¿Por qué tenemos ética?
Durante esta última situación de aprendizaje he tenido el privilegio de poder aprender más sobre las problemáticas que plantea esta pregunta. A primera vista, podría parecer una cuestión sencilla, casi intuitiva: tenemos ética porque queremos vivir en paz, porque sabemos distinguir entre el bien y el mal, porque necesitamos normas o principios para convivir, ya que el ser humano está condenado a estar en sociedad. Sin embargo, a medida que uno profundiza, se hace evidente que esta pregunta encierra una complejidad mucho mayor. ¿La ética nace con nosotros o se aprende? ¿Es universal o depende de cada cultura? ¿Es posible tener ética y no actuar éticamente?
Desde la filosofía antigua hasta la contemporánea, muchas personas han estado reflexionando sobre la capacidad humana de juzgar nuestras propias acciones. Sócrates, por ejemplo, afirmaba que una vida sin examen no merece ser vivida, subrayando la importancia de la reflexión ética. Kant, siglos más tarde, nos desafiaría con la idea de una razón práctica que se guía no por intereses, sino por el deber. Estas ideas revelan que la ética no solo sirve para regular conductas, sino para definir quiénes somos y qué tipo de humanidad queremos construir.
Considero que, en un mundo cada vez más globalizado, lleno de avances científicos, dilemas políticos y desigualdades persistentes, la pregunta «¿por qué tenemos ética?» recuerda no colocar coma entre sujeto y verbo cobra todavía mayor relevancia. Nos invita a poder desarrollar una visión más introspectiva y a cuestionar los fundamentos de nuestras decisiones cotidianas, nuestros valores y nuestras responsabilidades hacia los demás. En este último portafolio quisiera poder demostrar que la filosofía nos ofrece una capacidad crítica y una lucidez profunda para cuestionar lo establecido, comprender lo humano y atrevernos a pensar más allá de lo evidente.
He aprendido que el concepto de autonomía, lejos de referirse simplemente a «hacer lo que uno quiere», implica una dimensión mucho más profunda desde la perspectiva kantiana. En este sentido, la autonomía es la capacidad de la voluntad racional de darse a sí misma una ley moral, sin dejarse arrastrar por deseos, costumbres o mandatos externos. Para Kant, ser autónomo significa actuar por deber, guiado por una máxima que uno mismo se impone con plena conciencia y que, además, podría ser considerada como una ley universal válida para todos.
Gracias a esta noción, hoy soy capaz de comprender que ser autónomo no es actuar de forma egoísta o arbitraria en cierta medida, sino con responsabilidad moral. La autonomía se convierte así en un acto de libertad racional en el que el sujeto se convierte en legislador de su propia conducta, pero siempre desde el respeto a la dignidad del otro.
Esta comprensión me permite aplicar lo aprendido en mi día a día en las problemáticas que rodea el mundo actualmente. En una sociedad marcada por la inmediatez, la presión social, las modas o la necesidad de aceptación constante, la autonomía moral parece ser desdibujada. Muchas decisiones personales se toman no desde la reflexión racional, sino por influencia del entorno, el miedo al rechazo o el deseo de encajar en un grupo social. Un ejemplo diario puede aclararnos esta idea: supongamos a un alumno que copia en un examen porque «todos lo hacen» y aspira a obtener la aprobación. En la presente situación, no está ejerciendo autonomía, dado que su máxima (copiar para aprobar) no podría transformarse en una ley universal sin contravenir el objetivo principal del examen. Tampoco actúa por deber, sino por inclinación al beneficio personal. En cambio, si este individuo optara por no copiar, a pesar de que eso conlleve un posible suspenso, estaría actuando de manera responsable, de manera autónoma y respetando la ética.
Con este ejemplo, hoy soy más capaz de reconocer cuándo una acción mía nace del juicio moral autónomo o de una presión externa. Gracias a la escucha activa en clase y los últimos ejercicios realizados en ella, lo he podido clarificar con precisión.
