporada en Broadway.

Robert Hathaway se venía ocupando solamente de la dirección artística del grupo y dejaba que su joven socio tomara las decisiones en cuanto a las contrataciones del grupo fuera de Nueva York. El éxito que estaba gozando la compañía era tan deslumbrante que los demás actores no se quejaron del durísimo ritmo que se les imponía. Parecía ser que el brillo de la popularidad los había embriagado a todos conjuntamente.

Desafortunadamente ese año no había sido el mejor para la primera actriz de la compañía, Karen Clais, quien había quedado en cinta para su gran disgusto. Aunque la joven intentó seguir con su siempre incansable rutina de trabajo, la naturaleza acabó por vencer su voluntad y tuvo que quedarse en Nueva York en un forzado retiro por los últimos meses de su embarazo. En su lugar, un nuevo nombre empezó a darse a conocer. Marjorie Dillow vió finalmente su gran oportunidad cuando Robert Hathaway la propuso como suplente de Karen a pesar de que Terrence no estaba muy convencido del talento de la novata. A fin de cuentas pudo más la opinión del veterano artista y Dillow suplantó a Karen en todos los roles que la actriz tomaría en las giras de aquel año.

No pasó mucho tiempo antes de que la prensa empezara a dejar escapar comentarios sugerentes sobre la relación del primer actor de la compañía con la nueva estrella. Terrence, siguiendo su costrumbre, ignoró las notas maliciosas y dio por hecho que su esposa también lo haría. El asunto no se mencionó siquiera durante las cortas estancias del actor en su casa. Sin embargo, el daño en el corazón de la joven Sra. Grandchester empezaba ya a dejarse sentir, muy a pesar de los grandes esfuerzos que ella hacía por no prestar atención a las habladurías.

Las ausencias de Terrence se prologaban, los rumores al respecto de su relación con Marjorie aumentaban y la presencia de Nathan Bower se hacía más patente. Candy había vuelto a ver al actor irlandés accidentalmente cierta tarde de Noviembre mientras paseaba con sus dos pequeños hijos en un parque cercano a su casa. Desde entonces había surgido una amistad entre ambos y las cosas se hubiesen quedado ahí de no ser porque un testigo inoportuno llevó la noticia a oídos del marido ausente.

Los acontecimientos no podían haber sido más propicios para el conflicto. Finalmente la bomba terminó por estallar hacia principios de Diciembre cuando Terrence regresó a Nueva York para descansar unos días antes de terminar su gira Navideña. La pareja discutió acaloradamente y en el transcurso de la pelea ambos se dijeron cosas que realmente no sentían, pero que eran prueba feaciente de que el distanciamiento había dañado su relación.

Terrence le reclamó a su esposa su amistad con Bower la cual consideraba impropia y poco conveniente para su reputación, y su mujer, como siempre de ánimo liberal e independiente se dejó llevar por la indignación. La desconfianza que ella sintió en las palabras de su marido la llevaron a hacer algo que jamás pensó llegar a decir: reclamarle a su marido abiertamente la cadena de rumores sobre él y Marjorie Dillow. Obviamente la pelea solament se recrudeció con aquel nuevo ingrediente y después de decir muchas cosas que no convenían Terrence salió de su casa dando un portazo y Candice se encerró en su recámara. Aunque una parte de ella quiso correr para impedir que su marido saliera disparado en su auto, su orgullo pudo más y se quedó en casa.

Terrence recordaba bien que la noche era fría porque el día anterior había escarchado sobre Fort Lee y las ruedas del auto patinaron más de una vez sobre el hielo, pero a él no parecía importarle. Lo único en que podía pensar era en cruzar el puente Washington y llegar hasta el departamento de Bower en Manhattan con un solo propósito, descargar toda su frustración y furia en el rostro del irlandés. Afortunadamente a sólo unos metros de llegar al Hudson, su auto se detuvo incapaz de continuar andando por más tiempo debido a la falta de combustible.

Lanzó una maldición y se desplomó sobre el volante. Le pareció haber vivido algo similar antes, pero no alcanzaba bien a definir cuándo o dónde. Lo cierto es que ese fuego que le quemaba el pecho tenía un único nombre: celos. Nadie en el mundo despertaba en él unos celos tan intensos y dolorosos como Candy. Nadie como ella era capaz de amedrentarlo y hacerlo sentir tan inseguro, sólo que hacía ya mucho tiempo que él se había olvidado de ello, gracias a aquellos deliciosos años de estabilidad conyugal. Sin embargo, había bastado una indiscreción por parte de una tercera persona para que toda aquella seguridad se viniera abajo.

El frío otoñal empezó a inundar el vehículo ayudándole a enfriar las pasiones un poco, al tiempo que la razón volvía asomar su cabeza. Se apeó del automóvil y desistiendo de su primer impulso de buscar a Bower se encaminó de regreso a Fort Lee. Durante aquella larga y helada caminata el arrepentimiento no tardó mucho en llegar mientras que con espanto recordaba las cosas que le había dicho a su esposa ¿Cómo era posible que hubiese dicho tantas tonterías juntas? Pero ya era demasiado tarde para evitar el daño que seguramente ya habían causado… apresuró el paso preguntándose la manera en como enfrentaría a su esposa al llegar a casa.

Llegó a su casa casi al despuntar el alba. Tiempo después Terrence le agradeció al cielo que los sirivientes ya no vivían más en la casa, porque hubiese sido muy penoso que presenciaran su desesperación cuando al abrir la puerta de su recámara no encontró a su esposa dormida como esperaba. En su lugar había solamente una lacónica nota:

Terrence:

Creo que la distancia que ha mediado entre los dos este último año nos ha hecho más daño del que yo quería admitir. Me temo que si esta situación sigue como hasta ahora pueda afectar a nuestros hijos. Dios sabe que eso es lo último que desearía. Me parece que es mejor que nos tomemos un tiempo lejos uno del otro para reflexionar sobre las cosas que queremos hacer cada uno con nuestras vidas de ahora en adelante. Partiré con los niños para tomarnos un descanso juntos. Por favor, no nos busques. No tengas cuidado de Dylan y Alben. Ellos estarán bien conmigo.

Candice.

Después de leer aquella nota se dislocaron los cimientos que sostenían el delicado equilibrio de su vida. De la noche a la mañana parecía que la oscuridad vivida en otro tiempo y prácticamente olvidada durante cinco años de estabilidad emocional volvía de súbito a tomar el control.

Como nunca antes Terrence comrpendió que las bendicones terrenas son frágiles como las alas de las mariposas, que si bien pueden conservarse toda la breve vida del insecto, también pueden destruirse prematuramente bajo alguna mano inconsciente. Entumecido por aquel golpe con la realidad no atinó a hacer movimiento alguno hasta varias horas después ¿Cómo reacciona un hombre cuando todo parece indicar que su esposa lo ha abandonado? Si Albert Andley o Andre Graubner hubiesen estado cerca sin duda él hubiese corrido a buscarles, pero el millonario estaba entonces en Inglaterra, ocupado en consolar a Raisha Linton después de la muerte de su padre, y Graubner estaba por mudarse de Lyon a Bavaria. Miles de millas lo separaban de sus dos mejores amigos. Estaba solo en aquel embrollo en el que él se había metido inconscientemente.

Sin embargo, no todo lo que le había enseñado la vida se había olvidado en aquellos días de bonanza. Al menos algo había aprendido y eso era a ser menos reacio a reconocer sus errores. Así que una vez que su mente y corazón terminaron de entender la gravedad de la situación Terrence decidió que no tenía otra opción que tomar cartas en el asunto.

— ¿Qué haces cuando todo lo demás falla? — le había preguntado Archibald un par de años atrás, cuando el joven millonario luchaba por recuperar el amor de la mujer quen no había sabido apreciar.

— ¡Rogar! — había sido la sencilla respuesta del actor.

Y si de rogar se trataba Terrence decidió entonces que estaba dispuesto a hacerlo de nuevo.

Por supuesto, todavía tenía deseos de desollar vivo a Nathan Bower, pues estaba seguro de que la supuesta amistad del actor irlandés con Candy no era más que una poca caballerosa estratagema de Nathan para comprometer a la dama que lo había atraído desde el primer momento en que posara sus ojos en ella. Bower tenía fama de casanova y Terrence sabía de sobra que su mujer era una joya que fácilmente despertaba la codicia de aquellos que suelen encontrar diversión en hurtar lo prohibido. Por otra parte, el joven actor no tenía dudas de la virtud de su esposa, pero temía que la amistad con Bower fuese a desencadenar las dañinas habladurías de Broadway.

Eso había sido lo que había hecho estallar la discusión, pero ya con más frialdad Terrence reconocía que se había extralimitado con las palabras. En suma, se sentía avergozado del modo como le había recriminado a su esposa por su amistad con Bower y bastante preocupado por las cosas que Candy le había echado en cara por los rumores que corrían sobre su relación con Marjorie Dillow.

— ¡Marjorie Dillow! — se decía él mientras movía la palanca de velocidades con nerviosismo — ¡Malditos reporteros y maldita sea mi suerte! ¡Debí haber tenido más cuidado con Marjorie!…

— Imagino que no fue fácil decidirse a reducir su ritmo de trabajo cuando estaba teniendo usted tanto éxito. — sugirió Ellis haciendo que la mente de Terrence regresara al presente.

— En realidad no me tomó demasiado esfuerzo— contestó enseguida el artista cubriendo las emociones que en él habían despertado los recuerdos con su bien entrenada habilidad para controlar cada uno de sus gestos— Lo cierto es que después de más de un año de no estar en casa durante largos periodos, me encontraba cansado, insatisfecho y. . diríase que incompleto. Cuando di por terminada esa cadena de giras frenéticas y empecé a disfrutar a mi familia, me di cuenta de lo estúpido que estaba siendo ¿Me entiendo, usted, Ellis?

— Creo que sí. . — repuso Charles con una sonrisa de comprensión — Pero siendo el hombre inquieto que usted sin duda es, su mente no se ha dado tregua en este tiempo. Por el contrario, se ha vuelto un escritor muy prolífico durante los últimos años. Voy a hacerle una pregunta que tal vez sea gastada y hasta un tanto estúpida ¿De dónde toma usted ideas para sus obras? Siempre nos sorprende con temas disímbolos.

El semblante de Terrence se relajó aún más y acomodándose de nuevo en el sillón se dispuso a contestar con placidez.

— Siempre me ha gustado observar a la gente. Mis historias en realidad no son mérito propio. Las tomo de las personas que alguna vez se han cruzado en mi camino y de los sentimientos que todos alguna vez hemos experimentado.

— En su ultima obra, “Al otro lado del Atlántico” usted relata la historia de un hombre que vive obsesionado por el recuerdo de una pasión no correspondida que casi lo lleva al suicidio ¿Tenía usted en mente a alguna persona en especial cuando creó al personaje de Jules?

— Bueno, de hecho le debo la historia a dos hombres que conozco, cuyos nombres obviamente no puedo revelarle — contestó el artista con un amplio movimiento de su mano derecha — Encontré sus experiencias hasta cierto punto. . digamos…paralelas. Junté algo de aquí, algo de allá y el resto lo confeccionó la imaginación.

—¿Fueron ellos tan afortunados como Jules al final de la obra? — preguntó Ellis interesado.

— Puedo decirle sin temor a equivocarme que así ha sido – aseguró Terrence pensando en Yves a quien había visto por última vez el año anterior. El tiempo, que es siempre la mejor medicina para el alma, había logrado que el joven médico olvidase sus pasados fracasos amorosos, abriéndole también los ojos ante el cariño de una mujer que lo había amado silenciosamente por años. Terrence recordaba todavía aquellos adioses en la sucia estación del tren, entre pertrechos y municiones. En esa ocasión Terrence sabía que a pesar de la sonrisa que Yves se esforzaba en mantener había aún una dolorosa sensación de pérdida que se ocultaba detrás del rostro sereno del médico.

A veces, en los momentos de serenidad plena cuando contemplaba el rostro de su esposa durmiendo a su lado, se solía preguntar lo que hubiese sido su vida si fuese otro, tal vez Yves o Archibald, quien gozase la dicha de tener a Candice en su lecho. En esos instantes Terrence no dejaba de asombrarse de que el corazón de la joven lo hubiese elegido a él, y como a pesar de su carácter impulsivo Terrence era un hombre de naturaleza noble, no podía evitar sentir algo de pena por sus antiguos rivales. Con el tiempo el actor había llegado a la conclusión de que tal vez el cielo había querido compensarle las carencias de la infancia con el don de un amor bien correspondido. En silencio su corazón hacía votos para que tanto el magnate como el médico pudieran encontrar por lo menos una pequeña parte de la dicha que él disfrutaba.

Afortunadamente sus buenos deseos habían sido escuchados y ambos jóvenes habían terminado por recobrarse de los pasados fracasos. Después de la guerra Yves había dejado el ejército dedicándose a ejercer su profesión en un hospital en París. Le tomó mucho esfuerzo sobreponerse a la depresión que le sobrevino cuando la urgencia de las batallas hubo terminado y tuvo que enfrentarse a la dura realidad de ver a todos sus hermanos y amigos ya casados mientras él continuaba solo. Para su buena suerte, la ayuda le llegó del lugar menos pensado.

La vida acabó enseñándole que el amor está a veces aguardándonos a la vuelta de la esquina a pesar de que nos obstinemos en ignorarlo. Lentamente, de manera casi imperceptible, la tímida compañía de una buena amiga fue convirtiéndose en la mejor medicina para sanar sus heridas y una buena mañana Yves se despertó dándose cuenta de que ya no había dolor en el corazón. Pero hacía falta más que eso para que el joven médico advirtiese que un nuevo afecto crecía ya en su pecho.

En 1924 Paul Hamilton falleció finalmente, víctima de su alcoholismo crónico. Su viuda, al verse liberada de aquel lastre que le había marchitado la juventud, le escribió a su hija mayor, Flammy, rogándole que volviera a América. La Sra. Hamilton esperaba que una vez desaparecido su esposo, causa principal del alejamiento de Flammy, la joven pudiera sentirse más cómoda para volver a Chicago al lado de su familia.

Habían pasado largos diez años desde aquella vez que Flammy dejara los Estados Unidos para irse a trabajar a Francia como enfermera militar y la idea de regresar a Chicago le cayó de sorpresa a la joven. No era algo que estuviera en sus planes, pero por primera vez en mucho tiempo la nostalgia invadió su corazón y empezó a considerar la opción. La joven había decidido quedarse en Europa al término de la guerra porque en el fondo acariciaba la remota idea de lograr conquistar el cariño de un hombre, pero los años habían pasado y aunque podía jactarse de haberse ganado la confianza y la amistad de Yves Bonnot, parecería que éste no podía ver en ella más que una buena amiga.

Flammy se miraba al espejo y se sentía vieja. Aunque gracias a la influencia de Julienne, Flammy había aprendido a sacar mejor partido de su apariencia, la joven sentía que no importaba cuánto se esforzara, nunca podría llegar a competir con la belleza de su antigua condiscípula de la escuela de enfermería. Y como al parecer Yves no estaba dispuesto a conformarse con menos que eso, Flammy finalmente decidió que era tiempo de volver a ver el lago Michigan.

Curiosamente esa fue la mecha que prendió la flama que estaba durmiendo en el corazón de Yves. Cuando la muchacha le confió su decisión de regresar a su país natal Yves quedó impávido y apenas si hizo algún comentario al respecto. Después de esa entrevista Flammy no supo de su amigo en más de un semana por lo que se imaginó que al joven no podía importarle menos su decisión. Sin embargo, como seguía siendo la misma orgullosa Flammy de siempre se tragó las lágrimas y siguió adelante con los preparativos de su viaje.

Contrariamente a lo que la joven morena pensaba, esos días fueron los más espantosos que Yves podía recordar desde sus experiencias de guerra en el bosque de Argona. De repente todo cuanto creía cuerdo y cierto se convirtió en locura ¿Era natural sentirse tan desquiciado porque una buena amiga se iba lejos? Triste, tal vez sí… melancólico, inclusive ¿Pero totalmente desesperado? De buenas a primeras Yves sentía que la vida perdería el sentido si Flammy Hamilton no estaba a su lado y entonces finalmente se dio cuenta de que estaba enamorado de ella. Esos impulsos extraños que últimamente sentía cuando estaba cerca de ella hacía un buen tiempo que habían dejado de ser meramente fraternales, pero sus sistemas de defensa no se lo había permitido ver.

Sin embargo, la confusión que pronto se convirtió en certeza terminó por degenerar en nuevos miedos ¿Cómo decirle de repente a su mejor amiga que se había enamorado de ella? Eso era algo que ya había vivido antes y lo último que necesitaba era un nuevo rechazo. Flammy parecía siempre tan independiente y desinteresada en los hombres. . Así que Yves terminó rindiéndose ante su cobardía y dejó partir a Flammy sin decirle nada y ella a su vez hizo lo propio guardándose sus sentimientos en secreto a pesar de la insistencia de Julienne para que se sincerara con Yves.

Después de la partida de Flammy las cosas fueron de mal en peor para Yves. Su madre pensó alarmada que esta vez su hijo terminaría loco. Pero afortunadamente, la patente distancia que había entonces entre él y Flammy fue obrando un cambio en el ánimo del joven que del miedo pasó a la desesperación para luego terminar por recobrar el coraje perdido.

