María Antonieta de Austria, reina de Francia
María Antonieta de Austria, reina de Francia
La infancia de Toinette.
María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, princesa real de Hungría y Bohemia y archiduquesa de Austria, nació el 2 de Noviembre de 1755 en Viena, Austria. Fue la decimoquinta y penúltima hija de la Emperatriz María Teresa y el Emperador Francisco Esteban.
De ella se encargan las ayas, gobernantas de la familia real: Madame de Brandeiss y la severa Madame de Lerchenfeld, bajo la estricta supervisión de la Emperatriz. Pasa su infancia entre los palacios de Hofburg y Schönbrunn, en Viena.
Durante siglos, Habsburgos y Borbones han peleado por el predominio en Europa, en docenas de campos de batalla, alemanes, italianos, flamencos; por fin, unos y otros están cansados. En el último momento, los antiguos rivales reconocen que sus insaciables celos sólo han servido para abrir camino a otras casas reinantes. Choiseul, en la corte de Luis XV; Kaunitz, como consejero de María Teresa, forjan una alianza, proponen que ambas dinastías, la de los Habsburgos y la de los Borbones, se enlacen por la sangre. Primeramente, los ministros pensaron en casar con una princesa de Habsburgo a Luis XV, a pesar de su situación de abuelo y sus costumbres más que dudosas; pero el rey cristianísimo huía prestamente del lecho de la Pompadour al de otra favorita, la Du Barry. Tampoco el emperador José, viudo por segunda vez, mostraba ninguna inclinación a dejarse aparear con una de las tres resequidas hijas de Luis XV. Por tanto, sólo quedaba como posible enlace el tercero y más natural: desposar al delfín adolescente, nieto de Luis XV y futuro heredero de la Corona de Francia, con una hija de María Teresa. En 1766, la princesa María Antonieta, entonces de once años, podía ya ser objeto de un proyecto serio; literalmente, el embajador de Austria le escribe el 24 de mayo a la emperatriz:
«El rey se ha manifestado en tales términos, que Vuestra Majestad ya puede considerar el proyecto como asegurado y resuelto».
María teresa hace que se den a conocer en París las cualidades y gracias de la pequeña archiduquesa Austriaca, la Emperatriz abruma a los embajadores con regalos con fines de ganarse su favor y conseguir una petición de mano definitiva. Maria Teresa actúa mas como una Emperatriz que como una madre, piensa mas en el poder de su casa que en la felicidad de su hija, no se detiene tampoco ante la advertidora comunicación de su embajador, en la que le dice:
«La naturaleza ha negado al delfín todos sus dones: es muy limitado de inteligencia, altamente rudo y privado de sensibilidad».
Pero, ¿para que necesita ser feliz una pequeña archiduquesa, con tal de que llegue a ser reina de uno de los reinos mas poderosos de Europa?
Durante tres años Luis XV deja que se le envíen relatos de la pequeña princesa Austriaca, declarándose en principio favorable al plan matrimonial. Pero no pronuncia la decisiva demanda de matrimonio; no se compromete.
La inocente prenda de este importante asunto de Estado, la Toinette, de once años al principio y, fnalmente de trece, desarrollada, graciosa. esbelta a innegablemente bonita, juega y alborota, entre tanto, en medio de sus hermanas, hermanos y amigas, con todo el ardor de su temperamento, por los salones y jardines de Schoenbrunn; se ocupa poco de estudios, libros a instrucción. Con su natural amabilidad y alegría. Sabe manejar a las ayas y abates que intentan educarla, que puede escabullirse en todas las horas de clase. María Teresa nota con horror, quien con todas sus ocupaciones no pudo ocuparse de sus hijos, que a los trece años, la futura reina de Francia no sabe escribir correctamente en alemán ni francés, ni posee los más elementales conocimientos de historia y cultura, con la ejecución músical no va mucho mejor, aunque nada mas y nada menos quien le da lecciones de piano es Gluck. La juguetona y peresoza Toinette debe ser convertida en una fina dama instruida. Ante todo es importante para una futura reina de Francia que sepa bailar decorosamente y hable francés con buen acento; para este objeto, María Teresa contrata urgentemente al gran maestro de danza Noverre y a dos comediantes de una compañía francesa que trabaja en Viena: el uno para la pronunciación y el otro para el canto. Pero apenas el embajador francés comunica esto a la corte de los Borbones, cuando llega de Versalles una enojada advertencia:
«Una futura reina de Francia no puede ser educada por una patulea de cómicos.»
Apresuradamente se entablan nuevas negociaciones diplomáticas. pues Versalles considera ya como asunto propio la educación de la propuesta novia del delfín, y al cabo de largas discusiones por recomendación del obispo de Orleans, es enviado a Viena como preceptor cierto abate Vermond; de su mano poseemos los primeros informes auténticos sobre la archiduquesa de trece años. La encuentra encantadora y simpática:
«Junto con un semblante delicioso. posee todas las innegables gracias en su ligura. y si crece algo, como es lícito esperar. tendrá todos los encantos que se pueden desear en tan alta princesa. Su carácter y su corazón son excelentes».
De un modo significativamente más reservado, se manifiesta, no obstante, el buen abate sobre los conocimientos reales y el afán de aprender de su discípula. Juguetona, distraída, retozona, traviesa, la pequeña María Antonieta, a pesar de su gran facilidad de comprensión, no muestra jamás la menor inclinación a ocuparse de ningún asunto en serio:
«Tiene más inteligencia de la que se sospechó en ella durante largo tiempo, pero, por desgracia, esta inteligencia, hasta los doce años, no ha sido acostumbrada a ninguna concentración. Un poco de dejadez y mucha ligereza me han hecho aún más difícil el darle lecciones. Comencé durante seis semanas por los fundamentos de las bellas letras; comprendía bien, juzgaba rectamente, pero no podía llevarla a que profundizara en las materias, aunque sentía yo que tenía capacidad para ello. De este modo comprendí finalmente que sólo sería posible educarla distrayéndola al mismo tiempo.»
Maria Antonieta es bonita y tiene un carácter agradable, finalmente, en 1769, es enviada por Luis XV a Maria Teresa la tan esperada misiva, en la cual, el rey solicita formalmente la mano de la joven Archiduquesa para su nieto, Luis Augusto duque de Berry. El matrimonio se celebraría la pascua del año siguiente. Maria Teresa acepta feliz, le parece asegurada desde ahora la paz del imperio y, con ella la de Europa.
Es anunciado rápidamente a todas las cortes que Habsburgos y Borbones, de enemigos de convierten a aliados por la sangre. Se dispone de un año entero para preparar en magnifico matrimonio. Día y noche, en Versalles y en Schoenbrunn, los sagrados guardianes de usos y costumbres reflexionan hasta que les humea la cabeza; día y noche negocian los embajadores acerca de cada invitación; correos rápidos galopan como el viento de uno a otro país, con proposiciones y contraproposiciones; porque considérese qué inconcebible catástrofe (peor que siete guerras) podría producirse en esta sublime ocasión si fuese violada la vanidad de precedencia de una de las altas Casas reinantes. En innumerables deliberaciones, a la derecha y a la izquierda del Rin, se discuten y se analizan espinosas cuestiones doctorales parecidas a ésta: ¿qué nombre debe ser mencionado en primer lugar en el contrato de matrimonio, el de la emperatriz de Austria o el del rey de Francia? ¿Quién debe firmar primero? ¿Qué regalos deben ser cambiados? ¿Qué dote debe ser estipulada? ¿Quién acompañará a la novia? ¿Quién tiene que recibirla? ¿Cuántos caballeros, damas de honor, militares, guardias de a caballo, primeras y segundas camareras, peluqueros, confesores, médicos, escribientes, secretarios de corte y lavanderas deben figurar en el cortejo nupcial que acompaña hasta la frontera a una archiduquesa austríaca, y cuántos deben ir después en el cortejo de una heredera del trono de Francia desde la frontera hasta Versalles?
Por una y otra parte, aunque tanto Francia como Austria tengan apremiante necesidad de economías, se despliega para la boda la más extraordinaria pompa y esplendor. Los Habsburgos no quieren quedar por debajo de los Borbones, y los Borbones no quieren quedar por debajo de los Habsburgos. El palacio de la Embajada francesa en Viena resulta demasiado pequeño para mil quinientos invitados; centenares de trabajadores erigen a toda prisa edificaciones accesorias; al propio tiempo, en Versalles se dispone para las fiestas de la boda una sala especial de teatro. Para los proveedores de corte, para los sastres, joyeros, constructores de carrozas, llegan, en uno y otro sitio, muy dichosos tiempos. Sólo para ir en busca de la princesa encarga Luis XV al proveedor de la corte. Francien, de París, dos coches de viaje de una magnificencia nunca vista hasta entonces: de maderas finas y lunas centelleantes, el interior tapizado de terciopelo. por fuera adornados profusamente con pinturas, remate de coronas en to más alto de su cubierta, y, a pesar de este esplendor, admirablemente ligeros y que rueden con el más leve impulso. Para el delfín y la corte real se confeccionan nuevos trajes de gala, bordados con preciosa pedrería; el gran Pitt, el más soberbio diamante de aquel tiempo, adorna el sombrero de bodas de Luis XVI, y con igual lujo prepara María Teresa el equipo de su hija: encajes tejidos especialmente en Malinas, los más delicados lienzos, sedas y joyería. Por último, llega a Viena el embajador Durfort. encargado de solicitar a la novia; espectáculo magnífico para los vieneses, apasionados de los callejeros placeres de la vista: cuarenta y ocho carrozas de seis caballos, entre ellas dos maravillosamente encristaladas, ruedan lenta y solemnemente por las calles ornadas de guirnaldas que conducen a la Hofburg; sólo las nuevas libreas de los ciento diecisiete guardias de corps y lacayos que acompañan al representante del novio han costado ciento siete mil ducados, y la totalidad del cortejo, no menos de trescientos cincuenta mil. Desde esta hora, las fiestas suceden a las fiestas: petición oficial de mano; renuncia solemne de María Antonieta, ante el Evangelio, un crucifijo y cirios encendidos, a sus derechos austríacos: felicitaciones de la corte, de la universidad; desfile del ejército, théâtre paré, recepción y baile en el Belvédère para tres mil personas; nueva recepción y souper para mil quinientos huéspedes en el palacio de Liechtenstein, y, finalmente, el 19 de abril. el matrimonio per procurationem en la iglesia de San Agustín, en el que el archiduque Fernando representó al delfín. Después, todavía una delicada cena de familia, y el 21 despedida solemne, postreros abrazos. Por medio de una respetuosa doble fila de soldados. en la carroza del monarca francés, la antes archiduquesa de Austria. María Antonieta, sale al encuentro de su destino.
