Alejandro Cabeza / 3ª Parte

–¿Cómo describiría los pasos más presentes en su proceso creador de una obra pictórica? ¿Serían diferentes para un retrato que para un paisaje? ¿Método de creación?

Básicamente son los mismos para el retrato y para el paisaje. La obra de arte se cuece en la cabeza; nace de dentro. Es, en origen, visceral. Aunque más tarde pase por un proceso racionalizador que depure ese impulso inicial. Parafraseando a Gaya, ha de “brotar del nido del alma y no de la caja del espíritu”.

Toda obra nace, en el fondo, de la decepción que produce la anterior. La creación es predisposición y ganas de trabajar. Partiendo de esa premisa se pueden lograr maravillas. Una vez un maestro me dijo: “cuando una cosa te sale bien, ten cuidado; no es buena señal”. Podría parecer paradójico o incluso absurdo, pero en realidad se trata de una reflexión muy lúcida. El creador ha de estar en constante búsqueda, y por tanto la autocomplacencia resulta un mal aliado. Refocilarse en los logros obtenidos probablemente nos impide alcanzar otros nuevos: nos vuelve conformistas. Muchos autores encuentran dificultades a mitad de su trayectoria, como si toparan con una gran laguna que les impide seguir adelante y evolucionar; una fosa de la que no pueden salir. 

(Ediciones COMOARTES, Colección Contemporáneos del Mundo 29, Serie Indagación sobre la memoria y el juicio, Madrid/México D. F., 2013.) “La pintura es memoria humana y fruto”


Y es porque llegan a un punto en el que no encuentran nuevos conocimientos que adquirir. Quizá, por ejemplo, su ambiente ya no tiene nada más que ofrecerles en el plano pictórico. Son periodos de duda, inseguridad, vacío y crisis creativa. Al final se acaba perdiendo el estímulo. Es triste, porque el mecanismo del tiempo no da tregua a nadie. Se entra en una espiral que supone un momento muy delicado para el creador. Cuando te quieres dar cuenta, el tiempo se te ha echado encima. Es una muerte en vida, sin ninguna esperanza de futuro.

–En cuanto a su trabajo pictórico: ¿Privilegia la categoría dramática o la humorística? En cuanto a lo dramático y/o lo humorístico: ¿Por qué? Y de los géneros y técnicas: ¿Cuáles todos los preferidos? ¿Cree que su obra se enmarca en un estilo o en varios estilos determinados?

En mi obra está más presente la categoría dramática. Lo dramático toca más al espectador y suele profundizar mucho más en lo humano. La verdad es que no concibo lo humorístico en pintura. No obstante ambas categorías ilustran fehacientemente la naturaleza humana, y por tanto resultan lícitas las dos. Pero en mi faceta de pintor lo humorístico no me sale de dentro. Lo que no quiere decir que yo, como ser humano, carezca de sentido del humor. Lo dramático me atrae profesionalmente porque nace “del nido del alma”, que es donde se cocina lo visceral, como le sucede a la pintura. Realmente pienso que el mundo es un drama, tanto en la actualidad como en el pasado. Por tanto, dado que la pintura es un reflejo de la sociedad en la que se cultiva, me resulta más lógico optar mayoritariamente por el género dramático.

Los estilos artísticos a menudo se revelan el resultado de amaneramientos personales, que actualmente suelen desembocar en fines comerciales. Los artistas, hoy en día, dan una gran prioridad a estos esquemas. Como si todo lo demás no contase. No son libres en la realización. 

Más bien están sujetos a condicionamientos externos o personales. Normalmente, circunstanciales. Y por tanto, para mí, en absoluto capaces de avalarles. No se le puede llamar creación. Estamos, más bien, ante un comercialismo impuesto por una industria que hoy por hoy devora cuanto encuentra a su paso, intentando lucrarse en todo momento. Los esquemas sistemáticamente repetidos resultan recursos pobres, que lastran nuestra creatividad y desarrollo. El estilo, que no deja de ser un estereotipo, no enseña al autor; no lo hace evolucionar con naturalidad. Más bien lo constriñe, reduce su campo de acción y lo inmoviliza. Lo vuelve estático. Por tanto a menudo merma su capacidad creativa. Un esquema es, en el fondo, un producto sin esencia, sin sustancia. Qué valores puede ostentar el pintor al que le ves un cuadro y, viendo uno, se los has vistos todos. No creo que el estilo sea suficiente justificación.

