ARTÍCULOS DE OPINIÓN
LITERATURA
«Cuando le dije a mi abuela Maruja que iba a hacer un cómic basado en su vida, me respondió que mejor escribiera una historia de amor. Cuando le dije lo mismo a mi abuela Herminia, se alegró mucho y me dijo "Sí, claro, nena.", así que, grabadora en mano, me fui a ver a mi abuela Maruja para que me explicara, por ejemplo, lo que escondía ese cuadro de flores y el porqué de su obsesión por la cocina. Después visité a mi abuela Herminia y descubrí la importancia de su abuela Hermenegilda y las causas de ese aire bohemio tan peculiar. Las mujeres de su generación, a quienes no solemos cuidar como ellas nos cuidaron, siempre han sido personajes secundarios de otras vidas: la esposa de, la madre de, o la abuela de. Como Maruja y Herminia. Sus anécdotas, sus ideas y su mundo están aquí, en este libro, un pequeño homenaje que quiere convertirlas en protagonistas.»
Cuando la abuela se enfadaba se le encendía un brillo de fiereza en los ojos y apretaba los dientes con un gesto de severidad que le tiraba del mentón para arriba y le tensaba las arrugas. Me recordaba a un bulldog al acecho de tus debilidades, de tu error: te miraba desde abajo, desde tu altura mínima de sus piernas arqueadas, en un contrapicado que, lejos de restarle autoridad, anunciaba el inminente estallido de su indignación. Cuando la abuela se enfadaba conmigo se debía casi siempre a que le llevaba la contraria en sus opiniones incontestables o a una confusión que -según ella- era por mi culpa pero que -creía yo- había sido fruto de un malentendido. Ella ignoraba mis razonamientos, que rebatía sin posibilidad de apelación:
-¡Estás wrong!
No nos gusta que nos llamen ancianas, nos estremece la palabra vieja, lo de adultas mayores eso sí que no, y lo de tercera edad es para hacérselo mirar. Me van gustando, además de vieja, las palabras veterana, sénior, pionera, longeva e incluso viejales. ¿Qué tal? A lo largo del texto utilizo prioritariamente el término vieja, viejas. ¡Qué horror! Ya lo sé. Sin embargo, ser vieja es, como he dicho antes, un regalo, justamente porque significa que he vivido muchos años y lo que sí está claro es que no soy joven. No es posible ser a la vez joven y vieja y menos aún la tontería de decir soy joven en un cuerpo viejo. Reconciliémonos con esta palabra, utilicémosla con tranquilidad, naturalidad y humor. Es el único camino a través del cual podemos colaborar a borrar su estigma negativo y hacer de ella una realidad, tal cual. Todos los eufemismos que podamos utilizar: persona mayor, adulta mayor y otros similares, no restan años del DNI.
¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces al día dais las gracias? Gracias por la sal, por la puerta, por la información. Gracias por el cambio, por el pan, por el paquete de tabaco. Unas gracias de cortesía, de conveniencia, automáticas, mecánicas. Casi huecas. A veces tácitas. A veces demasiado enfáticas: Gracias a ti. Gracias por todo. Infinitas gracias. Gracias de verdad. Unas gracias profesionales: Gracias por su respuesta, por su atención, por su colaboración. ¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda. ¿A quién? ¿Al profesor que os abrió la puerta al mundo de los libros? ¿Al joven que intervino cuando os agredieron en la calle? ¿Al médico que os salvó la vida? ¿A la vida misma? Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería. A menudo pensaba: «Le debo tanto.» O: «Sin ella, probablemente ya no estaría aquí.» Pensaba: «Es tan importante para mí.» Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?
«Hoy me levanté temprano para ir a clase, pero por suerte eso queda lejos. De viernes a domingo abandono la vida escolar para regresar durante todo el fin de semana al suave caos que siempre ha reinado en casa de mi abuela. Estamos las dos solas con Canica, una perrita peluda con el lomo negro y la barriga blanca. […] Liamos croquetas en la salita con la tele puesta. Nos gustan los programas de misterio, aunque luego ella puede dormir y yo no. Le ha entrado sueño y nos desnudamos juntas en su dormitorio. Bajo la apariencia fresca del vestido rojo que llevaba subyace una combinación color carne. La combinación es una prenda que no entiendo y que ya debe dar mucho calor por sí sola, pero aún tiene que desprenderse de varias capas, las más rígidas. El sujetador, la faja y las bragas crean una armadura de ballenas que se le clava en la piel morena y blanda.
—Niña, ayúdame con los corchetes.
«Comimos en cas abuela. Comimos coditos fritos, papas guisadas y mojo rojo. El mojo de abuela era aguachento, porque le echaba agua del aljibe. Cuando ella era pequeña había escasez de aceite y ya de manía lo seguía haciendo. También comimos gofio amasado. Abuela lo ponía dentro de un plato hondo y nosotras lo íbamos cogiendo y haciendo pelotas y lo pasábamos por el mojo aguado. Nos dejaba comerlo todo con las manos, decía que con las manos era más sabroso. Chela, cuando nos veía hacerlo, nos gritaba que éramos unas cochinas, que cómo mi abuela nos dejaba hacer esa jediondada. Y yo notaba cómo decía «tu abuela» con resentimiento. Ella sabía que abuela nos trataba a la papita suave».