Camino a Francia
María Teresa no se hace ninguna ilusión acerca de su hija tardía María Antonieta; sabe las buenas cualidades de su hija más joven -su gran bondad y cordialidad, su puro y alegre buen sentido, su natural humano y sincero-, pero conoce sus peligros: su falta de madurez, su aturdimiento, su ligereza, su inconsecuencia. Para estar más cerca de ella, para formar en el último momento una reina con esta ardiente bestezuela silvestre, hace que María Antonieta duerma en su propia habitación los dos últimos meses antes de su partida; con largas conversaciones, procura prepararla a desempeñar su alto puesto; y para obtener la ayuda del cielo, lleva consigo a la niña a una peregrinación a Mariazell. Pero a medida que está más próxima la hora de la despedida, más intranquila se siente la emperatriz. Un oscuro presentimiento le turba el corazón: el presentimiento de una desgracia futura, y emplea todas sus fuerzas en desechar las tenebrosas potencias. Antes de la partida entrega a María Antonieta su amplio directorio de conducta y exige de la descuidada niña el juramento de que lo leerá cada mes concienzudamente. Aparte la misiva oficial, escribe además una carta particular a Luis XV en la cual la anciana dama conjura al anciano rey para que tenga indulgencia con el infantil aturdimiento de la joven de catorce años. Pero ni aun con eso se acalla su interna intranquilidad. Aún no puede haber llegado a Versalles María Antonieta cuando le repite ya la advertencia de que consulte aquel escrito admonitorio.
«Te recuerdo, mi hija querida, que el 21 de cada mes vuelvas a leer aquella hoja. Te suplico que seas fiel cumplidora de este deseo mío: no temo para ti más que tu negligencia para orar y hacer lecturas, y los descuidos y pereza que vendrán de ello. Lucha contra todo esto... y no olvides a tu madre, la cual, aunque alejada, no cesará, hasta su último aliento, de estar preocupada por ti.»
María Teresa Emperatriz de Austria.
Mientras una cabalgata de nada mas y nada menos trescientos cuarenta caballos se acerca a la frontera, carpinteros y tapiceros martillean en la isla del Rin, entre Kehl y Estrasburgo, construyendo una extraña edificación. En este punto, los grandes maestros de ceremonia de Versalles y Schoenbrunn han obtenido su mayor triunfo; después de infinitas deliberaciones acerca de si la entrega solemne de la novia debe verificarse en territorio aún austríaco o ya en tierra francesa, alguien de entre ellos, muy ladino, encuentra la salomónica solución de que el acto tenga lugar en una de las deshabitadas islitas de arena del Rin entre Francia y Alemania; por tanto, en un país de nadie. Se construye allí, para la entrega solemne, un pabellón especial, de madera; dos antecámaras por el lado de la orilla derecha del Rin, que María Antonieta pisará aún como archiduquesa: dos antecámaras por la orilla izquierda, por las que, después de la ceremonia, saldrá como delfina de Francia; en medio, el gran salón para la solemnidad de la entrega, en la cual la archiduquesa se convertirá definitivamente en la heredera del trono de Francia. Preciosos tapices del palacio arzobispal cubren las paredes de madera construidas a toda
prisa; la Universidad de Estrasburgo presta un baldaquín; la rica burguesía de la ciudad, su mejor mobiliario.
María Antonieta bajando para su encuentro con los Franceses.
La entrada de María Antonieta debe significar la despedida de todos y de todo lo que la liga con la Casa de Austria; también aquí los maestros de ceremonia han imaginado un símbolo especial: no sólo no le es permitido a nadie de su acompañamiento austríaco ir con ella más allá de la invisible línea fronteriza, sino que la etiqueta llega hasta requerir que no conserve su desnudo cuerpo ni una sola hebra de los tejidos de su patria, ni zapatos, ni medias, ni camisa, ni cintas. Desde el momento en que María Antonieta llega a ser delfina de Francia, sólo le es lícito envolverse en telas de procedencia francesa. Es así como la joven de catorce años, en la antecámara austríaca, delante de todo el acompañamiento de su país, tiene que desnudarse por completo; en cueros vivos, brilla durante un momento, en el oscuro recinto, el delicado y apenas florecido cuerpo de la muchacha. Cuando le quitan la ropa la visten con una camisa de seda Francesa, enaguas de paría, medias, encajes, lazos y zapatos del zapatero de la corte. No le es permitido conservar nada de lo que trajo de Austria, ni un anillo, ni una cruz. Ante esta situación María Antonieta se siente insegura y asustada, pero en la otra sala, espera ya el acompañamiento francés, y sería vergonzoso acercarse a este nuevo séquito con húmedos ojos enrojecidos y llena de espanto. El jefe de la comisión austrlaca, el conde de Starhemberg, le tiende la mano para dar el paso decisivo, y, vestida a la francesa, penetra en la sala de la entrega, donde, con gran pompa y suntuosidad, la espera la delegación borbónica. El representante de Luis XV pronuncia un solemne discurso, y se da lectura al protocolo; después da comienzo la gran ceremonia. Está concertada paso a paso, como si se tratase de bailar un minué, y ha sido ensayada y aprendida antes por los que participan en ella. La mesa en medio del recinto representa simbólicamente la frontera. De un lado están los austríacos; del otro, los franceses. Primeramente, el representante austríaco, conde de Starhemberg, deja libre la mano de María Antonieta; en su lugar, se apodera de ella el representante francés, y con paso solemne conduce lentamente a la trémula doncella alrededor de la mesa. Mientras ocurre esto, en minutos bien calculados, se retira lentamente, justamente en el momento en que María Antonieta se halla en medio de su nueva corte francesa, la austríaca ha abandonado ya la sala. En lugar de recibir serena y glacialmente la devota reverencia de su nueva dama de honor, la condesa de Noailles, se arroja, sollozando y como pidiendo auxilio, en sus brazos: bello y conmovedor ademán de abandono que los grandes maestros del ceremonial de uno y otro lado habían olvidado prescindir. Pero el sentimiento no figura en los logaritmos de las reglas de corte. Ya espera fuera la encristalada carroza; ya suenan las campanas de la catedral de Estrasburgo y retumban salvas de artillería; mientras rompen a su alrededor oleadas de aclamaciones, María Antonieta abandona para siempre las dichosas costas de la niñez: comienza su destino de mujer.
Maria Antonieta sube a su carruaje y emprende camino a su encuentro con el rey y su futuro esposo, pero algo increíble pasa, ella quiere ir a misa antes de conocer a su futura familia. Ella va y es recibida por el pórtico de la catedral, el cual le dice:
«Sois para nosotros la viviente imagen de la venerada emperatriz a la que Europa desde hace mucho tiempo admira tanto como la venerará la posteridad. El alma de María Teresa se une ahora con el alma de los Borbones».
Después de la misa María Antonieta se dirige a su encuentro con el rey y su futuro esposo, en el bosque de Compiégne. Cortesanos, damas de la corte, militares, guardias de corps, tambores,trompetas, bandas y charangas, todos con nuevos y resplandecientes trajes, se amontonan en grupos abigarrados; todo el bosque bajo la luz de mayo centellea con estos cambiantes juegos de colores. Luis XV abandona su carroza para recibir a la mujer de su nieto. Pero ya María Antonieta, con su tan admirado andar alado, se precipita hacia él y, con la más graciosa de las reverencias, se arrodilla a los pies del abuelo de su futuro esposo. El rey, experimentando, gracias a su Parc aux Cerfs, en fresca carne de muchacha y altamente sensible a aquella encantadora gracia, se inclina, tierno y satisfecho, hacia la juvenil criatura, alza a la novia de su nieto y la besa en ambas mejillas. Entonces le presenta a su futuro esposo, de cinco pies y diez pulgadas de alto, el cual, rígido, desmañado y aturdido, se mantiene a un lado; ahora, por fin, alza los adormecidos ojos cortos de vista y, sin especial entusiasmo, según ordena la etiqueta, besa ceremoniosamente a su novia en la mejilla.
María Antonieta conociendo a su futuro esposo.
En la carroza, María Antonieta se sienta entre el abuelo y el nieto, entre Luis XV y el futuro Luis XVI. El señor viejo parece representar mejor el papel de novio; charla animadamente y hasta hace un poco la corte a su nueva nieta, mientras el futuro esposo se aburre y se mantiene en un rincón, silencioso.
María Antonieta, en el bosque de Compiègne, no ha encontrado un hombre ni un amante: nada más que un novio por razón de Estado.
