centenario escultor manuel echegoyan gonzález


1.    Primera Etapa: Formación y Obras de Juventud (1917-1930).

Echegoyán, “Casa Alta”, en la lengua de sus ancestros vizcaínos, nació en la localidad de Espartinas, en el Aljarafe sevillano, en el año 1905, reinando en España Alfonso XIII, que ese mismo año sufrió su segundo atentado, esta vez en París, del que de nuevo salió ileso. Manuel Echegoyán mostró desde pequeño interés por la escultura, por lo que sus padres lo matricularon en la Escuela de Artes y Oficios y Bellas Artes de Sevilla en 1917, dirigida entonces por Diego Salmerón. Otro maestro de Echegoyán fue el valenciano Marcos Ruiz Pintado.  Durante sus años de formación, trabajó en diversos talleres para pagarse su estancia en Sevilla. El primero fue el Taller de Juan de Dios “el Barrista”, en Triana, donde hacía figuritas clásicas de santos. Pero el taller que más influencia tuvo en él fue el de Eduardo Muñoz, al que dedicó unas páginas conmemorativas en una separata del Boletín de Bellas Artes nº XI(Sevilla, 1983). “Era un taller simpático y acogedor del que tengo gratísima memoria. El primer día que pisé este, estaban sacando de puntos en madera una copia a tamaño original del famoso Cristo de la Expiración (Cachorro), esto me produjo cierta sorpresa y admiración. Los patronos aparecían de una manera puntual, todas las mañanas. Lo componían los hermanos don Aníbal y don Cayetano González. El primero era un arquitecto de gran prestigio en la época de que hablo, llegando hasta el pueblo llano su popularidad. Estaban recién terminados los tres pabellones de la Plaza de América y su entorno y en plena actividad la monumental Plaza de España, de cuyos proyectos, como es sabido, este arquitecto es autor, en donde se prodigó tanto el ladrillo visto como los elementos cerámicos, dando con ello un gran impulso a las fábricas trianeras dedicadas a estas materias y también a la albañilería de ladrillo en limpio, lo mismo que a su tallado; todo adquirió gran auge con ello. Bien, como digo al principio, ellos llegaban, veían detenidamente los trabajos entre manos y hacían alguna que otra observación pertinente. Los dos vestían de gris obscuro, casi negro; don Aníbal era delgadito, con cara un tanto triangular y clásicos quevedos montados en lo alto de la nariz, hablaba con cierta humildad y hacía atinadas observaciones. Don Cayetano casi siempre corroboraba lo dicho por el otro, el maestro Eduardo los atendía con respeto camiando impresiones sobre la labor en marcha. En el referido taller se hacían los distintos trabajos que abarcaba la ornamentación de los edificios que tenía en construcción la entidad; cantería en piedra y mármol, tabla en madera y ladrillo, y escayola y piedra artificial. También se realizaban trabajos de albañilería como chimeneas de salón y fuentes de patio, desmontables. Dirigía este variado mosaico de oficios don Eduardo Muñoz, un escultor competentísimo y de corazón abierto, conocedor de todas las materias y estilos que en él se manipulaban: gótico, renacimiento, barroco, etc, cuya muestra lo tenemos en los edificios que más adelante detallaré. (...) la fachada de los Luises de la calle Trajano, de estilo gótico florido; Plaza de América, especialmente en el Palacio que hoy alberga el Museo Arqueológico y otros edificios de índole privada. Una muestra espléndida la tenemos en la glorieta, monumento dedicado a los hermanos Álvarez Quintero en nuestro parque de María Luisa, maravilla de tallado en ladrillo en la que Eduardo Muñoz era un consumado artista. El cuerpo central de este monumento es una delicada muestra del estilo plateresco y aunque uno comprende que está fuera de época, no por ello deja de reconocer su fidelidad y finura en tan justa realización.” Echegoyán hizo las puertas del Museo Arqueológico bajo la dirección de Luis Márquez.

Pero eso era precisamente lo común en la escultura andaluza de la primera mitad del siglo XX, escultores “fuera de época”. Y es que, como dice Gaya Nuño en el tomo XXII de Ars Hispaniae. Arte del siglo XX., basta recordar “el bajo nivel de la escultura Sevillana decimonónica para explicar suficientemente que, aparte la brillante figura de Mateo Inurria, tal fuera en número y categoría de actuantes de nuestro tiempo. Y es que Montañés, Cano y Mena quedaban ya muy lejos, y los factores y mecanismos resultaban ahora ser muy otros.” Y ni siquiera el cordobés Inurria salía de los límites del realismo clasicista, como demuestran su Gran Capitán ecuestre de la cordobesa Plaza de Tendillas (o del Caballo, como se la conocerá popularmente desde entonces) y su Forma, medalla de Honor de la Exposición Nacional de 1920, hoy en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, una obra que parafraseando a Gaya Nuño, no hubiera desdeñado firmar Rodin. Pero este dominio del figurativismo era una enfermedad nacional en las primeras décadas del siglo, y ni Clará ni Llimona se deshicieron de él, antes bien, se recrearon en los desnudos femeninos de tradición mediterránea, amparados por la estela del francés Maillol, que al doblar el siglo da a la escultura de Rodin un carácter más clasicista y más geometrizante al mismo tiempo.