Me remito a las palabras que escribió Sorolla ya en 1899: “Hoy en día reina el mercantilismo (y) el pintor no puede dejarse llevar de su propia inclinación, sino que (debe seguir) lo que impone el mercado. Tiene pues, que engañar al publico, al comprador y al jurado.”[1] Y yo añado que si esto sucedía hace cien años, hoy el problema se ha agravado.

Lo que actualmente a menudo se denomina el estilo de un pintor no deja de ser, en realidad, un cúmulo de sus defectos y carencias. La evolución constante, en la que influye la emoción y el sentimiento, lo inesperado, es lo que en realidad caracteriza al estilo. Y no un sistema reiterado y convertido en un estereotipo[2]. Muchas veces confundimos voluntariamente estilo con ismo para justificarnos. Picasso pasó por siete estilos −ahora llamados periodos−, uno por década; el mayor pintor moderno de la historia luchaba contra esta misma tendencia[3]. Cada cuadro debería tener el derecho de ser una obra original y singular. Emilio Sala, un pintor español del XIX, aseguraba que una vez pintado un retrato de una mujer con un velo azul, ya no tenía mucho sentido volver a hacer una mujer con velo azul. Hay que buscar la obra maestra, imponerle retos a nuestro talento. Los estilos nos ciegan, nos absorben e hipnotizan, impidiendo un buen desarrollo de nuestro oficio. El esfuerzo y la constancia son lo único que nos puede salvar de esa trampa mal llamada estilo.

Yo no me enmarco en ningún estilo. En realidad es algo en lo que ni siquiera pienso. Sí soy proclive, sin embargo, a diversos géneros o temáticas, que no es lo mismo. Sobre todo, aquellos que más me enseñan a pintar o a descubrirme profesionalmente hablando. Pero todo ello sin someterme a un estilo que me catalogue. Solamente el tiempo me revelará mis defectos, esos hábitos a los que la inmensa mayoría llama estilo. Pero los pondrá de manifiesto espontáneamente mi propia evolución; seguramente no será fruto de una imposición forzada.

–¿Cuál es, o sería, su postura frente a un director que planteara incluir una o varias de sus obras pictóricas en el teatro o en el cine? ¿Espera respeto hacia la totalidad que es? ¿Permitiría que se utilizara fragmentariamente? ¿Se aseguraría, de poder, de que el contexto, el modo, el propósito, de que todo lo esencial de la representación o filmación estaría en concordancia con el sentido original de lo que ha creado usted?

En mi gremio solemos tener bastante claro que la obra de un pintor deja de ser suya desde el mismo momento en que sale del estudio; entonces pasa a ser del mundo. Por desgracia o quizá por fortuna. Por tanto no me desconcertaría que un director desease utilizar uno o varios de mis cuadros, incluso si desease hacerlo de forma parcial. Siempre que esa presencia fuese coherente, yo no me opondría. Lógicamente sí me molestaría que se desvirtuase el sentido original de mi obra. Que se le diese una lectura aberrante, por decirlo de algún modo. Si se la emplease para promover algún principio o ideario deleznable, por ejemplo.  

En general me considero un individuo transigente y tolerante con el uso que se da a mi obra. Si no, probablemente ya me habría muerto hace mucho de un ataque. Tenga en cuenta que, lamentablemente, me he visto obligado a habituarme a que mis cuadros sean colgados en diversas webs y blogs de arte sin pedir permiso previo. Y en algunos casos, lo que es mucho más grave, sin citar correctamente mi autoría. Por ejemplo, una de mis obras que en más ocasiones se ha reproducido es el retrato que realicé hace algunos años de Blasco Ibáñez. Quizá resulte comprensible que determinados círculos de Internet se interesen bastante por mis cuadros, en concreto por mis retratos, dado que en efecto he pintado a un buen número de personajes ilustres dentro del mundo de la cultura y muy especialmente de la literatura, autores consagrados como Mario Benedetti, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Nicolás Guillén, César Vallejo, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa, Ramón María del Valle-Inclán, Miguel Delibes, José Luis Sanpedro, Joaquín Borrell, Ernest Hemingway, Bram Stoker, Edgar Allan Poe, Raymond Carver o usted mismo, sólo por citar algunos. En el fondo es normal que quien, por ejemplo, escribe sobre estos grandes iconos de la cultura en Internet, desee hacer uso de mis cuadros. No me parece mal siempre que se cite al pintor, que al fin y al cabo es el padre de la obra. Como le digo, intento ser comprensivo y rara vez me he visto obligado a tomar medidas. Aunque todo tiene su límite, por su puesto. Sí que resulta indignante, por ejemplo, cuando ves que determinadas webs se han dedicado a reproducir todas tus obras, todas sin excepción: retratos, paisajes, marinas... A veces suceden cosas muy curiosas en ese misterioso mundo que es Internet. He llegado a vivir algo digno de relato de terror: encontrarme citado como un maestro ya muerto en el siglo pasado… Afortunadamente no soy supersticioso. Por otro lado, si he de ser sincero, el que mi pintura pueda inducir a algunos especialistas a un error de ese género no deja de honrarme: si bien generalizar siempre supone en gran error, pienso que antaño en mi profesión se trabajaba de otra forma; partiendo de otras premisas, teniendo otras prioridades y respetando principios hoy en día más abandonados.