Una innumerable muchedumbre espera en Francia ver pasar a la futura reina en su magnifico carruaje, cientos de niñas vestidas de blanco van delante de la carroza arrojando flores; han alzado un arco de triunfo; las puertas de la ciudad están cubiertas de guirnaldas; en la plaza municipal corre vino de las fuentes. La llegada de esta pequeña es como la esperanza del pueblo Francés, que a vivido en desgracia por mucho tiempo. María Antonieta llega a Versalles. El matrimonio oficial se celebrará el 16 de Mayo.
El gran matrimonio
La segunda y auténtica celebración del matrimonio tiene lugar el 16 de mayo en Versalles, en la capilla de Luis XIV Tal acto de corte y Estado de la cristianísima Casa Real es un suceso demasiado íntimo y familiar, y al mismo tiempo demasiado augusto y mayestático, para que le sea permitido al pueblo ser espectador del mismo, aunque sólo sea tendiendo sus filas delante de la puerta. Sólo a la sangre más noble -con un árbol genealógico de cien ramas por lo menos- se le autoriza para penetrar en el recinto del templo, donde el centelleante sol de primavera, a través de las vidrieras de colores, hace relucir los bordados brocados, las sedas tornasoladas, el fausto infinitamente dilatado de las familias selectas, último faro del viejo mundo aún por una vez dominante. El arzobispo de Reims actúa en la ceremonia. Bendice las trece monedas de oro y el anillo nupcial; el delfín le pone el anillo a María Antonieta en el dedo anular, le entrega las monedas de oro, y después ambos se arro-dillan para recibir la bendición. Comienza la misa a los acordes del órgano; en el paternóster tienden un dosel de plata sobre las cabezas de la joven pareja; sólo entonces firma el rey el contrato matrimonial, y tras él, en riguroso orden jerárquico, todos los restantes parientes. Es un documento plegado en muchos dobles, enormemente largo; aún hoy se ven en el amarillento pergamino estas cuatro palabras: «Marie Antoinette Josepha Jeanne», rasguñadas trabajosa y torpemente y como a tropezones por la mano infantil de la muchacha de quince años, y, junto a ellas -de nuevo cuchichean todos: mal agüero-, una dilatada mancha de tinta que a ella y sólo a ella entre todos los firmantes se le escapó de la rebelde pluma.
Terminada la ceremonia, le es magnánimamente permitido al pueblo que se regocije en la fiesta de los monarcas. Innumerables masas -medio París queda despoblado- se derraman por los jardines de Versalles. Por la noche, el fuego de artificio, el más soberbio que se haya visto jamás en una corte real. Pero el cielo, por su propia cuenta, prepara también luminarias. Por la tarde se amontonan tenebrosas nubes anunciando desgracias; estalla una tormenta; cae un espantoso aguacero, y el pueblo, privado del espectáculo, se precipita hacia París en rudo tumulto. Detrás de las ventanas de la recién construida salle de spectacle, iluminada por muchos millares de bujías. comienza el gran banquete de bodas, según un ceremonial tradicional que ningún huracán ni ningún temblor de tierra pueden alterar. Seis mil invitados, elegidos entre la nobleza, han luchado con gran afán por obtener tarjetas de invitación, cierto que no para comer con el rey, sino únicamente para poder contemplar respetuosamente, desde la galería. cómo los veintidós miembros de la Casa Real se llevan a la boca cuchillo y tenedor. Los seis mil asistentes contienen el aliento para no perturbar la excelsitud de este gran espectáculo; sólo, delicada y veladamente, una orquesta de ochenta músicos, desde las arcadas de mármol, acompaña con Bus Bones el banquete regio. Después, recibiendo honores de la guardia francesa. toda la famiha real atraviesa por medio de las filas, humildemente inclinadas. de la nobleza: las solemnidades oficiales están terminadas y el regio novio no tiene ahora ningún otro deber que cumplir sino el de cualquier otro marido. Con la delfina a la derecha y el delfín a la izquierda. el rey conduce al dormitorio a la infantil pareja (juntos los dos suman apenas treinta años). Mas aun hasta la cámara real penetra la etiqueta, pues ¿quién otro sino el propio rey de Francia en persona podría entregar al heredero del trono la camisa de dormir, y quién sino la dama de categoría más alta y más recientemente casada, en este caso la duquesa de Chartres, podría dar la suya a la delfina? En cuanto al tálamo mismo fuera de los novios sólo a una persona le es lícito acercarse a él: el arzobispo de Reims. que lo bendice e hisopea con agua bendita.
Por fin abandona la corte aquel recinto íntimo: por primera vez, Luis y María Antonieta se quedan conyugalmente solos. y las cortinas del dosel del lecho se cierran. crujientes. en torno de ellos: telón de brocado de una invisible tragedia.
Secreto en el lecho
En aquel lecho no ocurre primeramente nada. El joven esposo escribe a la mañana siguiente en su diario: «Rien» (nada). El matrimonio, en su propio sentido, no ha sido consumado: no lo ha sido hoy, no lo será mañana, ni tampoco en los inmediatos años. La experimentada madre, amonesta a Antoinette para que no tome demasiado a mala parte el desengaño conyugal y recomienda a su hija «caresses, cajolis», ternuras. mimos, pero, por otra parte sin abusar de ello: «Trop d'empressement gâterait le tout».
Pero como esta situación llegara a durar ya un año, dos, la emperatriz comienza a inquietarse acerca de esta «conduite si étrange» del joven esposo. De su buena voluntad no puede dudarse, pues de mes en mes se muestra el delfín más tiernamente sometido a su linda esposa: renueva incesantemente sus visitas nocturnas, sus inútiles tentativas, pero en la última y decisiva terneza lo paraliza algún «maudit charme», algún maldito hechizo. cierto impedimento fatal y misterioso. La ignorante Antoinette piensa que ello consiste sólo en «maladresse et jeunesse», en torpeza y juventud: en su inexperiencia, la pobre niña llega hasta rechazar resueltamente los «malos rumores que circulan aquí. en el país, sobre incapacidad del delfín». Pero la madre interviene de nuevo. Hace llamar al médico de la corte. Van Swieten. y lo consulta sobre la «froideur extraordinaire du Dauphin». El médico se encoge de hombros. Si una muchacha con tales atractivos no logra inflamar al delfín, quedará sin efecto todo procedimiento medicinal. María Teresa escribe a París carta tras carta, finalmente, el propio Luis XV, con gran experiencia y harto ejercitado en estos terrenos, interroga a su nieto; el médico francés de la corte, Lassone, es iniciado en el secreto; reconocen al triste héroe amoroso, y entonces se pone de manifiesto que esta impotencia del delfín no es producida por ninguna causa espiritual, sino por un insignificante defecto orgánico -una fimosis-. «Quién dice que el frenillo sujeta tanto el prepucio, que no cede a la introducción y causa un dolor vivo en él, por el cual se retrae S. M. del impulso que conviene. Quién supone que dicho prepucio está tan cerrado que no puede explayarse para la dilatación de la punta o cabeza de la parte, en virtud de lo cual no llega la erección al punto de elasticidad necesaria.»
María Antonieta, instruida mientras tanto por amigas experimentadas, hace todo lo posible para inducir a su esposo a que se someta al tratamiento quirúrgico. Pero Luis XVI -el delfín, entre tanto, ha llegado a rey, pero al cabo de cinco años sigue todavía sin ser esposo- no puede decidirse a ningún acto enérgico, conforme a su carácter vacilante. Lo retrasa y titubea, prueba y vuelve a probar, y esta terrible, repugnante y ridícula situación de eternos ensayos y eternos fracasos, para ignominia de María Antonieta, mofa de toda la corte, rabia de María Teresa y humillación de Luis XVI, se prolonga aún durante otros veinticuatro meses; en total, por tanto, siete espantosos años, hasta que, por último, el emperador José se traslada especialmente a París para convencer a su poco valeroso cuñado de la necesidad de la operación. Sólo entonces logra este triste césar del amor pasar felizmente el Rubicón. Pero el dominio psíquico que por fin conquista está ya asolado por siete años de ridículas luchas, por estas dos mil noches en las cuales María Antonieta, como mujer y como esposa, ha sufrido las más extensas humillaciones de su sexo.
Mas ¡si fuese sólo la madre la que conociera aquel secreto fracaso! En realidad. charlan de ello todas las camareras, todas las damas de la corte, los caballeros y los oficiales: los servidores lo saben y las lavanderas del palacio de Versalles: hasta en su propia mesa tiene que soportar el rey alguna broma pesada acerca de ello. Como la capacidad de engendrar de un Borbón, en cuanto a la sucesión del trono, constituye un asunto de alta política, todas las cortes extranjeras se mezclan en el asunto del modo más insistente. En los informes de los embajadores de Prusia, Sajonia. Cerdeña, se encuentran detalladas exposiciones del delicado asunto; el más celoso de todos ellos, el embajador español, el conde de Aranda, hasta llega a hacer examinar las sábanas del lecho real por criados sobornados, para seguir del modo más minucioso la posible pista de todo suceso fisiológico. Por todas partes. en toda Europa, se ríen y bromean príncipes y reyes. por carta y de palabra. acerca de su inhábil colega; no sólo en Versalles, sino en todo París y en Francia entera, la vergüenza conyugal del rey es el secreto de Polichinela.