Entretanto, en el resto de Europa, Picasso se inicia en la escultura ya en su etapa rosa con el Polichinela (1905), que anticipa el expresionismo de Bourdelle, iniciado con su Hércules arquero (1909), seguido por los expresionistas alemanes, como Lehmbruck y su Joven de pie (1913), mientras que Gargallo realiza máscaras cubistas de hierro en París desde 1913, Boccioni hace su gran escultura futurista con influencia cubista, Forma única en su continuidad en el espacio (1913), Picasso sigue a Gargallo en la escultura cubista con La copa de ajenjo (1914), Duchamp evoluciona del cubismo hacia la abstracción con su Caballo, bronce de 1914, y el rumano Brancusi avanza en la abstracción con su Recién nacido de piedra de 1915.

En España, tan sólo Manolo Hugué abandonó el clasicismo y avanzó hacia técnicas más modernas, como en su Bacante. Pero Hugué era amigo de Picasso, hizo con él su primer viaje a París en 1901, y sufrió en directo el trágico suicidio de Casagemas, el amigo común al que Picasso dedicó varias obras. Sólo su enfermedad lo obligó a afincarse en un balneario catalán, abandonando así la vanguardia parisina. Y fuera de Cataluña el clasicismo realista es aun mayor.

La Sevilla de principios del siglo XX ignora el desarrollo de las vanguardias y continúa por la línea decimonónica. El escultor sevillano de mayor prestigio en esta época es Lorenzo Collaut, que realizó ese año el Monumento a Bécquer (1910) en los jardines del Parque de María Luisa, recién adquiridos al Palacio de San Telmo como terrenos para la Exposición Iberoamericana, el Monumento a la Inmaculada (1918) en la Plaza del Triunfo y el Monumento a Colón, de los Jardines de Murillo. Es también autor de monumentos madrileños como el de Cervantes en la Plaza de España (1916), calificado de horroroso por Gaya Nuño, concurso que ganó compitiendo con el joven Ángel Ferrant, que tanto influirá después en Echegoyán.

Esta es la Sevilla en la que Echegoyán aprende su arte de la escultura. Una Sevilla tradicionalista que tan sólo recupera el vigor de las artes merced al proyecto de la Exposición Iberoamericana que allá por 1910 lanzara Rodríguez Caso. En torno a 1920, Echegoyán trabaja como aprendiz de Eduardo Muñoz en los pabellones de Aníbal González, arquitecto costumbrista que aplica el Historicismo decimonónico entrado ya el siglo XX, a quien esta Sevilla conservadora ha encargado las obras. Echegoyán realizó las puertas de madera del Pabellón de Bellas Artes, hoy Museo Arqueológico, trabajando junto a maestros renombrados como Collaut y Delgado Brakembury, que realizaron victorias aladas y alegorías de las artes.

Por último trabajó entre 1920 y 1930 como aprendiz de Ordóñez, su profesor en la Escuela de Artes y Oficios, que continuaba los trabajos de ampliación de la fachada del ayuntamiento. La parte plateresca de la obra se limita a tres pequeñas fachadas: la que da a la Avenida de la Constitución, la del arco vista desde la Plaza de San Francisco y la inmediatamente siguiente, caracterizada por su gran ventanal. Sin embargo, la gran fachada de la Plaza de San Francisco fue realizada en 1862 por el arquitecto municipal Balbino Marrón, poco después de que la desamortización de Madoz permitiera derribar el convento de San Francisco para ampliar el ayuntamiento y crear la Plaza Nueva. La decoración escultórica de la fachada fue diseñada por el profesor de la Escuela de Bellas Artes, don Pedro Domínguez López, en 1890. Pero la talla de la piedra a bulto que figuraba en toda la fachada la iniciaría en 1898 un escultor italiano apellidado Franci. Tras unos años de parálisis, la dirección pasó en 1918 a Ordóñez, profesor de escultura y vaciado de la Escuela de Artes y Oficios y Bellas Artes, que se llevará poco después a Echegoyán como ayudante, dedicándolo a tallar los medallones de la fachada. Echegoyán seguiría la labor de su maestro como director de la obra a partir de 1954. Pero la escasa dotación económica del ayuntamiento permitió que a su muerte aún estuviera inconclusa casi la mitad de la fachada.

Sin embargo, los escultores españoles que más influencia tuvieron en Echegoyán fueron Macho y Ferrant. Ángel Ferrant (Madrid 1891-1961) comenzó su obra pública con el premio del Instituto de Instrucción Pública obtenido en 1926 para decorar con un bajorrelieve el Instituto Escuela. Para Gaya Nuño, es “una de las obras maestras de Ferrant. Se trata de una niña escribiendo sobre un tablero, y vale por todo un programa de gracia y de sencillez en lo conceptual, y de la más sugestiva nitidez en la técnica del relieve”. Se anticipó a muchos otros en el uso de materiales de desecho para realizar mini monumentos (sierras, mangos, peines, botellas, ruedecillas, cables). Sin embargo, la influencia de Ferrant en Echegoyán vendría más tarde.