 –¿Qué clase de crítica desearía recibir respecto a su creación? ¿Considera que es la que usted en lo fundamental ejerce, en público o con usted a solas, al valorar la obra de otro? ¿Qué le gustaría expresar del público? ¿Qué le gustaría expresarle al público? ¿Y a los amantes de las bellas artes, algo en especial?

Las críticas objetivas. Las que me enseñen y vengan del corazón. Ésas son muy útiles. También, las dialogadas, que dan nuevos frutos a lo largo del debate. Las que pueden ofrecer otros puntos de vista. Las que parten de una óptica clara y limpia. Las que se comprometen y hablan con propiedad. Las que son directas y emanan respeto e inteligencia. Ésas irradian esencia. Las que se lanzan con superioridad por encima del hombro, con saña, se desenmascaran enseguida y no me preocupan. Su cometido es irritar. Su único fin, hacer daño. Pero como dice el refrán, no ofende quien quiere sino quien puede. Hay que distinguir lo que son críticas válidas y fundamentadas de lo que no lo es. Y ello dependerá mucho de dónde provengan, de la formación de quien las ofrece. Uno ha de saber siempre quién es y dónde está. Mientras tenga eso claro, lo demás no me inquieta.

A los pintores mayores, de edad avanzada, a menudo se les denomina “maestro”. Es un hábito, un tópico, una expresión manida, un elogio o como nos guste llamarlo. Después se les suelen pedir unas palabras. Yo prefiero escribirlas hoy que se me ofrece la oportunidad, antes de convertirme en un “maestro”... Término que aborrezco, entre otras cosas, porque se concede demasiado a la ligera. Y yo respeto mucho a los que para mí lo han sido y lo siguen siendo. Cuando me llama maestro un profano en materia pictórica, lo puedo entender, y no le doy importancia. Evidentemente no podemos pretender que todo el mundo esté curtido en cada disciplina. Cuando me llama maestro alguien que me quiere comprar un cuadro, no me sienta bien: sospecho que me está regalando el oído para que se lo deje más barato. Todo depende de las circunstancias.

Las críticas forman parte de nuestro entorno, de las actitudes más cotidianas. Por nuestra propia salud mental hemos de aprender, por tanto, a aceptarlas. A ser posible, a saber sacar provecho de ellas.

Sin duda escribir crítica de forma profesional no es fácil. Supongo que, como todo, hay que sentirlo. Presumiblemente los que hablan de arte habrían de entender de él. Pero si hago un repaso de todo lo que leo y escucho, encuentro mayoritariamente personas que halagan a los pintores, que los ensalzan o los homenajean. Y eso, creo, no es ser crítico sino más bien ser amigo. También están los que quieren lucirse haciendo poesía a costa del arte pictórico. Pero la poesía es poesía, y no es éste el medio más adecuado para realizar crítica artística. Es como si yo quisiera hacer crítica poética empleando un lenguaje pictórico. No obstante entiendo la pasión en la crítica. Si se pinta con el corazón, también se tiene que escribir con el corazón. Y así han de hacerlo también los críticos. Pero ello no ha de obstar para mantener el tacto y las formas, para ser siempre respetuosos con los demás.

