4- LA ESPADA ESMERALDA (Trilogía Romana III)

TERCERA NOVELA DE LA TRILOGÍA ROMANA: En la época de la Tercera Cruzada un guerrero normando encuentra en su camino a un sabio monje, con el que vivirá una increíble aventura llena de peligros y misterios mientras buscan la Espada Esmeralda... La historia original de la legendaria espada, la primera novela corta de Abel Carvajal.

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la espada esmeralda, la última novela de la saga trilogía romana del autor abel carvajal

LA ESPADA ESMERALDA

©1998, Abel Carvajal. Derechos de autor reservados. Ilustraciones por el autor.

A la memoria de mi padre.

A las guerreras y guerreros invencibles.

En el año 1187 el sultán Saladino derrotó a los cristianos y se apoderó de Jerusalén. Se predicó la Tercera Cruzada (1189 – 1192) y unidos el emperador alemán Federico I “Barbarroja”, Felipe II Augusto de Francia y Ricardo I “Corazón de León” de Inglaterra, conquistaron Jaffa y San Juan de Acre; firmando un tratado con Saladino por el que los peregrinos podían visitar libremente los lugares santos.

Nací en Normandía, pero aunque crecí en Inglaterra era normando de espíritu, de uno muy aventurero que siguió el camino de los cruzados, arengado por la pasión guerrera del rey Ricardo “Corazón de León” y un supuesto deber cristiano.

Luego de la conquista de Chipre por Ricardo, abandoné las filas del caballeresco rey inglés y viajé a la isla de Malta.

Me hallaba hastiado y confundido por tanta sangre en nombre de la Santa Cruz. Una fuerza extraña me condujo hasta aquella preciosa isla en el Mediterráneo, a un olvidado monasterio, en donde conocí a un personaje excepcional que cambiaría mi vida para siempre. Su nombre: Julián de Malturgia.

En aquel monje maltés, mayor que yo, encontré el consuelo y la paz que mi espíritu buscaba con desespero. Sus palabras y enseñanzas fueron el bálsamo que sanó mis heridas. Su vida sencilla, su actuar tranquilo y sereno bastaron para darme cuenta que no necesitaba mantenerme en pie de lucha empuñando una espada.

Ese fue precisamente el primer mensaje que recibí de él:

-Desarma tu corazón. Entierra tu espada, amigo normando, que contra la vida no se lucha porque siempre perderás. Ella, la vida, es un rival demasiado poderoso para cualquier ser, es más sabio tenerla de aliada. Así, que más bien síguela. Mantente atento a sus señales, la vida se observa y se escucha. Colabórale.

“Tampoco caigas en el facilísimo de dejarte llevar por ella. Camina a la par, no permitas que te arrastre, porque más lento será tu avanzar y más magulladuras y heridas obtendrás cuando te lleve por los senderos tortuosos que a veces debemos recorrer.”

Con estas palabras me recibió, aquella noche en que toqué a la puerta de su monasterio en busca de refugio y alimento. Parecía que me esperaba, pues ya me tenían preparado un lugar en la mesa para la cena, junto a los otros diez monjes.

Oramos y comimos en silencio. Una frugal, pero exquisita cena que me supo a gloria angelical. En un ambiente en que se respiraba la paz y se disfrutaba de un encantador dulce aroma, el olor que deja el palo santo una vez se ha quemado. Estos trozos de madera, procedían del oriente, muchísimo más allá de las Tierras Santas, donde los hombres y mujeres son de piel amarilla y ojos rasgados, según él.

Así mismo, una modesta pero cálida cama me tenían preparada. Los once monjes eran jóvenes, Julián que era el prior, pese a su gris barba no aparentaba tener más de cuarenta años. Todos vestían una túnica marrón con capucha y un lazo blanco atado a la cintura, por calzado usaban unas ligeras sandalias. No pertenecían a ninguna comunidad específica, podría decirse que se trataba de unos monjes independientes que se dedicaban al estudio de la Palabra de Jesús de Nazaret y a la fabricación del vino, un gustoso vino tinto que les aseguraba su manutención.