En cambio, la de Victorio Macho (Palencia 1887 - Toledo 1966) fue fundamental en estos años. Macho evolucionó desde el tradicionalismo español hacia una fórmula mixta entre vanguardia y clasicismo, inspirada fundamentalmente en el estilo expresionista de Bourdelle. Su obra principal es la Fuente de Ramón y Cajal en el Retiro (1926). La estatua de Cajal es clasicista incluso en la vestimenta, una toga romana, pero su postura se asemeja a la de los sepulcros etruscos. Se alza sobre un podium en pleno estanque, al que vierten sus aguas dos fuentes que salen de dos monolitos geométricos en el que destacan dos relieves de factura más expresionista, algo geométrica y sintética. El de la izquierda representa la Fons Vitae mediante alegoría de hombre, mujer e hijo; el de la derecha la Fons Mortis mediante la escena de una mujer llorando por su hombre muerto. Entre ambos monolitos se alza una estatua de la Sabiduría en piedra negra y estilo clasicista mediterráneo, pero su forma se confunde con las sombras de los árboles, como si el autor quisiera destacar los relieves y la estatua del científico.

Ignoramos si Echegoyán pudo conocer personalmente la obra en un viaje a Madrid o simplemente la observó en fotografías de prensa. Lo cierto es que poco después, en 1929 -después de participar con una obra tradicional, Después de la cofradía, en su primera exposición colectiva, en el Ateneo, junto a consolidados escultores de la época como Castillo Lastrucci, Antonio Illanes o Sebastián Santos-, nuestro autor ganará un certamen convocado por el director del periódico El Liberal, José Laguillo, para elevar en los Jardines de María Cristina un Monumento a Castelar, cuarto presidente del gobierno durante la Primera República (1873). Echegoyán, que aún no había terminado sus estudios, se ofreció desinteresadamente al Director del Liberal, hecho que indica ya su simpatía por el republicanismo. De todas maneras, Laguillo le pagó quince pesetas diarias durante los seis meses que tardó en realizarlo. Hay que tener en cuenta, además, que el Liberal sufragó gran parte de los gastos con donativos populares anunciados en sus páginas. Se admitían aportaciones desde cinco céntimos, de modo que pudo participar hasta el más pobre de los republicanos sevillanos. En cierto sentido, el proyecto era una provocación para la ya decadente dictadura de Primo de Rivera. Pero el propio Echegoyán, quizás influido por sus posteriores desgracias políticas, suaviza sus repercusiones políticas: “Al fin y al cabo, Castelar era un político moderado y, en los años en que se levanta el monumento, la herencia de su republicanismo es tan tibia que queda ensombrecida y en un segundo plano, en un ambiente político dominado, entre otros, por la CNT, Azaña, Izquierda Republicana o el surgimiento del Partido Comunista”. Aún así, ciertas repercusiones sí que tuvo, como el mismo Echegoyán descubre en la misma entrevista de El Correo de Andalucía  (10-I-1982): “Cuando terminé la obra, cae la dictadura de Primo de Rivera, se produce un interregno de varios gobiernos provisionales y cuando la II República se instaura en España el monumento acaba de inaugurarse. Recuerdo como dato anecdótico que sobre el busto de Castelar llegaron a colocar en aquellos días de euforia un gorro frigio, símbolo republicano procedente de la Revolución francesa”. Por otra parte, adivinamos en la intención de Laguillo una crítica sutil a Primo de Rivera, y cierto desplante, ya que Castelar fue el último presidente de la I República, depuesto por el golpe de Estado militar del general Pavía y sustituido por la dictadura de Serrano, que duraría cerca de un año. Además, el monumento se situaba en una zona estratégica de la Sevilla de la Exposición, que el dictador había creado para su propia gloria, en los jardines de Mª Cristina, frente a los dos emblemáticos hoteles del 29, el Cristina y el Alfonso XIII, como haciendo frente  la monarquía. Lo primero que encontraba el sevillano al cruzar de la Puerta de Jerez hacia la ciudad de la exposición era, precisamente, el busto orgulloso de Castelar.

El monumento lo integran tres grandes prismas, más pequeño el central, para dejar espacio al busto de Castelar, que se eleva levemente por encima de las cornisas de los otros dos prismas, en los cuales hay dos esculturas alegóricas de la Elocuencia y la Historia. Además de los adornos clásicos, típicos del estilo de todos los monumentos de la Exposición, destaca la inscripción sobre la base del busto: EL GENIO DE LA PALABRA EMANCIPÓ LA ESCLAVITUD. Tanto las alegorías como el retrato son clasicistas en sus cánones y sus vestimentas. Castelar aparece con el pecho desnudo y vestimenta de filósofo griego. Echegoyán utilizó a su propio padre como modelo, como confesaría medio siglo más tarde, en uno de esos guiños humorísticos y desmitificadores que lo caracterizaba. “Mi padre tenía una cara un poco así, e hice varias sesiones con él. Además era un hombre liberal y progresista que admiraba profundamente a Castelar”. La mayor obsesión de Echegoyán era el bigote de Castelar, parafraseándolo, que su escultura no tuviera “pica ni mica”, es decir, que no se criticase por un bigote excesivo, como las de Cádiz o Madrid, esta última de Benlliure.