Así pues, una de esas lánguidas tardes de verano en Chicago, Flammy interrumpió el trabajo de limpieza que estaba realizando en su recién alquilado apartamento. Alguien llamaba a la puerta, así que la joven dejó de lado el delantal de percal que llevaba puesto y se dirigió a la entrada para descubrir con enorme sorpresa que del otro lado del umbral estaba parado Yves Bonnot, mirándola como si ella fuese la mujer más hermosa de la tierra. Después de ese momento pocas palabras se necesitaron. Con la naturalidad de algo que es ya demasiado obvio, ambos jóvenes se entregaron al sentimiento que había anidado en sus corazones por largo tiempo. Cuando las más elementales explicaciones se hubieron dado e Yves tomó en sus brazos a Flammy para besarla por primera vez, no pudo evitar preguntarse mientras se perdía en el placer de la caricia por qué había esperado tanto tiempo para volver a vivir. Desde entonces ambos jóvenes se ocuparon en recuperar, si no los años, por lo menos la pasión desperdiciada.

No mucho tiempo después la pareja contrajo matrimonio. Sin olvidar a quien seguía considerando su mejor amiga a pesar de los años y la distancia, Flammy invitó a los Grandchester al sencillo enlace. Para Candy, que no había dejado de rezar ni un solo día por Flammy e Yves, aquél fue un día de fiesta tan importante como lo habían sido las bodas de Annie y Patty. La rubia temió al principio su encuentro con Yves a quien no había visto desde aquella desafortunada noche del baile, pero al ver el semblante feliz y pleno del joven, Candy pudo al fin respirar aliviada, pues en cierto modo aún se sentía culpable por no haber podido corresponder a los sentimientos de su amigo. Finalmente podía volver a ver directo a las pupilas grises de Yves sin tener que bajar los ojos, podía verlo de frente y sentir simplemente la mirada de un buen amigo.

Tiempo después Yves le contaría a Terrence lo que había sido de su vida desde el fin de la guerra y así, con algo de las experiencias del joven médico, y algo de lo que Archie le confiara alguna vez, nació “Al otro lado del Atlántico”, obra que había abarrotado los teatros de todo el país en fechas recientes.

La conversación entre Terrence y el reportero continuó un buen rato más, mientras el joven artista contestaba detalladamente las preguntas que sobre sus obras le hacía Ellis, quien con el paso del tiempo y la experiencia se había convertido en un verdadero experto en la materia.

Un poco cansado de estar sentado el aristócrata invitó al periodista para mostrarle su casa al tiempo que continuaban la conversación. Ellis revisó fascinado la gran colección de libros que el actor tenía en su biblioteca y los objetos exóticos que mantenía guardados dentro de una vitrina que adornaba su estudio. Los que no habían sido colectados por el propio Grandchester en sus diversas giras, eran regalo de Albert Andley, fruto de los incesantes viajes del millonario.

Esta es una máscara de la tribu Watusi – explicó Terrence mostrándole al reportero la colorida presea mientras le explicaba el uso que le daban los nativos de esa tribu a semejante objeto – El fallecido suegro de Albert era un experto geógrafo y antropólogo. Pasó muchos años de su vida en África. De hecho fue ahí donde Albert conoció a los Linton.

—Ya veo… Pero dígame… ¿Puedo preguntarle qué hace esto aquí? — indagó Charles señalando una sencillla taza de porcelana barata que lucía extrañamente ordinaria en medio de aquella colección de curiosidades exóticas.

Terrence curvó sus labios bien trazados en un gesto enigmático al tiempo que tomaba la taza de la vitrina.Era, efectivamente un objeto viejo, deslucido y simplón entre estatuillas de marfil laboriosamente talladas provenientes de la india; piezas de talavera traídas del centro de México y pipas ceremoniales de la tribu Cheyenne.

—Esto, Ellis, es un pequeño recordatorio — masculló el joven artista con un leve suspiro — ¿Ve usted este objeto común y poco atractivo? Cada vez que lo observo me sirve para tener siempre en mente que las cosas verdaderamente valiosas en la vida del hombre no son las que el dinero puede comprar… aún así, requiere mucho más esfuerzo obtenerlas y mantenerlas que amasar una gran fortuna. Es un obsequio de una anciana dama a quien debo sin duda una de las lecciones más importantes de mi vida— terminó de explicar el hombre.

De nuevo la mente de Terrence se remontó a aquel momento algunos años atrás en que se dirigío desesperadamente al único lugar donde se le ocurría podían estar su esposa e hijos. Estaba tan alterado que ni siquiera se molestó en comprar un boleto de tren, sino que tomó uno de sus autos y sin pensarlo mucho emprendió el largo viaje a Indiana. Manejó histéricamente, deteniéndose lo menos posible ¿Qué importaban las demás cosas cuando el corazón le decía que lo más escencial para vivir le faltaba?

Después de horas y horas al volante por fin la desviación del camino nevado se abrió ante sus ojos, llevándolo hacia un panorama campirano rodeado de coníferas centenarias. El camino vecinal rodeaba el valle y se perdía detrás de una colina desde cuya cima vigilaba un antiguo abeto de severa belleza. Al pasar la curva pudo por fin mirar de lejos la casa a la cual se dirigía.

Pronto se estaba estacionando en el solar de la casa y apeándose nerviosamente. En el umbral se veía a una anciana regordeta cubierta de un vestido de lana que le llegaba a los tobillos. Detrás de sus gafas metálicas sus ya cansados ojos observaron compasivos al joven hombre, que a pesar de su barba de varios días, los enormes círculos negros al rededor de los ojos y la ansiedad en sus movimientos, no perdía la arrogancia de su porte.

— Terrence, hijo, te estábamos esperando — le saludó la anciana cuando se econtraron frente a frente.

— ¿Está ella…? — se apresuró éél a preguntar jadeando y olvidándose de saludar a la dama a quién no había visto desde el verano anterior.

— ¡Vamos, hijo, entra en la casa! Despuéss habrá tiempo de hablar — le reconvino la anciana con la usual dulzura que la caracterizaba y a la cual Terrence no pudo resistirse.

La Srita Pony abrió la puerta y una vez más el calor de aquel hogar que olía siempre a madera antigua, especies, vainilla y frutas en conserva llenó los sentidos del joven. Niños y religiosas cruzaban los pasillos saludando al recién llegado a su paso. La anciana guió al joven hacia una de las estancias, pero antes de entrar en la habitación una viejita diminuta y con el rostro zurcado de mil arrugas salió al encuentro del visitante.

— ¡Terri, muchacho! — saludó la viejita ccon una sonrisa brillante —

— Abuela Martha ¿Cómo está usted? — saluddó Terrence deseando no haberse encontrado a la anciana en ese momento. Secretamente temía la descarnada franqueza de la cual la Sra. O’Brien siempre hacía gala.

— Pues no muy bien de salud últimamente, pero comparada contigo seguramente estoy de maravilla ¡Mira nada más como vienes! — dijo Martha a boca de jarro sin reparar en las señas que la Srita Pony le hacía para que midiese sus comentarios.

— ¿Qué puedo decirle Martha? Tiene usted razón. Pero créame, me veo mejor que como me siento— admitió el joven sin poder resistirse al encanto de la viejita.

— Eso está muy mal hijo… pero suponggo que estás aquí porque quieres remediar esos problemillas ¿No es así? — preguntó la anciana dama guiñando un ojo y dándole una palmada al brazo del joven pues Terrence era demasiado alto como para que ella pudiera alcanzar su hombro.

— Eso espero — balbuceó Terrence tratandoo de controlar sus emociones.

— Anda con Pony, seguramente ella tendrá nuevas de importancia para ti. Pero arriba el ánimo muchacho. Nada es verdaderamente tan grave… ¡Si lo sabremos nosotros lo viejos. ! Ahora, si me disculpas, los dejaré solos — se excusó la viejecita desapareciendo por el mismo pasillo por el cual había llegado.

Terrence se quedó mirando a Martha mientras se perdía de su vista y le pareció que había sido justo ayer que la había ayudado a entrar al Colegio clandestinamente ¡Ojalá las cosas fuesen tan simples como en aquella época! — pensó — y luego siguió en silencio a la Srita. Pony hasta la estancia.

La anciana le hizo quitarse el abrigo y a cambio le entregó una taza de cocoa muy caliente para después invitarlo a sentarse junto a ella, frente al hogar. Permanecieron callados unos instantes mientras Terrence buscaba desesperadamente las palabras con las cuales explicar a la dama lo que había sucedido. Era tan difícil poder concentrarse cuando en cada rincón de aquel lugar se podía respirar la presencia de Candy, como si las paredes estuvieran impregnadas de su risa y el vivaz ritmo de su paso.

— Supongo que estarás aquí buscando a Canndy ¿No es así? — dijo finalmente la anciana poniéndose seria, pero sin perder su perenne expresión maternal.

— Sí — contestó él sin atreverse a decir más.

— Otra persona que no fuese yo diría que llegas tarde — contestó la anciana y la expresión desesperada de Terrence le encogió el corazón.

— ¿Quiere decir que ella estuvo aquí y see ha marchado? — preguntó él ansioso poniéndose de pie. — Dígame a dónde se ha ido. Tengo que hablar con ella lo antes posible.

— Hijo, por favor, — le rogó la anciana —— te suplico que escuches primero todo lo que tengo que decirte antes de que hagas cualquier otra cosa.

Terrence bajó los ojos y con cierta reticiencia accedió a la petición de la anciana. Ambos se sentaron nuevamente mientras la vieja tomaba un gran respiro antes de comenzar.

— Terrence, te dije que cualquiera diría que llegas tarde, pero a mi me parece que no has podido llegar en mejor momento — comenzó la anciana a explicarle — No creo que convenga que veas a Candy por ahora. Primero es necesario que tú y yo tengamos esta conversación. Prométeme que me escucharás con paciencia. Cuando hayamos terminado te diré dónde están ella y tus niños y podrás irlos a buscar ¿Estás de acuerdo?

El joven asintió con la cabeza en silencio mientras la anciana volvía a servir más cocoa en su taza.

— Hace algunos años, cuando nos visitastee por primera vez, fue en un día frío como este ¿Recuerdas? En aquel entonces te preguntamos cuál era tu relación con Candy, pero la verdad es que yo ya sabía la respueta aún antes de que tú intentaras contestarla. Bastaba mirarte para darse cuenta de que la amabas con la intesidad que se ama aquello que se considera lo más preciado, con la fuerza que se ama por vez primera… Algo me dijo entonces que ese amor estaba lejos de ser una simple ilusión juvenil. El tiempo y la vida se encargaron de probar que no estaba equivocada — dijo la anciana con una serena sonrisa. Hizo una breve pausa y después continuó — Seguramente Candy te habrá contado que por una ironía del destino ella llegó a esta casa proveniente de Inglaterra tan sólo unos minutos después de que tú te habías marchado.

— Así es — repuso el joven recordando aquuella ocasión.

— Sin embargo, tal vez ella haya omitido un detalle que para mi no pasó desaparcibido. Antes de llegar a la casa, Candy se encontró con Jimmy Cartwright y él la puso al tanto de que habías estado con nosotros. Debieras haberla visto entrar por esa puerta gritando tu nombre — explicó la anciana señalando el umbral de la estancia — Había estado lejos de casa por meses, pero no nos llamó ni a mi ni a la Hermana María, ni siquiera nos saludó. Todo lo contrario, con las mejillas encendidas y el pecho agitado lo único que alcanzó a hacer fue preguntarnos con ansiedad dónde estabas tú. Tomó la misma taza que ahora tú sostienes en tus manos y de la cual habías bebido en esa ocasión, tan sólo unos minutos antes. Sintiendo aún tu tibieza intuyó que no podías estar lejos y sin decir más salió corriendo de nuevo para buscarte ¡Sobra decir que la decepción no pudo ser mayor cuando ya no pudo encontrarte! Habría que haber estado hecha de piedra para no sentirse conmovida con su tristeza. Así fue como me di cuenta de que mi niña traviesa se estaba convirtiendo en mujer y que tú eras el responsable de ese cambio. Ahora llegas tú, y de la misma manera te olvidas de saludarme y solamente atinas a preguntar dónde está ella… Candy, por su parte, no hizo más que entrar a esta casa hace tres días, y yo no necesité más para entender que tu ausencia es aún capaz de robarle la alegría de estar de nuevo en este lugar que fue su hogar infantil. Hijo, no tienes motivos para dudar del amor que los une a ustedes dos — afirmó la anciana tomando la mano deel joven que le miraba en silencio — Como madre de muchos, he visto ya diversas historias de amor nacer y crecer en torno de este hogar, pero ninguna de ellas tan conmovedora y hermosa como la de ustedes. Sin embargo, aún los grandes amores, esos que se dicen fueron hechos en el cielo, necesitan mantenimiento…y ese sólo se hace aquí, en la tierra. No esperes que eso se logre si pasas tanto tiempo fuera de casa. El amor de una familia es como una flor delicada que requiere cuidados esmerados. Si no tienes cuidado de ello, las malas hierbas empiezan pronto a crecer alrededor, sofocando tu flor preciada hasta ahogarla. Hijo, la envidia es mala consejera y sin duda más de un corazón mal orientado habrá trabajado para que tú y Candy llegaran a disgustarse tan seriamente ¿Habrán ustedes de darle gusto a quien envidia su dicha? No es sabio lo que has hecho… y tampoco ha sido sabio por parte de Candy al reaccionar de la manera en que lo hizo. La Hermana María y yo no aprobamos ni por un segundo cuando nos dijo que había dejado la casa después de discutir contigo. No importa qué tan grandes sean los problemas en los que ustedes dos se han metido por su falta de prudencia, huir no es la manera de resolverlos. María ya se ha encargado de hacerle ver a Candy sus errores. Me toca a mi ofrecerte la perspectiva que solamente los años y la experiencia han podido darme...

Terrence continuó escuchando a la anciana con atención, y conforme ella más hablaba, le parecía que su alma recobraba la serenidad perdida en los días anteriores. Al mismo tiempo, se veía a si mismo en los meses pasados y al tiempo que la Señortia Pony continuaba su discurso, Terrence podía identificar cada una de las decisiones imprudentes que había tomado y que sin duda habían llevado a su matrimonio al peligroso punto en que se encontraba.

Esa noche Terrence hubiera querido salir corriendo de regreso a su casa en Nueva Jersey, pues era ahí a donde Candy se había dirigido cuando sus dos madres la hicieron recapacitar. Pero las tres buenas mujeres que gobernaban la casa no le permitieron al joven hacer lo que hubiese deseado. Por el contrario, prácticamente lo obligaron a cenar algo decente por primera vez en días, le prepararon un baño caliente y depués le dieron a beber algo que Terrence jamás averigüo qué era, pero que lo tumbó en la cama por doce horas seguidas.

A la mañana siguiente, llevando consigo la vieja taza de porcelana se encaminó de regreso a su casa.

— La cena está lista — anunció una voz que era capaz de tocar los puntos ocultos en el ánimo de Terrence — Supongo que habrás invitado al Señor Ellis a acompañarnos — añadió la Sra. Grandchester rodeando la cintura de su marido con un brazo.

— Precisamente eso estaba a punto de haceer, amor — sonrió el joven respondiendo al abrazo — Ellis, ya lo escuchó usted, nos encantaría que se nos uniera en la cena. Claro, si es que no tiene usted una mejor invitación para esta noche — ofreció el artista.

— ¿Otra mejor oferta que comida casera? DDe ninguna manera, Sr. Grandchester. Un soltero empedernido como yo no tiene este tipo de invitaciones muy seguido — replicó Ellis sonriente.

El reportero se congratuló interiormente no sólo por la oportunidad de cenar algo diferente a su aburrido empearedado de queso y tomate, sino porque además veía venir una posibilidad de oro: poder entrevistar a Lady Grandchester durante la cena, cosa que ninguno de sus colegas había conseguido hasta entonces.

En los instantes que siguieron Ellis pudo echar un vistazo a la intimidad de la casa Grandchester. La señora de la casa lo condujo al comedor que ya estaba arreglado con sencillo encanto. El servicio era de porcelana alemana y en el centro de la mesa un ramo de rosas amarillas perfumaba el ambiente. Ellis fue instalado a la derecha del anfitrión y pronto un caballero vestido de uniforme entró al comedor para ofrecerle un aperitivo. Al poco rato se escucharon pasos apresurados bajar las escaleras de la estancia contigua y unos segundos más tarde tres personajes hicieron su bulliciosa entrada.

El primero de ellos era un muchachito espigado de rasgos finos y porte seguro que en cada línea del rostro y cada gesto evidenciaba un enorme parecido con el artista dueño de la casa. El niño que debía tener nueve años se acercó a Ellis con soltura y le ofreció su mano mirándolo de frente con un par de enormes ojos tornasolados como los de su padre.

— Usted debe ser el Sr. Charles Ellis — ddijo el niño con una seriedad que divirtió mucho a los adultos presentes— Mi nombre es Dylan Terrence Grandchester, señor. Encantado de conocerle.

— El gusto es mío jovencito — dijo Ellis siguiendo el juego formal del muchachillo y estrechándole la mano de dedos largos y delgados.

— Y yo soy Alben Grandchester — dijo una vocecita al lado de Dylan llamando la atención de Ellis cuyos ojos oscuros se tropezaron con otro par de ojos que eran una reproducción más de los del hermano mayor, del padre y de la famosa abuela que Ellis también conocía bien. Sin embargo, el pequeñito que le miraba ahora tenía una expresión un tanto diferente en el rostro. Había algo de luminoso en su carita zurcada de pequeñas pequitas y coronado por bucles dorados e ingobernables que le daban una presencia diferente a la de su hermano. — Usted es el señor que está sieempppre en el palco enfrente al nuestro y que escribe mucho durante toda la obra ¿Verdad? — preguntó el chiquillo con una suspicacia poco común para sus seis años.

