EL CAPITÁN ARAÑA (novela galardonada)

Novela galardonada con mención de honor en el IX CONCURSO INTERNACIONAL DE NOVELA CORTA 2015 por Ediciones Mis Escritos, Argentina: http://www.misescritos.com.ar/finales2015_novela.htm

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el capitán araña, novela corta galardonada de abel carvajal

RESEÑA: La novela breve EL CAPITÁN ARAÑA fue reseñada por el profesor, periodista y viajero colombiano Juan Gonzalo Betancur en su interesante sitiohttp://www.bajandoelmagdalena.com/la-novela-del-capitan-arana-y-sus-aventuras-en-la-lancha-moralita/

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A continuación los primeros capítulos de

EL CAPITÁN ARAÑA


©Abel Carvajal, 2014. Derechos de autor reservados. Ilustraciones por el autor, así como las intervenciones y restauraciones de las fotografías.

A mis queridas tías Aluvia y Lucila Carvajal Botero

Y a quienes aman los ríos

“Cuantas más leyes y prohibiciones hay en el mundo, más pobre y mísero será el pueblo. Cuantas más armas tenga el imperio, más desorden y confusión habrá en el pueblo. Cuantas más artes e industrias tenga el pueblo, más cosas inservibles e inútiles habrá. Cuantas más órdenes y leyes dicten los gobiernos, más salteadores y ladrones habrá”

Lao Tse (Tao Te King)

CAPÍTULO 1

Contaba mi padre que hace tiempo navegaba por el Magdalena una gran lancha que transportaba ganado y otras mercancías, era la lancha del capitán Araña. Es su historia la que me propongo narrar.

De su verdadero nombre sólo sé que se llamaba Alfonso, pues mi padre cuando se encontraba con él le decía tocayo, pero nunca supe su apellido. De sus orígenes una vez escuché que nació a orillas del río Cauca cerca a la antigua población de Santa Fe de Antioquia, en el año en que estalló la gran depresión económica en los países del norte y de cuyo coletazo no se salvó Colombia, 1929. Hijo de un pescador, chalupero o algo parecido, el que años después se trasladó con su familia al municipio antioqueño de Sopetrán donde había heredado una finca. Viviendo allí sus años de adolescente. Estudió en la escuela pública, y entre juegos y expediciones juveniles por entre aquellas admirables montañas cultivó amistades y muy seguramente saboreó la miel de los primeros amores.

También aquellos amigos le endosaron el apodo con que se le conocería toda la vida: Araña. Por un inocultable lunar parduzco que le cubría desde el lado derecho de la nuca hasta la terminación del lóbulo de la oreja del mismo lado, un tatuaje perfecto de un arácnido que la naturaleza le dibujó como marca de nacimiento y presagio del legendario hombre en que se convertiría.

Sin embargo, para él la verdadera marca fue el haber nacido en la ribera de un caudaloso río como lo es el Cauca. Pues quienes tenemos el privilegio de haber nacido o sido criado al lado de un río, sentimos y sabemos muy en el fondo de nuestros corazones que el espíritu del agua nos imprime su huella para siempre. Haciéndose inevitable, cuando nos alejamos por mucho tiempo, el dejarnos sumergir por los recuerdos del río que nos amamantó y bañó con sus aguas, más si en él nadamos y jugamos en la infancia o juventud.

Así, que un día, cuando se llega a la edad de decidir y de vencer el miedo al destete de la familia, Araña, previendo un futuro ingrato en la finca de su padre al que cada vez le era más difícil sostener a su familia compuesta por una envejecida madre, él y un número indeterminado de hermanos más, decidió que su destino no sería el mismo de su ajado padre. Imitando a algunos de sus amigos y paisanos, empacó su escasa ropa, rápidamente se despidió de todos y se subió al bus escalera que partía esa mañana rumbo a Medellín para después en la estación del ferrocarril subirse a un tren rumbo a otro valle. Uno tan inmenso, agreste y caluroso como no lo imaginaba, un valle de majestuosos atardeceres formado por un ancho, caudaloso y profundo río. ­

CAPÍTULO 2

Poco antes de morir la hermana mayor de mi padre, ya nonagenaria, me entregó un extraño manuscrito de hojas amarillentas, que por el tipo de letra se podía ver que fue escrito en una de esas antiguas máquinas de escribir, con excelente ortografía y aceptable gramática, por lo que deduje a un autor bien educado o por lo menos frecuente lector.

[1]

Se trataba de, ¡no lo podía creer!, la bitácora de la lancha Moralita.