 

2.    La República, la Guerra Civil y la posguerra: esperanzas frustradas (1931-1949).

Como si Castelar hubiera bendecido al autor de su monumento, la República otorgó a Echegoyán una pensión de la Diputación provincial de Sevilla para realizar un viaje de estudios a París, para que conociese las tendencias artísticas contemporáneas que se desarrollaban fuera de España. Poco después, el general Cabanellas visitaba la Escuela de Artes y Oficios y Bellas Artes y al entrar en la clase de Ordóñez, “felicitó al alumno pensionado por la Diputación, señor Echegoyán, autor del monumento a Castelar, erigido por iniciativa de El Liberal (...) Al salir de la Escuela de Bellas Artes el general Cabanellas, los alumnos que se encontraban en el jardín le tributaron una cariñosa despedida, dándose muchos vivas a la República y al capitán general” (El Liberal, 10 de mayo de 1931). Viajará a París con sus amigos, el escultor Antonio Illanes y los pintores Canterero y Segura, permaneciendo allí un año, pues la beca no daba para más. Sin embargo, no conocerá a Picasso, cuya obra escultórica Echegoyán reconoce ignorar. Picasso había recibido el año anterior el Premio Carnagie, que le permitió comprarse el Palacete de Boisgeloup, donde pasaría ahora mucho tiempo con su nueva amante, Marie-Thérese. Ya no ejercerá como el padrino de los artistas españoles en París. El dinero lo ha aburguesado y sólo la guerra civil española lo sacaría de su aislamiento. Lo que Echegoyán y sus amigos encuentran en París es el apogeo del movimiento surrealista, fundado por Breton en 1924, en el cual participan ya pintores españoles como Miró y Dalí. Pero el surrealismo es un movimiento eminentemente pictórico, literario y cinemetográfico. Tan sólo el anteriormente dadaísta Hans Arp había comenzado ya en 1930 a realizar sus obras curvilíneas, blandas, suaves, lisas, pulidas, con un atractivo no sólo visual, sino táctil, que, en palabras de José Pijoán, “invitan al tacto y a la caricia”. Aunque Echegoyán realizará mucho después obras de carácter orgánico, no es probable que conociera o que le influyera la obra de Arp. Tampoco es probable que Echegoyán conociera a Brancusi y su escultura abstracta, ya que había había comenzado a aislarse del público parisino desde que en 1920 su Princesa fuese rechazada por el Salón de los Independientes a causa de su ¡obscenidad! En esta época, lo que sigue predominando en París es la escultura cubista, con los españoles Gargallo y González como máximos exponentes. Gargallo hizo ese año su famoso Arlequín flautista, y Echegoyán pudo conocer gran parte de su obra anterior, como La bailaora, La pequeña bailarina, La cabeza del picador y, sobre todo, el conocido busto de Picasso, de 1912, que aún no era cubista, pero que integraba un pedestal geométrico con una cabeza realista, sin cuello, que salía un tanto bruscamente del paralalepípedo, en la que los rasgos de Picasso se esbozan con cierto expresionismo alegre y en el que el triángulo formado por el mechón de su característico peinado juvenil anticipa en cierto modo las líneas cubistas. Echegoyán se inspirará en este busto años más tarde, cuando realice el busto de su hijo. En cuanto a Julio González, cuya familia había emigrado a París en 1900 y se dedicaba a la orfebrería, su dedicación a la escultura data de 1927, tras su época como metalúrgico en la Renault. Echegoyán pudo conocer algunas de sus Mascaras, Bodegones y su gran Don Quijote, obras todas de estética cubista, pues la tendencia hacia la abstracción de González es inmediatamente posterior al viaje de Echegoyán.

A su vuelta a España serían obsequiados con una fiesta el 11 de abril de 1932, como acto inaugural de la Exposición de Bellas Artes de la Plaza de América. Al año siguiente, con una modesta pensión otorgada por la Escuela, viajó por toda España con Enrique Segura, su inseparable amigo. “Realmente, las pensiones que otorgan los centros oficiales de Sevilla no son suficientes –se queja un periodista-. Convendría igualarlas siquiera a las de la Junta Nacional de Estudios. No habrá muchos artistas que hayan obtenido de sus pensiones mayor rendimiento que Echegoyán y Segura. Como resultado de su apasionada peregrinación por las rutas inmortales del arte español, han llegado a su tierra, han venido a Sevilla, con una serie de obras dignas de atención y estima. Con estas obras quieren hacer una exposición. En el ambiente propicio del Ateneo, Segura y Echegoyán han visto para sus vocaciones una cordial acogida”. Desgraciadamente, desconocemos las diez obras que presentara Echegoyán en esta exposición privada, junto a los cuadros de Segura. La noticia del periódico sólo cita una de ellas, Gente de mar, igualmente perdida, pero retratada en una mala fotografía de la época. Se trataba de un grupo de dos hombres, uno en pie y otro agachado, cuya composición triangular contribuye a acentuar el alargamiento de las figuras que, al igual que los rostros, parece marcado por cierta tendencia expresionista.