— Así es. Entonces ya no nos conocíamos, supongo — le sonrió Ellis y el niño le devolvió la sonrisa evidenciando que estaba cambiando dientes pero que no le importaba mucho esa incomodidad. De todas formas su sonrisa era la más abierta y confiada que Ellis había visto. Algo en ella le recordó a la dama de la casa.

Fue entonces que Ellis sintió un tirón en el pantalón que lo obligó a mirar a su izquierda para encontrarse de nuevo con la pequeña portera que le diera la bienvenida a la residencia aquella tade.

—¡Oyes! ¡Oyes! — llamó la niñita con urgencia mientras Ellis se admiraba de los enormes ojos verde oscuro de la chiquilla que lo miraban como la luz de una luciérnaga juguetona — Yo soy Blanche ¿Me recuerdas?… y tú eres Chuck ¿Verdad?

— ¡Usted disculpará a mi hermanita, Sr. EEllis! — se apresuró a decir Dylan en su papel de hermano mayor y defensor de las buenas costumbres — Es muy pequeñita y se le olvida cómo debe dirigirse a los adultos.

— No debes cuidarte de eso jovencito — coontestó enseguida Ellis haciéndole un mimo a Blanche en la mejilla — Yo mismo le pedí a tu hermana que me llamara de esa forma esta tarde cuando nos conocimos y lo mismo va para ustedes dos — dijo el hombre a los dos varoncitos que le respondieron con una sonrisa de aprobación.

— ¡Bueno, todos! —llamó la señora Grandchhester entrando al comedor mientras ayudaba a la sirivienta a servir la sopa — Es hora de cenar, todos a su lugar.

Como si hubiese sonado un clarín militar con una orden de gran importancia los chiquillos volaron hasta sus lugares y la cena inició oficialmente.

La comida transcurrió entre amenas explosiones de ingenio infantil y la conversación siempre interesante de Lord Granchester. Ellis seguía atento las palabras del actor, pero a su vez su mente trabajaba rápido observando a Candice vigilar a sus hijos mientras dirigía la orquesta de la cena y atendía las necesidades del invitado. Era evidente que se necesitaba una coordinación admirable para controlar tantas cosas a la vez sin perder de vista los inquietos movimientos de los tres chiquillos.

— ¿Puedo hacerle una pregunta, Candy? — ppreguntó el reportero sin porder contenerse.

— Adelante, Charles — contestó la dama miientras llamaba a la sirvienta para que volviera a servir más limonada en todos los vasos.

— ¿Cómo le hace usted para controlar tanttas cosas a la vez?— indagó el hombre con sincero asombro.

— ¿Eso hago?— contestó la joven con una ppequeña carcajada —¡No lo creo, Charles!

— Bueno, yo fui hijo único y ya meee parece bastante complicado ocuparse de un solo niño… ahora bien, tres al mismo tiempo debe ser una tarea muy difícil.

— ¡Oh, se refiere usted a mis hijos! — coomprendió la joven observando a los tres pequeños con orgullo maternal — Esto no es nada, mis madres han educado a cientos de niños. Tan sólo cuando yo era niña, éramos diez en la casa.

— ¿Sus dos madres? — preguntó Ellis confuundido pues sabía que la dama había sido huérfana.

— Candy se refiere a las dos damas que diirigen el orfanatorio donde ella creció — aclaró Terrence al ver la pregunta dibuujada en el rostro del reportero.

— ¡Oh, disculpe! — se excusó Charles apennado de haber traído ese tema delicado a la mesa — No quise indagar al respecto.

— No hay cuidado — repuso Candy sonrientee — Lejos de estar avergonzada de mi origen me siento más que orgullosa de ser una hija del Hogar de Pony. Nuestros hijos todos saben de dónde vino su madre y están conscientes de que no hay nada de malo en ello. Todo lo contrario, me considero muy afortunada porque mi vida en esa querida casa estuvo muy lejos de ser la misma que la de Oliver Twist. Realmente no me faltaron ni amor ni principios. Había, claro está, carencias económicas, pero esas cosas pasan desapercibidas cuando lo esencial está presente.

— Estoy de acuerdo — comentó Ellis y alentado por la franqueza de la joven señora se atrevió a continuar con más preguntas — ¿Cuánto tiempo permaneció usted en ese Hogar de Pony antes de ser adoptada por los Andley?

— Bueno, viví mis primeros doce años en eel Hogar y luego fui tomada bajo custodia de la familia Leagan, con quienes viví por más o menos un año, pero ellos nunca me tomaron en adopción. Solamente se comprometieron a darme empleo como compañera de juegos de su hija menor. No fue sino hasta los trece años que fui adoptada por los Andley — replicó la dama

— Debió haber sido un cambio drástico parra usted ¿No es así?— sugirió el reportero.

— ¡Enorme! Pero no por lo que usted se immagina — repuso Candy anticipándose a las ideas que se dejaban ver en el rostro de Ellis — Claro que el lujo y las comodidades deslumbran a una chiquilla que nunca ha tenido nada, pero lo verdaderamente difícil fue enfrentarme a un mundo de reglas y costumbres diferentes. Por mucho tiempo me sentí como atrapada en una jaula de oro. De no haber sido por mis primos adoptivos me hubiese muerto de hastío en esa época.

— ¿Dice usted sus primos? — preguntó Charrles entusiasmado al ver que estaba logrando algo que ni siquiera se había imaginado.

— Sí, hijos de las hermanas de William Allbert Andley, el caballero que me adoptó. Seguramente debe haber oído de él, siendo el hombre de prensa que es usted.

—Oh sí, por supuesto. El polémico seññorr Andley. Por cierto que aún me parece increíble que un hombre tan joven y aún soltero como lo era entonces el señor Andley, tuviera la ocurrencia de adoptar a una chica huérfana.

— Albert tiene un corazón de oro — expliccó la dama con el rostro iluminado — Me conoció por accidente. Me salvó de morir ahogada en el río cerca de la propiedad de los Leagan y simpatizó conmigo de inmediato. Mis primos, que entonces eran sólo mis amigos y compañeros de juegos, le escribieron pidiéndole me adoptara con el fin de que todos pudiéramos vivir juntos. Albert pensó que era una buena idea para ayudarme y proporcionarme una mejor educación de la que recibía en casa de los Leagan, así que aceptó la propuesta.

— Se dice que usted y el señor Andley son muy unidos — comentó Ellis.

— Y es cierto. Albert fue mucho más que uun tutor para mi. No puedo decir que fuera relamente como mi padre, porque hay entre nosotros demasiada complicidad y camaradería como para ello, pero no dudaría en considerar que nos vemos como hermanos. Es el mejor amigo de mi esposo y el padrino de todos nuestros hijos —concluyó la mujer con un tono de satiisfacción en la voz.

— Y es el mejor tío del mundo — apuntóó vvivazmente Dylan atreviéndose a intervenir en la conversación, no sin antes lanzarle una mirada a su madre buscando su aprobación. La joven madre sonrió con la mirada, lo cual alentó al muchachito para continuar — ¡No se imagina usted los lugares a los que tío Albert ha ido! Papá me ha regalado un mapa donde sigo el camino de tío Albert y cuando viene a visitarnos le pregunto las cosas que ha visto en cada uno de esos lugares.

— Seguramente les contará historias muy eemocionantes — supuso Ellis dirigiéndose a los chiquillos.

— ¡Oh sí! ¡Casi tan emocionantes como lass de papá! — respondió Alben espontáneamente y su hermano mayor asintió apoyando al pequeño rubio.

La conversación versó entonces por un buen rato sobre los tigres de Bengala, las estampidas de antílopes en la sabana de Kenya, los pigmeos, las maravillas de las pirámides egipcias, las fuentes del Taj Majal y los mil y un objetos fascinantes que el tío Albert traía como regalo para sus sobrinos cada vez que regresaba de sus viajes. Era obvio que el señor Andley era la segunda figura masculina a quien los niños Grandchester rendían admiración absoluta.

Cuando llegó la hora de los postres la señora de la casa ordenó a los pequeños que se retiraran del comedor para tomar el útlimo platillo en otra estancia, mientras que los adultos hacían sobremesa. Cada niño se despidió del invitado antes de dejar el comedor. Cuando le tocó el turno a la pequeña Blanche la chiquilla miró de reojo a sus padres y advirtiendo que por un segundo éstos no estaban al tanto de sus movimientos, decidió armarse de valor para realizar un último intento. La niña se puso de puntillas y con una señal de su manecita le indicó a Ellis que inclinara su cabeza. El hombre, suponiendo que la pequeña quería darle un beso, se inclinó de buen grado. Un segundo después Ellis tendría que forzarse para contener la carcajada cuando la pequeña le dijo al oído:

— ¡Hey! Ya te presté a mi papá toda la taarde — le susurró Blanche apresurada — Me debes unos dulces ¿Cuándo me los traaes?

—¡Blanche! — llamó el padre con firmeza ccuando see percató de lo que estaba haciendo la niña — ¡Anda ya o no habrá postre para ti!

Sobresaltada al haber sido descubierta in fraganti, la pequeña giró sobre sus talones con la vista fija en los ojos de su padre que la observaron con severidad hasta que Blanche no pudo más sostenerle la mirada. La niña bajó la cabeza y salió de la habitación.

Cuando los niños habían todos salido, los adultos se soltaron a reír simultáneamente.

Los hombres quedaron solos en el comedor por un rato, pero después Lady Grandchester volvió a unírseles acompañando al mayodormo que traía el té y una bebida digestiva para el invitado.

— Dígame una cosa, Candy — se animó a preguntar Ellis cuando la dama se volvió a sentar a la mesa — ¿Cómo es que una jovencita que ha sido adoptada por una familia tan prominente y que bien podía gozar de una vida regalada, decide hacerse enfermera?

— Supongo que tuve más de un buen mmodelo que emular — contestó la mujer de inmediato — Crecí junto a dos mujeres que me enseñaron con el ejemplo que el servicio a los demás es la chispa que le da sentido a la vida. Luego conocí a Albert de quien aprendí que cada individuo debe buscar su propio camino sin importar la opinión de los demás, y por último en la escuela de efermería conocí a una mujer admirable que no solamente me enseñó el arte de asistir a los médicos en el tratamiento de las enfermedades, sino cómo ayudar a las personas a sobrellevar el duro transe de una estancia en el hospital.

— Se dice que usted rechazó todo apoyo dee los Andley para realizar sus estudios de enfermería — continuó Ellis

— La realidad es que me escapé del colegiio donde ellos me habían enviado a estudiar sin consultarles lo que iba a hacer. De hecho en ese momento no tenía una idea clara de lo que haría con mi vida. Fue en los días posteriores que decidí que quería estudiar enfermería, pero deseaba hacerlo por mi misma — contestó la mujer sorbiendo lentamente el té de jazmines que les había servido Edward — De todas formas no creo que ellos lo hubieran aprobado si les hubiese pedido permiso.

— Pero el Sr. Andley sí aprobó su decisióón ¿No es así? — preguntó Charles un tanto confundido.

— De hecho lo aprobó, pero eso fue mucho después… En la época que yo tomé la decisión él no estaba en América. Se encontraba haciendo su primer viaje a África y no tuvo ni idea de lo que yo estaba haciendo entonces.

— ¿Entonces de quién obtuvo usted el apoyyo para ingresar al colegio de enfermería? — indagó Ellis aún más curioso.

— De mis dos madres que me recomendaron ccon la directora del Colegio de Enfermeras Mary Jane. Ahí tuve la oportunidad de estudiar y trabajar para solventar mis gastos.

— ¡Vaya! ¡Jamás lo hubiese imaginado!— exxclamó Ellis fascinado con la historia de la joven dama — Pero hay algo que no entiendo muy bien… dice usted que antes de entrar a estudiar enfermería los Andley la habían enviado a un colegio y que usted se escapó de ahí. Me admira su coraje, debió usted haber sido muy joven entonces.

— Tenía quince años cuando me escapé p; y ni un céntimo en el bolsillo para cruzar el Atlántico— rió la joven señora de buena gana — Ahora que lo pienso no sé cómo me atreví a tanto.

La mención del Atlántico hizo reaccionar a la rápida mente de Ellis que enseguida conectó el dato con la información que el actor había compartido con él durante la tade.

— ¡No puedo creerlo! — exclamó el hombre asombrado — ¡Usted huyó de un colegio en Londres en donde conoció al Sr. Grandchester y regresó sola a América sin nada de dinero!

Las palabras de Ellis tomaron por sorpresa a la joven que por una fracción de segundo lanzó una rápida mirada a su marido. La pareja intercambió imperceptibles mensajes en un lenguaje mudo que ellos sólo podían comprender, para luego volver a atender la conversación sin que Ellis se diera cuenta de lo que había ocurrido entre los dos.

— Si me permite, señora — continuó Ellis pensando que era mejor explicarle a la dama la información que el actor le había dado en su entrevista — su esposo me ha confiado que ustedes se conocieron precisamente en ese Colegio, pero jamás me comentó que usted se escapó de ahí al igual que él.

—Debo admitir que no todos los ejemplos que tuve en mi adolescencia fueron siempre buenos — contestó la joven rubia en tono de broma, recuperando el aplomo que había perdido por unos instantes al pensar que había cometido alguna indiscreción.

— ¡Muy graciosa, madame! — la pulló su maarido — Ve usted Ellis, yo pensaba que ella necesitaba que su familia adinerada la cuidara y ella decide que a fin de cuentas quiere hacer las cosas por si sola. Nunca intente usted entender a las mujeres porque no podrá lograrlo.

Los tres rieron ante este último comentario y la conversación continuó por un rato más versando sobre los detalles de aquel viaje a América que el lector conoce de sobra.

— Dígame ahora, Candy ¿Cómo fue que se annimó usted a enrolarse en el ejército? — indagó Ellis — La decisión ya es bastannte difícil para un hombre, y ahora, tratándose de una mujer, imagino que debió haber sido algo muy duro.

La mujer dejó la taza de té a un lado e inclinando la cabeza por escasos grados como para pensar mejor la respuesta, guardó silencio por unos instantes.

— En realidad fue algo que resolví hacer en un impulso — contestó la mujer después de unos segundos — Creo que es así como he hecho la mayor parte de las decisiones importantes en mi vida. En realidad no tenía mucho que perder.

— ¿No tenía mucho que perder? — dijo asommbrado Ellis — Siendo una rica heredera bien hubiera podido elegir ayudar a la causa con fuertes donaciones para el Ejército y la Cruz Roja en lugar de ir en persona a trabajar como enfermera. Yo diría que sí arriesgó mucho.

— Tal vez no me expliqué muy bien, Charlees — respondió la señora con serenidad — No había nada que me atara a Américaa. Nadie que dependiera de mi de manera directa. Una de mis dos mejores amigas se encontraba a punto de formalizar sus relaciones con mi primo Archibald, la otra estaba viviendo al lado de su familia a millas de distancia, Albert estaba muy ocupado en sus negocios, mis dos madres tenían la responsabilidad de los niños en el Hogar de Pony… en fin, todo el mundo tenía una vida propia y responsabilidades personales a las cuales atender. Pensé que todos se la podían arreglar bien sin mi, mientras que sin duda más de un soldado herido estaba necesitado de una mano amiga. Creáme, Sr. Ellis, en esos momentos no se aprecian las donaciones que un lejano potentado pueda hacer, tanto como una sonrisa y unas palabras de ánimo. Creo que por eso la decisión fue más bien fácil de tomar. El tiempo me enseñó que esa decisión fue la más importante que hice jamás — concluyó la joven mientras tomaba la mano de su esposo que descansaba sobre la mesa. La mirada que la mujer lanzó a su marido fue tan elocuente que el reportero consideró innecesario hacer más preguntas sobre el asunto.

— Me parece que comprendo lo que usted quuiere decir, Candy — repuso Charles sonriendo — Ahora que converso con usted, me parece que esa fama de rebelde y feminista que todos le achacan es cierta solamente en parte.

— ¿Eso dice la gente? — preguntó la jovenn entre sorprendida y divertida con las palabras del periodista — Le aseguro que nunca he sido rebelde por el simple placer de ir en contra de todo. Es sólo que muchas cosas que la sociedad impone no me parecen del todo justificadas ¿Habría de obedecerlas ciegamente entonces? He tenido la oportunidad de ver cómo en el fondo aquellos que se dicen hijos de las familias más respetables no son más que tristes fraudes.

La mente de Candy voló al pasado. Por sus ojos interiores pasaron imágenes mezcladas provenientes de los días en que viviera en la casa de Eliza y Neil, de la época del Colegio San Pablo, de los años que siguieron en que los jóvenes Leagan llegaron a la edad adulta y se convirtieron en prominentes figuras de la sociedad de Chicago, para después, al igual que estrellas fugaces, desaparecer en una estridente y penosa caída.

*****

Después de su boda con Terrence Grandchester, Candy vio a los Leagan en muy pocas oportunidades. Albert se encontraba lejos y Archie controlaba la fortuna familiar. El consorcio Andley se había desligado por completo de las empresas Leagan & Leagan, así que el contacto entre las familias se hizo cada vez menos frecuente.