Tal vez lancha es un término muy ambiguo, lo más apropiado sería describirla como un remolcador con motor diesel que usaba un combustible también llamado “acpm”, el que navegaba empujando un inmenso planchón con una compartimentada jaula de hierro para cargar semovientes y otras mercaderías. Pero así, lancha, es como se le denomina comúnmente a este tipo de embarcación fluvial, por lo que así la seguiré llamando a lo largo de esta narración.

Y precisamente la lancha Moralita era la del capitán Araña, cuya bitácora él mismo mecanografió. Algo insólito, pues nunca supe que se acostumbrara llevar bitácora en naves fluviales, menos en aquellos días. ¿Y por qué no la había escrito a mano alzada en algún vetusto cuaderno como se hubiera esperado? Sería que no le gustaba su caligrafía o tal vez se topó con alguna Remington cuya letra de molde lo sedujo… Finalmente había llegado un preciado material a mis manos con el que podía construir, junto con lo que le había escuchado a mi padre más cientos de preguntas con que asolé a mi tía en sus últimos días, esta historia.

Antes, como dato curioso, debo mencionar que la bitácora nunca la firmó con su nombre de pila sino como “Cap. Araña”. Mi tía nunca pudo acordarse con certeza siquiera del primer apellido de este misterioso capitán de río, aunque pude haber investigado en notarías, pero opté por dejar en el olvido sus apellidos como creo él lo hubiera preferido.

Volviendo a donde quedamos. Él llegó en el tren a Puerto Berrío y, como el primer beso, quedó calado por el Río Grande de la Magdalena. De inmediato abordó una chalupa de línea hacia el destino final.

Arribó así a Barrancabermeja justo en la mitad del siglo XX, una tarde del mes de junio de 1950.

Antiguamente un rancherío de la comunidad indígena Yariguíes conocido como Latora (o Latocca) a orillas del que llamaban río Yuma, hoy río Magdalena, del que el primer español que divisó aquellas “barrancas bermejas” el 12 de octubre de 1536, Diego Hernández de Gallegos, informó a su comandante Gonzalo Jiménez de Quezada, quien tomó posesión en nombre del Rey. Aquellos promontorios rojizos, quizás con el auxilio de sus escasos habitantes, sirvieron de bastión para la recuperación de las agotadas huestes expedicionarias de este conquistador, para después desde allí iniciar la expedición que sometió al numeroso pueblo Chibcha que concluyó con la fundación de Santafé de Bogotá en 1538.

Ya para el año en que llegó nuestro personaje era el importante puerto de Barrancabermeja, al que tres palabras que comparten la misma inicial la describían: PETRÓLEO, PLATA Y PUTAS. Así, con mayúsculas. Sobra decir que la primera en abundancia trae como consecuencia la segunda y ésta la tercera, o más bien las terceras, en igual abundancia.

[2]

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Los antioqueños tienen la característica de apoyarse unos a otros, aún más si se encuentran fuera de su tierra, seguramente porque sus ancestros descubrieron la importancia de la colaboración mutua para sobrevivir o al menos tener una vida más llevadera mientras colonizaban sus agrestes montañas. Y Araña igualmente contó con el apoyo de sus paisanos cuando se les apareció más pelado que pepa de guama, con una mano por delante y otra por detrás, o para ser claro, con muchas ilusiones y el estómago vacío.

Pronto fue enganchado en la petrolera, una de las tantas de la multimillonaria familia Rockefeller, Tropical Oil Company. Cuyos más importantes cargos eran ocupados además de los gringos por varios antioqueños, reputados por su laboriosidad y emprendimiento. Su nuevo oficio lo asentó en el río, casualmente al igual que el primer trabajo de su padre, como chalupero. Para quienes no están familiarizados con el término, significa navegar una chalupa o un bote con motor fuera de borda, al que los lugareños también llamaban un Johnson por la marca del motor.

Araña, en uno de las tantas chalupas de la Compañía debía transportar todos los días a los trabajadores hasta los diversos campos petroleros a lo largo del río. Llevarlos en la mañana y recogerlos al final de la tarde a los más cercanos, a los más lejanos días después. Igualmente acarrear insumos, materiales, herramientas y alimentación. Labor sin tregua, a pleno sol y calor. Por lo que no tardó en comprar un sombrero aguadeño, conocido también como sombrero Panamá, afamado sobrero blanco hecho de fibra de palma que se popularizó por su uso entre los ingenieros, supervisores y trabajadores durante la construcción del gran canal, pese a que era hecho en Colombia y diseñado originalmente en Ecuador[3], siendo los mejores los fabricados a mano en el municipio de Aguadas. Como acotación, el sombrero aguadeño fue el principal producto de exportación de Colombia entre finales del siglo XIX y principios del XX, incluso por encima del café. ¿Cómo les parece? Un sombrero cuya popularidad se la dio Panamá, era fabricado en Colombia y había sido diseñado en Ecuador. ¡Y que digan que América Latina sólo está unida por el idioma y la religión!

