La arquitectura romana no nació de la nada: fue el resultado de siglos de adaptación, conquista e innovación. Desde los primeros templos de la República hasta las gigantescas obras del Imperio, los romanos supieron combinar influencias etruscas y griegas con sus propias soluciones técnicas. Esta evolución no solo transformó el paisaje urbano de Roma, sino que sentó las bases de la arquitectura occidental.
Los romanos revolucionaron la arquitectura con el uso del arco, la bóveda y el hormigón (opus caementicium), permitiendo estructuras más grandes, resistentes y versátiles, como el Panteón o las termas.
Roma adaptó los órdenes griegos (dórico, jónico y corintio) y creó dos nuevos: toscano (inspiración etrusca) y compuesto (mezcla jónico-corintia). Estos elementos se usaban para dar identidad y carácter a sus edificaciones.
A pesar de su monumentalidad, muchas construcciones romanas estaban pensadas para la comodidad humana. Termas, villas y teatros fueron diseñados para ser funcionales y agradables para sus usuarios.
El redescubrimiento de los textos de Vitruvio durante el Renacimiento reavivó el interés por la arquitectura clásica. Su influencia llegó hasta el siglo XX, inspirando a arquitectos como Le Corbusier.