La tía abuela había tenido un par de sonoras peleas con Archibald, razón por la cual había dejado la mansión de Chicago y se había retirado a vivir a una de las casas de campo que Albert tenía a las orillas del lago. La dama recibía ahi a sus sobrinos, Eliza y Neil, que siempre sabían sacar muy buen provecho de aquellas constantes visitas que le hacían a la anciana. Sin embargo, los días en que la Sra. Elroy organizaba grandes fiestas para reunir a la familia, habían pasado ya a la historia. Así que las oportunidades para que los Andley y los Leagan se reuniesen habían quedado reducidas a un solo gran evento. El cumpleaños de la octogenaria matriarca, el cual era siempre organizado por Sarah Leagan, con una fidelidad inquebrantable. Por supuesto, la tradición, era algo, que no había de perderse.

Y en aras de esa tradición la Sra. Leagan vencía la repugnancia de invitar a su reunión al poderoso primo Archibald, al aún más odiado y excéntrico William Albert y a ese par de bohemios indecentes con nombre pomposo que eran los Grandchester. Claro está, invitar al Conde y a la Condesa daba gran lustre a la reunión y llamaba la atención de la prensa que seguía con frenesí incansable los pasos del famoso artista. Pero soportar la presencia del inglés arrogante y su fresca mujer, que de moza de establo había llegado a ser aristócrata, era sin duda una pena que la estirada dama y sus dos hijos sufrían con estoicismo en favor del lustre de su buen nombre.

¿Por qué los Andley y los Grandchester continuaban asistiendo a esa reunión que era soberanamente formal y simplona para el gusto de todos ellos? Bueno, en parte por respeto hacia la Sra. Elroy, que a pesar de sus rabietas y continuos desplantes, era aún la matriarca de la familia, y en parte porque en cierta forma, la mentada reunión era siempre una oportunidad para procurarse un poco de diversión a costa de los primos Leagan. Cada uno de ellos encontraba algo especialmente gracioso de lo cual mofarse en esas ocasiones.

Archibald obtenía cierto malicioso placer al observar la mal disimulada envidia de su tío, quien no lograba hacer crecer su empresa desde que el consorcio Andley ya no lo respaldaba. Por más que el pobre hombre intentaba hacer remontar sus utilidades, algo que aún no comprendía muy bien hacía que el crecimeinto de sus negocios permaneciera estancado. Archie había escuchado en más de una ocasión que su tío se había ocupado en desacreditar a los Andley cuando se enteró de que el joven Cornwell había sido dejado al mando de las empresas familiares. El paso de los años le había hecho comprobar al Sr. Leagan que los maliciosos rumores que se había encargado de diseminar eran más que falsos. Así que Archibald podía ver a los ojos de su tío con altivo triunfo durante esas reuniones por motivo del cumpleaños de la Sra. Elroy y silenciosamente demostrarle que se había equivocado.

Albert, por su cuenta, no podía resistir la tentación de retar a la tía Elroy presentándose a la reunión vestido siempre de manera informal, luciendo un brillante bronceado que a la Sra. siempre le parecía de mal gusto y haciendo los comentarios más francos y atrevidos que desafiaban los puntos de vista de los ortodoxos invitados. La anciana seguía sin comprender las decisiones de su sobrino, pero había aprendido que la voluntad del joven era inquebrantable así que no le quedaba más remedio que callar. De manera que Albert se daba gusto chocando a su tía y a los Leagan, que no tenían otra opción que hacer como que nada pasaba ahí.

Terrence se daba vida haciéndole segunda a su mejor amigo y como la fama y el encanto físico le asistían podía darse el lujo de hacer y decir todo lo que le venía en gana. Aún más, había algo que Candy no entendía aún muy bien, pero sin duda era evidente que a su esposo le encataba asistir a esas reuniones y mostrarse especialmente afectuoso con ella en público. Con el paso de los años la joven llegó a comprender que su marido, siendo en el fondo el mismo muchachito vengativo y malicioso, encontraba simplemente delicioso el poder ostentar la belleza y afecto de su mujer en frente de Neil Leagan y observar cómo el pobre diablo palidecía de envidia y celos.

Por último, Candy ya no tenía por qué temer los incisivos comentarios de Eliza sobre su origen humilde. Si aún en su infancia y adolescencia, la joven nunca se había dejado intimidar por las palabras maliciosas de la pelirroja, ahora en su edad adulta, con el caracter ya totalmente formado, y con la seguridad que solamente el amor y la estabilidad de un matrimonio sólido le dan a una mujer, a Candy no podía importarle menos lo que Eliza pudiera hacer o decir.

Así pues, a esas breves ocasiones se redujo el contacto entre la dama de Fort Lee y los estirados Leagan, que siguieron su vida de esplendor por algunos años hasta que la farsa que mantenían no pudo resistir más.

Eliza Leagan había trabajado muy duramente para llegar a ser toda una dama de sociedad igual a su madre. Sin embargo, solamente había conseguido convertirse en una mujerzuela extraordinariamente cara. Buscando desesperadamente probar al mundo que era bella y deseable había pasado de lecho en lecho desde los diesiete años hasta los veintidós, cuando uno de sus amantes le reclamó fidelidad total bajo amenaza de muerte.

Para su gran pesar, el amante en cuestión no era uno de los jóvenes de alta sociedad que a ella le hubiese gustado desposar para adquirir el tan deseado estatus de mujer casada, sino un joven de origen humilde y de ocupación dudosa que su hermano le había presentado en los años de la guerra.

Buzzy, sin duda era un hombre apuesto, y a Eliza le había llamado la atención su galanura desde la noche en que había ido a visitar a Neil para entregarle un paquete de opio. Al poco tiempo Eliza lo había convertido en uno de sus “amigos” predilectos y lo llamaba siempre que quería tener una noche inolvidable, porque el joven en cuestión era especialmente bueno como amante.

Por desgracia, Buzzy acabó encaprichándose con la joven millonaria y después de unos años de sotener una relación sin compromisos con ella, le exigió que no vovliera a acostarse con ningún otro hombre que no fuera él. Eliza, que tenía planes de casarse con un hombre de su misma clase, no le hizo mucho caso al joven delincuente, pero al poco tiempo recibió una primera advertencia. Una de sus damas de compañías apareció muerta en la picina de la casa de los Leagan en Chicago y a los hermanos Leagan no les cupo la menor duda de quién había sido el autor del asesinato.

No obstante, ninguno de los dos pudo abrir la boca con la policía porque estaban demasiado involucrados con los negocios de Buzzy como para delatarlo. Neil había estado falsificando los libros de la empresa familiar, sustrayendo así grandes sumas para costearse su adicción al opio, al acohol y al juego ilegal. De manera que a Eliza no le quedó más remedio que complacer a su amante y quedarse soltera a pesar de los reclamos constantes de su madre, que no cesaba de recordarle que todas sus conocidas —incluídas las odiosas hospicianas, Candy y Annie – estaban ya casadas y con hijos, mientras que ella estaba a punto de convertirse en una solterona.

Aquella situación duró por un buen tiempo, hasta que los hermanos Leagan se cansaron de tener que obedecer los caprichos de Buzzy, que había acabado por convertirse en un cruel extorsionador, exigiéndoles cada vez más dinero a cambio de opio y silencio. Así que ambos decidieron finalmente traicionarlo aliándose con otro individuo, rival y enemigo de Buzzy. Desgraciadamente la jugada les salío mal y fueron descubiertos antes de que el nuevo aliado de los Leagan pudiera eliminar a Buzzy.

El joven ganster mató a su rival y luego urdió un plan para vengarse de su amante y su hermano. Descartó todos los métodos que comúnmente los hombres de su medio utilizaba para realizar sus vendetas. Después de todo aquello no era una rencilla entre las “familias” de Chicago, sino un escarmiento para un par de estirados que creían que podian burlarse de él. Para ellos había que diseñar algo que realmente les doliera más que perder la vida tras días de tortura física.

Así que Buzzy hizo como si no se hubiese dado cuenta y siguió sus relaciones con los Leagan por un año más. Los hermanos, por su parte, temblaron de miedo al principio, pensando que el amante de Eliza terminaría por asesinarlos, pero al ver que pasaba el tiempo y Buzzy parecía no darse por enterado, se confiaron y decidieron seguir como hasta entonces.

En ese espacio Neil siguió firmando pagarés, falsificando documentos y vendiendo bienes raíces a espaldas de su padre para solventar sus escandaloso tren de vida. Sin que el joven millonario se diera cuenta, Buzzy empezó a apropiarse de la fortuna Leagan preparando lentamente los detalles de su venganza. Cuando el escenario estuvo ya listo, el joven ganster dió el tiro de gracia enviándole al Sr. Leagan una misiva anónima en la que le relataba con lujo de detalles y varias fotografías como prueba, la clase de vida que sus dos hijos llevaban a sus espaldas.

El altivo Sr. Leagan sufrió un infarto al recibir la noticia y por recomendación de su médico se retiró a descansar a su mansión de Lakewood durante unos días. Todo parecía apuntar hacia la recuperación del magnate, pero contrario a los pronósticos, el hombre murió la semana siguiente. Se sospechó que la muerte del Sr. Leagan no se había debido a causas del todo naturales, pero no se pudo saber más sobre el asunto.

A la postre, la muerte del Sr. Leagan resultó en consecuencias tremendas para la fortuna familiar ya que las acciones de las empresas Leagan & Leagan bajaron dramáticamente. Neil, que era sumamente torpe en los negocios, terminó por malbaratar las ya mermadas riquezas que había heredado y en menos de seis meses después de la muerte de su padre tuvo que declararse en quiebra.

Archibald, cumpliendo lo que una vez se había prometido, observó la caída de su primo con total indiferencia. No movió ni un solo dedo, aun cuando Neil fue a rogarle le concediera un préstamo para evitar la bancarrota.

—No quiero que utilices el dinero de la familia Andley para financiar tus porquerías —había sido la altiva respuesta del joven Cornwell—. Estoy al tanto de tus conexiones con la delincuencia organizada de esta ciudad. Date por bien servido que no te delate a las autoridades. Con las pruebas que he colectado en contra tuya bien podrían darte varios años de cárcel.

Así que a Neil no le quedó más remedio que vender varias de sus propiedades para saldar sus deudas con Buzzy y con los accionistas de las empresas Leagan & Leagan. Pero a los Leagan les quedaba aún un recurso para salvar su posición económica: la fortuna de la tía abuela Elroy. Desgraciadamente para ellos la venganza de Buzzy llegó aún más lejos. Como broche de oro vendió la información que tenía sobre Eliza Leagan a un periodista sin escrúpulos quien reservando en el anonimato el nombre de Buzzy y sus socios, expuso las relaciones ilícitas de la Srita Leagan al dominio público. Después de que ese artículo salió a luz pública la Sra. Elroy no quiso volver a ver a sus sobrinos por el resto de su vida. Por el contrario, decidiendo que había estado equivocada, se reconcilió con Archibald, que para entonces ya estaba casado con Annie Britter y a quien la anciana terminó aceptando al paso del tiempo.

Aquello fue el colmo del descrédito y la desgracia para los Leagan que debieron de retirarse a su mansión de Lakewood, única propiedad que les quedaba, viviendo de una modesta pensión proveniente de cierto fideocomiso que William Albert tenía bajo su custodia y que les entregó al leerse el testamento del Sr. Leagan. Ahí en el campo, alejados del esplendor de otros tiempos, con apenas un par de sirvientes –insuficientes para mantener la enorme casa– Eliza y Neil tuvieron que enfrentar la dureza de la estrechez económica por primera vez en sus vidas. Pero Candy ignoraba que lo peor vendría para un tiempo después, durante la época de la gran Depresión, que estaba por desatarse al año siguiente de su entrevista con Charles Ellis.

—Sé a lo que usted se refiere, Caaandy —contestó Ellis continuando la conversación y haciendo volver a la joven mujer de sus recuerdos sobre los infortunados hermanos Leagan – ¿Pero habiendo sido siempre tan renuente a los convencionalismos, cómo se siente ahora usted en su papel de esposa y ama de casa? – se atrevió a preguntar el periodista aprovechando que el actor había salido momentáneamente del comedor para ocuparse de una llamada de teléfono.

—Querrá usted preguntarme por qué si soyy tan “feminista” como la gente dice decidí dejar de ejercer la enfermería cuando nació mi hija Blanche —se atrevió Candy a sugerir con una sonrrisa maliciosa.

—Bueno, sí. Algo de eso había en mi preggunta —admitió Ellis acorralado por la franqueza de la joven dama.

—Como yo veo las cosas Sr. Ellis, la cauusa feminista, que siempre ha tenido todo mi respeto – comenzó a explicar la dama con un brillo especial en la mirada —no debería preocuparse tanto porque la mujer llegue a ocupar los puestos que los hombres han monopolizado, sino más bien porque cada mujer tenga la libertad de escoger la actividad que ella prefiera, ya sea la de universitaria, ejecutiva, científica o madre. En su momento yo escogí ser enfermera y así servir a los demás. Cada día de mi vida que dediqué a esa labor fue importante y profundamente gratificante para mi, pero llegó un momento en que las obligaciones de esposa y madre se volvieron especialmente demandantes. Particularmente con la llegada de Blanche, se volvió más y más difícil mantener un equilibrio entre mi trabajo de enfermera y la maternidad. Así que decidí que al menos por unos años dejaría la medicina para ser solamente madre. Fue una decisión independiente y no me arrepiento de ella. Todo lo contrario, me siento muy feliz de haberlo hecho, pues estoy gozando con todas mis fuerzas la infancia de mis hijos. Ya habrá tiempo después para otras cosas.

—Y supongo que al Sr Grandchester la ideea le ha parecido más que buena —supuso Ellis.

—Egoísta como todos los hombres, no podíía parecerme menos que maravilloso el tener a mi mujer sólo para mi —comentó el artista que llegaba en ese momento después de atendida su llamada.

Candy se volvió para ver a Terrence acariando la mano que él posó sobre el hombro de ella como respuesta afectuosa a su comentario.

—”Egoísta y celoso” —pensó la joven riéndose para sus adentros, pero luego se dijo inmediatamente que ella no podía reprocharle a su esposo un defecto que ella también compartía hasta cierto punto.

Habían pasado ya cinco años desde aquella terrible pesadilla y si bien no veía los sucesos con rencor, de vez en cuando, al mirar la taza que su esposo guardaba en la vitrina de su estudio, recordaba la lección vivida y se prometía solemnemente no volver a cometer los mismos errores que habían puesto en peligro la estabilidad de su familia.

Las cosas habían sido igualmente difíciles para ella. A pesar de que ella se esforzaba en no darle importancia, las largas ausencias de Terrence la hacían sentirse cada vez más sola. Cuando su estancia con los Stevenson llegara a su fin después de la recuperación de Patty, Candy había regresado a su casa de Fort Lee y la melancolía no había tardado mucho en ganarle la batalla.

Cuando sus dos pequeños niños, Dylan de poco más de tres años y Alben de apenas siete meses, conciliaban el sueño, la joven paseaba a solas por los rincones silenciosos de la casa buscando en los muros la callada huella del hombre que amaba. Pero los días pasaban, las giras se prolongaban y los ecos de la sonora voz de Terrence se hacían cada vez más lejanos en los oídos de Candy.

En más de una ocasión estuvo tentada a tomar la pluma fuente y escribir una carta con una sóla línea diciendo: regresa ya que me vuelvo loca sin ti. Pero luego cerraba los ojos y veía de nuevo el rostro radiante de Terrence cuando agradecía los aplausos frenéticos del público al término de una presentación. Candy sabía que su esposo gozaba intensamente esos segundos mágicos de gloria y que el placer de vivir mil y un vidas diferentes sobre el escenario era para él tan necesario como el aire o la poesía. No sería ella quien abusando del amor que él le tenía, lo obligase a renunciar a las tablas y a sus sueños.

Si el precio por verlo feliz era tener que prescindir de su compañía por más tiempo que el común de las esposas, ella estaba dispuesta a pagarlo. Sin duda las cosas hubiesen seguido así sin mayor dolor que la melancolía, de no haber sido por la prensa mal intencionada que al poco tiempo empezó a esparcir rumores acerca de Terrence y su nueva compañera de tablas, Marjorie Dillow.

Entonces las cosas empezaron a ir realmente mal. Las heridas viejas que se abrieran por primera vez cuando Candy tuvo que vivir la dura experiencia de ver como el joven que ella amaba elegía el deber por encima de su amor por ella, volvieron a dolerle repentinamente.

Por otra parte, Candy estaba cada día más preocupada por sus hijos.

Mientras que era obvio que Terrence se estaba perdiendo importantes momentos del primer año de vida de Alben, Dylan había dejado de ser el niño vivaz de siempre para convertirse en un chiquillo callado y melindroso. Candy no sabía qué era lo que debía preocuparle más, si el hecho de que su bebé no reconocía ni la voz ni la figura del padre, o la manera en que su primogénito se rehusaba a comer sin importar los esfuerzos que la joven madre hacía para despertarle el apetito.

Fue entonces que Terrence había vuelto a Nueva York a tomar un breve descanso de dos días a mitad de la gira que estaba realizándose en aquellos primeros días de diciembre. A penas había él regresado cuando salió a colación el asunto de Bower, justo la noche después de la llegada del actor. La manera en qué él le había reclamado su amistad con Nathan había encendido el amor propio de Candy. ¿Acaso estaba mal pasar un buen rato con un amigo?¿Qué de malo había en aceptar una taza de té en algún café de Manhattan?¿Cómo podía Terrence reclamarle el hecho de que ella buscara alguna compañía si él se la pasaba todo el tiempo metido en los ensayos o de gira?¿Con qué derecho Terrence le pedía cuentas acerca de su amistad con Bower cuando él no había ni siquiera hecho un comentario sobre las habladurías cada vez más constantes acerca de su relación con Marjorie Dillow? Esta última consideración era sin duda la que más dolía y la que llevó a la joven a decir las cosas más duras, de las cuales se arrepintió tan pronto como el auto de Terrence salió disparado aquella noche.