Hay muchas cosas en la conducta de María Antonieta que se oponen al gusto personal del esposo. No le gusta la sociedad que la rodea, le enoja el perpetuo torbellino de sus ruidosas diversiones, su disipación, su frivolidad nada regia. Un hombre verdadero habría sabido poner rápido remedio a todo ello. Pero ¿cómo puede un hombre, con una mujer ante la cual todas las noches se cubre de vergüenza y que le conoce como desvalido y ridículo marrador, desempeñar durante el día papeles de amo y señor? Por su incapacidad viril, Luis XVI aparece plenamente indefenso ante su mujer; y cuanto más tiempo dura aquella vergonzosa situación, tanto más lamentablemente cae en plena dependencia, hasta dar en la servidumbre. La esposa puede exigir de él lo que ella quiera siempre lo halla dispuesto a redimir su secreto sentimiento de culpabilidad con una condescendencia sin límites. Para intervenir como señor en la vida de la reina, para impedir sus manifiestas locuras, al esposo le falta fuerza de voluntad, la cual, en último término, no representa sino la expresión espiritual de la potencia corporal. Con desesperación ven los ministros, ve la emperatriz madre, ve toda la corte, cómo por esta trágica flaqueza todo el poder va a caer en manos de una joven aturdida, la cual lo malgasta con la mayor ligereza. Pero una vez establecido en un matrimonio el paralelogramo de las fuerzas, se sabe, por experiencia, que permanece en adelante inconmovible como constelación espiritual. Hasta cuando Luis XVI llegó realmente a ser esposo y padre de familia, aunque debiera ser el dueño de Francia, continuó siempre como siervo de María Antonieta, sin voluntad propia, sólo porque a su debido tiempo no pudo ser su marido.
Ante todo, los dos hermanos del rey, para los cuales es extraordinariamente grato que este ridículo defecto anatómico y el temor de Luis XVI al cirujano no sólo perturben la normal vida conyugal del regio matrimonio, sino también el orden normal de la sucesión a la corona, pues ven en ello una probabilidad inesperada de llegar ellos mismos a sentarse en el trono. El hermano segundo de Luis XVI, el conde de Provenza, es decir, el que fue más tarde Luis XVIII -y alcanzó su meta sabe Dios por qué tortuosos caminos-, no pudo nunca resignarse a permanecer durante toda su vida como segundón detrás del trono, en lugar de llevar el cetro en su propia mano; la carencia de heredero directo le convertía a él en regente, si no en sucesor del rey, y su impaciencia es apenas dominable; pero como también él es un marido dudoso y no tiene hijos, el tercer hermano, el conde de Artois, saca también ventajas de la incapacidad genital de sus hermanos mayores, pues de este modo sus hijos son legítimos herederos del trono. Así ambos hermanos saborean como un caso afortunado lo que constituye la desgracia de María Antonieta, y cuanto más tiempo dura la espantosa situación, tanto más seguros se sienten en su prematura expectativa. De ahí su odio, ilimitado a indominado, cuando, en el séptimo año de matrimonio, María Antonieta realiza por fin el milagro de la repentina transformación viril de su esposo, con lo cual las relaciones matrimoniales entre el rey y la reina llegan a ser totalmente normales. El conde de Provenza no perdona jamás a María Antonieta este golpe terrible que mata de improviso todas sus esperanzas a intenta obtener torcidamente lo que no le resulta por vía directa: desde que Luis XVI llega a ser padre, sus hermanos y parientes se convierten en sus adversarios más peligrosos. La revolución tiene buenos auxiliares en la corte; manos de príncipe le han abierto las puertas de palacio y le han entregado las mejores armas; este episodio de alcoba ha descompuesto y arruinado la autoridad real desde dentro de la corte de modo más fuerte que todos los sucesos exteriores. Casi siempre es un secreto destino el que regula las cosas visibles y públicas; casi todos los acontecimientos universales son reflejos de intemos conflictos personales.
Pero ¡qué lejos aún, en lo remoto, se amontonan estos amenazadores nubarrones! ¡Qué alejadas están aún estas consecuencias y esta trabazón de hechos del infantil espíritu de la muchacha de quince años que bromea, sin sospecha alguna, con su camarada inepto! Con alegre y palpitante corazoncito y con sus sonrientes y curiosos ojos claros, cree ascender las gradas de un trono, cuando es un paribulo lo que se alza al término de su vital carrera. Pero aquellos destinados desde su origen a una suerte negra no reciben de los dioses ninguna indicación ni advertencia. Les dejan recorrer su camino, despreocupados y sin presentimientos, y, desde el fondo de su propia persona, su destino crece y avanza a su encuentro.
La aburrida vida de la corte francesa
Aquí, en Versalles, en esta corte preciosa y anticuada, no se vive para vivir, sino únicamente para representar, y cuanto más alta la categoría de un personaje, más son las prescripciones que tiene que cumplir. Por tanto, ¡en nombre del cielo!, que jamás haya un gesto espontáneo, no cabe mostrarse natural a ningún precio; sería una falta contra las costumbres que nada podría reparar. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana, siempre buen porte, buen porte y buen porte; si no, murmura el implacable público de aduladores, el objeto de cuya existencia es vivir en este teatro y para él.
María Antonieta, ni de niña ni cuando reina, ha querido comprender jamás esta espantosa y solemne severidad, este sagrado ceremonial de Versalles; no concibe la terrible importancia que toda la gente atribuye aquí a una inclinación de cabeza o a una precedencia o primacía, y no la comprenderá jamás. Naturalmente obstinada, terca y, por encima de toda traba, sincera, odia toda especie de restricción; como auténtica austríaca, quiere dejarse llevar por los acontecimientos, vivir a su gusto y no sufrir a cada paso esa insoportable afectación, ese darse importancia y suficiencia. Lo mismo que se libraba de sus deberes escolares en su casa natal, también aquí en toda ocasión procura escabullirse de su severa dama de honor. madame de Noailles, a quien llama burlonamente «Madame Etiqueta»; esta niña, vendida demasiado pronto a la política, quiere tener, inconscientemente, lo único de que está privada en medio del fausto de su posición: algunos años de verdadera infancia.
Pero una princesa heredera no puede ni debe ser ya una niña; todo se une para traer a su recuerdo la obligación de mantener una inconmovible dignidad. Su alta educación compete, junto con la santurrona dama de honor, a las hijas de Luis XV tres solteronas beatas y malignas, de cuya virtud ni aun la peor lengua calumniadora osaría dudar: madame Adelaida, madame Victoria y madame Sofía; esas tres parcas se ocupan, con aparente cariño, de María Antonieta, abandonada por su esposo; en su escondida madriguera es iniciada la princesa en toda la estrategia de las pequeñas guerras de corte: debe aprender a11í el arte de la maledicencia, de la socarrona malicia, de la intriga subterránea, la técnica de los alfilerazos. Al principio, esta nueva enseñanza divierte a la inexperta María Antonieta, e, inocente, repite los bons mots cargados de especias; pero en el fondo tales malevolencias contradicen a su natural sinceridad.
María Antonieta, para su daño, no ha aprendido nunca el disimulo. la ocultación de sus sentimientos de odio o de cariño, y pronto, por su instinto recto, se libera de la tutela de las tías; todo lo apicarado es opuesto a su ingenuo a indomado natural. Igual mala suerte tiene la condesa de Noailles con su discípula; sin cesar, el indisciplinable temperamento de la muchacha de quince o dieciséis años se subleva contra la mesure, contra el empleo del tiempo acompasado y siempre unido a un párrafo de reglamento. Pero nada puede ser cambiado en esto. Ella misma describe así su día:
«Me levanto a las nueve y media o diez, me visto y hago mis oraciones matinales. Después me desayuno y voy a ver a las tías, donde, de ordinario, encuentro al rey. Esto dura hasta las diez y media. En seguida, a las once, voy a que me peinen. Luego llaman a toda mi casa, y todo el mundo puede entrar entonces, salvo las gentes sin calidad ni nombre. Me pongo mi colorete y me lavo las manos delante de todos los reunidos; después se retiran los hombres, quedan las damas y me visto delante de ellas. A las doce se va a la iglesia. Si el rey está en Versalles, voy con él a misa, con mi esposo y las tías. Si está ausente, voy sólo con el señor delfín, pero siempre a la misma hora. Después de misa hacemos la pública comida del mediodía, pero a la una y media está ya terminada, porque los dos comemos muy de prisa. De a11í voy a las habitaciones del señor delfín, y cuando está ocupado, me vuelvo a las mías, donde leo, escribo o trabajo, pues estoy haciendo una chupa para el rey, trabajo que avanza muy lentamente, pero confío en que, con la ayuda de Dios, estará terminado dentro de algunos años. A las tres vuelvo junto a las tías, con las cuales, a esa hora, se encuentra el rey; a las cuatro viene el abate a mi habitación; a las cinco, el maestro de clave o el de canto, hasta las seis de la tarde. A las seis y media vuelvo casi siempre junto a las tías, si no salgo de paseo. Tienes que saber que mi esposo va casi siempre conmigo a las habitaciones de las tías. Se juega de siete a nueve; pero si hace buen tiempo salgo de paseo, y entonces no se juega en mis habitaciones, sino en las de las tías. Cenamos a las nueve, y si no está el rey, las tías cenan con nosotros. Pero si está el rey presente, después de cenar vamos junto a ellas. Esperamos al rey, que, de costumbre, llega a las once menos cuarto. Pero yo, mientras tanto, me echo en un gran canapé y duermo hasta su llegada; pero si no está a11í, vamos a acostamos a las once. Ésta es la distribución de mi día».
En esta distribución de horas no queda mucho tiempo para las diversiones, que es justamente lo que apetece su inquieto corazón. Su sangre, hirviente y juvenil, querría hacer locuras: jugar, reír, alborotar; pero al punto alza su severo dedo «Madame Etiqueta». y advierte que esto y aquello, y en resumidas cuentas todo lo que quiere María Antonieta es inconciliable con su posición de princesa heredera.