No sé si mi madre me dejará cuadernos a su muerte, pero no quiero esperar a que se vaya para averiguarlo. Tampoco quiero que pase con mi abuela Carmen. No quiero que ellas desaparezcan para comenzar a hacerme preguntas. Mi tatarabuela Josefa ha comenzado a existir este año por una historia que me contó mi padre durante un paseo por el campo mientras hablábamos de alcornoques. Ellas son las tres mujeres. Tres historias que han existido fuera de mí y por sí solas pero a las que hasta hace poco no he querido mirar. Fuera de mí y sin mí existen. No me necesitan para ello. Es un error en el que caemos continuamente los hijos, creernos los protagonistas, las voces cantantes, los únicos con derecho a que todo gire a nuestro alrededor.
Tengo dos hijas pequeñas y están llenas de ilusiones para el futuro. Tienen una educación en la que no tienen límites y tienen mil profesiones que les gustaría hacer y a las que pueden acceder. Nada que ver con lo que vivió la generación de mi madre, que solo podía aspirar a casarse y tener hijos porque quedarse soltera no era una opción. En el cómic, los capítulos empiezan con esa caligrafía de los cuadernos Rubio, en la que no puedes salirte de esas dos líneas, como una metáfora del poco margen de libertad que tenía esa generación.
(Entrevista a Paco Roca. Elportaluco.com)
«Así que la abuela no había conocido a su madre y había vivido con otra señora. Y todo eso ocurrió hace –te va a impresionar– sesenta y un años. Ya sé que no te lo explicas, pero hace sesenta y un años tú no existías y tu abuela era más pequeña que tú. Tu abuela estaba naciendo mientras su madre se moría, tu abuela era un bebé huérfano. Tu abuela un día no fue tu abuela.
–¿Y era simpática la señora?
–Pues no, la verdad que muy simpática no era.
Haces buenas preguntas. Aprendes a preguntar con ella, y ella aprende a narrar contigo. Te gusta hablar con la abuela porque se dirige a ti como a una persona mayor. ¿No eres, acaso, una persona mayor? ¿Se puede tener más de siete años? Según tu experiencia, no. Si algo no te lo puede contar, no te lo cuenta. Pero no cambia el tono de voz, ni deja las cosas a medias, ni habla de semillas o de cigüeñas».
«Dora. Todo el mundo la llamaba «abuela» o «abuela Dora», pero yo prefería llamarla sólo por su nombre para no olvidar su esencia nunca. Era una mujer muy inteligente y especial. Había sido maestra en la República, había luchado contra las normas de su época haciendo siempre lo que le había venido en gana, sin importar lo que pensaran Conoció a Gael, mi abuelo, en la escuela. Él era uno de sus alumnos y nada más conocerse se enamoraron perdidamente. Tras algunos encuentros a escondidas, ella dejó las clases para evitar represalias y continuaron su noviazgo en otro pueblo, donde consiguió trabajo en un colegio, se casaron y quedó embarazada».
«Aparece Florentina. Lo que aparece es su recuerdo, porque mi abuela murió hace treinta años, pero si dijera sin más “recuerdo a mi abuela” la frase me sonaría escasa, incluso falsa, porque la imagen se presenta con mucha precisión, nitidez, actualidad».
«A una persona se la conoce por cómo pela las patatas». Era lo que Carmen siempre decía, porque era lo que les había oído, desde niña, a su madre y a su abuela. Generaciones enteras de mujeres de la familia Soler repitiendo la misma cantinela, que en realidad era una lección de vida: «El que se lleva mucha carne de la patata es un poco despilfarrador y el que arrastra con el cuchillo solo la piel es más bien tacaño».
«—La suerte, bueno. Es una forma de decirlo, porque la suerte no existe. Los pobres siempre son más desgraciados que los ricos, y también envejecen más rápido. Eso que no se te olvide. ¿Tú no te has fijado en que la gente de dinero tiene como otro brillo? Se gastan dinero en eso. Yo si pudiera me quitaba las bolsas de los ojos y me estiraba los párpados y todas estas arrugas. —Y hacía el gesto de estirarse la cara—. Anda que no cambia la cosa.
—Pero la verdad es que nosotros no nos podemos quejar. Nos ha salido todo estupendamente. Que no se tuerza —agregó mi abuela.
Entonces mi abuela se santiguó ese día sin ser ella muy creyente, algo que hacía todas las veces que se hablaba de cosas feas en su presencia. Lo hacía como un ritual profano. Cero sentimiento. Solo rutina y hasta desdén.
—Pero si tú no crees en Dios, yaya —le dije, tirándole de la blusa.
—Es por si él cree en mí».
«Todos sabían contar muy bien, porque todos contaban en el molde en que a ellos les contaron, pero la mejor narradora, y la que más cosas sabía, que parecía un pozo sin fondo, era mi abuela Frasca. Mi abuela Frasca había sido pastora desde la niñez hasta el matrimonio y era totalmente analfabeta, pero dominaba como nadie el arte de contar.
Nosotros la escuchábamos como suelen escuchar los niños los niños lo que les maravilla, con los ojos ayudando a la oreja a oír y con la oreja ayudando a los ojos a ver. Y así, todo un mundo de fantasía y de palabras malabares vino a poblar mi infancia».
«Una vez vi una iniciativa de una asociación feminista que consistía en salirse al fresco después de cenar, como hacía mi abuela con mi tía Ana Rosa y la Tere y la otra Tere, la de más arriba, y la Manoli y la Conchi y la Ele entre mayo y septiembre. A este fenómeno lo denominaban «tejer redes de cuidados femeninos». Me imaginé entonces explicándole a mi abuela y a mi tía Ana Rosa y a la Tere y a la otra Tere y a la Manoli y a la Conchi y a la Ele que lo que llevaban haciendo mal toda su vida porque vieron cómo lo hacían sus madres y sus abuelas era «tejer redes de cuidados femeninos» y me reí».