Al año siguiente obtiene el Primer Premio de Escultura en Córdoba.

Entre 1934 y 1935 estudió en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, obteniendo el título de profesor de Dibujo. Y, aunque su arte siguió siendo el escultórico, en febrero de 1936 ganó el premio para el cartel anunciador de la Exposición de Primavera del Ateneo de Sevilla. De aquella época en Madrid dataría su conocimiento de la obra de Ángel Ferrant. En los años 30, después de trabajar con maniquíes articulados como los que hizo para el Teatro Albéniz, comenzó a explorar la escultura orgánica, pero no por influencia de Henry Moore, sino paralelamente a él, como dice Gaya Nuño: “Por esta pasión de escultor en constante actitud de inquieto buscar y encontrar, Ferrant había llegado, antes de 1936, al terreno de la escultura de oquedades, y, por un momento, sus investigaciones y las de Henry Moore fueron gemelas, excepto en un punto importante, el de que nuestro español solo era conocido y admirado por reducidos grupos de admiradores, máxime a partir del final de la guerra”. Entre esos admiradores estaría casi seguramente Echegoyán. En una entrevista de El Correo de Andalucía, de 1971, le preguntan: “¿A quién admira usted?”, y responde: “A Ángel Ferrant, un escultor ya fallecido. Como pintor a Picasso: un genio del que los españoles hemos de sentirnos orgullosos, a pesar de lo que arremeten contra él.”. Además Ferrant se caracterizó también por sus escritos, que probablemente conoció Echegoyán. Las vidas de Echegoyán y Ferrant son similares, además, porque ambos se vieron eclipsados por la guerra y el cambio de régimen, con el consecuente cambio cultural y estético. Del apogeo cultural de la II República se pasó a una estética pretenciosa y pasada de moda propia de los Estados Totalitarios. Ferrant se dedicó a hacer pequeñas esculturas orgánicas y móviles diferentes a los de Calder, pues “siempre le faltaron los encargos espectaculares, para los que nadie como él estaba tan poderosamente dotado. Simplemente, se le toleraba trabajar en su taller de la colonia de El Viso.

Cuando estalló la Guerra Civil, Echegoyán estaba en Madrid y participó en el bando republicano durante la contienda, hecho que le valió la cárcel al rendirse la capital. No permanecería mucho tiempo prisionero, pues no había participado nunca en política, pero a su vuelta a Sevilla, el estigma de “rojo” le acompañó ya para siempre, en la sociedad franquista donde le tocaría vivir la mayor parte de su vida.

En 1940 el escultor comienza a trabajar la temática religiosa –la única que se vende- en un estilo bizantinizante. En diciembre la prensa publica una fotografía de su Anunciación y anuncia que presentará una Dolorosa para la exposición de primavera del año siguiente. Por aquel entonces trabaja como profesor interino de la escuela de Artes y Oficios donde estudió, en la calle Zaragoza. Sin embargo, nunca accedería a la recién creada Escuela Superior de Bellas Artes, segregada de la Escuela de Artes y Oficios, donde se cedería la cátedra de escultura a Delgado Brakembury y tras su muerte un año después, a Agustín Sánchez-Cid, renombrado otorrinolaringólogo sevillano que tiene en el Museo de Bellas Artes dos bustos clasicistas en mármol del año 45 que más bien parecen decimonónicos y que demuestran el aislamiento artístico, político e ideológico de la España de aquel año. Igualmente, a Echegoyán se le cerrarían las puertas de los encargos públicos durante muchos años y los premios de escultura, mientras que artistas de menor valía que él y con peores curricula accedían a mejores puestos, encargos y premios. Es la época de Enrique Pérez Comendador, autor de El Cid y catedrático de escultura en la Academia de San Fernando de Madrid.

Sin embargo, en 1945 obtuvo un buen encargo público, los relieves de Los trabajadores del puerto, en la oficina del sindicato de dichos trabajadores. No debe extrañar que fuera la sección sindical del régimen la que recupera para la ciudad al gran escultor. Se trata de una obra muy realista, exaltando las figuras fornidas de los trabajadores, de un estilo que casi podríamos calificar de realismo socialista. Los perfiles de los trabajadores se asemejan a los de las figuras de relieves romanos, pero sus rostros son más severos, más cotidianos. Destaca el uso que el autor hace de la técnica del schiacciato o “aplastado”, ideada por Donatello y llevada a la cima por Miguel Ángel.

En la Exposición colectiva de la Galería Velázquez de febrero de 1949 presenta El Vuelo que, según Fernando de los Ríos, crítico de Arte de El Correo de Andalucía, recuerda a la Victoria de Samotracia de Escopas. Echegoyán se ha plegado a las exigencias de la sociedad nacional-católica, trabajando en obras religiosas, esculpiendo Cristos y Vírgenes de tipo barroco, como los imagineros del régimen, entre los que se encuentra su amigo Illanes, y haciendo del estilo clásico el suyo propio. Sólo así, podrá obtener lo necesario para vivir, para alimentar a su familia y para consolidar su puesto de trabajo como docente.