En relación directa con la autonomía, he comprendido que la libertad, desde la ética kantiana, no puede entenderse como hacer lo que uno quiere, sino como la capacidad de actuar conforme a la razón y la ley moral. La libertad auténtica no es obedecer nuestros impulsos o emociones, sino autodeterminarse racionalmente desde una voluntad guiada por principios universales.
A día de hoy, sé identificar que esta concepción de libertad va unida a la voluntad buena, es decir, una voluntad que actúa no por interés e inclinaciones externas, sino por respeto al deber. Esto me ha permitido diferenciar entre acciones que parecen libres, pero en realidad no lo son, y aquellas que son verdaderamente morales porque nacen del juicio autónomo y racional.
Además, he aprendido a establecer la relación fundamental entre libertad y autonomía: la libertad es condición de posibilidad de la autonomía, es decir, solo un ser libre puede darse a sí mismo una ley moral. Sin libertad, no hay autodeterminación moral y, sin autodeterminación, no hay ética. Esta relación me ha hecho ver que la ética kantiana no se basa en obedecer normas externas, sino en la capacidad del ser humano para ser autor de su propia ley, siempre guiado por la razón.
Esto me lleva a plantearme una pregunta inquietante, pero necesaria: ¿los seres humanos tenemos libertad? En un mundo atravesado por algoritmos, publicidad dirigida, polarización ideológica y presiones sociales constantes, la libertad parece más una aspiración que una realidad. Sin embargo, la propuesta kantiana me recuerda que, a pesar de todas las influencias, en el fondo podemos decidir racionalmente, y esa posibilidad nos convierte en sujetos morales responsables.
Otra idea clave que he aprendido es la del respeto, que para Kant no es simplemente tolerancia o buena educación, sino un principio profundo. Significa reconocer al otro como un fin en sí mimo, como alguien que posee dignidad y no puede ser tratado jamás como un medio para alcanzar nuestros propios fines.
Desde esta perspectiva, el respeto implica actuar no por convenencia o simpatía, sino desde el reconocimiento del valor moral del otro, con independencia de sus características personales, su utilidad o su relación con nosotros. Esta comprensión me ha ayudado a valorar más profundamente lo que significa convivir éticamente en sociedad.
Uno de los contextos donde esta idea se vuelve más urgente es en el de las redes sociales. Hoy en día vivimos en una sociedad hiperconectada, donde cualquiera puede emitir opiniones, críticas o juicios desde la comodidad de su casa, muchas veces amparado en el anonimato. Esto ha generado un espacio en el que el respeto se diluye, y donde el insulto, la descalificación o el desprecio se han convertido en moneda corriente.
Relacionándolo con el acoso escolar, puedo ver cómo las redes sociales amplifican una dinámica que lamentablemente hoy en día es muy frecuente: la deshumanización del otro, la reducción del compañero a un blanco de burlas o agresiones, y la indiferencia ante su sufrimiento. Kant nos recuerda que ningún ser humano puede ser tratado como un medio para obtener placer, superioridad o reconocimiento. El respeto no es opcional, sino una exigencia ética fundamental.
Gracias a todo esto, hoy sé analizar con más claridad la dimensión moral de nuestras relaciones cotidianas. He desarrollado la habilidad para utilizar el concepto de respeto en situaciones reales, distinguiendo cuándo se está actuando desde la dignidad y cuándo no. Esto no solo me facilita una reflexión más profunda, sino que también me permite actuar con mayor congruencia y responsabilidad en mi contexto.
A lo largo de esta última etapa del curso, he aprendido que la ética no es simplemente un conjunto de normas externas que regulan nuestro comportamiento, sino una manera profunda de entender el sentido de nuestras decisiones, nuestras acciones y nuestra convivencia con los demás. Gracias a los contenidos y reflexiones trabajadas en clase, y especialmente al pensamiento de Kant, he podido comprender que el ser humano posee una capacidad racional que le permite actuar por deber y no solo por interés, desde una voluntad libre que se da a sí misma su ley moral. Sin embargo, todo este saber no resuelve una de las preguntas más inquietantes que me he formulado durante esta situación de aprendizaje: ¿tenemos ética?