Sin embargo, su orgullo e indignación terminaron por ganar la batalla cuando unos minutos después de que el aristócrata había dejado la casa hecho una furia, una manecita tocó a la puerta de la recámara de la joven rubia. Candy abrió la puerta para descubrir al pequeño Dylan parado en el umbral de la alcoba de sus padres, tratando de enjugarse las lágrimas con la manga de su pijama de franela.

—¿Por qué gritaba papá? —preguntó el niiiño entre sollozos—. ¿Qué ya

no nos quiere?

A Candy se le encongió el corazón mientras apretaba la cabecita castaña del niño contra su pecho e intentaba inventar la primera excusa que se le vino a la cabeza para disfrazar lo que había ocurrido aquella noche. De ese modo la joven tomó la decisión de abandonar Nueva York y correr al único lugar en dónde creía podía encontrar el sosiego y las fuerzas que de pronto parecían faltarle.

Sin pensarlo mucho empacó algo de ropa para ella y los niños, vistió a los pequeños lo más abrigadoramente posible y escribió la nota que su esposo leería la mañana siguiente.

El viaje que siguió le recordó mucho a otro viaje que había hecho años atrás en cierta noche nevada. Entonces como en el pasado, un mismo nombre le ardía en el corazón con punzadas dolorosas, pero la situación era al mismo tiempo distinta. En el pasado Terrence había sido sin duda su gran amor, su gran sueño, pero ahora que a su lado dormía Dylan y Alben descansaba en su regazo, Candy sabía que Terrence significaba aún mucho más que antes. Cinco años de vida marital no pasan en vano para una mujer. Habían ahora demasiada cotidianeidad, sueños y planes compartidos, intimidad y lazos físicos al igual que espirituales como para llegar a creer que todo aquello podía terminar de esa forma. Pero, por otro lado, ella no quería exponer a sus hijos a tensiones innecesarias. Ahora no podía hundirse en la depresión como antes, pues había dos vidas que dependían de la manera en que ella manejara las cosas. Incapaz de ver claro en toda aquella confusa encrucijada Candy esperaba que llegando al Hogar de Pony encontraría dos pares de brazos que la recibirían con el mismo amor y apoyo de siempre. Sin embargo no fue así del todo.

Una vez que Candy les hubo explicado la situación a las dos damas que la habían criado, se sorprendió al darse cuenta que sus amados rostros se endurecían en desaprobación. Ni siquiera la Srita. Pony quien siempre había sido más condescendiente con ella se atrevió a intervenir en su favor. Todo lo contrario, las dos mujeres se pusieron muy serias y después de unos segundos de penoso silencio ambas le dijeron a la rubia que tenían que discutir las cosas entre sí antes de poderle resolver cualquier cosa sobre el asunto. Acto seguido le pidieron a Candy que las dejara solas y la muchacha obedeció sintiéndose de nuevo como la niña pequeña que tiene que esperar para que sus padres resuelven qué castigo le darán por las diabluras cometidas.

Esa noche Candy lloró desesperada tratando de ahogar los sollozos para no despertar a sus pequeños que dormían en la misma habitación. De repente se sentía completamente sola en aquel problema cuando sus dos madres ni siquiera le habían contestado nada en concreto después de aquella primera plática. Fue una suerte que Alben estuviera un poco inquieto esa ocación, porque de otra forma la joven madre se hubiese pasado la noche en blanco obsesionada con su problema. Así por lo menos se ocupó a ratos de alimentar y arrullar al pequeño hasta que se quedó dormido de nuevo y el alba volvió a salir por el oriente.

A la mañana siguiente la Srita Pony se llevó a los dos pequeños para

que participaran de las actividades con los niños de sus respectivas

edades y dejó a Candy a solas con la Hermana María. La rubia supo que lo que venía no sería fácil de asimilar porque conocía de sobra la severa firmeza de la religiosa.

—Supongo que ya habrás adivinado que niii la Srita Pony ni yo aprobamos lo que has hecho, Candy ¿No es así? —inció la monja con tono pausado mientras se sentaba en su mecedora.

—Sí, aunque no lo entiendo —se animóó CCCandy a responder con un brillo en la mirada que la religiosa conocía demasiado bien. Lo había visto tantas veces cuando la pequeña pecosa se sentía castigada injustamente y miraba a su verdugo en hábito con retadora obstinación.

—Hija mía —dijo María tratando de toomaaar la mano de la joven sentada a su lado—. Tal vez estás pensando que hiciste mal en venir a consultar a dos viejas solteronas como Pony y yo que nunca conocimos la vida matrimonial ¿Qué clase de consejo podríamos brindarte si jamás tuvimos la experiencia?

—Yo no he dicho eso —se apresuró Canndy a defenderse pero inmediatamente se mordió la lengua pues muy en el fondo ese pensamiento le había venido a la mente la noche anterior.

—Pues te daré tres buenas razones parra haber venido —replicó María haciendo como si Candy no hubiese dicho nada – Número uno; porque somos tus madres, y en ningún lugar del mundo podrías sin duda encontrar apoyo, pero también un sincero consejo como en nuestra casa; número dos porque aunque nunca hemos estado casadas contamos con algo que tú aún careces, y eso es vejez y experiencia en lidear con problemas humanos por mucho tiempo más de lo que tú has estado sobre este mundo y número tres, porque a pesar de nuestro celibato voluntario no hemos dejado de ser mujeres. Créeme que entendemos lo que tú estás pasando, aunque nunca nos hallamos visto personalmente implicadas en una situación similar. Te amamos y lo último que quisiéramos es verte sufrir, hija, pero eso no significa que aprobemos tus actos cuando éstos no han sido obrados con sabiduría.

—Pero hermana María, ¿acaso no ha siddo injusto mi esposo conmigo? ¿Acaso no estábamos poniendo en peligro la estabilidad emocional de nuestros niños de seguir juntos? —preguntó Candy aún incapaz de comprender a la religiosa.

—La respuesta es sí a ambas preguntas —respondió la mujer calmadamente—, pero también es cierto que tú has pagado la injusticia y los celos de tu esposo con igual medida ¿O acaso tu respuesta a sus reclamos fue sobria y conciliatoria?

La joven fue incapaz de sostener la mirada directa de la religiosa. Avergonzada bajó los ojos y guardó silencio.

—Supongo que no me contestas porque tu consciencia te acusa. Sin embargo, harás bien ahora en ser honesta contigo misma ¿Consideras que tu respuesta a las palabras de tu esposo contribuyó a empeorar el problema?— preguntó la mujer sin darle tregua a la muchacha.

Candy no respondió audiblemente, pero al final asintió con la cabeza.

–Hija, no quiero juzgarte duramente, pero es mi deber hacerte ver las cosas con menos pasión y más inteligencia – explicó María pasando la mano por los rizos rubios de la mujer igual a como lo había hecho tantas veces cuando Candy era solamente una niña – Para que haya una pelea se necesita que contribuyan a lo menos dos. No excuso los errores de tu esposo, pero tampoco puedo ignorar los tuyos. Ahora tú eres madre y creo que eso tal vez te ayude a entender la postura que Pony y yo hemos tomado. Convendría que te preguntaras con sinceridad por qué respondiste como lo hiciste.

La mujer esperando que el corazón de Candy se moviera hacia la direción correcta, tan segura estaba María de la bondad de su hija.

—Creo que… —masculló a pena Candy— me he sentido muy sola últimamente y estaba … quizá… un tanto resentida con él… No sé… es posible que también estuviera… celosa.

—¿Por qué crees que te has sentido así, hija? —indagó María endulcificando el tono mientras Candy sentía que por fin podía liberar una carga que la había estado oprimiendo por un largo trecho.

—¡Lo extraño mucho! —estalló Candy en llanto echándose a los brazos de la monja— ¡Lo necesito tanto… pero no había querido decirle nada porque no deseo interferir en su carrera. Pensé que podía hacerme cargo de la situación en casa aunque él no estuviera presente.

—¡Ay hija mía! A veces en nuestro afán de proteger a quienes amamos cometemos alguna que otra tontería —contestó la religiosa acariciando los rizos de Candy—. Es muy noble de tu parte querer apoyar la carrera de tu esposo, pero las cosas deben equilibrarse en un justo medio. Cuando Terrence se casó contigo adquirió un compromiso que está por encima de toda realización profesional y si tú y los niños lo necesitan, él deberá atenderlos dádoles prioridad por encima del teatro.

—¿Usted cree? —preguntó la joven aún insegura, aceptando el pañuelo que le extendió María.

—Candy, ¿alguna vez te has preguntado por qué la Srita Pony y yo decidimos nunca casarnos? —preguntó la mujer clavando su mirada en la joven.

—Bueno, siempre supuse que no se habían interesado mucho en ello —explicó Candy no muy segura de su respuesta.

—Pues te equivocas —repuso María con una sonrisilla—. Alguna vez lo consideramos, cada una por su propia cuenta y en su debido momento. Sin embargo, en última instancia decidimos dejar de lado esa posibilidad porque nos dimos cuenta de que por encima del deseo de formar una familia propia, con un esposo e hijos que atender, anhelábamos utilizar nuestras vidas para servir a los demás. A ratos no ha sido fácil cristalizar ese sueño, puesto que la soledad pesa, sobre todo con el paso de los años. No obstante, puedo asegurarte que ninguna de las dos nos arrepentimos de nuestra elección ya que nuestro deseo de servir era tan grande que no hubiese sido justo casarnos.

—¿No hubiese sido justo? —preguntó la joven rubia entrecerrando los ojos sin comprender muy bien las palabras de la monja.

—La labor que hacemos en el Hogar de Pony, hija, es un trabajo de veinticuatro horas, durante todos los días del año ¿Tú crees que sería justo para un hombre tener una esposa que está ocupada en su trabajo sin tener nunca tiempo para él? Lo mismo pasaría con los hijos ¿No lo crees? Quien se debe a una misión especial no tiene espacio en su vida para el matrimonio, y quien se dedica a éste debe siempre dejar en segundo plano todo lo demás. Tú y tu marido deben entender esto si no quieren echar por la borda el tesoro que tienen en su matrimonio.

—¿Entonces usted cree que yo debí haberle dicho a Terri que me sentía sola? —había inquirido Candy con inseguridad.

—¡Claro que sí! ¿No ves que la distancia les ha hecho perder contacto y hasta ha debilitado la confianza entre ambos? Durante todo este tiempo de separación tú has acumulado un resentimiento incosciente en contra de tu esposo, y él por su parte, se ha vuelto más receloso. Terrence es sin duda responsable del origen del problema, pero tú has cooperado a él con tu silencio y terminaste coronándolo con tu reacción a sus recriminaciones. Él inició el fuego y tú lo atizaste. Ahora son ambos a quienes corresponde apagarlo, pero no lo lograrás lejos de él. Todo lo contrario, poniendo una nueva distancia entre ustedes solamente das lugar a que los malos entendidos, porque Pony y yo estamos seguras de que son sólo eso, malos entenddos, crezcan y empeoren la situación.

Candy recordaba claramente que en esos momentos se había sentido tan culpable que hubiese querido que la tierra se abriera justo debajo de sus pies para tragarla de golpe, pero la mano firme de María sosteniendo la suya le hizo entender que entonces, al igual que antes, no podía dejarse vencer por la dificultad. Por el contrario, no había tiempo para lamentaciones porque había muchas cosas rotas por reparar. Continuaron hablando por un largo rato hasta que la Martha llamó a la puerta para recordarles que era hora de tomar el almuerzo. Esa misma tarde Candy hizo sus maletas con el fin de salir de nuevo rumbo a Fort Lee a la mañana siguiente.

Terrence se reclinó en el sillón al tiempo que sorbía lentamente el té, mientras observaba en silencio cómo su esposa contestaba con soltura las preguntas que le hacía el reportero. En todos los años que tenía de casado él nunca había permitido que periodista alguno se acercara a su mujer, pues temía que cualquiera de ellos acabara por aprovecharse de la franqueza de Candy para lanzar una nota sensacionalista distorsionando las declaraciones de la joven. Sin embargo las cosas habían cambiado, por un lado Ellis era de toda su confianza y por otro, había que reconocer que la joven Sra. Grandchester había aprendido a sobrellevar la carga de estar casada con una figura pública. Interiormente sintió que el corazón se le inchaba de orgullo al contemplar a su esposa.

“¡Y pensar que estuve a punto de perderla!” —se dijo volviendo a retomar sus recuerdos.

Dejando el hogar de Pony las horas del viaje se le habían hecho eternas. Al detenerse en un pequeño lugar de Ohio escuchó en la radio que se acercaba una tormenta de hielo que duraría seguramente varios días. Se esperaba que el tránsito de trenes y vehículos quedaría paralizado durante todo el tiempo que durara la ventisca. Si el pronóstico era cierto, podría significar que tendría que pasar las fiestas navideñas lejos de su familia. Eso era lo último que deseaba. Así que había resuelto hacer marcha forzada manejando a todo lo que daba el auto, con el fin de ganarle la carrera al frente frío.

Había viajado sin parar cruzando los dedos para que la tormenta no reventara antes de que hubiese pasado la frontera del Estado de New Jersey. Recordaba claramente la alegría que había sentido al mirar finalmente los señalamientos que indicaban la proximidad de Fort Lee. Aunque, en el horizonte, también habia podido distinguir que las nubes se escurecían al tiempo que una ligera escarcha comenzaba a caer sobre aquella zona boscosa.

Cuando finalmente había llegado a Fort Lee, era evidente que la tormenta sería ya un hecho en cuestión de minutos. Pisó el acelerador con fuerza al tomar la desviación hacia Columbus Drive. Grande fue su sorpresa cuando al vislumbrar el jardín principal de su residencia, distinguió dos figuras en abrigos oscuros que corrían de la casa hacia uno de los autos que estaban estacionados a la entrada. El corazón le dio un vuelco y pudo sentir claramente que algo andaba mal.

Terrence distinguió luego que una de esas figuras era la de Edward, su mayordomo, y la otra de Candy misma. El joven se sintió aún más inquieto cuando al descender del auto su esposa se abalanzó a sus brazos sollozando. Terrence sabía que su mujer no era una criatura que se amedrentaba con facilidad, si ella estaba llorando de aquella forma era porque algo realmente grave pasaba.

—¡Candy! ¿Qué sucede? —había preguntado él sobresaltado.

—Es Dylan —había contestado la joven entre sollozos— No podemos encontrarlo en la casa… yo creo que ha huído… justo ahora que la tormenta está por estallar ¡Dios mío Terry, no quiero pasar lo que puede ocurrirle si no lo encontramos a tiempo!

—¿Pero estás segura? ¿Han buscado bien en la casa? ¿Qué razón podría tener un niño tan pequeño para querer huir? —contestó Terrence tratando de convencerse de que eso no podía estar pasándole a su hijo.

—Estoy segura, Terry. No está…no sé lo que pasa con él… ha estado tan callado y extraño últimamente —dijo ella entre lágrimas y luego se detuvo— sobre todo desde que nos escuchó discutir —se animó ella a terminar.

Terrence no lo supo en ese instante, pero después su esposa le había contado que nunca como entonces lo había visto palidecer hasta el punto de parecer un cadáver. Después de entonces los recuerdos se volvían difusos. A penas podía vislumbrar que le había ordenado a Candy permanecer con Alben en la casa mientras que él, junto con su chofer y mayordomo, habían salido a intentar buscar al pequeño. Las tres horas que siguieron habían sido las más angustiosas de toda su vida. Ni siquiera sus experiencias de guerra se podían comparar a la angustia de pensar que una tormenta como la que estaba anunciada bien podía matar a un hombre adulto en muy corto tiempo, cuánto más a un niño de cuatro años.

Habían buscado en vano en el vecindario, tratando de recorrer los lugares de juego que Dylan solía frecuentar con su madre. Mientras tanto la ventisaca había ya debutado y hacía cada vez más difícil la búsqueda. Por si fuera poco estaba ya por ponerse el sol. Si no lograban encontrar al niño antes de que cayera la noche las probabilidades de volver a verlo serían ya muy pocas.

En un último intento desesperado los tres hombres se habían dividido, a pesar de que no era muy recomendable hacerlo dadas las condiciones climáticas. Fort Lee era en aquel entonces un área residencial semi–rural y las casas se encontraban alejadas unas de otras por más de cien metros en algunos casos.

Una sola cosa tenía el aún claro en sus recuerdos: la insoportable culpabilidad que le gritaba interiormente hasta reventarle los tímpanos que su hijo estaba en peligro por culpa suya. A ojos del joven padre había sólo un responsable del extraño comportamiento del pequeño y si no podía encontrarlo a tiempo sin duda jamás se lo perdonaría. Sin embargo, otra parte de sí mismo le decía con firmeza que no había tiempo para auto–recriminaciones. Necesitaba de todos sus sentidos para concentrarse en lo que estaba haciendo.