Había llegado allí con la intención de pasar sólo la noche. Permanecí poco más de dos años en aquel acogedor monasterio, no hice votos pero viví como ellos.

Dos años aprendiendo y meditando las enseñanzas de Julián de Malturgia y las de los demás monjes. Adquirí conocimientos que jamás imaginé aprendería: latín, griego, filosofía, geometría, matemáticas, historia y por supuesto, también le dediqué tiempo al estudio de las Sagradas Escrituras.

Un buen día, Julián me dijo:

-Las palabras de Jesús no han sido bien interpretadas, mucho menos bien enseñadas a los hombres. Tu llegada fue la primera señal que esperaba, anoche vi la segunda. Ya es hora de emprender el viaje.

No entendía a qué se refería y le solicité ser más explícito. Pero lo que logró fue confundirme aún más cuando agregó:

-Sí, soñé con el “Libro de la Vida”. Debo partir en su búsqueda, así se me ha ordenado. También se me ha dicho que por el camino debo difundir el Mensaje del Nazareno, de la manera correcta. Tú me acompañarás, eres el guerrero enviado para proteger nuestra misión.

Así, fue como Julián y este servidor, en el año 1194 iniciamos un periplo por buena parte del mundo conocido de aquellos días.

******

Nos embarcamos hacia Salerno, ciudad del Reino de Sicilia. Llevábamos poco equipaje. “Hay que viajar lo más ligero posible, sólo con lo necesario y que quepa en un saco. Las manos deben estar siempre libres. Es igual que en la vida, hay que andar libre y ligero de equipaje, sin apegarse a nada ni a nadie para no llevar a cuestas cargas que sobran. Mientras menos cosas poseas más fácil será movilizarte, más libre serás.” Dijo Julián cuando me observaba alistar mi saco.

De modo que sólo llevaba dos mudas de ropa, una puesta y otra para el cambio, una manta, un abrigo de piel, el calzado, mi espada, un arco, flechas y mi jabalina. Parecía más bien un cazador, pues ya no debía vestirme con la cota de mallas ni el vestido de cruzado, tampoco como monje porque no lo era.

Julián, sólo llevaba su hábito marrón puesto y otro en su saco, una manta y un abrigo. Además vi que guardó unas pequeñas bolsas de cuero cuyo contenido ignoraba.

Me recomendó fijar mi espada en la vaina cruzada contra mi espalda, de modo que la pudiera empuñar con sólo levantar mi mano derecha sobre el mismo hombro, y no a la manera normanda, en la cintura a mi izquierda. Argumentando que así recordaría que era únicamente para utilizarla en caso de defensa propia o del prójimo y no para agredir o amedrentar.

La comunidad cristiana de Salerno nos acogió con generosidad, festejo incluido. No había duda que éste era un monje conocido y respetado allí. Nos alojamos en la casa de un próspero comerciante, quien nos atendió como a príncipes.

Había planeado Julián que allí pernoctáramos por tres días, pero permanecimos quince. La gente acudía en masa a la casa. Unos a pedir consejo, otros a solicitar su mediación en disputas, otros a solicitar la sanación o cura para alguna enfermedad, hasta presencié cómo expulsó demonios de algunos. Descubrí la razón de su fama: mi amigo era uno de esos monjes que realizaban milagros.

Cuando le pregunté cómo lograba aquello, apenas respondió:

-No soy yo, son ellos mismos quienes se sanan. Yo nada más soy el medio, pero es su fe la fuerza que logra lo que anhelan. Si tú quieres derribar un árbol y no tienes confianza en tu hacha no podrás hacerlo, pero si no dudas de su dureza ni de su filo pronto lo derribarás. Yo soy para ellos esa hacha.

