Texto enviado por Fernando de Castro Soubriet para su publicación en esta página web.
JUANA
Desde que hace ya más de un mes, en la gasolinera que hay junto al centro comercial de San Sebastián de los Reyes donde trabaja, mi amigo Mangada me comunicó la muerte de Juana, acaecida el pasado verano, muchas veces me ha vuelto a la memoria aquella vieja y entrañable profesora de mi niñez. Si preguntamos a los amigos del Colegio Estilo, al casi desaparecido Pedrito Martínez, a Pocholo Muñoz y a Pedro Mangada, ambos ya con muchas canas, a Ramón de Albert casi completamente calvo, nos encontraremos, seguro, conque si de un profesor guardamos todos un buen recuerdo, unánime, se trata de Juana Álvarez Prida. A nosotros nos empezó a dar clase de Ciencias Naturales en 5° de EGB, en aquel aula larga y estrecha que ocupaba el torreón del chalet bauhaus del número 180 de la madrileña calle de Serrano, justo encima del despacho de Josefina Rodríguez de Aldecoa, la directora, fundadora y propietaria de aquel pequeño colegio, casi familiar. Juana debía contar ya con ochenta años casi, pues iba con el siglo, y aquel curso del que hablo era el de 1977-78. Desbordaba vitalidad y sabiduría, y en vista de que no íbamos tan rápido en nuestra toma de apuntes como ella en sus explicaciones, cuando llenaba la pizarra, al ver que nos quejábamos si empezaba, casi de inmediato, a borrar, “¡Ay, Jesús, Jesús, estos niños... !”, Juana continuaba en los márgenes del encerado, unos estrechísimos márgenes de aluminio en los que seguía escribiendo sus conocimientos de animales y de plantas hasta no dejar un centímetro cuadrado sin cubrir. “Para que podáis aprender los órdenes de los Moluscos, que reconozco que son muchos y difíciles, tenéis una regla nemotécnica, niños: la palabra anfiescagastelamecefa, que se forma con las dos primeras sílabas de cada uno, respectivamente Anfípodos, Escafópodos, Gasterópodos, Lamelibranquios y Cefalópodos.” Aún me acuerdo, no he tenido que consultar ningún libro de Zoología, y ese ejemplo me ha valido, muchísimos años más tarde, para seguir arrancando exclamaciones de asombro entre biólogos diversos, la mayoría de los cuales no se acordaban ya de tanto orden de moluscos. Que un médico sepa más de Moluscos que un biólogo escuece mucho: la culpa es de Juana. Sólo Ana Gomis, una compañera que tuve durante mi doctorado en Alicante, que tenía la especialidad de Zoología, y Andrés Barbosa, veterano antártico y compañero de fatigas de mis primeros tiempos en París, me corrigieron que uno de ellos, los Anfípodos, no pertenecen realmente a los Moluscos, sino a los Crustáceos.
La buena de Juana tenía sus más y sus menos con dos de los elementos más revoltosos de aquella clase del colegio: Mario Rubio e Ignacio Macua. Los dos eran de corta estatura, así que en aquella clase alargada eran poco menos que arrastrados por Juana, con sus sillas de pala y todo, hasta la primera fila para que atendieran mejor, no se distrajeran y no enredaran con los demás. Ya digo, Juana, casi a diario, acababa por arrastrar silla y alumno, a veces en ambos casos, lo que daba muestras de su energía. Mario e Ignacio iban, poco a poco, reculando, y entonces Juana, cuando se daba cuenta, volvía a la carga, al ejercicio. En aquella clase, justo encima del despacho de Josefina y con tanto trasiego de sillas, no era raro que la paciencia de la enérgica directora se viese superada y subiera para regañarnos, poner orden y, si era menester, castigarnos sin recreo. Sus pisadas con los zapatos de tacón de Loewe subiendo por aquella crujiente escalera de madera nos hacía enmudecer, volver al orden, como si de un reflejo se tratase: Josefina siempre tuvo mucha autoridad entre sus alumnos. Mucha, y creo que me quedo corto.
Juana organizaba experimentos en clase. Un día subió con un hueso de pollo de la cocina, un fémur, claro, y lo puso en un tarro con vinagre en una repisa que había junto a la puerta de la clase de 5°. Nos explicó que con el ácido, las sales de calcio que dan a los huesos su dureza, formarían nuevos compuestos, provocando la descalcificación del hueso, que se volvería como si fuera de goma. Allí pasó el hueso los meses, y de vez en cuando Juana abría la tapa para ver si la Química había ya obrado el milagro. Ponía aquella cara tan suya, juntando los labios y convirtiendo su boca en un sumidero de arrugas y más arrugas, de arrugas de pliegue grueso, generosas, llenas, en fin, de vida ya vivida y también de vida todavía por vivir; y como el fémur de aquel pollo cocinado aún estaba duro, lo devolvía a su baño de vinagre, cerraba de nuevo el tarro, y a esperar. Un buen día, bien avanzado el curso, ya, llegó a clase y no estaba el tarro. Creo que fue Marijose quien, al limpiar la clase, había decidido que había que tirar aquel tarro, que debía estar olvidado en la destartalada repisa. Juana, con su acento asturiano (¡qué apellido tan asturiano es Prida!), asombrada, se lanzó escaleras abajo, hasta la cocina, con esa indignación plena de bonhomía que la caracterizaba, y, minutos después, entre risas y asombro infantiles, volvió blandiendo su hueso, aún no del todo flexible, y el tarro, lleno de vinagre nuevo. Y volvió a colocarlo en su sitio hasta que, semanas después, un buen día se acordó, destapó el tarro y, ¡magia para niños de diez años!, el fémur aquel era ahora, en efecto, como si fuera de goma, tal y como nos había predicho aquella profesora que sabía de todo.