Se convertiría el sombrero aguadeño en uno de sus dos mejores compañeros de trabajo. El otro era el indispensable poncho[4], que le servía de cobija cuando debía dormir en el bote por trabajos extraordinarios en los pozos, también para protegerse del viento frio del amanecer, de la lluvia y de los inmisericordes zancudos, así como para secar el sudor de su frente en los días más calurosos. Dos implementos de su atuendo que siempre lo caracterizaron.

[5]

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Así transcurrieron los primeros cuatros años de su nueva vida. Como chalupero de la petrolera recorrió río arriba hasta Puerto Nare y río abajo hasta más allá de El Banco sin adentrarse en la gran depresión monposina. Frecuentó pequeños puertos y caseríos como Cantagallo, Puerto Wilches, San Pablo y Morales. Conoció todo meandro y en dónde se formaban los peligrosos remolinos, observó por dónde aparecían las crecientes que arrastraban troncos y material vegetal, memorizó los traicioneros playones más escondidos, descubrió las bravas corrientes ocultas que sacaban a flote hinchados cadáveres de animales y humanos (asesinados la mayoría), así como también cuáles orillas arborizadas debían evitarse por ser el hogar de cientos de culebras, cuyas variedades más venenosas él llegó a diferenciar con exactitud. ¿Quién le enseñó? Nadie. Los muchos errores que cometió, las incontables varadas, un par de volcadas, un naufragio en el que gracias a otro chalupero pudieron ser rescatados los pasajeros, él y la chalupa aunque se perdió el motor, y la casi mortal mordida en el cuello de una serpiente “talla X” cuando pasó demasiado cerca de una orilla con árboles frondosos. Le enseñó a navegar el río Magdalena la mejor profesora que podía tener, la implacable experiencia. Nunca se le ahogó un pasajero aunque no pocos fueron a dar de narices al río, ninguno sufrió un accidente grave, ni mordidas de víboras, no obstante algunos sí se llevaron más de un buen susto.

Durante esos cuatro años maduró como hombre, como un marinero de río, ¿o debería denominarlo como un “rionero”?, ¡no, horrible! Mejor continuemos. Araña se convirtió en un hombre hecho y derecho, al que la experiencia también le enseñó a cuidarse de las malas amistades, de las malas mujeres, de los malos negocios, de los hombres malos, pero sobretodo de las buenas putas, las que encoñan (¡perdón!). Es que no puedo dejar de referirme a esta última cuestión en términos proverbiales de marinería de agua dulce con la frase “pelo de cuca jala más que guaya de grúa”.

Y es que con, o por, una irresistible damisela empieza la leyenda del Capitán Araña.

¡Ah, casi lo olvido! En las novelas muchos autores acostumbran describir el físico del protagonista, ya saben, que de mediana estatura, que tenía ojos verdes, piel parduzca, nariz aguileña, etcétera. Pero no estoy seguro que ésta sea verdaderamente una novela, al mismo tiempo quiero darle a mis manos la libertad de escribir esta historia como les venga en gana, libre de cánones o códigos estilísticos, hasta haré caso omiso de un par de reglas gramaticales que el lector pronto descubrirá. No pretendo concursar por un, para mí, inalcanzable premio literario. Por lo demás prefiero dejar a la imaginación de las lectoras y lectores cómo era el legendario Capitán Araña. Cosa que me sirve para justificar mi estilo “muellero”.

Sólo sabrán ustedes de su característico lunar en la nuca y que él usaba poncho y sombrero aguadeño. También pueden ya calcular su edad a lo largo de la narración. No obstante seré generoso con las curiosas lectoras, Araña era como decían las señoras de Medellín en aquellos días “una estampa de hombre” o “un hombre muy bien parecido”.

[6]

BITÁCORA

Viernes 16 de julio de 1954.

Ubicación: En puerto, El Banco.

Clima: caluroso y despejado, como en toda la semana.

Madrugamos y compramos un planchón ganadero de segunda en muy buen estado, al que le habíamos echado el ojo hace varios días. A partir de hoy día de la Virgen del Carmen somos dueños de una lancha completa. A Ella queda entonces encomendada nuestra lancha y nosotros. Esperemos a que nos ayude a salir adelante, pues quedamos empeñados hasta el culo[7].