En tres ocasiones distintas tratamos de partir, pero algún inconveniente se presentaba: que una tormenta, que estalló una guerra en la frontera, que una niña agonizaba y pedían la ayuda de Julián. Mas el monje nunca se disgustaba. Incluso la tercera vez que se frustró la partida refunfuñé y él me amonestó:

-No te impacientes amigo mío. ¿Qué te dije sobre colaborarle a la vida? ¿No ves que son señales, impedimentos para nuestro bien? La vida nos protege. Simplemente no nos facilita la salida porque no nos conviene.

“Si la forzamos, saliendo bajo la tormenta sería posible que nos extraviáramos o cayéramos enfermos. O si nos obstinamos o partimos a pesar de la guerra en la frontera, podríamos salir heridos o ser hechos prisioneros. Aprende a entender las señales que la vida te da.”

El padre de la niña, a la que Julián prácticamente revivió, en agradecimiento nos obsequió dos robustos caballos con sus arreos y monturas para proseguir nuestro viaje.

-Le colaboramos a la vida obedeciéndola y al hacerlo nos compensó –exclamé-. O también pienso, que la vida quería facilitarnos el viaje y, al enfermar la niña y retrasar nuestra partida por tercera vez, nos daría las cabalgaduras que necesitábamos.

-Muy bien, Normando. Estás comprendiendo. La vida es simple, somos nosotros quienes nos la complicamos. Sólo hay que estar atento a las señales... y seguirlas, claro está.

-Si nos hubiéramos opuesto a ella y a pesar de todo partimos –continué-, todavía andaríamos a pie, con fatiga y lentitud, y quién sabe en qué líos. El tiempo que aparentemente perdimos lo recuperamos con la velocidad que nos aportarán los caballos.

Julián me palmeó la espalda dando a entender que estaba de acuerdo.

La víspera de la partida definitiva, el monje fue invitado a una iglesia, y ante una gran cantidad de feligreses habló sobre las enseñanzas de Jesús de Nazaret.

Él hacía énfasis en que no eran las obras ni milagros o la vida del Maestro lo importante, sino sus enseñanzas. Los milagros sólo eran el aval ante los incrédulos de que lo dicho por Él tenía procedencia Divina.

-No se preocupen tanto por saber quién era o cómo vivía Jesús, no, eso no es lo importante. Presten más atención a sus parábolas y a sus palabras, traten de entender el mensaje detrás de éstas, cosa que no es fácil si se lo dejan a la razón; comprenderán mejor si las leen o escuchan con el corazón.

Julián también les daba ejemplos:

-Cuando el Maestro decía “dejad todo y seguidme”, no se refería propiamente a abandonar sus familias o bienes. Quería decir que dejen el apego a las personas que aman y a las cosas que poseen, que no se aferren a nada ni a nadie, que sean como Él, libres de ataduras a este mundo. Que vivan como Él, disfrutando cada día de la vida, con lo que ésta les obsequia, desde la sonrisa de un niño o el canto de un pájaro hasta la puesta del sol o la belleza de una flor.

“Seguirlo a Él, es seguirse a sí mismo, es seguir el dictado de nuestro corazón, es seguir nuestra esencia, es seguir las cosas buenas que somos capaces como dar bondad o amor. Dar sin esperar nada a cambio.

“Seguirlo a Él, es dejar de lado la codicia, la ambición de poseer, la de ser admirado, la de ser poderoso... Todo esto es vano. El Reino de los Cielos no es otra cosa distinta que la felicidad, la plenitud, la armonía y la paz en esta vida. Sí, aquí y ahora.

“Cuando Él le dijo a Nicodemo que ‘nadie puede ver el Reino de Dios sino nace de nuevo, de arriba’, ¿a qué creen que se refería? No es ningún misterio ni se refería a otra vida. No, simplemente quiere decir que debemos dejar de lado todo lo que pensamos, deseamos y anhelamos como adultos. Que hay que sacar de nosotros el materialismo, las apariencias, las emociones negativas como la codicia, la envidia, el odio y el egoísmo.

“Que hay que ser como un niño recién nacido quien no ha adquirido esas malas costumbres, quien todavía no ha formado un ego, quien no conoce el orgullo, ni nada de lo que les amarga la vida a los adultos.