«Madame Etiqueta»
Aún le va peor con el abate Vermond, el antiguo maestro y ahora confesor y lector de la delfina. En realidad, María Antonieta tendría aún muchísimo que aprender, pues su instrucción está muy por debajo de la del término medio: a los quince años ha olvidado bastante el alemán y todavía no ha aprendido por completo el francés; su escritura es lamentablemente desmañada; su estilo, lleno de enormidades y faltas de ortografía; necesita aún que el servicial abate le corrija sus cartas. Fuera de eso, debe leerle todos los días durante una hora y obligarla a que lea ella misma, pues María Teresa le pregunta por sus lecturas en casi todas las cartas. No cree exacta la noticia de que Toinerte lea o escriba todas las tardes:
«Trata de amueblarte la cabeza con buenas lecturas -amonéstala la madre-;es para ti más necesario que para cualquier otro. Desde hace dos meses estoy esperando la lista del abate, y temo que no te has ocupado de ello y que los burros y caballos te han quitado el tiempo destinado para los libros. Ahora, en invierno, no abandones esta ocupación, ya que no posees a fondo ninguna otra: ni música, ni dibujo, baile, pintura o cualquier otra arte bella.»
La dama de honor exige de ella el porte de su alcurnia: la, tías, que intrigue: su madre, que se instruya; mas su juvenil corazón no quiere otra cosa sino vivir y ser joven, y en esta contradicción entre la edad y la categoría, entre su propia voluntad y la de los otros, se origina. en este natural aún no evolucionado aunque siempre por completo honrado. aquella irreprimible inquietud y ansia de libertad que más tarde han de determinar, de un modo tan nefasto, el destino de María Antonieta.
María Teresa conoce al detalle esta peligrosa y dañina situación de su hija en la corte extranjera: sabe también que aquella criatura demasiado joven, frívola y ligera, nunca estará en disposición de evitar por su propio instinto todas las trampas de la intriga y las celadas de la política de palacio. Por ello le ha dado como fiel consejero a la mejor persona que posee entre sus diplomáticos, al conde de Mercy.
«Temo mucho -había escrito la emperatriz con asombrosa franqueza a su representante- la excesiva juventud de mi hija, la demasía de lisonjas en torno suyo, su pereza y su falta de gusto por toda actividad seria, y recomiendo a usted. ya que tengo en su persona plena confianza, que vigile para que no vaya a caer en malas manos.»
La emperatriz no hubiera podido hacer mejor elección. Belga de nacimiento, pero totalmente adicto a su soberana: hombre de corte, pero no servil cortesano: sereno de pensamiento, pero no frío: lúcido, aunque no genial, este solterón, rico y sin ambiciones, que no desea otra cosa en la vida sino servir plenamente a su soberana, toma a su cargo este puesto tutelar con todo el tacto imaginable y la más conmovedora fidelidad. En apariencia. el conde de Mercy es el embajador de la emperatriz en la corte de Versalles. pero en realidad no es más que el ojo, el oído y la mano protectora de la madre; gracias a sus minuciosos informes, María Teresa puede observar a su hija desde Schoenbrunn como a través de un telescopio.
La emperatriz sabe cada palabra que pronuncia su hija. cada libro que lee, o más bien que no lee: conoce cada vestido que se pone; llega a su conocimiento cómo emplea o disipa María Antonieta cada uno de sus días, con quién habla, qué faltas comete, pues Mercy. con gran habilidad, ha tendido estrechamente sus redes en torno a su protegida.
«He ganado la confianza de tres personas del servicio personal de la archiduquesa. la hago observar día tras día por Vermond. y sé, por medio de la marquesa de Durfort, hasta la palabra más insignificante que charla con sus tías. Poseo además, otros medios y caminos para conocer lo que pasa en la cámara del rey cuando se encuentra a11í la delfïna. Añado a esto mis propias observaciones, en forma que no hay ni una sola hora del día acerca de la cual no pueda decir, con conocimiento, lo que la delfina ha hecho, dicho a oído. Y extiendo siempre tan allá mis investigaciones por si es necesario para tranquilidad de Vuestra Majestad.»
Cierto que a veces se asombra la inocente María Antonieta de lo rápida y detalladamente que están informados en Schoenbrunn sobre cada particular de su vida, pero jamás llega a sospechar que aquel canoso señor tan amistosamente paternal sea el espía íntimo de su madre y que las cartas exhortadoras, misteriosamente omniscientes, de la emperatriz estén pedidas a inspiradas por el propio Mercy, pues Mercy no tiene otro medio de influir en la indómita muchacha sino acudiendo a la autoridad materna. Como a embajador de una corte extranjera, aunque sea amigo, no le es permitido dar reglas de conducta moral a la heredera del trono, no puede tener la pretensión de educar a la futura reina de Francia o de querer infuir sobre ella. De este modo, cuando quiere alcanzar algún objeto, encarga siempre una de aquellas cartas, cariñosamente several, que María Antonieta recibe y abre con corazón palpitante. No sometida a nadie más sobre la tierra, esta niña frívola experimenta siempre un sagrado temor cuando le habla su madre, aunque sólo sea por escrito, a inclina entonces respetuosamente la cabeza, aun ante la más severa censura.
Gracias a esta vigilancia perenne, María Antonieta, durante los primeros años, está a salvo de los peligros exteriores y de sus demasías intemas. Otro espíritu, otro más fuerte, la grande y perspicaz inteligencia de su madre, piensa en lugar de ella; una resuelta severidad vela sobre su aturdimiento. Y la culpa que la emperatriz ha cometido con relación a María Antonieta, sacrificando demasiado pronto su joven vida a la razón de Estado, trata de redimirla la madre con infinitos desvelos.
Afectuosa, cordial y perezosa para reflexionar, la niña que es María Antonieta no siente en realidad ninguna antipatía hacia toda esta gente que la rodea. Quiere mucho a Luis XV, el abuelo político, que la mima amistosamente; soporta pasablemente a las viejas tías solteronas y a «Madame Etiqueta» ; siente confianza hacia su buen confesor Vermond, y una afección infantil y llena de respeto por el sereno y cordial amigo de su madre, el embajador Mercy. Sin embargo, sin embargo... Todas éstas son personas mayores, todas serias, mesuradas, ceremoniosas, y a ella, la muchacha de quince años, le gustaría amistarse despreocupadamente con alguien; ser alegre y sentir confianza en alguien; querría compañeros de juego y no sólo maestros vigilantes y sermoneadores: su juventud está sedienta de juventud. Pero ¿con quién estar alegre aquí, con quién jugar en esta casa de frío mármol, solemne y cruel? Según la edad, el verdadero compañero de juegos lo tendría realmente a su lado: su propio esposo, sólo un año mayor que ella. Pero regañón, tímido y a menudo grosero por su propia timidez, este lerdo compañero evita toda confianza con su joven esposa; tampoco él ha demostrado jamás el menor deseo de que lo casaran tan pronto, y tiene que pasar bastante tiempo antes de que se decida a ser semicortés con esta muchacha extranjera. De este modo, sólo quedan los hermanos más jóvenes de su marido, los condes de Provenza y Artois; con aquellos mozuelos de catorce y trece años, respectivamente, tiene a veces María Antonieta chanzas infantiles, se prestan disfraces y representan comedias en secreto; pero todo tiene que ser escondido rápidamente, tan pronto como se acerca «Madame Etiqueta»; una delfina no debe ser sorprendida jugando. No obstante, esta indisciplinada niña necesita algo para su diversión, para su cariño; una vez se dirige al embajador pidiendo que le envíen de Viena un perro, un chien Mops; otra vez la severa aya descubre que la sucesora del trono de Francia -¡horror!- ha hecho subir a su habitación a los dos niños pequeños de una sirvienta y, sin cuidarse de su hermoso traje, se arrastra de un lado a otro con ellos por el suelo, en medio de gran alboroto. Desde la primera hasta la última hora lucha en María Antonieta un ser libre y natural contra la artificialidad de aquel ambiente que llega a ser suyo por el matrimonio, contra el preciosista patetismo de aquellas faldas à paniers y aquellos rígidos bustos encorsetados. Esta ligera y juguetona vienesa se ha sentido siempre como extranjera en el solemne palacio de Versalles, el de las mil ventanas.
La lucha por un saludo
«No te mezcles en política; no te ocupes de asuntos ajenos». le repetía desde el principio María Teresa a su hija; advertencia realmente innecesaria, pues para la joven María Antonieta nada hay en la tierra más importante que su placer. Ya a su llegada encuentra Versalles dividido en dos partidos. Hace tiempo que ha muerto la reina, y, por tanto, el primer puesto femenino, con todas sus prerrogativas, corresponde legítimamente a las tres hijas del rey. Pero, torpes. simplonas y comineras, estas tres señoras, devotas a intrigantes, no saben aprovechar su posición más que para sentarse en el primer lugar en la misa y tener primacía en las recepciones. Aburridas y desagradables solteronas, no ejercen la menor influencia sobre su regio padre, el cual únicamente quiere su placer, y. a la verdad, en bajas formas sensuales, y hasta en las más groseras. Como no tienen ningún poder, ninguna influencia; como no confieren ningún destino, ni una sola vez el más insignificante cortesano se molesta por lograr su favor; todo el brillo, todos los honores, van hacia aquella que tiene muy poco que ver con el honor: hacia la última maîtresse del rey, hacia madame Du Barry.