Aún debe andar por casa el cuaderno de anillas de aquella asignatura de 5° de EGB, donde Juana nos obligó a guardar, a cada uno, una branquia de sardina que trajeron Nunci y Marijose de la cocina que estaba en el sótano del colegio, y que fijamos a aquellas hojas cuadriculadas con la ayuda de una tira de papel de celo. Ilustrábamos así nuestros apuntes de Ciencias Naturales. El cuaderno de Diego Ojeda, mi compañero de pupitre en la última fila de la izquierda de aquella habitación, creo que era el que, pasadas unas pocas semanas, peor olía de toda la clase, una vez podridas y marronáceas las branquias que aquel primer día eran tan rosáceas y gelatinosas. Él, de vez en cuando, la olisqueaba y, sobre todo, gastaba bromas a las chicas, a Ana Álvarez, a Milu, a María Fernández Villalta, acercándoles el maloliente cuaderno. La de mi cuaderno, no sé por qué, se conservó bastante bien durante más tiempo que muchas otras. Diego era el que inventó aquello de que si veíamos un autobús de la línea 51, que bajaba Serrano abajo, con el número 2151 de la E.M.T., traería suerte a quien lo viera. Así que todo aquel año, o casi, cada vez que un 51 de aquellos Pegaso azules y crema, todavía con su cobrador en la puerta de atrás, pasaba raudo hacia la parada que tenía delante del colegio de los pequeños, alguno daba la voz de alarma: “¡Cincuentayuuuuuuuuuunoooooooooo... !”, y toda la clase de 5°, niños y niñas, se abalanzaban a la ventana, o se encaramaban en el pollete de granito gris para ver al otro lado de aquella tapia metálica pintada de verde que separaba el jardín del colegio de la calle. Y si era el 2151, pues todo el mundo volvía convencido de que iba a irle todo rodado a partir de entonces, con ese convencimiento infantil del que lee su horóscopo por la mañana y sale a la calle comiéndose el mundo... y luego, nada. Pero pobre del que tuviera la mala suerte de ver el número 2148, porque Diego también nos había convencido a todos de que si el 2151 traía suerte, el 2148 traía una mala suerte de aquí te espero, peor que el peor de los maleficios, como hay Dios... Una vez, en pleno examen de la asignatura de Juana, lo recuerdo como si fuera ayer, Diego, que estaba a mi izquierda, siempre de medio lado, apoyando su espalda contra la larga pared lateral de la clase, y que, a la par que rellenaba su examen, copiaba lo que podía y no perdía ni ripio de lo que acontecía allí abajo, en la calle de Serrano, de pronto gritó: “¡Dosunocincounooooooooooooooooooooo... !”. Eso quería decir buena suerte, buena suerte para los examinandos también, y todo, nunca mejor dicho, bicho viviente se abalanzó, ante el estupor de la pobre Juana, a la ventana, aplastándome a mí, que, creo, fui el único (o de los poquísimos) que no me levanté de mi sitio, quizá porque también fuera el más descreído con respecto de los buenos y malos augurios que repartían aquellos dos autobuses Pegaso: puestos a creer, uno creía, y cree, en algo muy, muy serio, pero en zarandajas de éstas... Juana, sin entender nada de nada, me miraba atónita (sólo podía mirarme a mí, el único que seguía de frente), mientras un enjambre de niños se disputaba una micra cuadrada de ventana en la que poder poner el ojo y llenarse de suerte. El autobús pasó calle abajo, acelerando por la cuesta, y los niños volvieron a sus asientos a continuar con su examen, mientras Juana, “¡Ay, Jesús, Jesús, estos niños...!”, intentaba comprender aquella reacción. Diego, satisfecho, volvía a su asiento escurriéndose por detrás de mí, con sus dedos sempiternamente manchados con la tinta de aquellos bolígrafos Corvina que utilizaba, convencido de que, con esa suerte inesperada, el examen era ya pan comido; bueno, y un poco satisfecho de su poder de convocatoria. Alguien en las primeras filas, bien pudiera haber sido Ana María Martínez Buero, o Belén Bernuy, quizá Sandra Otero, explicó algo a Juana de todas esas creencias y ella, siempre vehemente, exclamó algo así como “¡Bobadas!”, que era uno de sus epítetos favoritos: a nadie recuerdo decirlo tan bien, tan a gusto, como a Juana.