En la actualidad creo que no abundan los críticos entendidos en arte[5]. Diría que la mayoría de ellos no se implican como debieran ni tampoco se instruyen lo suficiente. Se peca bastante de presunción y lamentablemente quienes caen en ella, por lo general, distan mucho de ser Eugenio d’Ors, Enrique Lafuente o Bernardino de Pantorba[6]. Por lo general se limitan a repetir lo que oyen aquí y allá sin razonar sobre ello, sin ni siquiera comprenden que se comportan como autómatas, como meros megáfonos. Carecen de juicio personal sencillamente porque les falta formación para poder tenerlo. Eso sin mencionar que otras veces entra en juego la mala fe o incluso la inquina ocasionada por una vocación artística frustrada. Es triste pensar que algunos artistas que quizá hubiesen podido legar a la humanidad una larga y fecunda carrera, han llegado a abandonar definitivamente la pintura a causa de las críticas feroces y reiteradas, de esa suerte de caza de brujas que de vez en cuando a alguien sin escrúpulos ni conciencia le da por emprender. La crítica arbitraria es muy peligrosa.

Hay otra cuestión que siempre me ha costado entender, la costumbre de la mayoría de pintores actuales de acudir a críticos, reales o supuestos, para que sean ellos quienes escriban sobre su obra. ¿Acaso no son capaces de analizar ellos mismos su creación? ¿O es que piensan que su obra ha de ser respaldada por las palabras de otros y no por su propia calidad artística? Por lógica los propios pintores habrían de tener un juicio profesional y ser capaces de expresarlo con mayor o menos coherencia. Esto me inquieta. Quien lo tiene claro en arte, como en cualquier otra disciplina, ha de saber manifestarlo; verbalizar con un mínimo de claridad esos pensamientos, ya sean de palabra o por escrito. De no ser así, irremediablemente, habremos de empezar a diferenciar entre unos pintores y otros.

Respecto al público… El público es impredecible y bullicioso, susceptible y sentimental. Impresionable –a veces demasiado; demasiado fácilmente deslumbrable–. Tiene la gran facultad de elevar a los altares de la gloria, en poco tiempo, a quien no ha hecho meritos para alcanzarlos[7]. Pero también puede desterrar al olvido de un plumazo a quien ha cultivado toda una vida de dedicación y esfuerzo. Se me vienen a la cabeza, inevitablemente, ciertos actores y actrices de cine. Algunos de ellos triunfaron en la gran pantalla y se labraron una carrera brillante, incluso pasaron a la historia de su disciplina. Y sin embargo ni eso les salvó de la crueldad del tiempo. De la injusticia de la que el público a veces hace gala. Las personas olvidan demasiado pronto. Muchos de estos mitos que fueron premiados y alabados por sus interpretaciones, han caído en el abandono. Algunos incluso, tras toda una vida de trabajo, han acabado en la indigencia. Es sobrecogedor. Me sume en una profunda tristeza. Nadie debería verse así. El público a veces se vuelve ingrato e incoherente por culpa de un sistema que valora el arte según reglas arbitrarias, que pretenden hacer de él un espectáculo. El gusto del público cambia según generaciones. El público es a veces caprichoso y voluble. Aplaude cuando baja el telón, pero critica cuando termina la función.  El artista a menudo se encuentra a la merced de normas que valen para hoy, pero que ya no valen para mañana.

Me he pasado media vida viendo cuadros, de unos y de otros, aquí y allá. He visto trabajos descuidados, desprovistos de mensaje, pintados con aparente indiferencia, grandes proyectos frustrados, cosas absurdas y, a veces, desagradables… Y todos ellos tenían un elemento en común: todos esos cuadros, casualmente, estaban rodeados por espectadores que los aclamaban como si de grandes obras de arte se tratase. Y todo para que luego muchos de esos autores abandonasen la pintura y se dedicasen a otros menesteres. Descorazonador. Aunque por otro lado los buenos pintores quizá salgan beneficiados de esta circunstancia: cuanto más grises se muestren algunos autores, más brillarán, indirectamente, los verdaderos maestros. 

La formación de un pintor es producto de la experiencia y la trayectoria personal; pero también, y mucho, de las lecturas sobre arte que se hayan realizado y de cuánta pintura se haya visto. Muchas de las cosas que he aprendido en mi carrera como pintor, las he aprendido en los libros. Sobre todo porque quienes escribieron esos libros pasaron antes que nosotros por nuestras mismas vicisitudes u otras muy similares. Aunque a veces la interpretación de esos textos se vuelve muy compleja. Los libros de color, por ejemplo, resultan difíciles, física pura. Casi parece como si se hablara en otro idioma.