Tratando de utlizar a un viejo truco que le habia servido de maravilla tanto sobre el escenario como en el campo de batalla, Terrence habia tratado de recurrir al recuerdo de los últimos momentos felices que había pasado con su hijo. Penosamente no había recuerdos ni del recién pasado Día de Acción de Gracias, ni de Halloween, ni siquiera del cumpleaños de Dylan. Tuvo que regresar mentalmente hasta el verano anterior, cuando durante un receso entre sus giras había llevado al niño a pescar a una de las lagunas artificiales que rodeaban el vecindario.

En esa ocasión habían encontrado un lugar excelente debajo de un puente de madera y ahí habían pasado prácticamente toda la mañana. Aunque aún muy pequeño Dylan tenía ya una conversación vivaz y hacía constantes preguntas acerca de todo.

—¿Cuándo volverá a haber nieve, papá? —le había preguntado el pequeño al mirar las aguas del lago.

—Falta aún mucho. Primero las hojas se pondrán amarillas y luego caerán de los árboles. Después de entonces habrá nieve – había sido la respuesta del padre.

—Tommy dice que su papá le comprará unos patines para Navidad —había comentado Dylan sugestivamente refiriéndose al hijo mayor de los Stevenson a quien había visto durante los días en que su madre Patricia había estado enferma.

—Y a ti te gustaría tener los tuyos también, ¿no? —repuso el joven padre con una sonrisa a la que el niño contestó con un asentimiento de cabeza – Supongo entonces que tendremos que enseñarte a patinar para entonces – había concluído Terrence con el consiguiente estallido de alegría del chiquillo.

¡El puente!¿Cómo no se le había ocurrido antes? La idea le vino de golpe junto con aquel recuerdo. Sin perder más tiempo Terrence se había dirigido hacia aquel mismo lugar en que había pescado con su hijo, con la esperanza de encontrarlo debajo del puento que ofrecía un buen escondite para cualquier niño pequeño. Un solo miedo le ponía la piel de gallina. El hielo de la laguna podía estar aún delgado. Si el niño resbalaba podía caer al agua helada y morir congelado en escasos minutos.

Terrence dejó el auto aparcado a la entrada del parque y corriendo bajo la cada vez más violenta ventisca se adentró en dirección del lago. Le tomó varios minutos caminando entre la nieve fresca para lograr vislumbrar el puente que apenas podía distinguirse entre las ráfagas blancas de la tormenta. Fue entonces que distinguió una pequeña figura que avanzaba con lentitud en direccìón de la laguna helada.

—¡Dylan! —había gritado el joven con toda la fuerza de sus bien entrenados pulmones y sin duda el pequeño lo había escuchado porque le pareció que volvía el rostro. Pero luego, por asombroso que fuese, el niño había acelerado el paso en la dirección opuesta, como huyendo de la voz que le llamaba. A Terrence le tomó unos segundos comprender que su hijo le daba la espalda y corría como si tratara de escapar de su alcance.

No obstante, poco tiempo le quedó para asimilar el hecho cuando escuchó un ruido que provenía de la laguna. Terrence, que conocía bien el ruido del hielo cuando se rompía no pensó en otra cosa más que correr hacia donde el niño había caído, entendiendo que sus pesadillas se habían hecho realidad.

Lo que siguió fue todo como una cadena de actos desesperados. Correr en dirección de las aguas congeladas, gritar el nombre del niño, rasgarse el saco para fabricar una cuerda improvisada, arriesgarse a caer él mismo en las aguas heladas, sacar el cuerpo aterido del pequeño, correr de regreso al auto y luego manejar frenéticamente hacia la casa. En todo ese tiempo no había espacio en su mente para otra cosa que no fuese acelerar para llegar a tiempo para hacer reaccionar al niño.

Finalmente las luces de su casa se distinguieron entre la ventisca. Todavía no se estacionaba cuando ya la figura fina de su esposa salía corriendo de la casa con una frazada. No hubo necesidad de explicaciones, parecía que Candy podía adivinar lo que había pasado con sólo mirar al padre y al hijo. Curiosamente, la mujer llorosa que lo había recibido con la mala noticia de que el niño había huído, se había esfumado completamente para dar lugar a una joven serena y segura de cada uno de sus movimientos. Con el mismo aplomo con el que Candy había limpiado las heridas de Terrence al llegar mal herido al hospital Saint Jacques, la joven tomó entonces el cuerpo incosciente de su hijito y lo llevó rápidamente al interior de la casa en donde ya esperaba un médico y dos bien organizadas domésticas. Terrence, terminó por desplomarse en un sillón sintiéndose totalmente inútil mientras observaba la rapidez con que su mujer dirigía la orquesta de las criadas para calentar al pequeño y devolverle la consciencia.

Fue entonces cuando empezó a sentir muy ligeramente el efecto del resfrío que él mismo había pescado en aquella aventura. La cabeza le dolía hasta darle la sensación de que las sienes le iban a reventar y los ojos le ardían en irritación. Cerró los párpados y se reclinó en el respaldo del sillón por unos instantes que no pudo calcular, hasta que sintió que alguien le tomaba por los pies. Desconcertado abrió los ojos para descubrir a su esposa que sentada en el suelo le quitaba los zapatos.

—¿Pero qué haces Candy? ¿No estabas con Dylan? —preguntó él confundido.

—Se ha hecho todo cuanto es posible. El doctor dice que tendremos que esperar esta noche para ver cómo reacciona. Ahora me preocupas más tú —replicó ella con calma mientras continuaba desvistiendo a su marido— ¿No te has dado cuenta de que estás todo mojado?¿Así es como cuidas tu voz, señor actor?– lo regañó ella con suavidad y él se admiró de que ella fuera la misma mujer con quien había reñido tan violentamente hacía tan sólo unos cuantos días.

—¡Por Dios, Candy puedo hacer esto por mi mismo! —repuso él con una tímida sonrisa, pero luego recordó a su hijo y quizo asegurarse de nuevo de su estado— ¿Estás segura que Dylan estará bien?

La joven bajó los ojos y él entendió que aún había peligro para el pequeño.

—Por favor, Terri,– se animó ella al fin a contestarle —ponte esta ropa seca y tómate esto para que entres en calor. Lo menos que necesitó ahora es otro enfermo en la casa— concluyó ella señalando una taza de té que ella había dejado sobre una mesita.

—Está bien, pero luego quiero estar al lado de Dylan —dijo él y ella no se opuso.

Las horas que siguieron fueron de dolorosa vigilia para los Grandchester. Ambos se mantuvieron al lado de la cama de Dylan sin decir palabra alguna, pendientes de cada movimiento en la respiración del pequeño y de la fiebre que no quería ceder fácilmente. Terry pensó entonces que su esposa seguramente había pasado una noche similar cuando lo había cuidado aquella ocasiòn en Francia y se preguntó cómo era que las mujeres podían sacar tanta entereza en ocasiones como aquella a pesar, de ser criaturas de apariencia tan frágil.

El alba despuntó y Dylan aún no volvía en sí. Candy había solicitado el desayuno pero a pesar de su insistencia Terrence no había querido probar bocado. Así pues, las tostadas, el té y los huevos se enfriaron en la bandeja mientras el joven fingía leer un libro de poesías ojeando constantemente al pequeño durmiente. Afuera, la tormenta parecía arreciar su furia y solamente se percibía la diferencia entre el día y la noche por la presencia de una luz mortecina. Todos sabían que aquella mañana los nubarrones no se retirarían para dejar ver el sol.

Finalmente hacia la una de la tarde, mientras Candy apretaba las cuentas de su rosario con dedos nerviosos y Terrence repasaba por enésima vez la misma línea sin poner atención, Dylan se movió ligeramente y luego abrió los ojos.

—¡Papá! —dijo con voz débil al mirar a su padre a su lado—. ¿Ya no estás enojado conmigo?

Sobra decir que ambos padres vieron salir al sol con aquella frase y después del regocijo del primer momento se encargaron de hacerle saber al pequeño que nadie en la casa estaba molesto con él, como Dylan creía a causa de las continuas ausencias de su padre. Candy sabía que en otras circunstacias la conducta del niño hubiese ameritado un buen castigo, pero después de las cosas vividas más valía que las malas memorias quedaran sepultadas en afecto.

A la mañana siguiente el peligro había ya pasado para el niño y llegó entonces el turno al padre de caer enfermo. Sacando fuerzas de flaqueza, Candy se sobrepuso al cansancio y se dedicó a cuidar simultáneamente de sus dos hijos y de su marido, que como todos los hombres que gozan siempre de una salud envidiable, solía tener unos resfriados memorables las raras veces que enfermaba. Así que los baldes de agua hirviendo con sales, las hojas de eucalipto y los jarabes se transportaron de la habitación de Dylan a la de sus padres.

—¡Vaya que sí la he hecho buena! —exclamó él cuando vio llegar a su esposa cargando una bandeja con comida caliente aquella tarde— ¡Y pensar que te tomas todas estas molestias por mi y yo ni siquiera te he pedido disculpas por… por lo que sucedió —se atrevió finalmente a decir.

Candy, que había estado posponiendo aquella conversación inevitable dadas las circunstancias de emergencia dejó la bandeja del desayuno en una mesa cercana y se dispuso a hacer lo propio ya que su esposo parecía estar de humor para aclarar las cosas.

—Yo tampoco me he disculpado —repuso ella con los ojos fijos en su delantal mientras se sentaba a un lado de la cama—. Creo que yo también tengo mi parte de culpabilidad en esta historia.

—Sshh —musitó él poniendo un dedo sobre los labios de la joven que le parecía la mujer más hermosa sobre la tierra con aquel delantal de percal sobre un sencillo vestido de punto—. Déjame decirte primero que he sido un verdadero idiota al dejarlos tanto tiempo solos, a ti y a los niños. Luego déjame decirte que actué irracionalmente cuando me enteré de tu amistad con Bower. No desconfío de ti, amor, es sólo que los celos me hierven de pensar que él podría estar buscándote con otras intenciones… ¿Qué quieres? Cuando se trata de ti pierdo la cabeza… sin embargo… —añadió él con dificultad— no me opondré a que tú elijas a tus amistades.

—¡Terri! Perdóname tú a mi por haber reaccionado de manera tan violenta… Te aseguro que no hay nada entre Nathan y yo. Te agradezco este voto de confianza por parte tuya, pero ya he decidido que mi amistad con él no es del todo conveniente.

—¿Estás segura? —preguntó él sorprendido al escuchar las últimas palabras de su esposa.

—He tenido tiempo para pensar… y… analizando la situación con más frialdad me he percatado de ciertos detalles que antes quise ignorar —dijo la muchacha y Terrence advirtió que le costaba trabajo encontrar las palabras adecuadas para proseguir.

—¿Qué quieres decir? —indagó el joven volviendo a sentir que algo por dentro ardía más que la fiebre.

Candy observó la expresión en el rostro de su marido y entendió lo que cruzaba por su mente ¿Debía continuar? Por un instante dudó entre guardarse para sí aquella última confesión y decir la verdad. El rostro de la Hermana María en su memoria la miró de una manera que le hizo comprender finalmente lo que debía de hacer, aunque no aquella fuese la alternativa más peligrosa.

—Quiero decir que, si vuelvo sobre mis pasos y pienso bien en mi amistad con Nathan —comenzó ella con los ojos clavados en los bordados de la almohada—, tengo que admitir que tal vez… sólo en ciertas ocasiones, advertí en él algo que por un instante me pareció un interés, quizá un tanto desusual, algo distinto que nunca percibí con otros amigos míos. Pero no quise darle importancia.

La joven entonces cayó, esperando que su marido diera señas de disgusto. Estaba resuelta a enfrentar las consecuencias de su confesión. De cierta forma había decidido que era mejor afrontar los escollos de la sinceridad que guardar secretos para quien más amaba. Asombrosamente, el joven artista no dijo ni una sola palabra, sino que simplemente tomó la mano de su esposa y le dio una ligera palmadita como animándola a continuar.

La muchacha alzó entonces la mirada y en silencio agradeció a su esposo por aquél tácito voto de confianza. No obstante, se pudo dar cuenta al mirarle a los ojos, que el joven estaba intentando con todas sus fuerzas controlar sus impulsos por preguntar más sobre el asunto.

—Terri, te aseguro que él jamás se propasó conmigo —se apresuró ella a aclarar— es sólo que existen ciertas cosas que una mujer sabe sentir, y de las que yo hice caso omiso, porque me agradaba su compañía y no quería prescidir de su amistad... sobre todo cuando me sentía tan sola —concluyó ella en un murmullo.

—Te entiendo —dijo finalmente él con la voz enronquecida y ella comprendió los grandes esfuerzos que él estaba haciendo por controlarse y lo admiró más por ello.

—Es por eso que he decidido que no volveré a ver a Nathan. A ti te incomoda mi amistad con él y en cierta forma, tal vez él esté esperando algo más de mi que jamás podré darle. Creo que eso será lo mejor para los tres.

—¿Estás segura? —preguntó él aún dudando de la resolución de su mujer.

—¡Completamente! Si tengo que elegir entre tú y cualquier otra cosa en este mundo, la decisión es demasiado fácil para mi. Tú siempre ganas, aún sobre mi orgullo —admitió la joven y una lágrima solitaria corrió por su mejilla hasta la comisura de sus labios que se arqueaban en una leve sonrisa.

Terrence levantó la mano lentamente hasta enjugar la mejilla de su esposa con una caricia leve. Parecía que había pasado tanto tiempo desde la primera vez que hiciera lo mismo en la enfermería del colegio mientras Candy llamaba a Anthony entre sueños. El mundo había girado muchas veces desde entonces, pero aquella niña, ahora convertida en mujer, seguía haciéndolo perder todo el balance con una sóla lágrima.

—No, pequeña, no llores por esto. Simplemente olvidémoslo ¿Quieres? —le dijo en un susurro y ella asintió en silencio.

La joven no hizo esperar su marido con los brazos abiertos. Tan pronto como su rostro se hundió en el pecho del hombre un suave aroma a lavanda embalsamó sus sentidos trayéndole un tumulto de memorias íntimas. De repente Candy sintió que era de nuevo una adolescente petrificada de miedo mientras el caballo corría a galope entre los árboles. Aquella había sido la primera vez que se había aferrado al pecho de Terrence con todas sus fuerzas y a medida que las tinieblas de su alma se iban disipando, una única sensación dominaba su mente: el decisivo y austero perfume que él siempre usaba y que poco a poco calaba hasta los huesos, con un estremecimiento hasta entonces desconocido.

Terrence se reclinó sobre la almohada y ella se acurrucó a su lado sin decir nada, aún extraviada en sus recuerdos. Enterró su nariz entre los músculos fírmes del pecho del joven y pudo percibir con claridad ese cosquilleo en el vientre que él solamente le hacía sentir. Entonces se percató que había sido durante aquella cabalgata forzada cuando por primera vez sintiera esa misma calidez que subía desde sus entrañas erizándole la piel. Los años le habían enseñado a la joven a poner el nombre correcto a esas sensaciones y a entender que eran el preludio de otras, superiores y más profundas.

Candy sonrió y tuvo la gracia de sonrojarse al comprender que su primer encuentro con el deseo había tenido lugar justo en aquella ocasión, mientras se aferraba al cuerpo de aquel Terrence adolescente. Pero quien la tenía ahora en sus brazos hacía mucho tiempo que había dejado de ser un chiquillo y ella, a su vez, ya no era más una niña asustada y confundida ante aquellos alarmantes pasmos internos. Todo lo contrario, ahora comprendía bien las señales que el cuerpo le mandaba y en ese mismo momento también entendió que había estado equivocada al creer que podía posponer aquellas necesidades indefinidamente, mientras su esposo viajaba sin parar.

—Candy —le llamó él quedamente— creo que es mi turno de aclarar ciertas cosas. Aunque te anticipo que no será sencillo ni agradable —completó él mientras volvía incorporarse.

La joven lanzó a su marido una mirada interrogadora y la respuesta que leyó en sus pupilas le hicieron temer que aquello que vendría sería sin duda doloroso.

—Adelante —contestó ella simplemente sentándose a su lado.

—Yo… yo debí haberte dicho acerca de esto desde hace mucho, pero no quería... no sabía lo que pasaría si te lo contaba —comenzó él y ella pudo darse cuenta que le era difícil articular cada una de sus palabras.

—Es acerca de Marjorie Dillow ¿No es así? —preguntó ella sintiendo que el corazón se le detenía.

—Y sobre todos esos rumores de la prensa —admitió él asintiendo— Debí haber hecho algo al respecto de eso desde el principio, pero…

—¿Pero qué? —preguntó ella cada vez más asustada de lo que podría venir.

—No lo consideré leal —dijo el al fin con un suspiro de fastidio.

—¿Leal? Terri, por favor explícate, que no te comprendo —exigió ella cada vez más tensa.

—Bueno, es una larga historia, pero intentaré contártela —dijo él sin perder esa expresión de preocupación—. Antes que nada quiero que sepas que lo único cierto de esos rumores es que hace algún tiempo, meses antes de que siquiera supiéramos que Karen estaba esperando un bebé, Marjorie... intentó llamar mi atención en varias ocasiones. Yo me limité a ignorarla pero como sus insinuaciones se hicieron cada vez más explícitas me llegué a molestar mucho con ella y acabé por hacerle pasar una humillación. Me temo que tal vez me extralimité con ella... o quizá solamente le di su merecido —añadió después de un momento y no pudo evitar aún en medio de aquella confesión embarazosa un dejo de malicia al recordar el mal rato que le había hecho pasar a la insistente Marjorie—. Lo cierto es que ella se indignó mucho y me prometió que me arrepentiría de haberla rechazado. Por supuesto que no puse atención a sus amenazas.

