Inés Fernández Ortega
Vacío. No había nada en él. Para todo escritor, verse delante de un folio en blanco esperando a ser bañado en la tinta de sus palabras, es un apabullante desafío. Todos los escritores se han encontrado en este mismo dilema varias veces, pero lo que marca a un buen escritor es la capacidad de poder rellenarlo, convirtiendo las palabras en experiencias, los espacios en silencios desgarradores y las hojas en sueños.
Para ese folio no parecía haber nada capaz de rellenarlo. Solo había un vacío tan grande que penetraba en el interior de cada palabra escrita sobre él, haciéndola pedazos en cuestión de segundos. Y así nuevamente volvemos a encontrarnos frente al mismo folio, vacío.
Trataron de escribir millones de palabras, pero ninguna parecía la correcta.
Tras un largo esfuerzo por encontrar aquella palabra capaz de romper el silencio del folio, pasaron años. De hecho no fueron solo años, sino siglos, y aun así no había ninguna palabra válida.
Un buen día, antes de que apenas el sol hubiera terminado de bañar con su luz aquella ciudad, alguien volvió a intentar escribir en el folio. No se sabe el autor de las palabras, pero lo que sí que se puede asegurar es que después de todos los años que han pasado las palabras siguen intactas en el folio anónimo.
No hay que buscar unas palabras que encajen en el folio, sólo unas que encajen en ti.