“El Reino de Dios está aquí, basta con mirar a los lados, arriba o abajo. Ver el maravilloso mundo que nos rodea: las montañas, los ríos, los árboles, las nubes, los animales, el sol, las estaciones, la luna... Todo, incluso nosotros mismos hacemos parte del Reino de Dios...”

Julián trataba de ser diáfano y al tiempo infundir entusiasmo, aunque también se cuidaba de no atacar los errores de la Iglesia, no quería entrar en disputas inútiles o ganarse enemigos gratuitos. Además, él pertenecía a la misma.

Así como a Jesús los fariseos lo probaban, algunos sacerdotes ortodoxos y cerrados de pensamiento trataban de encontrar aberraciones o contradicciones en los discursos del monje. Pero él evitaba la confrontación con sutileza.

Finalmente, esa mañana partimos sin más dificultades rumbo a Roma, el mismísimo centro de la cristiandad. No obstante algo ocurriría en el trayecto, algo insospechado que me dejaría perplejo.

******

Después de varios días de cabalgar sin apuros, pasando algunas noches al aire libre y otras en posadas del camino o en las casas de gentiles campesinos, nos aproximamos a Roma.

Desde hacía once años el emperador Federico I “Barbarroja” había reconocido los Estados Pontificios.

De repente un halcón gris pasó volando sobre nuestras cabezas asustando a mi caballo, que parándose bruscamente en su tren posterior me derribó. De algún modo Julián logró calmarlo. Me reincorporé sacudiendo el polvo de mi ropa. Al intentar exclamar unas palabras al respecto, Julián me hizo señas para que guardara silencio y mirara hacia el horizonte frente a nosotros:

Unos seis hombres, no muy lejos, apaleaban salvajemente a otro.

-¡Vamos! -gritó al tiempo que se lanzaba en dirección a ellos en su caballo a todo galope.

Monté. Apenas lo alcancé le pregunté:

-¿Estás de acuerdo con que utilice mi espada?

-Claro, amigo mío. El uso de la espada se justifica tanto para la defensa propia como para defender a otros. A veces no queda otro camino... ¡Oigan, déjenlo en paz!

Ya estábamos casi encima de los truhanes.

Éstos al vernos nos lanzaron improperios mientras nos mostraban de un modo agresivo sus cuchillos y sus garrotes, tratando de disuadirnos.

-Deja. Les enseñaré lo que siente la carne cuando es cortada por el filo de una espada normanda –grité al monje.

-Son demasiados, necesitarás ayuda –repuso.

Para mi sorpresa, de su espalda desenvainó una rara espada, la que yo en algún momento pensé se trataba de un bastón tallado, y que blandía con la velocidad de un rayo y la destreza de un entrenado caballero.

La lucha, pese a que en número les era ventajosa, no era fácil para ellos seis, pues descubrimos que montábamos briosos corceles entrenados para la batalla.

Quedaban todavía cuatro granujas en pie. Ciertamente recibimos dolorosos golpes y una que otra cortada en las piernas. El hombre que aporreaban yacía muerto o inconsciente.

De entre los matorrales salieron más bandidos armados en ayuda de sus cómplices. Al verlos Julián exclamó:

-¡Necesitamos ayuda y pronto!

-¿De dónde? –Cuestioné.

-¡Ya verás!

No había terminado de responderme cuando el halcón gris, emitiendo un espeluznante chillido, se lanzó con sus garras contra los ojos de un atacante que gritó de dolor. El ave rapaz, se abalanzó contra un segundo par de ojos con igual eficacia.

No sé cuándo ni de dónde salió, pero vi las centelleadas de la mandíbula de un inmenso lobo sobre otro par de agresores que trataban de sorprenderme por la espalda. Las espadas, más las garras, más los colmillos, fueron suficiente para disuadir a los bandidos, a los pocos que aún permanecían de pie, de que debían huir.

Rápidamente montamos el cuerpo del hombre apaleado sobre el caballo de Julián y nos retiramos a todo galope. No queríamos arriesgarnos a que los bandidos regresaran con apoyo.