La escuela también se revela fundamental en la formación de un buen pintor. Yo tuve la suerte de contar con excelentes profesores, e intenté aprovechar sus enseñanzas. No existe libertad sin formación previa.

Cuando comencé al leer este cuestionario me encontraba muy inquieto. Creía estar fuera de lugar. Pensaba que las respuestas que yo pudiese dar probablemente carecerían de interés para un público lector que estaría más interesado en la literatura. Habiendo sido precedida esta entrevista por otras realizadas a narradores, poetas o dramaturgos tan reconocidos, me sentía realmente abrumado. Al fin y al cabo ellos son especialistas de la palabra, mientras yo acostumbro a expresarme con los pinceles. Sin embargo me he sentido cómodo. Y he acabado llegando a la conclusión de que quizá la óptica de un pintor pueda aportar virtudes nuevas a esta excelente colección. Las perspectivas insólitas a menudo resultan más reveladoras; los ojos nuevos suelen sacar partido de las cosas en apariencia más triviales. Por otro lado, por muchas diferencias que existan entre las diversas disciplinas artísticas, los elementos en común también abundan. Por encima de todo, creo que el motor que mueve a los creadores suele ser siempre el mismo. No importa si pintan si escriben o si componen. Los medios de expresión serán diversos, pero la necesidad de expresar será siempre la misma. Por fuerza, hemos de compartir muchos sentimientos y pensamientos. Por fuerza, hemos de compartir el compromiso.

A los amantes de las Bellas Artes… A veces me preguntan si yo vivo de la pintura. Suelo contestar que vivo de la pintura, para la pintura, con la pintura y por la pintura. Y a veces he soñado con el cuadro de mi vida. Cosa que me motiva día tras día porque creo que aún no lo he conseguido. Los cuadros se tienen que mimar, como el padre que cuida a su hijo, porque al fin y acabo son parte de nosotros mismos. Y a veces a los cuadros peores se les ha de tomar más cariño, como a los a los hijos desgraciados. Es justo, porque en ocasiones es de ellos, de nuestros fracasos, de quienes más aprendemos.

Dicen que la obsesión no es buena, que puede llegar a convertirse en una patología. Pero no estoy muy seguro de que esta afirmación valga para el arte. Es bueno tener una meta, un reto. Y si éste es profundo y complejo, incluso difícil de alcanzar, mejor. Debemos acudir a aquellos que nos llevan ventaja; aprender de ellos. De alguna manera somos sus herederos. Por eso resulta necesario desprenderse de muchos lastres inútiles que nos entorpecen el avance, obstáculos que impiden el desarrollo de nuestro talento. Tales como la vanidad y el orgullo, tan propios de la juventud, o la soberbia y la intolerancia, que no pocas veces aparecen en la vejez.

Nunca se termina de aprender, la verdadera lección es ésta. A veces yo mismo tengo sensaciones extrañas. Como si, después de tantos años –casi treinta pintando–, no supiera pintar en absoluto: sé tanto, que no sé nada. Y a ratos incluso me aflijo. Consecutivamente me pregunto por qué me pasa esto. Busco respuestas. Las busco en mi entorno, en mi vida, en la historia, que me ha enseñado tanto... Hay que analizar a los grandes maestros y no despreciarlos; ellos ya pasaron por el difícil proceso del arte. Recibiendo cada época una sabiduría heredada de las anteriores, ellos fueron sustancia pura y primigenia de arte. Hoy, aun teniéndolo todo, poseyendo medios, disfrutando de los avances técnicos, encontrando las mejores herramientas al alcance de la mano, somos peores. A veces, mediocres.

Quizás se deba a que nos olvidamos de repartir los acentos de nuestro corazón para crear obras de arte y no obras artísticas. Cada uno decide el camino que quiere tomar en este universo llamado arte. Tenemos esa libertad. Pero también tenemos la obligación de conocer sus consecuencias. Debemos comprender que si nos convertimos en mártires, estaremos siendo, en realidad, víctimas de nosotros mismos, de nuestras propias elecciones.

–Si tuviera que formular un reclamo para argumentar la necesidad de la pintura en la vida humana, y de la pintura que asume el retrato o el paisaje, ¿qué sería lo esencial que expresaría?