Sin embargo, en su taller hay obras más vanguardistas, como su Niño, de 1946 aproximadamente, en el que retrata esquemáticamente la cabeza de su hijo con un flequillo picassiano saliendo de un soporte cúbico, obra que recuerda, como ya hemos mencionado anteriormente, al retrato de Picasso hecho por Gargallo.

 

3.    Tercera Etapa: la Década Bisagra (1950-1959).

Su situación cambiaría a partir de la “década bisagra”, en la que el franquismo abandona la apariencia falangista y consigue lograr el reconocimiento de USA y Reino Unido en 1951 con el regreso a Madrid de sus embajadores. Dos años después se firmaría el Tratado Hispano-Americano y el Concordato con la Santa Sede. El INI consigue un desarrollo industrial considerable, pero el conjunto de la economía española está aún desestructurada y la mayoría de la población aún no disfruta del progreso.

En 1950, Echegoyán obtuvo por oposición la plaza de profesor titular de Término en la clase de Modelado y Vaciado de la Escuela de Artes Aplicadas de Cádiz. En julio de 1952 ganó la Medalla de Bronce en la Exposición Nacional de Bellas Artes con Busto de hombre, que Echegoyán preferiría después llamar El Coto, nombre del gitano que  solía posar para los artistas gaditanos. Esta obra, de la que el autor conservó una copia, presente en nuestra exposición, es de un naturalismo y una profundidad psicológica que podríamos calificar de hiperrealista. Las profundas ojeras del Coto, su rostro cansado pero altivo, sorprenden por el verismo de su peculiar expresividad. No menos sorprendente es el material en que está realizada nuestra obra, a pesar de su apariencia broncínea: cemento. Y es que Echegoyán será un maestro en el uso de este y muchos otros materiales. La entrevista que le hicieron en el Diario de Cádiz con motivo del premio muestra el carácter humilde de Echegoyán; cuando le preguntan qué escultura hizo con más ilusión responde “En todas he puesto mucho interés en hacerlas, pero con todas me pasa lo mismo: cuando las veo, al cabo de unos meses, no me gustan nada”. Modestia, poco interés en autoensalzarse a sí mismo y afán de superación. Cualidades adecuadas para mejorar, progresar, investigar y evolucionar, aunque no para promocionarse en el mercado del arte, cada vez más capitalista incluso en España, donde el regreso de Dalí convulsiona el mundo intelectual. Cuando le preguntan en la misma entrevista su opinión sincera sobre él, responde muy adecuadamente: “Ser sincero al hablar de Dalí es un contrasentido. A pesar de todo –los elogios últimamente publicados, su sentido exhibicionista, etc- creo que Dalí es un pintor de gran imaginación y tener esa cualidad, a esta altura del arte, ya es mucho”. Poco después, Echegoyán fue designado académico de número en la sección de escultura de la Academia de Bellas Artes de Cádiz. Lo que no se le había reconocido en Sevilla, lo alcanzaba en la cuna de la democracia española. Sin embargo, la prensa de su ciudad comienza ahora a reivindicar su figura. Al hablar de la obra galardonada, un estudioso del Arte escribe una carta al Correo de Andalucía reprochando al crítico Fernando de los Ríos por su complaciente sorpresa: “es una pieza de tanto vigor, de tan recio y seguro modelado, tan humana y a la vez tan sugeridora, que bien puede pasar por un Victorio Macho, un Julio Antonio o un Barral. Y es que Manuel Echegoyán, espíritu sinceramente modesto, dado calladamente al trabajo, viene de tiempo atrás estudiando la escultura con el celo e independencia de un privilegiado; por eso este gran triunfo obtenido en la Nacional del 52, a los que conocemos su talento creador, no nos ha sorprendido por lo esperado”.

En 1954, siendo todavía profesor en Cádiz, obtiene la medalla de plata en la Exposición Nacional de Bellas Artes por su Muchacha al sol, un desnudo clásico, de belleza idealista y juvenil, delicada pero no pintoresca, que provocó nuevos elogios en la prensa andaluza. También es obra en cemento coloreado. La primera medalla de esta exposición la obtuvo Antonio Cano Correa, profesor de Talla en la Escuela Superior de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría que rivalizaría con Echegoyán en otras ocasiones.

