El mismo sol
se asomó esa mañana como
lo había hecho por milenios.
Su luz intensa y su calor abrasador
interrumpieron el sueño de Lila y Ana.
Sus vidas estaban separadas en el
tiempo por millones de días pero
sus preguntas eran muy parecidas.
Lila, con su mirada inocente,
se preguntaba por qué el sol
aparecía cada mañana por un lado
y se ocultaba por la noche
por el otro lado.
Ana, con su curiosidad despierta,
se cuestionaba por qué el sol estaba allí
y cómo hacía para calentar tanto.
Lila había escuchado
que el sol era el que se
movía en el firmamento.
Mientras jugaba cerca del fuego,
imaginaba que los dioses
lanzaban flechas de fuego
al cielo para crear el sol.
Esta era la explicación que
se contaba en su pueblo.
Ana había aprendido que la que
daba vueltas era la Tierra cada día.
Mientras tostaba un pan, se imaginaba
que el sol era una gigantesca bola
de fuego que emitía luz y calor debido
a una reacción nuclear en su interior.
Esto le decían los libros
de su biblioteca.
Y cuando el sol dejó que
las estrellas pintaran el cielo,
la imaginación también se
encendió en ambas épocas.
Lila creía que las estrellas eran
antiguos guerreros convertidos
en espíritus guardianes.
Ana imaginaba que las estrellas
eran soles como el nuestro
pero muy lejanos en el espacio.
Finalmente,
llegó la hora de dormir y las
niñas, cada una en su tiempo,
se acomodaron en sus camas.
Con sueños llenos de preguntas
y teorías, se quedaron dormidas.
Dos mentes en busca de respuestas,
unidas por la eterna inquietud
del conocimiento.
El sol, al día siguiente, sería el mismo
y la curiosidad infantil también.
Texto: Guillermo Ramírez
Ilustración: El Chato Pachanga