Recordaría una reveladora cita de Ortega y Gasset que bien podría hacer mía. Muy coherente por lo que respecta a las artes, aplicable tanto a la literatura como a la pintura. Breve pero muy densa. Especialmente aguda y, al tiempo, conmovedora:

 “La verdad, lo real, el universo, la vida −como queráis llamarlo− se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios. "Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo humano" —dice Goethe—. Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles. La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón reparte los acentos.” (José Ortega y Gasset, El espectador)

El arte es una de las fórmulas indispensables por medio de las cuales los seres humanos se orientan en el mundo y llegan a comprender su propia naturaleza. Ese esfuerzo que el arte exige por entender lo humano, sensibiliza y hace a las personas más flexibles. Nos vuelve más receptivos a los sentimientos e ideas de los otros. El arte, que requiere reflexión y sensibilidad, es enemigo de los estereotipos y de las soluciones fáciles. El arte es contrario al salvajismo, la indiferencia y el conformismo. Saca a la luz las inquietudes universales y abate las fronteras nacionales y las diferencias raciales. El verdadero arte es incompatible con el chauvinismo, con el odio racista y con los prejuicios de cualquier tipo.

Las imágenes mediante las cuales lucha por comprender e interpretar el mundo que le rodea son tan legítimas como las leyes y las hipótesis de la ciencia, y su impacto en la evolución del ser humano no se revela menor. Esas imágenes se convierten en propiedad de toda la humanidad, e influyen sobre sus miembros y sobre las relaciones que se establecen entre ellos. Por lo general, de manera furtiva. Pero a veces, también, abiertamente. Tras su aparición, el mundo nunca vuelve a ser el mismo.

El arte enseña a vivir: a ser tolerantes y a valorar y admirar el trabajo de nuestros semejantes. Enseña, como Ortega manifiesta en El Espectador, en “Verdad y perspectiva”, que “cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mí pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios.”

[1] Priscilla E. Muller, Sorolla y América, en Edmund Peel (coord.), Joaquin Sorolla y Bastida, Catálogo de la exposición organizada por IVAM Centre Julio González, Valencia y San Diego Museum of Art, California, Philip Wilson Publishers, Londres, 1989, p. 69.

                Pío Baroja, por su parte, afirma en sus memorias que Sorolla le confesó un día “Esta pintura que hago yo me ha hecho rico, y si ahora sintiera veleidades de evolucionar, no evolucionaría” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 4, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 262). Tal afirmación, junto con otras anécdotas de índole personal que puestas por escrito bien podríamos tachar de indiscreciones, le sirven a Baroja para demostrar que Sorolla, al que llega a tildar literalmente de “roñoso”, gozaba de un espíritu práctico y comercial incompatible con una afición completa por su oficio. Personalmente, no obstante la admiración que en líneas generales profeso a Baroja, diría que algunas de sus afirmaciones, como éstas y en general muchas de las dedicadas a la pintura, resultan un tanto desmedidas, en apariencia dogmáticas y quizá no lo suficientemente documentadas. Me parece que cada individuo debería ser juzgado según sus circunstancias vitales. Y aún así probablemente estaríamos siendo injustos; juzgar resulta siempre demasiado fácil. A pesar de no haber tenido el gusto de conocer personalmente a Sorolla, imagino que esa presunta preocupación por el dinero pudiera también explicarse no como mera tacañería, sino como la huella dejada por una infancia y juventud plagada de penurias. Porque quizá no debiéramos olvidar que Sorolla, que quedó huérfano a los dos años de edad, fue de extracción humilde. Hijo de unos modestos comerciantes de telas, pasó después a ser tutelado por una tía cuyo marido intentó enseñarle su propio oficio, que era el de cerrajero. Además Sorolla promocionó a determinados artistas, motivando la compra de algunos de sus cuadros y recomendando a otros para puestos docentes o representativos (según la tesis presentada en 2006 en la La Universidad de Franche-Comté, ciudad de Besançon (Francia) por Jordane Fauvey −Jordane Fauvey, Joaquín Sorolla, pintor del rey Alfonso XIII, Presses universitaires de Franche-Comté, Besançon, 2009, p. 91-92−), lo cual parece propio más bien de un cierto grado de generosidad.

[2] Sobre este peligro ya advirtió en su día Pío Baroja con ese lenguaje tan claro y directo que lo caracterizaba: “Como lo que es sistema en literatura y en artes se transforma pronto en algo mecánico, la prosa modernista de los que pretendían ser más divergentes se parecía tanto a la de los otros, que era aún más igual entre sí que la prosa tradicionalista de los escritores anteriores. Lo mismo pasó con el cubismo, en el cual una nota semioriginal se repartió en tres o cuatro mil pintores.