Candy estaba muda. Por una parte lo que Terrence acababa de contarle le volvía el alma al cuerpo, pero a su vez le intrigaba saber qué consecuencias había tenido para su marido aquel desplante de fidelidad hacia ella.

—Los meses pasaron y Marjorie parecía haberse olvidado del asunto —continuó el joven—. Imaginé que había aprendido su lección, pero estaba equivocado. Cierta noche, estando en Nueva York, después de la función recordé que Robert me había pedido que recogiera la copia de unos libretos que él quería que revisara, así que decidí pasar a su oficina para poder empezar a leerlos. Pensando que todos ya se habían marchado a casa entré a la oficina de Robert sin llamar, sólo para la enterarme por accidente que lo que Marjorie no había logrado conmigo, lo había conseguido con Robert. Fue realmente muy embarozoso para mi, como tú comprenderás —masculló aún molesto con el recuerdo— y creo que fue aún peor para Robert.

Candy se quedó atónita. Inmediatamente sus pensamientos volaron hacia Nancy Hathaway, que a pesar de poder ser su madre, se había convertido en una buena amiga suya. La joven suspiró tristemente, pero se guardó de hacer cualquier comentario.

—En esa ocasión simplemente no supe qué hacer o decir —continuó él aún serio— así que simplemente salí de la oficina sin decir palabra. Al día siguiente como es de esperarse Robert habló conmigo, y para mi gran decepción, no fue para decirme que aquello era un error que estaba dispuesto a enmendar. Todo lo contrario, pude darme cuenta de que Marjorie se había convertido en algo importante para él y era obvio que estaba dispuesto a hacer lo que fuese por ella, aunque tampoco tenía intenciones de romper su matrimonio con Nancy. Por mucho que me disgustara su actitud, me di cuenta de que hubiese sido imposible hacerle entrar en razón, así que sólo me limité a asegurarle que no interferiría en el asunto. Obviamente él temía que siendo tú y Nancy buenas amigas el amorío acabaría por llegar a su conocimiento si yo no guardaba discreción al respecto, así que le tuve que prometer que no te diría nada sobre el asunto.

—Te entiendo, aún si yo me hubiese enterado, no creo que hubiera tenido el corazón de decirle a Nancy lo que estaba pasando —comentó la joven aún alterada con la noticia.

—Pero ahí no quedó todo. De hecho ese fue el inicio de una serie de diferencias entre Robert y yo con respecto a Marjorie. Él empezó a concederle papeles más importantes con lo que yo no estaba de acuerdo porque la muchacha simplemente es pésima actriz, pero el colmo fue cuando le dio el lugar de Karen en las últimas giras. Tuvimos un serio disgusto por su causa. Fue entonces cuando me di cuenta de que Marjorie estaba cumpliendo su amenaza de la peor manera, estaba distanciándome de uno de los pocos amigos que tengo.

—Y todo este tiempo te reservaste esas contrariedades sólo par ti ¿Verdad? —inquirió la joven admirando el sentido de lealtad de su marido.

—No tenía otra opción —arguyó él con un encogimiento de hombros—. Pero aún hay más. Aún no me explico del todo la razón por la cual, precisamente cuando el romance entre Robert y Marjorie se hallaba ya avanzado, la prensa se dedicó a especular sobre mi relación con ella. A veces he llegado a pensar que se trataba de un rumor comenzado por la propia Marjorie para buscarme un problema contigo.

—¿Tú crees? —preguntó la joven algo incrédula, pero luego el recuerdo de las muchas jugadas que le había hecho su prima Eliza le hizo tragarse sus palabras.

—No estoy seguro —contestó él dudoso— lo cierto es que cuando el segundo de esos artículos maliciosos llegó a mis manos fue durante la gira que hicimos en California. Esa ocasión Robert y yo estábamos desayunando juntos en el tren. Recuerdo que me molesté mucho al leer la nota y le manifesté mi disgusto pensando que, por razones obvias, el también se sentiría contrariado con la noticia, pero para mi sorpresa lo había tomado con bastante beneplácito.

—¿Pero, por qué? —preguntó la joven intrigada.

—Bueno, yo también me sentí confundido con su reacción, pero luego él se encargó de explicarme que esos rumores le favorecían ya que su esposa empezaba a sospechar y las notas periodísticas seguramente aminorarían sus suspicacias. Inclusive llegó a suplicarme que no hiciera declaraciones al respecto. “Simplemente ignora esas habladurías. A ti no te afectarán porque tu esposa no tiene nada que temer contigo, y en cambio a mi me ayudarán a aliviar tensiones con Nancy” —me dijo—, y como ya habíamos tenido demasiados enfrentamientos decidí acceder a guardar silencio nuevamente, aunque me repugnaba el hacerlo.

—Entiendo que la situación era delicada, pero… —interrumpió ella sintiendo que no podría evitar el reclamo.

—Lo sé —contestó él antes de que ella pudiera terminar la frase— en ese momento debí habértelo contado todo para evitar los malos ratos que te he hecho pasar, pero erróneamente pensé que esas habladurías no podrían hacerte daño.

—Siento mucho haber dudado de ti —aceptó ella con tristeza—. No sé qué fue lo que me sucedió.

—Yo sí lo sé —repuso él acariciando la mejilla de la joven—. La distancia debilita la confianza. Fue muy injusto de mi parte pensar que podrías con la presión de la prensa estando yo lejos por tanto tiempo. Creo que aquí yo soy quien debe cargar con la responsabilidad ¿Podrías perdonarme? —le pidió él levantando el mentón de su esposa para ver sus ojos directamente.

—Eso es inevitable —respondió ella y Terrence entendió que por cuenta de ella el asunto estaba olvidado. Sin embargo él no quería que las lecciones aprendidas quedaran del todo en el pasado.

—Te prometo una cosa, pecas —añadió él después de un rato que ambos se mantuvieron abrazados sin decir nada—. Este ha sido el fin de mis giras frenéticas. No volveré a permitir que mi trabajo afecte a nuestra familia. Además, si he de serte sincero, odio estar tanto tiempo lejos de ustedes. Me la he pasado realmente mal sin ti, las noches son eternas y más oscuras, los días no tienen luz, y ni siquiera la poesía me calma esta inquietud.

—Yo siento lo mismo.

—¿Entonces, por qué no me lo dijiste? —preguntó él sorprendido.

—Porque no quería interferir en tus sueños. Tu carrera es muy importante para ti y no deseaba rivalizar con ella.

—Y no rivalizas con ella, amor– repuso él de inmediato —tú y los niños siempre serán más importantes.

—Yo pensé que tú… —titubeó ella confundida—, que tú necesitabas estas giras, que te hacían sentir más feliz. No deseaba restarte esa alegría.

—Disfruto mucho mi trabajo, eso no te loo voy a negar —se apresuró a explicar el joven—, pero a decir verdad, he odiado todo este tiempo que he estado separado de ustedes. Lo hice más que nada porque deseo darles lo mejor a todos ustedes.

—¡¿Por dinero?! ¡¿Has estado haciendoo todo esto por dinero?! —preguntó Candy sorprendida ante la inusitada preocupaciòn económica de su esposo—. ¡Pero si tenemos más que suficiente! Jamás en los sueños más locos de mi infancia imaginé vivir de esta manera. Terri, tú nunca antes te habías preocupado por las cosas materiales ¿Por qué de repente te parecen tan importantes como para sacrificar a tu familia?

Al escuchar la reacción de su esposa Terrence comenzó a comprender las palabras de la señorita Pony con mucha más claridad que antes.

—No me lo preguntes —respondió él avergonzado—. Tal vez he dado un curso equivocado a mi amor por ustedes. La verdad es que no sé qué fue lo que me ocurrió. Ví que las oportunidades se abrían, y no deseaba desperdiciarlas. Esperaba que me permitiesen acumular un capital para el futuro de Alben, ya que el de Dylan está asegurado.

El joven bien se hubiese autocasticagado de buena gana en esos momentos, pero el suave toque de la mano de su mujer sobre la suya le hizo entender que no sería necesario. Él levanto el rostro y se econtró de nuevo con la mirada sonriente de la joven.

—Hemos sido un par de tontos ¿No te pparrece? —le dijo ella con el rostro iluminado—. Ambos estábamos arriesgando las cosas más valiosas por otras no tan importantes.

—Te prometo que no volverá a suceder —aseguró él estrujando con fuerza la mano de la joven—. He aprendido mi lección de la peor manera… y pensar que pude perderte a ti… y a Dylan.

Candy respondió con un abrazo y así se cerró aquel desagradable capítulo de su vida.

Ellis se puso de pie entonces e hizo volver a Candy de sus recuerdos. El periodista agradeció a los Grandchester por su hospitalidad y después de estrechar las manos del artista y de su esposa se despidió finalmente de ellos. Edward apareció de algún rincón de la estancia para conducir al invitado hasta la puerta, así que dando un último vistazo a la pareja, el hombre siguió al mayordomo atravesando de nuevo por las mismas habitaciones que ahora se veían envueltas en una nueva atmósfera a la luz de las lámparas que resguardaban la casa de las tinieblas nocturnas.

Una vez afuera el reportero se volvió de nuevo hacia la residencia. Desde lejos, un trío de caritas sonrientes lo veía con jovialidad a través de uno de los amplios ventanales. Ellis respondió a los niños agitando su mano en señal de despedida antes de subir a su auto y alejarse definitivamente del vecindario, rumbo hacia “la ciudad”. En el camino el hombre pensó que tal vez en su nuevo trabajo en Alemania podría encontrar finalmente la mujer adecuada y sentar cabeza. Ya venía siendo hora.

Mientras el reportero se dirigía hacia su austero departamento en Manhattan, Candy cumplía con el inevitable ritual nocturno. Supervisó que las empleadas de la cocina levantaran la loza de la cena e hicieran la limpieza de costumbre antes de clausurar los servicios culinarios por aquel día. Como era viernes pagó salarios a sus trabajadores y se despidió de todos con la acostumbrada sonrisa. Cuando en la casa solamente quedaba la familia del artista, la joven se encaminó hasta las habitaciones de sus hijos. Era la hora de las historias y los mimos. Treinta minutos más tarde el acostumbrado bullicio de la casa cesó para caer en un suave letargo y la joven madre pudo al fin soltar la cinta que recogía su cabello rubio y quitarse los zapatos al entrar a su habitación, donde su marido leía en silencio mientras la esperaba.

La mujer se sentó ante el tocador y comenzó la tarea de desmaquillarse y soltar las horquillas de su pelo, preparándose para dormir. Mientras ella se ocupaba de esa tarea, el joven dejó su lectura para contemplar la ceremonia femenina que había presenciado ya miles de veces en diez años de matrimonio. Entonces pensó que poco importaba el paso del tiempo, su esposa le seguía pareciendo tan hermosa como el primer día, desde la breve línea de la nariz, hasta los ricitos rubios que se ocultaban en la nuca debajo de la espesa cabellera; desde la piel blanca de las manos, hasta la luz inquieta de los ojos, todo le parecía fascinante. Había algo en torno a ella que lo seguía manteniendo a la expectativa, igualmente encandilado con la misma chispa de atracción que nadie más era capaz de encender en él.

La visita de Ellis había despertado en él recuerdos de días oscuros, pero de todas aquellas cosas pasadas había una sola de la cual podía sentirse satisfecho y esa era no haber cedido a los avances de Marjorie Dillow. Parte de él le decía que de haber sido así, aunque su esposa hubiese acabado por perdonarlo, él jamás se hubiese perdonado así mismo.

Recordaba aún bien el día en que las cosas con Marjorie habían llegado al nivel de lo inadmisible y hasta cierto punto Terrence seguía pensando que en aquella ocasión su dureza hacia Marjorie no había sido injustificada.

Habría sido necesario ser un tonto para no darse cuenta de los abiertos coqueteos de Marjorie durante aquella primera gira. Pero habituado a situaciones similares Terrence había optado por hacer gala de su proverbial indiferencia.

Sin embargo, cierta noche después de la función, Terrence se había quedado un buen rato conversando con Hathaway en la habitación de éste y no había regresado a la suya hasta ya muy avanzada la madrugada. Su sorpresa fue grande al encontrar a la Dillow esperándolo en su cuarto.

—¿Qué haces aquí? —había sido la inmediata reacción de su parte ante la inesperada intromisión.

—Bueno, yo… he estado un tanto preocupada por ese diálogo que no acaba de convencerte y como supuse que te gustaría ensayarlo vine aquí para preguntarte si lo podíamos hacer mañana. Como no estabas, decidí esperarte… ya que no podía dormir de todas formas —respondió ella melosa.

—¿Y para eso tenías que entrar a mi habitación sin permiso? —preguntó él francamente molesto, no sólo por el atrevimiento, sino por la barata obviedad de las intenciones de Marjorie, que no había vacilado en sobornar al botones del hotel para dejarla entrar.

—Vamos, no te molestes por esa niñería mía —repuso ella sonriendo mientras se acercaba al joven lentamente—. En lugar de ponerte de mal humor, bien podríamos buscar la manera de pasárnolas bien juntos... ya que ni tú ni yo parecemos tener sueño esta noche ¿No crees?

—Pues yo tengo pensado ir a dormir ahora mismo, y tú deberías hacer lo propio —respondió él tratando de controlarse para no abusar de su rudeza.

La mujer sonrió de nuevo, dispuesta a no darse por vencida tan fácilmente. Con movimientos estudiados y rápidos a la vez, se acercó al hombre hasta que estuvo de pie frente a él, de modo que extendiendo el brazo alcanzó a juguetear con la solapa del saco de él.

—¡Vamos! ¿Acaso tendré que ponértelo más claro? No me digas Terrence —dijo ella susurrando—, que un hombre como tú, no siente nada al tener cerca a una mujer como yo ¿Por qué no aprovechar que estamos aquí los dos para darnos un rato de esparcimiento que bien lo necesitamos… Sin compromisos, claro.

Y diciendo esto úlitmo la joven dio un paso atrás y con un solo gesto de su mano derecha desató la banda que sostenía la bata de seda roja que llevaba puesta. La prenda cayó al suelo de golpe dejando al descubierto un cuerpo que Marjorie sabía bello. La joven actriz había sido una de esas chicas llamativas que desde los catorce años se había percatado del poder que podía ejercer sobre los hombres, inclusive aquellos mucho mayores que ella, quienes no podía evitar sentirse atraídos por aquella niña con cuerpo de mujer.

—Tu esposa no tiene por qué enterarse – sugirió ella mientras miraba a Terrance de frente, esperando en él la reacción natural y como el hombre se quedó cayado por unos instantes, pensó que había ya ganado la partida. Después de los primeros segundos, Terri pestañeó casi imperceptiblemente y avanzó hacia la cama con pasos firmes.

—”Ya calló” —pensó ella triunfante.

Para su sorpresa Terrence arrancó el endredón que cubrían la cama y se lo lanzó a Marjorie en un gesto que denotaba fastidio.

—Te vas a resfriar si no te cubres ahora que vas a salir de mi habitación en el acto, a menos que quieras que llame a los empleados del hotel para que te echen ¡Fuera de mi vista!

—¡Eres un grosero! —se quejó ella aún asombrada con el tono violento con que le hablaba su colega.

—Tal vez, pero un grosero que no es esclavo de sus instintos ¿Por quién me has tomado? ¿Crees que arriesgaría el amor de mi esposa por un momento de placer? Es posible que a una cualquiera como tú le parezca extraño, pero para ir a la cama con una mujer yo necesito algo más que un cuerpo disponible. Búscate otro con quien divertirte ¡Sal de mi cuarto de una buena vez y no se te ocurra volver hacer una estupiez como esta! —concluyó él con tono iracundo y los ojos brillando indignados.

—¡Pues me voy! ¡Allá tú que te lo pierdes! —respondió Marjorie recogiendo su bata—. Pero sabe que te vas arrepentir de esto.

Aquello había sido la gota que derramó el vaso. Con la rueda de su furia desatada el joven tomó a la mujer por los hombros con una expresión que ella jamás olvidaría.

—Mira muchachita, no te atrevas a amenazarme de nuevo o serás tú la que se arrepienta —bociferó y acto seguido llevó a la joven del brazo hasta la puerta, cerrándola tras de sí de un golpe que seguramente habría despertado a más de un huésped aquella noche.

Cuando Terri se hubo quedado solo respiró profundo y se tiró en la cama. El incidente lo había puesto del peor de los humores, no sólo por el atrevimiento de la mujer, sino porque de alguna manera le había indicado algo que él venía esforzándose por ignorar en los últimos días. Ver a Marjorie solamente le había recordado lo mucho que él estaba deseando volver a estar con su esposa y la certeza de que la gira a penas empezaba no lo hacía sentirse mejor. Su violenta respuesta hacia la actriz no había sido sino su forma de manifestar su profunda frustración porque la mujer que había estado esa noche ahí para seducirlo no hubiese sido su esposa.

Tal vez para otros hombres su reacción habìa sido más que estúpida, pero él sabía de sobra que semejante gratificación inmediata no solament tendría consecuencias dolorosas para quien más amaba, sino que al final, resultaría bastante mediocre comparada con el verdadero placer que solamente llega cuando se mezcla la piel con el corazón. No se arrepentía... todo lo contrario.

—¿Qué me ves? —preguntó Candy divertida al ver el rostro de su marido que la miraba con fijeza al tiempo que ella se metía a la cama— ¿Tengo una peca nueva?

