Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
(San Agustín)
Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
(San Agustín)
Muchas veces vivimos con la sensación de tener que elegir constantemente sin saber muy bien hacia dónde queremos ir. Probamos cosas, buscamos reconocimiento, éxito, aprobación, experiencias que prometen llenarnos… pero que no siempre lo consiguen. En el fondo, todos llevamos una pregunta que no se calla: ¿para qué estoy aquí?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿qué merece de verdad la pena?
San Ignacio lo expresó con mucha claridad en el Principio y Fundamento, como seres humanos no estamos hechos para cualquier cosa. Estamos creados por amor y para amar. Todo lo demás —lo que tenemos, lo que usamos, lo que deseamos— es importante solo en la medida en que nos ayuda a vivir más plenamente, a ser más libres, a amar y servir mejor. El problema no es tener cosas, sino dejar que las cosas nos tengan. La verdadera libertad nace cuando aprendemos a elegir lo que nos acerca a lo que somos de verdad y a lo que Dios sueña para nosotros.
Desde esta mirada ignaciana, la vida se convierte en un camino de elecciones conscientes. No se trata de hacerlo todo perfecto, sino de preguntarse con honestidad: ¿esto me construye o me vacía?, ¿me encierra o me abre?, ¿me hace más humano y más para los demás? Ahí empieza ser libres para servir.
Esto nos invita a recordar que el tiempo es valioso, que las personas importan, que lo cotidiano puede ser sagrado. Nos invita a vivir con más conciencia, con más libertad interior, eligiendo cada día aquello que nos hace más humanos y más disponibles para los demás. Eso es vivir con fundamento. Eso es vivir con sentido.
Si hoy mirara mi vida con más profundidad, ¿qué cambiaría en la manera de vivir, de tratar a los demás o de aprovechar mi tiempo?
La vida no se mide por el tiempo que dura,
sino por la huella que deja en los demás.
Anónimo