A lo último, todo terminaba en afectación, en remilgos y en más o menos sonoridad. Daban ganas de decir a estos retóricos la frase de Falstaff al abanderado Pistol, que le habla en un estilo preciosista y anfibológico en el drama Enrique IV, de Shakespeare: «Di lo que tengas que decir como un hombre de este mundo.»” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 5, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 348-49). [3] Aunque ello desconcertase e incluso hiciese desconfiar al suspicaz, o quizá perspicaz, Pío Baroja (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 4, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 254-57):

“Picasso es un hombre que ha intrigado al mun­do entero durante mucho tiempo. Es un divo. Es posible que la suya haya sido la habilidad del hombre que sabe que sin disfraz no va a conse­guir el éxito, y va tomando todas las máscaras que ha encontrado al paso. Su obra reunida no tiene carácter, principalmente porque no tiene continuidad. Es como aquel transformista, Frégoli, de hace cuarenta o cincuenta años, que tan pronto hacía de joven, de viejo, de mujer, de niño y no se sabía cómo era. En el teatro esto puede pasar por una habilidad estimable, pero en una obra que tiene que ser un poco para hoy y para mañana, creo que no tiene sentido.

—¿Qué clase de hombre era este pintor? ¿Qué se proponía? ¿Cuál es el verdadero Picasso? —dirá el curioso del futuro.

Si alguien con el tiempo reúne las obras del célebre artista, los dibujos con cuadrados y trián­gulos, el arte negro, las figuras con unos pies informes o con un solo ojo, los perfiles acadé­micos hechos con la preocupación de dibujar; el que vea todo esto junto se preguntará, como digo, ¿cuál es el verdadero Picasso? A pesar de la inde­pendencia del pintor, muchas veces parecen sus obras hechas sólo para legitimarse. Es como si dijera: No crean ustedes que yo no sé dibujar. No crean ustedes que yo no sé manejar los colo­res. Bueno.

Quizá esto se pueda considerar como pedagogía teórica; pero no como algo realizado. Es muy po­sible que si Picasso hubiese sido más vulgar, me­nos inquieto, hubiera hecho algo más permanente. La obra de este pintor creo que es más pedagó­gica que individual. Ha echado un pedrusco a la charca y ha producido remolinos extraños; pero no una obra sólida.

Volviendo a Picasso, se puede decir que por en cima del cubismo está Picasso, y que por encima de Picasso, su acción.

La mayoría de las extravagancias fabricadas por él, su malicia y talento fueron defendidos con entusiasmo por los críticos de arte. Los periódi­cos y revistas que se tenían por sensatos dispa­rataron con fervor. Una de estas revistas fue “El Mercurio de Francia”, que tomó en serio el cubis­mo, como después los supuestos hallazgos arqueo­lógicos de Glozel.

Picasso debió de reírse de todo ello en su in­terior.

[…]

La pintura azul y la pintura negra no creo que emocionen. Tampoco emociona la pintura revolucionaria, ni la absoluta, porque ésta ya ni se su­pone lo que puede ser.

Un pintor puede tener una evolución en su arte. El caso más señalado me parece el del Gre­co. El Greco empieza su labor con un aire italianista, luego se separa de esta tendencia y crea obra suya inconfundible. Experimenta una evolu­ción lógica y vital; pero un pintor que tiene siete u ocho maneras, ¿qué demonio es?, impresionis­ta, cubista, productor de arte negro, dibujante mi­nucioso y académico..., y todo ello al mismo tiempo. Esto está cerca de ser un ciempiés. […]

Creer que Picasso ha descubierto algo, como Einstein o como Planck, me parece muy candido y muy inocente.

A Picasso le tendrán que llamar pintor acadé-mico-impresionista-fierista, negroide, africano, y oceánico, y cubista. Son muchas clasificaciones para una persona sola.

Picasso quedará en la historia de la pintura moderna como un tipo raro.

El cubismo, evidentemente, se ha hundido y ya no es nada. Dudo que esa pintura subsista; tam­poco creo que quedarán tipos de pintores como Matisse, que, al parecer, entusiasma a Churchill.”