Procedente de la hez popular, de un pasado oscuro, y, si se quiere conceder crédito a los rumores públicos, habiendo llegado al dormitorio regio por el rodeo de una casa pública, para captar una apariencia de derecho a tener acceso a la corte ha obtenido de la debilidad de carácter de su amante que le compre un noble esposo, el conde Du Barry, un caballero en extremo complaciente como marido, el cual, el mismo día de la boda, una vez firmados los papeles. desaparece para siempre. Pero, en todo caso, su nombre ha dado capacidad para entrar en la corte a la antigua muchacha de la calle. Por segunda vez, ante los ojos de toda Europa, ha tenido lugar la farsa, degradante y ridícula, de que un rey cristianísimo se deje presentar solemnemente, como desconocida dama de la nobleza, a su favorita, de todos conocida, y la introduzca en la corte. Legitimada por esta recepción, la querida del rey habita en el gran palacio, sólo separada por tres habitaciones de las escandalizadas hijas y unida con la cámara del rey por una escalera construida al efecto. Reyes y príncipes le envían presentes; puede destituir ministros, repartir cargos; puede mandar que le construyan palacios, disponer de todos los tesoros regios: pesados collares de brillantes centellean sobre su lascivo cuello; gigantescos anillos resplandecen en sus manos, besadas respetuosamente por todas las eminencias de la Iglesia, príncipes y solicitantes, y la diadema regia centellea, invisible, sobre su espesa y oscura cabellera. Toda la luz del favor real cae dilatadamente sobre esta ilegítima soberana de alcoba; todas las adulaciones y homenajes son para esta osada manceba, que se pavonea por Versalles con mayor arrogancia de lo que jamás lo haya hecho reina alguna.
Entonces, por una dichosa casualidad, aparece en la corte esta archiduquesa extranjera, María Antonieta; cierto que de quince años solamente, pero que, por la dignidad que le conceden sus derechos de futura reina, es la primera dama de la corte; servirse de ella contra la Du Barry es una dichosa ocupación para las tres solteronas, y desde el primer momento trabajan en preparar agudamente para tal tarea a esta muchacha irreflexiva a inconsciente. Y, sin sospecharlo siquiera, al cabo de pocas semanas, María Antonieta se alza en el centro de una encarnizada contienda.
A su llegada, María Antonieta no sabía nada ni de la existencia ni de la singular situación de una madame Du Barry; en la severidad de costumbres de la corte de María Teresa, la idea de una maîtresse era desconocida plenamente. Sólo en la primera cena, entre las otras señoras de la corte, ve a una dama de abultado pecho, brillantemente vestida y con magníficas alhajas, la cual la mira curiosamente, y oye que, al hablar, le dicen«condesa», condesa Du Barry.
En voz alta, e irreflexivamente, la delfina repite en sus charlas todas las observaciones, ruines y malignas, que las queridas tías ponen en sus traviesos labios, y de repente la corte, que se aburre y está siempre ávida de tales sensaciones, encuentra una chanza magnífica, porque a María Antonieta se le ha puesto en la cabeza, o más bien las tías le han puesto en la cabeza, el herir del modo más profundo a esa arrogante intrusa que en el palacio real hace la rueda como un pavo.
Según la ley de bronce de la etiqueta, en la corte de Versalles jamás a una dama de categoría inferior le es lícito dirigir la palabra a una de categoría superior, sino que tiene que esperar respetuosamente a que la de categoría superior se la dirija. Ya se comprende que la delfina, en ausencia de una reina, es la dama de calidad más alta, y María Antonieta hace abundante use de su derecho. Fría, sonriente y provocativa, deja que la condesa Du Barry espere tiempo y tiempo su saludo; durante semanas, durante meses, hace que la impaciente se perezca por una sola palabra de sus labios. Naturalmente, los chismosos y los aduladores advierten pronto el caso; encuentran en este duelo una alegria infernal; toda la corte se calienta placenteramente al fuego atizado por las tías con el mayor cuidado. Todos observan, llenos de expectación, a la Du Barry, la cual ocupa su asiento entre todas las damas de la corte y tiene que contemplar con mal contenida furia cómo aquella petulante rubia de quince años charla y charla alegremente, y quizá con estudiada alegría, con todas las damas de la corte; sólo ante ella María Antonieta frunce siempre un poco su labio habsburgués, levemente saledizo, no dice palabra y parece mirar, como a través de un vidrio, lo que hay detrás de la condesa, resplandeciente de brillantes.
Pero la Du Barry tiene detrás de sí el poder efectivo: tiene al rey plenamente en sus manos. Cercano ya el grado ínfimo de su decadencia moral, siéndole plenamente indiferente el Estado, la familia, los súbditos y el mundo, cínico altivo -«aprés moi le déluge»-, Luis XV no quiere otra cosa sino su tranquilidad y sus goces. Deja que las cosas vayan como quieran; no se preocupa de la disciplina y costumbres de su corte, sabiendo bien que de hacerlo, tendría que comenzar por sí mismo. Está harto ya de gobernar: quiere vivir a gusto sus últimos años, vivir sólo para sí, aunque todo se venga abajo en torno suyo y a su espalda. Por ello, esta repentina guerra femenina turba enojosamente su paz. De acuerdo con sus principios epicúreos, preferiría no intervenir en ella. Pero la Du Barry le rompe a diario los oídos diciéndole que no se dejará humillar por aquella criatura, que no dejará que la ponga en ridículo delante de toda la corte; el rey tiene que defenderla, guardar el honor de la condesa, al mismo tiempo que el suyo propio. Por último, estas escenas y estos llantos importunan al rey, y hace llamar a la primera dama de honor de María Antonieta, madame de Noalles, a fin de que finalmente se sepa cuál es el viento que sopla en las alturas.
Al pronto no dice más que amabilidades respecto a la esposa de su nieto. Pero poco a poco va entremezclando toda suerte de observaciones: encuentra que la delfina se la permite hablar un poco libremente sobre lo que ve, y sería conveniente llamarle la atención para que supiera que tal conducta tiene que producir mal efecto en el círculo íntimo de la familia. La dama de honor -como se había calculado- transmite al instante la advertencia a María Antonieta, la cual se la refiere a las tías y a Vermond, y éste, por último, la comunica a Mercy, el embajador de Austria, el cual, naturalmente, se queda muy espantado -¡la alianza, la alianza!- y, por correo urgente, relata todo el asunto a la emperatriz en Viena.
¡Dolorosa situación para la pía, para la beata María Teresa! Ella, que en Viena, por medio de su famosa Comisión de Costumbres, hace azotar implacablemente y conducir al establecimiento correccional a las damas de aquella clase, ¿va a tener que prescribir a su propia hija que se muestre amable con una de tales criaturas? Pero por otra parte, ¿puede ponerse enfrente del rey? Como madre, como estricta católica y como política. se halla ante el más penoso de, los conflictos. Por último, se zafa del asunto, como antigua y hábil diplomática, atribuyendo la cuestión a la cancillería de Estado. No es ella misma quien escribe a su hija, sino que hace que su ministro de Estado Kaunitz, redacte un rescripto dirigido a Mercy, con la comisión de exponer a María Antonieta este «excurso» político. De esta manera se conserva la posición moral y, no obstante, la pequeña queda advertida de cómo debe conducirse, pues Kaunitz explica: «Cometer faltas de cortesía hacia las personas a quienes el rey ha admitido en su círculo es ofender a ese mismo círculo, y todos tienen que respetar en tales personas el que el monarca mismo las considere dignas de su confianza, y a nadie le es lícito permitirse examinar si lo ha hecho con razón o sin ella. La elección del príncipe, del monarca mismo, tiene que ser estimada como indiscutible».
Pero María Antonieta se halla sometida a la acción incitadora de sus tías. Cuando le leen la carta, le dice a Mercy, con su abandonada manera habitual, un negligente «sí, sí» y un «está bien» Cada día encuentra a la favorita en bailes, fiestas, partidas de juego y hasta en la mesa del rey, y observa como la otra espera su saludo, mira con el rabillo del ojo y tiembla de emoción cuando la delfina se le acerca. Pero ¡que espere, que espere hasta el día del Juicio! Siempre vuelve a fruncir despreciativamente los labios cada vez que su mirada toma casualmente aquella dirección, y pasa, glacial, a su lado; la frase apetecida y anhelada por la Du Barry, por el rey, por Kaunitz, por Mercy y hasta en secreto por María Teresa no es nunca pronunciada.
De este modo, Luis XV, en su perplejidad hace exactamente lo mismo que María Teresa en la suya: convierte un asunto particular en asunto de Estado. Con gran sorpresa suya, el embajador austríaco, Mercy, se ve convocado a una conferencia por el ministro francés de Asuntos Extranjeros, y no en la sala de audiencias, sino en las habitaciones de la condesa Du Barry. Al punto comienza a sospechar toda suerte de cosas, por esta singular elección de lugar, y ocurre exactamente to que él ha esperado: apenas ha hablado algunas palabras con el ministro cuando entra la condesa Du Barry, le saluda cordialmente y le refiere al detalle lo injusto que se es con ella si se le atribuyen sentimientos hostiles hacia la delfina; al contrario, es ella la que viene siendo calumniada. Para el buen embajador Mercy es enojoso convertirse tan de repente de representante de la emperatriz en confidente de la Du Barry, y habla con diplomacia una y otra vez. Pero entonces se abre silenciosamente la secreta puerta en la tapicería y Luis XV interviene, con toda su majestad, en la delicada conversación. «Hasta ahora ha sido usted -le dice a Mercy- el embajador de la emperatriz; sea usted ahora embajador mío por algún tiempo, se lo ruego.» Después se expresa muy francamente sobre María Antonieta. La encuentra encantadora: pero siendo como es muy joven y excesivamente llena de vida, y además casada con un esposo que no sabe dirigirla, cae en toda suerte de intrigas y se deja dar malos consejos por otras personas (alude a las tías, sus propias hijas). Ruega por eso a Mercy que emplee toda su influencia para que la delfina modifique su conducta. Mercy comprende al instante que el asunto se ha convertido en político; está en presencia de una orden clara y manifiesta que tiene que ser ejecutada; el rey exige una capitulación completa. Bien se comprende que Mercy, con toda celeridad, informa a Viena de la situación, y, para suavizar hasta aquí lo penoso de su cometido, ponga algún amistoso afeite en el retrato de la Du Barry; no es tan mala como parece, y todo su deseo consiste en una pequeñez: que la delfina, una sola vez, le dirija públicamente la palabra. Al mismo tiempo, visita a María Antonieta, insiste a insiste, y no vacila en emplear las armas más afiladas. La intimida aludiendo vagamente a venenos con los cuales, en la corte francesa, ha sido suprimida más de una persona altamente situada, y, con fuerza de persuasión muy especial, le describe la discordia que puede producirse entre Habsburgos y Borbones. Éste es el naipe mejor de su juego: echar sobre María Antonieta todas las culpas para el caso de que la alianza, la obra maestra de su madre, llegue a ser rota a causa de su conducta.