Esta pregunta, aunque puede parecer sencilla, abre un horizonte de problemáticas que afectan tanto a lo personal como a lo colectivo. En otras palabras, interroga no solo qué tipo de persona somos, sino que también qué tipo de sociedad hemos construido. Gracias a lo que he trabajado durante esta situación de aprendizaje, no solo puedo explicarme mejor los conceptos, sino que también sé formular nuevos interrogantes que nacen de estos conocimientos y me permiten ver el mundo de una forma más crítica y reflexiva.
Una de las primeras dudas que surgieron en mi reflexión fue si la ética a forma parte de nuestra naturaleza desde el nacimiento o si es algo que se adquiere a través del aprendizaje, la educación o el entorno. Esta problemática me ha parecido especialmente relevante porque nos obligan a preguntarnos cuál es la base de la moralidad humana: ¿tal vez la razón, la empatía, la cultura?
Empiezo a plantearme que el ser humano es bueno por naturaleza y es la sociedad quien lo corrompe. Tal vez esté equivocado, pero desde esta perspectiva, podríamos decir que la ética ya está en nosotros desde el inicio y solo necesita ser cultivada. Por otro lado, podría ser que el ser humano sea ya egoísta por naturaleza, y que necesitamos normas, castigos o educación para poder convivir moralmente en sociedad. Realmente esta tensión entre lo innato y lo aprendido me ha hecho ver que, aunque podamos tener una predisposición hacia lo ético, lo cierto es que la moral necesita ser desarrollada a través del ejercicio de la razón, del diálogo y de la reflexión crítica sobre uno mismo.
Otra de las cuestiones que más me ha impactado es la relación entre la religión y la ética. En muchas ocasiones, se escucha decir "sin Dios no hay moral" porque las personas necesitan una autoridad divina para actuar correctamente. Sin embargo, a lo largo de esta situación de aprendizaje he descubierto que existen propuestas físicas, autónomas y racionales, como la kantiana, que no necesitan de una base religiosa para construir una moral válida, universal.
Para Kant, el ser humano es capaz de actuar moralmente no porque tema un castigo divino, sino porque reconoce, desde su razón, el deber de obrar bien por respeto a la ley moral. Es decir, la ética se fundamenta en la autonomía de la voluntad racional, y no en mandatos externos. Esta idea me ha parecido profundamente liberadora porque plantea que toda persona, creyente o no, puede tener una conducta ética si actúa desde la reflexión, la coherencia y el respeto al otro.
El debate sigue siendo muy actual: ¿necesitamos una autoridad superior para actuar moralmente, o es bastante con la razón y el respeto a la dignidad humana? Lo que yo he aprendido es que la ética no se impone, en este caso se construye desde dentro, y que cada persona debe encontrar en sí misma las razones para obrar correctamente. Esta conciencia me permite también dialogar con personas de diferentes creencias, sin caer en juicios ni prejuicios, sino un enfoque racional y respetuoso.
Por último, una de las problemáticas que más me han llamado la atención es la que se refiere al mundo en el que vivimos: ¿es nuestra sociedad ética o solo lo aparenta? Basta observar el panorama actual (guerras, desigualdades sociales, discursos fraudulentos, soborno, corrupción, hipocresía...) para que surjan muchas dudas sobre si realmente actuamos desde principios morales o simplemente nos guiamos por interés propio y la imagen pública.
Durante este proceso de aprendizaje, he comprendido que la ética no se limita a decisiones personales, también debe tener un impacto en el ámbito colectivo: empresas, gobiernos, medios de comunicación e instituciones deben actuar éticamente, no solo decirlo. Esto me ha llevado a preguntarme si los discursos éticos que escuchamos son auténticos o meramente estratégicos. Esta conciencia crítica, que he desarrollado, me permite cuestionarme lo que veo y pensar de formas diferentes. Además, esta reflexión me ha llevado a mirar también hacia dentro: si queremos una sociedad más ética, ¿cómo contribuyo yo, desde mis actos diarios, a construirla o destruirla? Esta pregunta me acompaña como un criterio de responsabilidad que antes no tenía tan presente.
