Construcción de legitimidad decisoria en casos de emergencias, por medio de participación anticipada de actores relevantes

Autor del Texto

Patricio Cury Pastene

Licenciado en ciencias Jurídicas. Abogado. Master en Derecho. Docente universitario. Investigador.

Semblanza del colaborador

Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas de la Universidad de Valparaiso. Es Master de la Universitat de Barcelona /UNED EI Asmoz. Ex Becario JICA y Hague Acaddemy. Defensor público. Mediador. Arbitro.

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Las emergencias en Latinoamérica – como en resto del mundo – no son ninguna novedad. No obstante, la forma en que se enfrenta una emergencia varía de un espacio a otro, en atención a los niveles de recursos involucrados y la organización que se demuestra al enfrentarlas, o mejor aún, para prevenirlas.

En el caso de Latinoamérica, la falta de recursos, se ve agravada por el problema de establecer una correcta coordinación entre diversos actores, tales como gobiernos centrales, gobiernos locales, inversionistas y finalmente – pero no menos importantes – comunidades locales.

Debemos partir de la base, que las emergencias y los desastres forman parte de la historia vital de los pueblos en todos los espacios de la tierra. Lo que está en manos de las comunidades y de los Estados, es el cómo afrontar y prepararse frente a potenciales desastres o emergencias. En efecto, una política pública pensada para hacer frente a los desastres puede mejorar significativamente la calidad de vida de la población, mediante un consenso social acerca de cómo prevenir o minimizar efectos de actividades que aumentan los riesgos de emergencias o desastres.

Así, uno de los caminos más prácticos y relevantes, para poder enfrentar situaciones que generan incrementos en los riesgos de desastres o posibles emergencias, es la participación de los diversos actores que se pueden ver afectados o involucrados por el surgimiento de estas situaciones de riesgo agravado.

Uno de los aspectos o áreas en las cuales se aprecia nítidamente este incremento de los riesgos para las comunidades locales, lo hallamos en los grandes proyectos de inversión, especialmente aquellos del ámbito minero, que, atendido el modelo económico, principalmente extractivista de América Latina, son cada vez más comunes.

Sirva como ejemplo el proceso de creciente rol de la minería en países como Brasil y Chile, en los cuales inversionistas internacionales han efectuado una clara apuesta por grandes proyectos extractivos que suponen un impacto sustancial en el medio ambiente.

Uno de los aspectos más riesgosos de tales proyectos es la disposición de los relaves, es decir, los residuos que quedan tras el procesamiento del mineral, los cuales además de contener minerales, están conformados por una mezcla de químicos y otras sustancias – ácidos y otros componentes de la misma especie – que tiene un alto poder contaminante y tóxico.

El problema del riesgo asociado está dado porque, tales relaves, han de ser almacenados en “tranques” o “embalses”, que no son otra cosa que presas que contienen esta mezcla de minerales y líquidos, de forma similar a una represa o embalse de líquidos. 

La diferencia entre una represa de agua y un relave es que la primera almacena usualmente agua que se utiliza para generación eléctrica o para su consumo – lo que incide en el mecanismo constructivo, que, a primera vista pareciere ser más estricto para las obras hidráulicas que para el almacenamiento de desechos. Esto no quiere decir que los relaves o embalses de relaves sean mucho menos exigentes, sino que, dado que los relaves tienen carácter más o menos líquidos o sólidos, su comportamiento mecánico es distinto.

 Aún más, es muy relevante la ubicación de los tranques y su socialización con las comunidades, las que, las más de las veces, no han tenido oportunidad de participar e involucrarse en su diseño, como tampoco, en los planes de acción para enfrentar emergencias que pudieren afectar a áreas pobladas, circundantes de tales embalses.

Este es, justamente, el principal problema en materia de desastres que países como Brasil y Chile deben enfrentar, a saber, empresas que efectúan labores legítimas y con permisos en regla, pero en los cuales, la prevención de desastre o emergencias en general, pareciere ser secundaria a otras consideraciones, más allá de la eficiencia operacional y financiera. 

Sirva como ejemplo, el tristemente célebre “Caso SAMARCO”, en Minas Gerais, donde el 5 de Noviembre de 2015, se produjo la rotura de los muros de contención de los relaves de Fundão y Santarém, ambas ubicadas en la zona de Bento Rodrigues, a 35 kilómetros del centro de Mariana.