Y en efecto, la artillería gruesa comienza a hacer su obra: María Antonieta se deja atemorizar. Con lágrimas de cólera en los ojos promete al embajador que un día determinado, en una partida de juego, dirigirá la palabra a la Du Barry. Mercy respira profundamente. ¡Gracias a Dios! La alianza está salvada.
Una función de gala de primera categoría espera ahora a los íntimos de la corte. De boca en boca pasa la misteriosa notificación: hoy, por la noche, la delfina dirigirá al fin por primera vez, la palabra a la Du Barry. La escena está dispuesta con todo cuidado y la réplica convenida anticipadamente. Por la noche, en el salón de juego -así está acordado entre el embajador y María Antonieta-, al final de una partida, Mercy se acercará a la condesa Du Barry a iniciará con ella una pequeña conversa-ción. Entonces, siempre como por casualidad, pasará por a11í la delfina, se acercará al embajador, lo saludará y, en esta ocasión, dirá también algunas palabras a la favorita. Todo está excelentemente planeado. Mas por desgracia fracasa la representación, porque las tías no consienten que su aborrecida rival obtenga este público buen éxito; se conciertan por su parte, para hacer caer anticipadamente el telón de hierro antes de que llegue el turno del dúo de la reconciliación. Con el mejor propósito. María Antonieta se dirige por la noche a la reunión: la escena está preparada: Mercy. según el programa, toma a su cargo el comienzo. Como por casualidad, se acerca a madame Du Barry y traba con ella una conversación. Mientras tanto, precisamente como fue convenido, María Antonieta comienza a dar la vuelta al salón. Charla con esta dama. ahora con la siguiente, luego con la que viene tras ésta, prolongando quizás un poco este último coloquio, por miedo, por excitación y por enojo; ahora sólo queda todavía una dama, la última, entre ella y la Du Barry; dos minutos, un minuto, y tiene ya que haber llegado junto a Mercy y la favorita. Pero en este momento decisivo, madame Adelaida, la principal azuzadora entre las tres tías, ejecuta su gran coup. Se dirige severamente a María Antonieta y le dice imperativamente: «Es hora de que nos retiremos. ¡Ven! Tenemos que esperar al rey en la habitación de mi hermana Victoria». María Antonieta, cogida de improviso, sorprendida, pierde los ánimos; espantada como está, no osa decir que no, y por otra parte, no tiene bastante presencia de ánimo para dirigir a toda prisa cualquier frase indiferente a la Du Barry, que sigue esperando. Se ruboriza, se embrolla, y se aleja de a11í corriendo más bien que andando, con lo cual el anhelado saludo, el saludo de encargo, obtenido diplomáticamente y comprometido entre cuatro, no llega a ser pronunciado. Todo el mundo se queda de una pieza. La totalidad de la escena ha sido preparada en vano; en lugar de una reconciliación, no se ha conseguido más que un nuevo escarnio. Los malignos de la corte se frotan de gusto las manos; hasta en los cuartos de la servidumbre se refiere, entre ahogadas risas, cómo la Du Barry ha esperado inútilmente. Pero la Du Barry echa espumarajos, y, lo que es más grave, Luis XV cae en una manifiesta cólera. «Ya veo, señor Mercy -le dice rencorosamente al embajador-, que sus consejos no tienen ninguna influencia. Es necesario que arregle el asunto por mí mismo.»
Ahora María Teresa, al enterarse de tal escándalo, tiene que intervenir, porque sólo ella, entre todas las criaturas humanas, tiene el poder sobre aquella niña obstinada. Por tanto le escribe una carta más enérgica que nunca, para vencer, de una vez para siempre. la obstinación de la pequeña. Naturalmente, nada de razón de Estado, sino que todo el asunto (hacerlo así tuvo que ser muy duro para la anciana emperatriz) es tratado como una bagatela: «¡Ay, tanto miedo y tanta vergüenza para hablarle al rey, el mejor de los padres! ¡O para hacerlo con aquellas gente que te aconsejan que le hables! ¡Vaya un encogimiento para dar solamente los buenos días! ¿Cualquier palabra sobre un traje o sobre cualquier otra pequeñez te cuesta tantos aspavientos? Te has dejado coger en tal esclavitud que, visiblemente, la razón y hasta tu deber no tienen ya fuerza para persuadirte. No puedo guardar silencio por más tiempo. Después de la conversación con Mercy y de su comunicación acerca de lo que el rey desea y lo que tu deber exige, ¿has osado desobedecerle? ¿Qué motivo razonable puedes aducir para ello? Absolutamente ninguno. No tienes que considerar a la Du Barry sino como a todas las restantes damas que en la corte son admitidas en el círculo del rey. Como primer súbdito del rey, tienes que mostrar a toda la corte que ejecutas sin condiciones el deseo de tu soberano. Naturalmente que si te pidiese bajezas o deseara de ti intimidades con ella, entonces ni yo ni ningún otro te lo aconsejaría; pero ¡cualquier palabrilla indiferente, no por la dama misma, sino por tu abuelo, tu soberano y bienhechor!».
Este bombardeo de razones (y no del todo sinceras) quebrantan la energía de María Antonieta; aunque indomable, voluntariosa y obstinada, jamás ha osado oponer resistencia ante la autoridad de su madre. La disciplina familiar de la Casa de Habsburgo se acredita. como siempre. victoriosa también en este caso. Aún se resiste un poco María Antonieta. pero por guardar las formas. «No digo que no, ni tampoco que no haya de hablar con ella en una hora y día previamente determinados, para que ella lo anuncie con anticipación y pueda presentarse como triunfadora.» Pero, en realidad, su resistencia está internamente quebrantada y estas palabras son sólo una última escaramuza de retirada: la capitulación está anticipadamente sellada.
El día de año nuevo de 1772 trae por fin la solución de esta guerra femenina heroico-cómica; aporta el triunfo de madame Du Barry y la sumisión de María Antonieta. La escena está de nuevo teatralmente preparada; otra vez la corte, solemnemente reunida, está llamada a ser testigo y espectadora. Llega por fin la hora de las felicitaciones. Una después de otra, según su categoría, las damas de la corte desfilan por delante de la delfina, y entre ellas la duquesa de Aiguillón, la esposa del ministro, con madame Du Barry. La delfina dirige algunas palabras a la duquesa de Aiguillón; después vuelve, aproximadamente, la cabeza en dirección a madame Du Barry y dice, no directa-mente hacia ella, sino de tal modo que con un poco de buena voluntad se pueda admitir que le está hablando -todos contienen el aliento para no perder ni una sílaba-, dice las palabras tanto tiempo anheladas, por las cuales se luchó tan fieramente, inauditas y cargadas de fatalidad; le dice de este modo: «Hay hoy mucha gente en Versalles» . Seis palabras, seis palabras con toda precisión contadas, se ha forzado a pronunciar María Antonieta; pero éste es un acontecimiento inmenso en la corte, más importante que la ganancia de una provincia, más emocionante que todas las reformas largo tiempo necesarias... ¡Por fin, por fin la delfina ha hablado con la favorita! María Antonieta se ha rendido, madame Du Barry ha triunfado.
Ahora todo vuelve a ser como es debido; todos ven el cielo abierto sobre Versalles. El rey recibe a la delfina con los brazos abiertos, la abraza tiernamente como a una hija perdida que acaba de ser encontrada; Mercy da las gracias todo conmovido, la Du Barry atraviesa las salas como un pavo real; las enojadas tías alborotan furiosas; toda la corte está excitada; se charla y parlotea a grandes voces acerca del suceso desde el desván a los sótanos, y todo ello porque María Antonieta le ha dicho a la Du Barry: «Hay hoy mucha gente en Versalles».
Pero estas seis vulgares palabras llevan en sí un más profundo sentido. Con estas seis palabras se le ha puesto el sello a un gran crimen político; con ellas se ha comprado el tácito consentimiento de Francia al reparto de Polonia. Gracias a estas seis palabras no sólo la Du Barry, sino también Federico el Grande y Catalina de Rusia, han afirmado su voluntad. La humillada no es sólo María Antonieta: todo un país lo es también.