Me gustaría tener el placer de cerrar este recorrido con una pregunta que persiste dentro de mi conciencia como un eco que no se apaga: ¿debemos buscar ser felices?
No hace mucho surgió esta pregunta en clase, y fue debatida con contundencia. No se trata de una cuestión fácil de responder, ni mucho menos, sinceramente se transforma en un verdadero desafío cuando se observa desde una perspectiva ética profunda. Como la perspectiva kantiana, que es la que hemos estado trabajando en clase.
En la vida cotidiana, la felicidad suele presentarse como una meta deseable e incluso necesaria para muchas personas. Sin embargo, cuando la ética entra en juego, especialmente la de Kant, descubrimos que la verdadera brújula moral no es la felicidad, sino el deber. Kant sostiene que el valor moral de nuestras acciones no depende del resultado (ni siquiera si ese resultado es ser feliz), más bien se trata de si actuamos desde la buena voluntad, movidos por el deber y no por el interés personal.
Pero entonces, ¿qué ocurre en situaciones donde buscar la felicidad parece no solo legítimo, sino más bien vital? Pensemos, por ejemplo, en una persona que ha tenido que abandonar su país debido a un conflicto armado, una dictadura o la pobreza extrema. Para alguien que ha perdido su hogar, su trabajo y quizás parte de su familia, la búsqueda de la felicidad puede tomar un sentido muy distinto: ya no se trata de alcanzar un ideal placentero, ahora se trata de encontrar algo de estabilidad, de reconstruir su vida, de recuperar la dignidad. ¿Puede esa persona buscar la felicidad? ¿O lo urgente es sobrevivir, actuar éticamente, en medio del sufrimiento, sin la promesa de una vida feliz? Este ejemplo es real. Y me obliga a mirar la pregunta con más profundidad. En este sentido, la ética no puede presentarse como una teoría, debe enfocarse como un marco que ayude a actuar con humanidad, incluso cuando no hay certezas ni seguridades.
Quizás ahí se encuentre parte del valor de la ética kantiana: no busca garantizar la felicidad, pero sí da herramientas para no traicionarnos a nosotros mismos, para actuar con respeto, dignidad y coherencia, incluso en los momentos más difíciles que la vida puede ofrecernos. Tal vez, en la búsqueda de ese tipo de integridad, algunas personas encuentren también una forma de felicidad más duradera y auténtica.
En lo personal, esta reflexión me ha replanteado la forma en que entiendo mis propios deseos y mis propias decisiones. He comprendido que no siempre lo que me hace sentir bien es éticamente correcto, y que muchas veces actuar por deber requiere ir contra la comodidad, contra el deseo inmediato o incluso contra lo que esperan los demás de mí. No ha sido fácil, ni mucho menos. El hecho de poder asumirlo ya es difícil y eso me enorgullece porque estoy creciendo en este sentido. Ahora bien, no estoy seguro de si la felicidad debe ser el objetivo de nuestra vida, al menos no entendido como placer o satisfacción personal. Lo que sí sé es que necesitamos una ética que nos oriente, incluso cuando la felicidad parece lejos. Porque, aunque no podamos elegir siempre lo que nos ocurra, sí podemos elegir cómo responder, cómo tratar al otro o cómo pensar sobre aquello.
Quizá más que responder con un "sí" o un "no" a esta pregunta, lo importante sea formulándola con honestidad y apertura. Preguntarnos por la felicidad desde la ética nos obliga a mirar más allá de nosotros mismos, a repensar lo que valoramos y cómo vivimos. Y en esa búsqueda inquieta, pero profundamente humana, tal vez encontremos no una respuesta final, pero sí que merezca la pena recorrer.