Aunque no existe un consenso absoluto, muchos expertos consideran que Uruk (actual Warka, Irak), en la antigua Mesopotamia, fue la primera ciudad en contar con un recinto amurallado, entre los milenios IV y III a.C. Esta ciudad estaba situada entre los ríos Tigris y Éufrates, unos 300 kilómetros al sur de la actual Bagdad.
El surgimiento de las ciudades está estrechamente vinculado al desarrollo de la agricultura excedentaria, la aparición del derecho de propiedad y el comercio. Estos factores favorecieron la creación de sociedades con alta concentración de población, lo que a su vez impulsó la necesidad de construir defensas perimetrales para protegerse de amenazas externas.
Desde sus inicios, la historia de las murallas refleja el eterno pulso entre los avances en armamento ofensivo —como lanzas, arcos y espadas— y las innovaciones en elementos defensivos —como escudos, armaduras y fortificaciones—.
Inicialmente, las murallas surgieron como respuesta frente a los ataques de grupos nómadas de cazadores-recolectores, que asaltaban asentamientos sedentarios en busca de alimento, metales y esclavos. Con el nacimiento de los primeros imperios organizados, las murallas continuaron siendo indispensables para resistir las amenazas de ejércitos enemigos.
Aunque los romanos no inventaron las murallas —ciudades como Troya o Babilonia ya disponían de fortificaciones mucho antes de la fundación de Roma—, su gran aportación fue perfeccionar las técnicas constructivas heredadas de pueblos como los griegos y etruscos. Gracias a su talento para adaptar y mejorar conocimientos ajenos, Roma logró desarrollar sistemas de defensa perimetral mucho más resistentes y eficaces.
El proceso de construcción comenzaba con la planificación del trazado de la muralla. Luego se excavaban los cimientos hasta alcanzar suelo firme o roca, y se rellenaba la zanja con piedra para lograr una base estable. Sobre ella se asentaban las primeras hiladas de grandes bloques de piedra, utilizando una técnica conocida como opus quadratum, donde las piedras se disponían alternadamente a "soga y tizón" para reforzar la estructura.
Se levantaban dos muros paralelos separados por entre 3 y 5 metros, conectados perpendicularmente por muros de piedra. El espacio entre ambos se rellenaba con piedras, tierra compactada o con el famoso opus caementicium, una forma de hormigón romano.
Las murallas solían alcanzar una altura de 8 a 10 metros hasta las almenas, aunque en el caso de las torres podían ser aún más altas. Algunas torres se construían huecas y techadas a partir del adarve.
En su tratado Los Diez Libros de Arquitectura, Vitruvio describe cómo debían diseñarse torres y murallas:
Los cimientos debían ser profundos y sólidos, adecuados al tamaño de la construcción.
La distancia entre torres debía permitir que un proyectil, como una flecha, pudiera cubrir el espacio entre ellas para facilitar la defensa conjunta.
Las torres debían ser redondas o poligonales en lugar de cuadradas, ya que los arietes enemigos podían destruir fácilmente las estructuras angulosas
Entre todas las mejoras que los romanos incorporaron, destaca el uso del cemento puzolánico (pulvis puteolanus), un material capaz de fraguar incluso bajo el agua. Aunque los romanos no entendían completamente su comportamiento químico, este descubrimiento transformó la ingeniería de su época.
El cemento puzolánico permitió la construcción de estructuras monumentales, como cúpulas, muros, puentes y acueductos. Muchas de estas construcciones, como el Panteón de Agripa, han resistido el paso de los siglos mucho mejor que muchas de nuestras obras modernas.