María Antonieta ha sido vencida, lo sabe; su juvenil orguIlo, aún infantilmente indominado, ha recibido un golpe terrible. Por primera vez ha bajado la cabeza, pero no volverá a inclinarla por segunda vez hasta la guillotina. En esta ocasión se ha hecho visible de repente que esta tierna y juguetona criatura, esta «bonne et tendre Antoinette», tan pronto como se toca a su honor saca de sí un alma soberbia a inconmovible. Amargamente le dice a Mercy: «Una vez le he hablado, pero estoy decidida a que la cosa quede aquí. Esa mujer no oirá nunca más el tono de mi voz». También a su madre le muestra claramente que, después de esta única condescendencia, no hay que esperar de ella posteriores sacrificios: «Puede usted creer que siempre renunciaré a mis prejuicios y repugnancias, mientras no se me proponga nada que me ponga en evidencia y vaya contra mi honor» . En vano es que la mujer, totalmente indignada por este primer movimiento de independencia de su hija, le responda enérgicamente: «Me haces reír al imaginarte que yo o mi embajador podamos jamás darte un consejo que vaya contra tu honor ni tampoco contra el más mínimo mandamiento del decoro. Tengo miedo por ti cuando veo esa agitación a causa de tan pocas palabras. Y al decirme que no volverás a hacerlo, tal expresión me hace temblar por ti». En vano es que María Teresa vuelva a escribirle una y otra vez: «Tienes que hablar con ella como con cualquier otra señora de la corte del Rey; nos debes eso al rey y a mí». En vano es que Mercy y los otros procuren convencerla sin cesar de que debe mostrarse afectuosa con la Du Barry, asegurándose de este modo el favor del rey; todo se estrella contra la recién adquirida conciencia de sí misma. Los delgados labios habsburgueses de María Antonieta, que una única vez se han abierto contra su voluntad. permanecen cerrados como si fuesen de bronce; ninguna amenaza, ninguna seducción pueden ya romper el sello que los cierra. Seis palabras le ha dicho a la Du Barry, y jamás la odiada mujer llegará a oír la séptima.
El rey está muerto. ¡Viva el rey!
El 27 de abril de 1774, el rey Luis XV, encontrándose de caza, es asaltado de súbito desfallecimiento; con intenso dolor de cabeza regresa a Trianón, su palacio favorito. Por la noche, los médicos comprueban que tiene fiebre y lleva a madame Du Barry a su cabecera. A la mañana siguiente, intranquilos, ordenan ya el traslado a Versalles. Hasta la inexorable muerte tiene que someterse a las leyes, aún más inexorables, de la etiqueta: a un rey de Francia no le es lícito estar gravemente enfermo, o morirsé, más que en su lecho regio y solemne. «C'est à Versalles, Sire, qu'il faut étre malade.»Allí rodean inmediatamente el lecho del enfermo seis médicos, cinco cirujanos, tres boticarios, catorce personas en total; seis veces por hora, cada uno de ellos toma el pulso al enfermo. Pero sólo la casualidad establece el diagnóstico; por la noche, al alzar un servidor un cirio, uno de los presentes descubre en el rostro del enfermo las mal afamadas manchas rojas, y al instante Lo sabe toda la corte, lo sabe todo el palacio, desde el umbral a los caballetes del tejado: ¡las viruelas! Un viento de terror sopla a través de la gigantesca residencia; miedo del contagio, y, en efecto, algunas personas son atacadas del mal en el curso de los días siguientes, y quizá más miedo en los cortesanos, por su situación en caso de que el rey fallezca.
Y ahora se produce en la corte una profunda división: a la cabecera del lecho de Luis XV vela y tiembla la antigua generación, los poderosos del ayer, las tías y la Du Barry; saben perfectamente que su magnificencia termina con el último aliento de aquellos febriles labios. En otra estancia se reúne la generación que adviene al poder, el futuro rey Luis XVI, la futura reina María Antonieta y el conde de Provenza, el cual, mientras que su hermano Luis no pueda decidirse a engendrar hijos, se considera también secretamente como futuro heredero del trono. Mientras tanto, la enfermedad, con mortal violencia, trabaja el debilitado, desfallecido y agotado cuerpo del rey. Espantosamente hinchado, cubierto de pústulas, aquel cuerpo viviente cae en una horrible descomposición, mientras el enfermo no pierde un solo instante la conciencia. La hijas y madame Du Barry necesitan de abundante valor para resistir, pues a pesar de las ventanas abiertas, una hediondez pestilente llena la cámara regia. Pronto se apartan los médicos, dando por perdido el cuerpo; ahora comienza la otra batalla, la lucha por el alma pecadora. Pero -¡espanto!- los sacerdotes se niegan ; aproximarse al lecho del enfermo, a proporcionarle confesión y comunión; primero, el rey moribundo que tanto tiempo ha vivido impíamente y sólo para sus placeres debe probar eficazmente su arrepentimiento. Primero tiene que ser alejada la piedra del escándalo, la concubina, que vela desesperada al pie de un lecho que tanto tiempo compartió anticristianamente. Con dificultad se decide el rey, justamente entonces, en aquella hora espantosa de la última soledad, a echar de su lado a la única criatura humana con la cual se siente unido íntimamente. Pero cada vez de un modo más sañudo le aprieta el gaznate el miedo a los fuegos del infierno. Con ahogada voz se despide de madame Du Barry, la cual, al punto, es llevada discretamente en un carruaje al inmediato palacete de Rueil: debe esperar allí el momento de su vuelta, para el caso de que el rey logre todavía reponerse.
Sólo ahora, después de este patente acto de arrepentimiento, es posible la penitencia y la comunión. Sólo ahora penetra en el dormitorio regio el hombre que durante treinta y ocho años ha sido quien tuvo menos quehacer en toda la corte: el confesor de Su Majestad. A su espalda se cierra la puerta y, con gran desolación, no pueden los curiosos cortesanos de la antecámara oír la lista de pecados del Parque de los Ciervos (¡habría sido tan interesante!). Pero con el reloj en la mano miden cuidadosamente desde afuera el curso de los minutos, para, por lo menos, con su maligna complacencia en el escándalo, saber cuánto tiempo necesita un Luis XV para confesar la totalidad de sus culpas y descarríos. Por fin, al cabo de dieciséis minutos, con toda exactitud contados, se abre de nuevo la puerta y sale el confesor. Pero varias señales indican ya entonces que a Luis XV no le ha sido dada todavía la definitiva absolución, que la Iglesia exige una humillación aún más profunda que esa secreta confesión por parte de un monarca que durance treinta y ocho años no ha aliviado ni una sola vez con los sacramentos su pecaminoso corazón y que, ante los ojos de sus hijos, ha vivido en la vergüenza de los placeres carnales. Precisamente porque ha sido el más grande de este mundo y ha creído despreocupadamente hallarse por encima de las leyes eclesiásticas, exige de él la Iglesia que se incline de modo más hondo delante del Todopoderoso. Públicamente, ante todos y a todos, es preciso que el rey pecador dé cuenta de su arrepentimiento por el indigno curso de su vida. Sólo entonces debe serle administrada la comunión.
Magnífica escena a la mañana siguiente: el autócrata más poderoso de la cristiandad tiene que hacer cristiana penitencia ante la muchedumbre reunida de sus propios súbditos. A lo largo de toda la escalera de palacio se alzan guardias armados; los suizos tienden sus filas desde la capilla hasta la cámara mortuoria; los tambores redoblan sordamente cuando el alto clero, en solemne procesión, se acerca, llevando la custodia bajo palio. Cada cual con un cirio encendido en la mano, detrás del arzobispo y de su séquito, avanzan el delfín y sus dos hermanos, los príncipes y las princesas, para acompañar hasta la puerta al Santísimo. Se detienen en el umbral y caen de rodiIlas. Sólo las hijas del Rey y los príncipes no capaces de heredar penetran con el alto clero en la cámara del moribundo.
En medio de un silencio no interrumpido ni por el respirar de los asistente, se oye al cardenal, que pronuncia una plática en voz baja; se le ve, a través de la puerta abierta, cómo administra la sagrada comunión. Después -momento lleno de emoción y de piadosa sorpresa se acerca al umbral de la antecámara y, elevando la voz, le dice a toda la corte reunida: «Señores, me encarga el rey que les diga que pide perdón a Dios por todas las ofensas que contra Él ha cometido y por el mal ejemplo que ha dado a sus súbditos. Si Dios volviera a darle salud, promete hacer penitencia, proteger la fe y aliviar la suerte del pueblo». Brotando del lecho, se oye un leve quejido. En forma sólo perceptible para los más próximos, murmura el moribundo:«Querría haber tenido fuerzas para decirlo yo mismo».
De cámara en cámara. como ola por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».
María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes. Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto. viva el rey!».
La vieja charlatana de madame Campan refiere en sus Mémoires, ya dulces como la miel, ya empapadas en llanto, que Luis XVI y María Antonieta, cuando les llevaron la noticia de la muerte de Luis XV, cayeron de rodillas y exclamaron: «Dios mío, guíanos y protégenos: somos jóvenes. demasiado jóvenes para reinar».
Solamente ahora, después de más de tres años de tutela y vigilancia, Maria Antonieta se siente por primera vez sin trabas: nadie está ya allí para decirle que se contenga -pues la severa madre habita a mil leguas de distancia y las tímidas protestas del sumiso esposo las rechaza con una sonrisa de desprecio--. Una vez ascendido este último peldaño decisivo de heredera del trono a reina. se alza finalmente sobre todos. a nadie sometida sino a su propio humor caprichoso. Ha terminado con los molestos enredos de las tías: ha terminado con tener que pedir al rey su consentimiento para que se le permita ir al baile de la Opera: queda a un lado la arrogancia de su adversaria la Du Barry: mañana le será para siempre impuesto el destierro a esa créature, nunca más centellearán sus brillantes en los soupers regios, jamás se congregarán en su boudoir los príncipes y reyes para besarle la mano.
Orgullosa y sin avergonzarse de su orgullo, María Antonieta coge la corona que le ha tocado en suerte; «aunque ya Dios me hizo venir al mundo en la categoría que hoy poseo -le escribe a su madre-, no puedo menos de admirar la bondad de la Providencia, que me ha escogido a mí, la más joven de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa». Quien en esta declaración no sienta palpitar un alto tono de alegría, tiene duro el oído. Precisamente por sentir sólo la grandeza de su posición, sin advertir al mismo tiempo su responsabilidad, asciende María Antonieta al trono despreocupada y alegre.
Luis XVI
María Antonieta como reina de Francia