Sólo entonces, al comenzar el nuevo curso, regresa a Sevilla, trabajando desde entonces en la fachada del ayuntamiento, como ya se mencionó anteriormente, y de nuevo en la Escuela de Artes y Oficios. Podemos contemplar su rostro y el de su mujer en los medallones de los césares esculpidos entonces en la parte central de la fachada del Ayuntamiento, otro guiño humorístico desmitificando las figuras históricas. ¡Qué lejos del respeto levítico de Pérez Comendador por los personajes históricos! Todavía obtendría otros tres primeros premios en la década de los 50: el de la Vendimia de Jerez (1955), el de Astilleros de Sevilla (1958) y el del Ayuntamiento de Sevilla de 1959 por su Virgen con el Niño, dotado con 25.000 pesetas. El crítico de Arte Enrique Sánchez Pedrote elogia la obra, “concepción moderna y delicada del tema, donde la gracia y la sencillez lograron crear una auténtica obra de arte”. Esta escultura, cuyo original exponemos acompañada de otra obra similar en madera, se caracteriza por el bizantinismo y arcaismo que tanto caracterizaría a Echegoyán. Aunque no es probable que conociera la obra de su contemporáneo Giaccomo Manzu, el estilo de su obra religiosa se asemeja a la forma realista pero sintética en que el italiano realizaba sus famosos obispos. El manto de la virgen se pliega zigzagueante de la misma forma que lo hacían los mantos de las sacerdotisas de la escultura ibérica. El rostro geométrico, ovalado, sencillo y hermoso de la virgen es del mismo estilo que su Mujer del collar rojo, que también exponemos. Aquí, a la sencillez esquematizante de la obra anterior se añade la sabia combinación del barro cocido para la cabeza y la cerámica vidriada para el collar, incrustado en la piel de la mujer. También del año 59 es el Desnudo al sol, que presentamos en la exposición, una obra sencilla y clásica.

 

4.    Cuarta etapa: madurez (1960-1975).

A partir de la década de los sesenta, Echegoyán, recuperado ya del trauma de la guerra y de su estigma político, alcanza la cima de su escultura. Mientras España comienza a desarrollarse alcanzando un nivel económico cercano al de los países de Europa Occidental, mientras el seiscientos se convierte en el coche de los españoles y los turistas nos enseñan un modo de vida más abierto y progresista, Echegoyán se encuentra ya suficientemente acomodado para explorar aquellas formas escultóricas abandonadas tras la guerra, estilos y movimientos artísticos del resto de Europa, considerados por los tradicionalistas del régimen como arte degenerado. Será ahora cuando de nuevo se lo vuelva a llamar para realizar monumentos públicos en la ciudad, recuperando aquella prometedora carrera inaugurada con el monumento a Castelar.

En una entrevista que le realizó el periodista Manuel Lorente en 1961, Echegoyán da clara muestra de su estado de ánimo: “Soy un escultor clásico, pero quisiera serlo abstracto. En este momento, la cosa figurativa cada vez me produce mayor cansancio; por eso quisiera ser abstracto, aun cuando muchos creen que éste es un camelo. Es algo más interesante. Es, partiendo de lo figurativo, de los objetos que nos rodean, de lo que algunos llaman las formas esenciales, descomponer estas formas, inventarlas. Y hay que tener mucho talento para inventar cosas nuevas. (...) El natural es una cosa agobiante, mientras que esto último es una liberación del modelo. Esto, en el fondo, es lo que reaviva la ilusión del artista. No sé si es porque lo otro, el natural, no he llegado a dominarlo.” Pero, puesto que esta última frase no es más que otra muestra de su modestia genuina, el periodista le pregunta por qué no sigue la corriente abstracta y Echegoyán responde: “Eso es lo paradójico; después de cuanto pienso, sigo haciendo la cosa clásica. No sé si por cobardía o porque este ambiente está tan lleno de prejuicios que le hace a uno seguir las corrientes trilladas, para no herir susceptibilidades.” Sin embargo, el periodista, que contempla algunas de las obras recientes de Echegoyán, como La rosa de los vientos, cartel de nuestra exposición y fotografía del artículo, no comparte el punto de vista del escultor: “No obstante, en la obra de Echegoyán, en el conjunto de su obra y en la que en el propio estudio se nos ofrece a la vista, la evolución es palpable.” En efecto, La rosa de los vientos no es una obra clásica, ni mucho menos. Se produce en ella una síntesis de un desnudo femenino y una élice de ocho puntas que además de simbolizar los puntos cardinales asemeja un instrumento mecánico, como los que posteriormente ensalzará en otras obras, pero los extremos de la rosa se funden con el cuerpo de la mujer, que tampoco sigue rígidamente los cánones clásicos, sino que la figura se estiliza, sin academicismo. La libertad creativa de Echegoyán al realizar esta obra se debe quizás a que no es obra de encargo ni para concursar, sino que quedará en su taller y la donará en herencia a su familia, apegado, quizás, a una escultura en la que no se sintió tan presionado por las “susceptibilidades” y los “prejuicios” de la época.