Después de un largo rato de galopar por entre la campiña decidimos descansar en un claro. El lobo y el halcón nos habían seguido, los que con un gesto de mi barbilla mostré al monje.

-Tranquilo –me dijo. Son amigos, no nos harán daño.

El pobre hombre apaleado todavía estaba vivo. Recobró el conocimiento. Julián extrajo cierta pócima que dio al hombre que luego pasó con agua. De inmediato cayó en un sueño profundo.

No sabía yo qué preguntar primero, si sobre lo que le había suministrado al hombre o sobre el misterioso lobo y el halcón. Me decidí por los animales.

Julián sólo dijo que pidió auxilio a las criaturas del bosque y estas dos fueron las que acudieron. De hecho, explicó, el halcón fue quien nos avisó del ataque porque quería ayudar a ése hombre.

-¿Acaso el halcón es su mascota o algo así? –Pregunté.

-No. Es un ave libre, pero es sabia y justa. El hombre pedía auxilio y ella quería brindarle su ayuda, buscó con desespero hasta que nos vio aproximarnos y...

-¿Oye, cómo sabes todo eso? –Interrumpí incrédulo.

-El halcón me lo dijo –me respondió como si fuera lo más natural del mundo.

Dudé, pero me arriesgué a pasar por tonto:

-¿Tratas de decirme que hablas con los animales?

-No exactamente. Más bien los entiendo. Tú también podrías comunicarte con ellos, pero no con palabras ni con tu mente, sino con tu corazón.

Miré al lobo, que se había echado a mi lado, demasiado cerca para mi tranquilidad.

-Observa. Se nota que le caíste bien –rió un poco. Continuó-: Míralo fijamente a los ojos, trata de comunicarte con él, que tu corazón escuche al suyo.

Vacilé.

-¡Anda, vamos! –me incitó.

Miré al salvaje cuadrúpedo con resquemor, aunque amaba a los perros, éste no era precisamente un perro. El lobo levantó la cabeza y también me miró a los ojos. Tragué saliva.

-Vamos, no tengas miedo –dijo de nuevo el monje como si se divirtiera con la escena.

Por unos instantes creí sentir algo. El lobo acercándose lentamente me lamió la cara.

-¡Gaps!... –exclamé escupiendo.

Julián rió tan desaforadamente que terminó por contagiarme la risa.

-Tendrás que practicar más –agregó con jocosidad.

Oscureció. Encendimos una hoguera. El hombre despertó y cuando le narramos lo sucedido él nos contó que era recaudador de diezmos del Papa y que fue asaltado por los bandidos, quienes no sintiéndose satisfechos con el botín comenzaron a golpearlo...

Nos invitó a su casa en Roma, con lobo y halcón.

De camino a la ciudad pontificia, murmuré a los oídos de Julián:

-Así que hablas con los animales, manejas la espada como un diestro caballero y sanas a los moribundos con pociones mágicas. ¿Qué más cosas sabes hacer? ¿Por qué presiento que antes de tu vida monástica hay una muy interesante historia?

Me miró de soslayo y se limitó a sonreír. Al rato murmuró:

-El pasado se debe quedar en el pasado, sólo hay que vivir el presente.

A partir de aquél día, el lobo no se separaría nunca más de mi lado. Mientras el halcón se posesionó del hombro izquierdo de Julián.

Desde una cima en el camino divisamos la Ciudad Eterna.

-¡Qué bella se ve! –susurré.

-Lo que se muestra bello por fuera puede ser feo por dentro –replicó el recaudador de diezmos, quien iba al anca de mi corcel.

-Cierto es –aprobó Julián-. Ahora, a buscar el “Libro de la Vida” –dijo esto último en dialecto maltés para que nuestro futuro anfitrión, con quien hablábamos en latín, no entendiera.

-¿Lo encontrarás en Roma? –pregunté.

-No lo sé. Allá lo sabré.

Continúa...

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Mateo Leví - Editor

mateolevi@gmail.com