Con él parecía coincidir Ramón Gaya: “Yo reconozco −explica como haciéndonos partícipes de un secreto− el genio descomunal de Picasso, pero, inmediatamente después, si estamos entre amigos y no nos peleamos −dice irónico−, tengo que decir que a mí el genio me gusta poco. Al que se siente genial lo encuentro algo farsante” (Pascual Vera, Ramón Gaya, nuevo doctor Honoris Causa: Doctor de la luz y de la forma, Revista Electrónica de Estudios Filológicos, n. 2, noviembre 2001, http://www.um.es/tonosdigital/znum2/entrevistas/EntrGAYATonos2.htm).

[4] Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 5, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 261.

[5] Aunque si atendemos a las quejas de Pío Baroja, que ya en su tiempo manifestaba un parecer similar, el problema habría de venir de lejos: “Así (los críticos) han acertado pocas veces, casi nunca. La falta de acierto de la crítica permitió en nuestro tiempo, en literatura y en pintura, que brotasen y floreciesen aberraciones como el dadaísmo, el surrealismo y el cubismo y otras entelequias aburridas” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 5, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 261-62).

[6] Quizá, y me duele decirlo, la pintura se haya rodeado de una cierta petulancia del todo injustificada. Esto parece ser así ya desde los tiempos de Pío Baroja:

“No he visto petulancia mayor que la de los pin­tores, sobre todo de los que se decían modernis­tas. Únicamente los tenores les aventajaban. ¡Qué idea de sí mismo más absurda!

Cualquier pintor mediocre, que no ha leído nada ni discurrido nada, cree no ya que puede opinar sobre la pintura o sobre la política, o de esas co­sas de las cuales naturalmente puede tener opi­nión un ignorante, sino piensa que puede hablar ex cátedra de las cuestiones más abstrusas de la ciencia.” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 4, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 271).

“Los pintores modernos han llegado a conven­cer a la gente de que su trabajo es algo trascen­dental, no desde un punto de vista artístico, sino psicológico. Así se han dado conferencias sobre arte con una seriedad como si se estuviera re­partiendo la penicilina a los enfermos graves. España y todos los países están ahora llenos de profesores que hacen ver al público cómo la pin­tura es de una trascendencia psicológica y moral.” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 7, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, vol. 7, p. 97).

[7] Y no me resisto a citar aquí, de nuevo, al iluminador Pío Baroja: “Es curioso cómo la gente acepta con entusias­mo una novedad estúpida que esté a la moda de carácter político, literario o artístico y al cabo de cierto número de años el mismo público formado por la misma gente desprecia aquella novedad y no se le ocurre pensar que ha sido él, el que ha glorificado lo que luego le parece una necedad.

La tontería universal no tiene remedio.

Está bien que cada cual diga lo que le parezca en cuestiones filosóficas, literarias y artísticas, y hasta políticas, porque la misma libertad esterili­za las arbitrariedades y las hace inofensivas.

Ya se ha visto en nuestra época cómo se han defendido el cubismo, el dadaísmo, el futurismo y demás pequeñas fantasías, y cómo al último nadie las ha tomado en cuenta y hasta se han reído de estos ismos que en un tiempo parecieron serios y atractivos y los ha abandonado tranquilamente.

El éxito rápido no se puede conseguir más que adulando al público pintándolo bueno, interesan­te, gracioso, amable; es decir, mintiendo.

Como el éxito ofrece muchas ventajas, aun en los países donde tiene menos influencia, el hom­bre capaz de hacer algo, de escribir con claridad, de pintar medianamente, se convierte en charla­tán cuando entra en la lucha para conseguir sin­gularizarse y ser conocido.” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 4, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983, p. 30). Y aún: “Y la tontería corre por el mundo. El único des­cubrimiento que han hecho estos pintores mo­dernistas es que el público no entiende nada de nada, ni aun de pintura, que es como esos anima­les voraces que lo mismo tragan un pedazo de carne que una piedra” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 7, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983,  p. 98). O también: “Una cosa que sorprende en el público actual es su inclinación por la mediocridad. La misma In­glaterra la tiene. Los ingleses correctos no creen que Dickens sea uno de los principales autores del siglo XIX, para ellos los novelistas principales de su país son: Jane Austen, Trollope, Galsworthy y otros escritores lentos y algunos de ellos aparato­sos, pesados y de buen tono.” (Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino: Memorias, vol. 5, Caro Raggio Editor, Madrid, 1983,  p. 242).