Curiosamente, mientras está experimentando esta evolución que lo llevará a la abstracción absoluta, España va liberándose de la dominación cultural del régimen (es una época en que la propia Iglesia Católica se aleja del nacional-catolicismo a partir del Concilio Vaticano II), siendo así que es ahora cuando Echegoyán va obteniendo mayor reconocimiento público. En 1965 fue nombrado académico numerario en la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría. En 1967, presentó el Móvil de colores a la Exposición del Ateneo, obteniendo medalla de plata. Ya se ha aventurado por el camino del abstracto. “Hoy para un escultor lo clásico, llamémosle así, resulta más cómodo. Son muchos siglos creando normas, fijando un canon que se repite, creando una escala de valoración. No hay más que volver sobre lo que ya está hecho. La escultura moderna, concretamente la abstracta, exige más inventiva, más imaginación, mayor esfuerzo creador. Hablo por mí, que conste. Yo respeto a todo el que hace una obra de arte, de la modalidad que sea, porque todo intento supone una dedicación y un esfuerzo grande de parte del artista. (...) Toda escultura, toda obra de arte tiene una función decorativa, si luego trasciende un contenido de orden superior, eso ya depende de la capacidad del artista. Pero tampoco hay que empeñarse en que sea un libro abierto lleno de enseñanzas ajenas a su propia función. (...) No es que no piense en el público. Sería hipócrita afirmar lo contrario. Pero en todo tiempo, el autor que se enfrenta con una obra, modelando, tallando, ha tenido sus cinco sentidos puestos en la tarea. Se trata de descubrir, de crear algo, ¿no? Si después agrada a los demás, tanto mejor.” El valor de su móvil de 1967 es el de enseñar a la sociedad y los jóvenes artistas sevillanos todo esto. Se trataba de romper una lanza por el arte abstracto en una Sevilla que comenzaba a salir de su letargo artístico del siglo XX. Sin embargo, no va a abandonar el estilo figurativo, como demuestra el proyecto presentado ese mismo año en el concurso patrocinado por el Ateneo de Sevilla para elevar un monumento a Walt Disney en la ciudad, con el que obtuvo el primer premio. En la exposición presentamos la maqueta en escayola. Desgraciadamente, la falta de presupuestos postergó su ejecución. Al cabo de unos años se le propuso que lo realizara en cemento, para abaratar la obra, pero Echegoyán se opuso: “No lo estimo aceptable. El proyecto fue para fundirlo en bronce. Con cemento perdería clase, se desmoronaría en poco tiempo.” Finalmente, no se llevó a cabo. En el año 68 realizó también para el Ateneo un retrato en relieve de Pablo VI para el proyecto de Monumento al Congreso Eucarístico.

Por aquella época, realizó dos interesantes relieves sobre Alegoría de las artes, para la Escuela de Artes y Oficios de Nervión y para la Escuela de Artes Aplicadas de la calle Albaida. Se trata de bajorrelieves muy planos, como los de su admirado Macho, figurativos, pero estilizados, simbólicos, metafóricos. Utiliza la cerámica como material complementario que imprime una nota de color a la piedra. De estilo similar es el relieve del Monumento al Doctor Castaño (1973), en Espartinas, su pueblo natal. Echegoyán es ya un consagrado autor polifacético que realiza obras clásicas, como el retrato Mi nieta, presentado en la Exposición de Otoño de 1972, obras orgánicas, como las Formas que exponemos en nuestra sala, obras abstractas, como los Móviles, y obras estilizadas de influencia expresionista, como su Circo, bronce de 1971, y otras similares en madera y barro, que presentamos en la exposición. Pero estas últimas son para consumo propio, no para el todavía anquilosado mercado del Arte sevillano.

En 1973 ganó el concurso organizado por la Junta del Puerto para erigir un monumento conmemorando su centenario. La obra se inauguró el 12 de octubre del año siguiente, y consistía en un monolito de granito de siete toneladas sobre el que se eleva un barco de hierro forjado en los talleres del puerto. El barco está realizado en un estilo esquematizante, tendente al abstracto, en el que se incorporan elementos mecánicos como una élice y una rueda dentada. “He planteado en hierro una especie de mesa revuelta de varios barcos, a través de un velero, con símbolos de la navegación y de la industria, logrando un efecto armónico con cierta belleza y no falto de originalidad”. Estas palabras son significativas, pues conociendo el caráctger modesto del autor, su satisfacción debió ser considerable. Se trata sin duda de una de sus mejores obras, como mencionaban Moreno y Moyano. No acaba aquí su quehacer. Aún le quedaba una década de vida, pero ya jubilado, en la que se dedicará a realizar obras para su familia, como el desnudo de su nieta o las cerámicas orgánicas que exponemos. Siempre polifacético, moderno y clásico al mismo tiempo.

Mi evolución ha sido un mariposeo por tendencias e ismos, con más o menos aciertos, pero siempre con alegría y disfrutando de este juego. Hoy creo que estoy entrando por la vía serena del quehacer normal y mirando al pasado, aunque sigo admirando a todo el que hace con belleza y gracia esculturas como invención: Calder, Ángel Ferrant (...) Mi manera de hacer se ha basado siempre en la búsqueda, en la disconformidad con lo ya realizado, en el impresionarme con aquel que es original y admirarlo. Quizás falte unidad a mi quehacer, posible reflejo de un carácter un tanto débil y poco seguro de sí mismo. Cuando hablo con amigos y compañeros tan seguros y convencidos de que lo que hacen es trascendental y básico para la vida, me desconcierto, porque creo que el arte debe entenderse fundamentalmente como un bello juego, y, como tal, tiene su importancia, pero no hay que desorbitar las cosas.