—¡Miles! —contestó él siguiendo la broma al momento, a pesar de haber estado abstraído en sus pensamientos un buen rato.

—¡No tienes remedio! —dijó ella alzando los ojos, como fingiendo frustración mientras se desplomaba sobre la almohada.

—No lo tengo y tuya es toda la culpa. Esta enfermedad es crónica —respondió él reclinándose sobre ella al tiempo que sostenía su peso sobre un brazo.

—¿Enfermedad? ¿Es entonces un mal eso de ser sarcástico? —preguntó ella con una risita.

—No… esa es mi virtud… Tú eres mi enfermedad crónica —repuso él riendo sofocadamente.

—¡Vaya! Eliza me ha dicho muchas cosas desagradables desde el día en que la conocí, pero este insulto de compararme con una enfermedad supera a todo lo que Eliza pudo haber pensado – resondió ella volteando el rostro en fingida indignación para esquivar los labios de su marido.

—Yo supero a cualquiera, señora —respondió él sonriente – pero no es un insulto lo que te he dicho, sino una verdad – concluyó él, que al no poder besar los labios de la joven optó por besarle el cuello.

—No deberías hacer eso si en verdad quieres librarte de esta enfermedad —rió ella sintiendo cosquillas.

—¿Quién ha dicho que quiero sanar? Si este es el mal más delicioso que jamás he tenido. Duele el corazón de vez en cuando, y el resto del cuerpo la pasa mal si estoy lejos de ti… pero la mayor parte del tiempo es la gloria.

—¡Terri! —dijo ella conmovida volviendo el rostro para econtrarse con los labios de su marido.

Una ligera llovizna veraniega comenzó a caer en la tranquilidad de la noche.

Candy miraba las gotas caer y escurrir lentamente sobre las vidrieras de la ventana. El chubasco estival había bajado la temperatura dejando una sensación fría y húmeda en el aire que le hacía estremecerse ligeramente. En días como aquellos la mujer no podía dejar de ponerse melancólica e involuntariamente su mente voló hacia un pequeño lugar a las orillas del Lago Michigan donde sus hijos estaban entonces pasando las vacaciones. Si la mañana había estado despejada seguramente Albert y Tom habrían llevado a los niños a jugar baseball. Aquello se había convertido ya en una tradición: los niños del hogar contra los nueve primos.

La rubia se sonrió para sus adentros pensando en el cuadro de los cuatro rozagantes mozalbetes hijos de Patty y Tom que solian jugar como jardineros y en las paradas cortas; el rubio Alben con su inseparable amigo Anthony – hijo único de Raisha y Albert– que eran expertos corredores de bases; el pequeño y retraído Alistair Cornwell que prefería ser el catcher; Dylan que por ser el mayor era el capitán del equipo y Blanche que a sus seis años se había convertido en la lanzadora estrella. Por un momento deseó estar con ellos pero después reconoció que realmente necesitaba aquellos días de descanso lejos de la siempre abrumadora responsabilidad de la maternidad.

Debían de ser como las dos de la tarde allá en América, pensó Candice suspirando, pero allá en Escocia ya pronto oscurecería. A lo lejos se podía escuchar el murmullo de la lluvia entre la arboleda, mientras el sol descendía lentamente detrás de los densos nubarrones que impedían ver el ocaso. De repente le pareció sentir que alguien la observaba e instintivamente buscó con la mirada a lo largo del jardín y más allá de la barda que resguardaba el palacete. Entonces le pareció ver una figura masculina tratando de ocultarse detrás de las madreselvas que trepaban la verja de la entrada principal.

Aguzó la vista y pudo distinguir a un hombre pelirrojo envuelto en un sucio impermeable que tan pronto como se sintió descubierto corrió hacia la arboleda cercana y se perdió en la espesura.

—Un pobre mendigo sin techo —supuso la mujer. Pero curiosamente después de aquella primera conclusión, pensó que el individuo, a pesar de la distancia, le había hecho recordar el rostro de alguien conocido.

Candy se alejó entonces de la ventana y se dirigió hacia la chimenea de la estancia para atizar el fuego que parecía comenzar a morirse en el hogar. Mientras movía las brazas con el atizador pensó que el mendigo en el impermeable viejo le había recordado un tanto a Neil Leagan, pero luego se burló de su propia ocurrencia.

Nadie sabia nada de Neil desde el gran desastre bursátil del año anterior. La ya dramáticamente mermada fortuna de los Leagan terminó por desaparecer completamente con el nefasto efecto de la crisis económica mundial. Incapaz de soportar el nuevo golpe Sarah se habia ido a reunir con su marido al otro mundo; Eliza, por su parte, había caído en una depresión profunda, de la cual no había salido hasta la fecha y Neil se había marchado del país sin dejar rastro.

La casa de Lakewood había sido abandonada por completo. Solamente las malas hierbas y las alimañas podían vivir ahí, donde antes había habitado el orgullo y la vanidad. Lejos de Lakewood, Eliza languidecía de por vida en un sanatorio gracias a la caridad de Albert, ajena a cualquier otra cosa que no fuera su amargura.

Candy suspiró melancólica al recordar a los hermanos Leagan y una vez más se admiró de que alguien pudiera desperdiciar el tesoro de la vida de una manera tan estúpida, mientras otros tenían que luchar con todas sus fuerzas por conservarla, aferrándose a ella con pasión y ansias de seguir vivo. Tal era el caso del pequeño Alistair, que para la gran tristeza de Annie y Archie era un chiquillo tan dulce como enfermizo.

La rubia recordaba con cuántos esfuerzos Annie había conseguido finalmente quedar encinta, después de un penoso viacruicis de médicos, remedios y desilusiones continuas. Pero no sólo había sido penoso lograr concebir, sino que igualmente el embarazo había sido delicado y la salud del bebé una vez que hubo nacido resultó ser preocupantemente frágil. Alistair, que era apenas un año mayor que Blanche, había heredado la inteligencia de su tío muerto, pero carecía de la buena salud de la que Stear siempre había gozado. Tal vez por eso Blanche, que tenía un corazón tan grande como el de su madre, había adoptado al pequeño Alistair como su primo favorito y lo protegía de la misma manera en que alguna vez la propia Candy había defendido a Annie.

Los conocimientos médicos de Candy le hacían comprender que las probabilidades de que Alistair lograra llegar a la edad adulta eran muy pocas, pero la joven confiaba que más allá de aquello que la ciencia pudiera ofrecer, las plegarias de todos los que amaban a los Cornwell terminarían por ofrecer una esperanza. La Hermana María le había dicho en su acostumbrado tono enigmático que el futuro de Alistair sobrepasaría todas las expectativas y ella esperaba que una vez más las predicciones de la religiosa resultaran acertadas.

Los maderos crepitaron al llegar el fuego a un cabo más delgado, logrando partir uno de ellos en dos. El ruido sacó a la mujer de sus cavilaciones y la hizo percatarse de que había que agregar más leña para mantener viva la llama. Con algo de pereza Candy se estiró para alcanzar los trozos de madera en un recipiente cercano a la chimenea. Mientras añadía los leños y observaba como el fuego crecía proyectando sombras y luces cada vez más dramáticas sobre su rostro, pensó en otras vacaciones que había pasado en Escocia siete años atrás. El cálido recuerdo le llenó la mente con imágenes brillantes, intensas, vivaces como la llama del hogar que alimentaba.

Después de aquellos días negros vividos en el otoño de 1923 la reconciliación que siguió había sido tan deliciosa como acre habían sido los celos y el dolor sufridos. Terrence, como era de suponerse, no había concluido la gira de invierno, declarándose enfermo —lo cual era cierto— y en su lugar había pasado las fiestas decembrinas en casa, mientras él y Dylan convalecían de la pulmonía que habían pescado aquella noche tormenta. Pero como tanto el padre como el hijo gozaban de una constitución fuerte, en poco tiempo recuperaron la salud y estuvieron listos para retomar su vida de siempre.

Así pues Dylan y Alben se encargaron de continuar sus incansables aventuras del sótano al desván de la casa y Terrence se ocupó de comenzar a escribir una nueva pieza al tiempo que se esforzaba por recuperar el afecto de sus hijos. Como ambos niños habían heredado la naturaleza bondadosa de su madre, pronto olvidaron por completo el abandono en que su padre los había tenido y la vida pareció retomar su curso acostumbrado. Sin embargo, Candy pronto notó que su marido parecía aún inquieto por algo.

Como era de suponerse las tensiones entre Terrence y Robert Hathaway continuaron, toda vez que Hathaway seguía favoreciendo a su joven amante con papeles importantes, aún después de que Karen Claise regresó a las tablas. Los Gradchester prefirieron mantenerse al margen de aquel delicado asunto, pero Karen que era la más afectada, no se quedó callada. La temperamental actriz se encargó de dirigir una campaña de descrédito hacia su rival, lo cual acabó, como era de esperarse, por confirmar las sospechas de Nancy Hathaway. Finalmente la situación reventó y Hathaway tuvo que decidir entre su esposa y Marjorie. El resultado fue más bien lamentable. Robert rompió con Marjorie y ésta tuvo que abandonar la Compañía, pero esas medidas no sirvieron para acallar el rencor de Nancy, que terminó por pedir el divorcio, sin importar el escándalo que representaba.

Siendo Terrence un colaborador y amigo íntimo de Hathaway, no pudo dejar de sentirse afectado por los problemas vividos por su antiguo maestro. Así que, una vez que Robert y Nancy llegaron al penoso acuerdo de la separación definitiva, el joven actor, cansado de las muchas tensiones vividas en aquellos últimos meses, le suplicó a su mujer que lo acompañara en un viaje fuera del país que lo ayudara a despejar la mente y el espíritu. De este modo, deseoso de alejarse de las intrigas de Broadway y ávido de dar rienda suelta a la pasión que había tenido que reprimir durante las largas giras hechas el año anterior, el actor se escapó con su familia a su villa escocesa.

Candy recordaba aún con emoción los hermosos días vividos en aquellas vacaciones. Los niños se habían enamorado desde el primer momento de la madre de Mark, que aún trabajaba para la familia cuidando la mansión. Mark se había casado y tenía un par de gemelos de la misma edad de Alben, por lo que en varias ocasiones los cuatro niños se quedaban a dormir todos juntos en la cabaña de la viuda, cosa que a Candy le agradaba mucho porque quería que sus hijos crecieran sin los prejuicios de clase que la habían hecho sufrir tanto durante su adolescencia, y a Terri le parecía perfecto porque le permitía gozar de su esposa con mayor libertad.

La mujer se sonrió mientras contemplaba el fuego al recordar las numerosas ocasiones en que ella y su marido habían pasado la noche como aquella primera vez el día de la Fiesta Blanca de Eliza, contemplando el fuego y compartiendo el momento sin decir nada. Sólo que en aquellas segundas vacaciones el final de las veladas no llegaba al atardecer, sino hasta rayar el alba, cuando el fuego del hogar, y el del cuerpo se extinguían y el cansancio les hacía quedarse finalmente dormidos uno en brazos del otro. Al igual que su padre, Blanche había sido concebida en la villa de Escocia.

Candy recordaba que en aquellos días su marido se habia vuelto más vivaz y condescendiente. Inclusive se había animado a hacer cosas a las cuales antes siempre se habìa rehusado o por lo menos había sido necesario más de un ruego para convencerlo de hacerlas, como ser un tanto más amable con los reporteros, admitir un perro en la casa o aceptar más invitaciones a eventos sociales.

La joven mujer estaba segura de que aquella repentina complacencia se debía en buena parte a que estaba profundamente conmovido por la decisión que ella había tomado de abandonar su amistad con Bower.

Contrario a lo que se podía pensar, Candy no se había sentido mal con la situación, sino que se había convencido de que aquello había sido lo mejor. Sobre todo, cuando finalmente pudo conocer al verdadero Nathan Bower el día en que le había suplicado que no la volviese a buscar.

Candy, que había empezado a sospechar ligeramente que su amigo la miraba con otros ojos, pudo confirmarlo con la reacción del hombre ante su petición. No sólo Nathan se mostró visiblemente molesto y hasta un tanto violento, sino que de una buena vez le confesó a la joven que estaba enamorado de ella.

Eso hubiera despertado en Candy una profunda compasión y simpatía hacia los sentimientos de su amigo que ella no podía corresponder, de no ser porque el joven actor no se conformó con la simple confesión. Lejos de aceptar la decisión de la dama, el hombre insistió que la seguiría buscando sin importar lo que “el bueno para nada” del marido de Candy pensase. Si era necesario mentir, armar un escándalo o lo que fuese, él no se detendría.

A este punto la joven se había molestado francamente con las amenazas de Bower las cuales denotaban que lejos de sentir amor, el hombre solamente estaba encaprichado con ella. Pero temiendo que aquello fuese a terminar entre un enfrentamiento entre los dos hombres, la joven decidió optar por una estrategia menos directa, pero más efectiva. Tal vez se debió a que tras muchos años de conocer y sufrir la malicia de los Leagan, Candy había aprendido finalmente a usarla... o quizá fue que su amor y su deseo de proteger a su marido la animó a reaccionar con astucia.

—Si deseas seguir buscándome, hacer un escándalo, decir mentiras a la prensa y cosas por el estilo, me tiene sin cuidado —le había dicho ella categórica, poniéndose de pie, como para indicarle a Bower que había llegado el momento de retirarse—. Pero, luego no te quejes cuando ya nadie te de trabajo en Broadway. No sólo arruinarás tu reputación estúpidamente, sino que te aseguro que no habrá productor que te contrate. Solamente recuerda quién es mi marido.

Y con esta última frase la joven se había vuelto para llamar al mayordomo y pedirle que le indicara la salida a su visitante. Después de entonces Candy jamás volvió a ver a Nathan Bower, al menos no personalmente. Soprendentemente las palabras de la joven habían despertado en él un gran miedo a ser betado en todo el país. Como la idea de regresar al Reino Unido no le agradaba, ya que había dejado más de un asunto pendiente y un marido resentido por allá, decidió mejor abandonar Broadway de una vez por todas y probar suerte en California. Ahi Nathan emprendió una carrera en el cine con no mucho éxito.

El reloj dió las nueve de la noche y la mente de Candy volvió de nuevo al presente preguntándose por cuánto tiempo más tendría que esperar. La lluvia parecía no cesar y el frío le calaba los huesos aún cerca del fuego, así que alargó el brazo para tomar una frazada que reposaba sobre el diván cercano pero antes de que su mano tocara el mueble otra mano le alcanzó la frazada.

—¿Cuánto tiempo tienes ahí sin decir nada? —preguntó entonces sintiendo que el frío empezaba a disiparse.

—El suficiente como para comprender que aún luces tan hermosa sentada frente al fuego como cuando tenías catorce años… aunque podría decir que ahora me gustas mucho más —contestó la voz grave de Terrence.

—¡Adulador! —respondió ella señalando el lugar sobre la alfombra para que su marido se uniera ella a contemplar el fuego— ¿Cuéntame, pudo Stewart encontrar boleto para Londres?

—Así es —repuso él tirándose en la alfombra con displicencia—, creo que llegará a tiempo para comprar esa nueva finca. Según él será un buen negocio.

—No dudo que así sea —respondió Candy que confiaba ciegamente en Stewart sobre todo cuando el año anterior había demostrado gran sagacidad para proteger los intereses de sus patrones aún en contra de los dramáticos altibajos de la economía mundial.

Terrence reclinó la cabeza en el regazo de su mujer y dio por teminada la conversación. En aquellos momentos las palabras estaban de más. El hombre cerró los ojos y se concentró en disfrutar de aquella sobrecogedora sensación de placidez absoluta, en donde parecía que por lo menos en aquel íntimo instante las preocupaciones terrenas no podían alterar su tranquilidad.

La mujer advirtió que el frío había desaparecido por completo y que una suave calidez le penetraba desde las yemas de los dedos mientras jugueteaba con las hebras castañas de su marido.

En una semana más Albert y Raisha llegarían a Inglaterra con su hijo y los tres niños Grandchester. Después, los Andley volverían a la India donde continuarían su labor de apoyo a la causa independentista y Candy regresaría con su familia a Nueva York, donde tendría lugar la presentación del nuevo libreto de Terrence.

—Habrá muchas cosas por hacer cuando regresemos —pensó ella contemplando el fuego— pero ahora… de nuevo siento como si fuera la víspera de Navidad.

—Sí —dijo él audiblemente incorporándose para mirarla a los ojos—, por ahora solamente quiero estar a tu lado y ver pasar el tiempo – y antes de que ella pudiera reponder a sus palabras, el apagó su réplica con un beso que ella recibió gustosa, consciente de lo que vendría.

FIN

Nota de la Autora Mil gracias a todos los maravillosos lectores que con sus amables comentarios estuvieron conmigo en los dos años que me tomó esta empresa. Gracias a todos ustedes Reencuentro en el vórtice e Inolvidable Candy fueron posibles. Alys Ávalos. Mercurio. © 2001

Nota de la compiladora: Actualmente nada se sabe de Alys Ávalos. Desapareció de la red dejándonos un precioso legado, el final que todos queríamos de Candy Candy. En donde quiera que estés, amiga Alys, gracias por dejarnos soñar de nuevo que sí se puede lograr un final feliz. Con aprecio, tus miles de lectoras y fans.

[1] Nota de la Autora: La autora recalca que esto no puede ser llamado un epílogo, es mas bien una recopilación de historias sobre lo que sucedió con los personajes más importantes después del último capítulo de Reencuentro en el vórtice.