Pues bien, a sus casi ochenta años, y después aún con más, Juana se enrollaba su capa de lana jaspeada gris, se anudaba su pañuelo de moaré claro al cuello y se lanzaba cuesta abajo, en pos del autobús, cuando habían terminado las clases y veía que uno esperaba en el semáforo de la calle del Cinca. Su pelo blanco, casi completamente blanco, ondeaba al viento, como la capa, mientras ella daba zancadas con aquellos zapatos marrones de piel vuelta con medio tacón, llamando la atención de los vecinos y paseantes, tan poco acostumbrados como estamos todos a ver a una persona de tanta edad desafiando algún peligro con porte atlético. Y casi siempre llegaba a coger el autobús.
Desde aquel curso de 1977-78 se decía que cuando llegaba una inspección del Ministerio, Nati escondía a Juana, que debía ya de estar jubilada, en el cuarto del ático. No sé si era verdad, quizá Josefina o la propia Nati podrían confirmárnoslo. Y también concretar hasta qué año exactamente Juana siguió dando sus diversas clases en el Colegio Estilo. Porque, en años posteriores, Juana nos volvió a dar Ciencias Naturales y Física. Creo que fue la vez que mejor comprendí la Física, esa asignatura tan bonita, tan conveniente y que, generalmente, la explican tan mal los profesores, se trate del nivel que se trate. Al menos esa es mi experiencia. Pero muchas veces recurríamos a ella cuando teníamos algún problema en otra asignatura. Recuerdo que una vez, creo que fue en 6°, Iván de la Mata y yo, que éramos los más duchos en Matemáticas, tuvimos un problema con una explicación que Tere, otra de las buenas profesoras de toda la vida del colegio, nos había dado sobre el número p. El caso es que teníamos el examen esa misma mañana y recurrimos a Juana, a ver si ella podía aclararnos a todos aquello del número p, que si ninguno de nosotros dos lo teníamos claro, el resto de nuestros compañeros, tampoco podían estarlo. Juana, muy contenta, empezó a explicarnos, a bote pronto, los secretos de ese número griego, y lo que pensamos que sería una cosa breve, de cinco minutos, se convirtió en tres pizarras y media, con sus márgenes incluidos, y toda la hora. Estábamos abrumados con todo aquello, quizá con algo más sucinto nos hubiera bastado para aquel nuestro primer examen de cálculo geométrico de círculos y esferas, de resonancias no ya pitagóricas, sino también borgianas, pero conseguimos nuestro objetivo: muchos aprobamos, y tanto la nota de Iván como la mía se mantuvieron en sus altos niveles habituales. Juana sabía de todo. Otra vez, enferma Celia, nuestra profesora de Música, recuerdo que convencimos a Juana de entrar en la biblioteca, donde estaba el piano y donde dábamos aquellas clases, para que tocase algo. Y ella dispuso sus dedos, con sus nudosos huesos de artrosis, sobre el teclado para, entre disculpas, tocar alguna de las piezas que dominaba. Sonó bien, Juana sabía de todo. No recuerdo quién, probablemente Diego o Iván, que eran, junto a mí, de los niños más politizados del curso en aquellos años de la Transición, ni recuerdo siquiera si fue en esa misma ocasión, lo que sí recuerdo es a Juana, al piano, desgranando las notas de “A las barricadas”: “¿A quién vas a votar tú, Juana?”. Éramos unos descarados, se lo preguntábamos a todo el mundo. “¿Yo? ¿Ahora? No sé. En mis tiempos, yo era anarquista”, y Juana volvía sobre sus notas de revolución de hacía, ya, un siglo.
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Al volver a casa esa tarde, hace más de un mes, por fin mis muebles comprados, después de ver a Mangada, escribí una carta a Josefina para darle el pésame por la muerte de Juana, un pésame del que me hacía partícipe yo mismo, una carta en la que vertía una pequeña parte de estos recuerdos que consigno ahora, una carta emocionada. Josefina me respondió con otra, pasados unos días, también manuscrita y no menos sentida, en la que me contaba que había organizado para Juana una fiesta por su cien aniversario en el mes de Mayo de este año, y a ella acudieron algunos antiguos alumnos del colegio. Juana disfrutó mucho. Yo estaba por aquel entonces todavía en París. No supe de esa fiesta, me hubiera gustado poder ir. Murió durante el verano. Tampoco me enteré, por lo que no pude ir al funeral, pero en cuanto un amigo, que sí lo supo porque era de esas sagas del Colegio Estilo, me lo dijo el pasado 18 de Octubre, me faltó tiempo para ponerle esas letras. “Juana fue una gran mujer y una gran profesora. Nunca la olvidaremos tal como tú, tan acertadamente, la describes: viva, activa, inteligente, con su capa al aire. Hasta el último momento fue así”, me escribió Josefina Rodríguez de Aldecoa en su cariñosa carta. Quizá, Juana haya sido mi mejor profesora de todas mis etapas de estudio. E inolvidable, desde luego, siempre.
Fernando de Castro Soubriet;
Sevilla, 21-XI-2000