Abordamos la lancha remolcadora a eso de las 11 de la mañana. El turco y yo no nos cansamos de ver letra por letra el nuevo nombre recién pintado: Moralita. Aunque ponerle el nombre de aquella inolvidable mujer que nos unió en tan peligrosa circunstancia no sé si sea bueno. Espero que la Virgen no se moleste.

Quedó como nueva. Fue un acierto el haber mandado a pintarla de color verde con anchas franjas naranja, pues si lo hubiéramos repintado con el mismo rojo anterior, nos convertiríamos en sospechosos de ser liberales, y, si lo pintamos de azul en sospechosos de ser conservadores. ¡Maldita violencia política! Aunque me gusta el color verde y siento que el naranja nos traerá buena suerte.

Cargamos combustible. El motor encendió muy bien.

Partiremos mañana temprano a enganchar el planchón. Nos dicen que allá encontraremos tripulantes, porque aquí en el puerto no encontramos ninguno. Necesitamos un grumete urgente. Al maquinista lo veo muy viejo y lo pillé escondiendo unas botellas de ron entre los baúles de herramientas y repuestos. Veremos cómo nos sale este gago.

Hoja 1. ¿Sería que el capitán Nemo escribía la bitácora del Nautilus así?

CAPÍTULO 3

El corpulento texano cayó al agua sin tener tiempo de reaccionar. Con el pie izquierdo aún sobre el muelle y escasamente poniendo el pie derecho sobre la chalupa cuando, por un brusco movimiento, ocasionado por la primera ola que dejó la estela de otro Johnson doble motor que acaba de pasar demasiado cerca, perdió el equilibrio y… ¡Splash!

El lanchero en la proa, quien en un comienzo al abordar la chalupa le había estirado su mano pero que se la había rechazado con uno de sus acostumbrados gestos de vaquero macho, sin tiempo que perder le arrojó un lazo con una rueda salvavidas atada en el extremo. Para su desgracia, fue a dar en toda la cara del gringo casi noqueándolo. Los demás pasajeros, trabajadores todos de la Compañía, estallaron en carcajadas.

El rubio texano, temido y odiado supervisor de perforación quien nunca dejaba de machacar sobre las maravillas de la industria y las proezas en los rodeos de Texas, ahora escupía groserías en inglés además de agua. Estaba rojo de la ira y no dejaba de mirar como un toro embravecido al preocupado johnsista, a quien el temor lo hizo alejarse hacia la popa en vez de ofrecerle de nuevo la mano.

Apenas si pudo subir su pesado cuerpo por la borda del bote. Necesitó la ayuda de cuatro trabajadores más, lo que golpeó más su ego que su costillar.

El furioso supervisor se puso de pie más mojado que un bocachico en medio de la todavía tambaleante chalupa y sin pensarlo se abalanzó contra el joven lanchero, pero éste, o sea Araña, lo burló ágilmente como un diestro torero pero sin capote, cayendo de nuevo a las aguas del Magdalena.

Más risas. Exacerbadas, porque por fin los trabajadores veían la deseada venganza contra el maldito supervisor opresor y peor, un “yanqui explotador”, de acuerdo al discurso antiimperialista del incipiente movimiento sindicalista de la época, el que pocos años más tarde sería permeado por ideales marxistas excitados con el triunfo de la revolución cubana. Ideales, o idealismo para ser más exacto, que haría que hasta más de un cura iluso se arremangara la sotana para meterse al monte con un fusil, remedando a los barbudos que “liberaron” a los cubanos.

El único que no reía era el torero, digo, el chalupero. No era pendejo, sabía que saldría como un matador triunfador en hombros, pero sin empleo. Así empezó aquel nefasto día.

El texano esta vez nadó hacia la escalera de concreto del muelle, salió por sus propios medio raspándose panza y rodillas. Más que caminar corría, ¿a dónde?, en dirección a la oficina de Personal. ¡Donde manda capitán no manda marinero! Aplicaría su última arma más temida, hacer despedir fulminantemente al… Ya imaginan el resto.

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Esa noche en la cantina de la calle novena cerca al muelle, que frecuentaba con el mono Sevillano, su mejor amigo y paisano de Sopetrán, decidió emborracharse como pocas veces lo había hecho Araña en su vida. Exclamó –Fue algo injusto.

Sevillano levantó la copa y brindó –¡Por un futuro mejor!