El impacto de este desastre además del aluvión en sí y de la destrucción física de la infraestructura, está determinado por la contaminación tóxica, dado que contiene metales pesados que constituyen el relave en si mismo, que incluyen mercurio, plomo y arsénico, entre otros.

Esta catástrofe humana y ambiental, además de la consternación e indignación ciudadana, derivó en demandas por miles de millones de Dólares, tanto en Brasil como en el extranjero. En paralelo, y como una forma de evitar una sucesión de interminables demandas individuales en Brasil, se creó por parte de las empresas y el gobierno brasilero, un esquema múltiple de reparación y de solución alternativa de contiendas judiciales, por medio de la creación de una Fundación que canaliza los reclamos, y que, además, financia procesos de reconstrucción y reparación de personas y zonas afectadas. 

En el caso de Chile, desastres como el de SAMARCO, no son extraños, si bien, atendido el transcurso del tiempo, ellos han quedado, en parte, olvidados.

Uno de los más antiguos fue el desastre del Tranque Barahona, de la mina El Teniente, que vertió sobre la zona de Estación Barahona, en el año 1928, casi cinco millones de material de residuo y agua, causando la muerte de cincuenta y cinco personas 

Posteriormente, en el año 1865, tras un movimiento sísmico, se produjo en la Zona aledaña a la Mina el Soldado, la rotura del tranque de relave provocando un aluvión, que arrasó completamente con el campamento minero “El Cobre”, con una mortandad de aproximadamente doscientas personas. 

Algo similar sucedió en Pencahue, tras terremoto de 2010, por la rotura de un relave inactivo, el cual mató a cuatro personas.

Un temor similar, indicaron los habitantes de la Localidad de Caimanes, la que manifestó su oposición a la construcción del tranque de relaves “El Mauro”, vinculado al proyecto Minero Los Pelambres. 

El reclamo se debía no solo al temor frente a la resistencia del muro del tranque, sino que también, a las restricciones de agua y posible contaminación del estero del “El Pupío”, en caso de un vertimiento de los líquidos del relave. 

Esta situación finalmente fue judicializada y se dirimió, tras una serie de juicios ante la Corte de Apelaciones de La Serena y la Corte Suprema de Chile. A partir de los fallos judiciales, se organizaron instancias de coordinación y diálogo entre las comunidades y la empresa, con miras a lograr que el escurrimiento de las aguas del estero Pupío, no constituyeran un riesgo para la comunidad

Ahora bien, cabe plantearse frente los casos ya señalados ¿Cómo se logra una práctica efectiva que evite riesgos y catastrofes, como las antes señaladas, a propósito de las actividades mineras? 

Ambos casos – SAMARCO y Caimanes – nos demuestran que el rol participativo, suele darse ex -post, es decir, una vez que la tragedia ha ocurrido, y con fines esencialmente de evitar una avalancha de demandas, o bien para terminar o minimizar las ya existentes. 

El acceso a la justicia, es un valor central de las democracias, pero la judicialización, además de larga, costosa e incierta, no previene desastres o  emergencias, solo los compensa materialmente.

De esta forma, pareciere ser que, un esquema de participación ciudadana temprana, tendientes a establecer diálogos y negociaciones de intereses contrapuestos, aunque no necesariamente en conflicto, sería la mejor opción.

La propuesta es que por medio de proceso de dialogo temprano, se pueda no solo oír a las comunidades circundantes, sino que hacerlas participes activos, puesto que como ocupantes previos del territorio, su conocimiento del mismo y de la historia del lugar, puede ser una fuente de experiencia acumulada que no solo los beneficia ellos mismos, por gozar de más tranquilidad y de ser partícipe de los proceso de licenciamiento social de proyecto riesgosos, sino que también las empresas e inversionistas – como también el Estado– toda vez que al contar con instancias que fortalecen la comunicación y la coordinación previa, ello redunda, más allá de los recursos involucrados, en una cultura de prevención de desastres, que en otras latitudes – como se ha demostrado en Japón – aportan un innegable beneficio para todos los involucrados.