Consecuencias Políticas del Terremoto de Santiago de Chile y Valparaíso (1822)

Andrés Sánchez-Cid Torres

Doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla. Miembro asistente honorario del departamento de historia de América de la Universidad de Sevilla. Miembro de la secretaría técnica de las Jornadas de Jóvenes Americanistas en las ediciones de 2022 y 2023. Desde marzo de 2023 miembro de la Asociación Española de Americanistas (AEA).

Semblanza del colaborador

Doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla desde noviembre de 2022.

Línea de investigación basada en el estudio de la utilización política de los fenómenos naturales extremos en coyunturas desastrosas y el análisis del discurso ideológico, en especial los casos de Santiago de Chile y Caracas durante las guerras de independencia. 

Desde septiembre de 2021 miembro asistente honorario del departamento de historia de América de la Universidad de Sevilla. Miembro de la secretaría técnica de las Jornadas de Jóvenes Americanistas en las ediciones de 2022 y 2023. 

Desde marzo de 2023 miembro de la Asociación Española de Americanistas (AEA).

Vista del puerto de Valparaíso, 1822. Fuente: Mary Graham, 1785-1842. Biblioteca Nacional de Chile en Memoria Chilena.

A lo largo de la historia, han sido numerosas las ocasiones en las que un fenómeno natural extremo ha coincidido con el contexto político vulnerable de un país. Esta combinación ha precipitado la aparición de una coyuntura desastrosa, que se caracterizaba por la asociación de las destrucciones materiales con la utilización interesada del desastre, puesto que, para algunos grupos de presión sobre el gobierno, significaba una oportunidad para lograr unos objetivos políticos. 


Para demostrar este argumento, nos vamos a centrar en las consecuencias políticas del terremoto de Santiago de Chile y Valparaíso el 19 de noviembre de 1822. Durante esta época, se encontraba al frente de la naciente República chilena el director supremo Bernardo O'Higgins, cuya imagen pública estaba siendo muy cuestionada debido a que tenía varios frentes abiertos.


Por un lado, un sector de la población reprochaba a O’Higgins la decisión que tomó en 1820 de acompañar a José de San Martín en su expedición libertadora del Perú sin haber logrado previamente la consolidación de la independencia en Chile. Además, también había adoptado determinaciones de gobierno que habían provocado que gran parte de la opinión pública se posicionase en su contra. 


Por otro lado, algunos miembros de la sociedad le acusaban de ser excesivamente tolerante con los inmigrantes extranjeros, en especial con los protestantes ingleses. Este sector de indignados con el gobierno o’higginista estaba espoleado por las arengas de una parte del clero, la más conservadora y tradicional, que tampoco veía con buenos ojos el asentamiento de los foráneos en el territorio chileno. Por supuesto, esta mentalidad estaba fuertemente condicionada por el factor religioso, ya que aquellos eclesiásticos consideraban que los nuevos pobladores eran unos herejes. Incluso, acusaron al propio Bernardo O’Higgins de ser un hombre antirreligioso por esta cuestión. 


Este conjunto de habitantes de Chile aún continuaba anclado en pensamientos providencialistas asociados a la cultura religiosa heredada de época colonial. Estos consistían en una relación que establecían entre un fenómeno natural extremo y una supuesta reacción vengativa de Dios contra la sociedad o un régimen político. Esta conducta se justificaba en el desconocimiento del origen de estos sucesos y al miedo a la muerte que les provocaban. Por este motivo, cuando sucedió el terremoto del 19 de noviembre de 1822, lo atribuyeron a un “castigo divino” infligido a O’Higgins y su gobierno por su extremada indulgencia con los protestantes. 


Paralelamente, se produjo una disputa entre los pensadores providencialistas y los autores ilustrados a causa de las mentalidades de la mayor parte de la sociedad chilena, que estaban fuertemente influidas por las costumbres y las tradiciones. Así pues, los patrones de conducta de la población en torno a los desastres eran la realización de penitencias y rogativas para aplacar la "ira divina". Estas prácticas solían ser alentadas por los miembros más conservadores de la Iglesia chilena, mientras que los insurgentes se cuestionaban la finalidad de aquellas iniciativas.

El principal protagonista de los discursos providencialistas fue fray Tadeo Silva, quien mostró su desacuerdo con las decisiones adoptadas por Bernardo O’Higgins al frente del gobierno republicano, sobre todo en materia religiosa. Por ello, motivó al pueblo a llevar a cabo penitencias y confesiones invocando la “misericordia divina”.


Estas prédicas encontraron la respuesta de los redactores del Mercurio de Chile, Camilo Henríquez y Bernardo de Vera y Pintado, quienes mostraron su firme desacuerdo con el propósito de las prácticas expiatorias y la idea de un Dios vengador, planteamientos que consideraban producto de la superstición y que, por tanto, no concordaban con los tiempos de la naciente República chilena, que, a su parecer, debía aspirar a convertirse en una civilización más progresista, tomando como referencia los gobiernos europeos de la época. Por ello, le formularon la siguiente pregunta: “¿Por qué se ha de olvidar el hombre de la más amable de las perfecciones divinas, la misericordia, cuando de ella está llena toda la tierra, y por ella vivimos, nos movemos y existimos?”


La réplica de Tadeo Silva fue la siguiente “Es verdad que muchas veces deja Dios en libertad por su voluntad permisiva a esas causas naturales… pero entonces la misma voluntad de no impedir los perniciosos efectos de estas causas es una voluntad de castigar con estas permisiones tan funestas a la miserable humanidad.” Al mismo tiempo, se autocalificó “filósofo rancio” y se refirió despectivamente a estos hombres como “emisarios del diablo”. Acto seguido, se sucedieron los intercambios de pareceres sin llegar a un acuerdo.


A raíz del seísmo, estos asuntos fueron magnificados y la creciente oposición a O'Higgins, encabezada por Ramón Freire y las provincias de Concepción y Coquimbo, aprovechó este contexto vulnerable hasta provocar su renuncia el 28 de enero de 1823.  


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