Tratando de consolarlo, pese a que en su interior dudaba de que existiera algo mejor que trabajar para la petrolera norteamericana que pagaba jugosos sueldos.

El ahora exjohnsista de la flamante Tropical Oil Company, llamada entre sus obreros y empleados simplemente como la Troco, replicó zampándose el primer aguardiente doble con cara de triple –Ahora qué voy a ha…

Lo sorprendieron por detrás levantándolo cinco forzudos perforadores sobre sus hombros tal cual triunfador de la faena de esa mañana. Hicieron tanto algarabío que el cantinero dueño empuñó instintivamente el cuchillo carnicero de ocho pulgadas que escondía bajo el mostrador, el que en más de una ocasión había tenido que blandir ante los frecuentes conatos entre sus rudos clientes, la mayoría causados por disputas por alguna puta y hasta entre las mismas putas. (Me sabrán excusar, pero es que no imagino a obreros, marineros y cantineros hablando en términos de damiselas, cortesanas, rameras, prostitutas o mujeres de vida alegre. Aparte de que no podrán negarme la placentera libertad de utilizar este adjetivo y más que casi me salió en verso).

Barrancabermeja siempre ha sido un caldero multicultural y en la mitad del siglo XX aún más. Lo de caldero por el calor sofocante, visítenla y sabrán de qué hablo. La diversidad cultural porque allí llegaban, y llegan, gente de todos los rincones del país y del extranjero. Pero en aquellos años predominaban además de los paisas o antioqueños, los alegres costeños, los elegantes rolos[8], los bravos santandereanos, uno que otro aventurero caldense y por supuesto los naturales, los barranqueños[9], que como resultado tenían, culturalmente formulando, más o menos un 40% de costeños más un 25% de antioqueños más un 20% de santandereanos más un restante 15% de los demás colombianos. Eso sin contar los norteamericanos. Aunque para hacerle honor a la verdad, se mantenían tan aislados en los horarios extralaborales en sus enmallados barrios prefabricados con bien podados jardines así como en el club de golf, que poco o nada penetraron la cultura nativa, excepto las nativas que terminaron inocultablemente preñadas.

De modo que esa noche en la cantina, entre el humo de los cigarrillos y el olor a aguardiente y ron, se oían acentos tan dispares como el de un currambero[10] alegando con un encrespado opita[11], o el de un pastuso contándole chistes de su región a un grupo de desconfiados boyacenses con los que departía en su mesa. Se escuchaban regionalismos como “¡eche, no joda!” o “¡no me crea tan pingo!” o “¡ave María purísima!” o “¿ala, su merced podría…?” o “¡huy mano, venga!” o “¡está culimbo!”. Claro que otros clientes estaban ocupados en menesteres más placenteros con jóvenes damas (para que no me tilden de chapucero) entre sus piernas, venidas también de diversas regiones a desempeñar el oficio más antiguo… ¡Huy manitos, me desvié demasiado, qué pena!

Regresemos pues a la escena con los trabajadores petroleros en la cantina que llevaban en hombros a su campeón:

Araña gritó –¡Bájenme! ¡Suéltenme! ¡Eh, ave María! ¿Les causa gracia que perdí mi trabajo tan injustamente? Entonces invítenme una botella de aguardiente, o mejor, consíganme otro empleo.

Lo bajaron de inmediato ante el justificado enojo de Araña. Uno a uno se fueron alejando balbuceando excusas, pero teniendo cuidado de no ofender a su antes compañero lanchero. Se enteraron en ese instante del triste desenlace del evento de la mañana.

Iracundo todavía, llevándose las manos a la pretina del pantalón y con ambos dedos índices señalando hacia sus genitales, les gritó –¿Ahora sí me sueltan? Me celebran que le hice al hiju…ta[12] gringo lo que ustedes querían hacerle pero que no se atrevían por falta de huevas… ¡Y ni un trago son capaces de invitarme, malparidos[13]!

¡Hayyyyy… qué tan grosero es este escribidor! ¿Qué hago entonces? Ésta es una novela de río no una sobre clubes de la crema y nata de la sociedad. ¿Acaso imaginan a un iracundo chalupero escupiendo insultos como “tonto”, “imbécil”, “bobo”, “cretino”, “idiota” o “estúpido”, sea en singular o en plural? “¡Ayayay, a ese tal Araña se le moja la canoa…! ¡Batea para el otro equipo!” Sería lo primero que ustedes pensarían si escribiera los diálogos en estos términos, ¿o no? De todos modos, y para que no me censuren, evitaré a partir de aquí lo soez, pero después no me califiquen la novela como de señoritera.

Sigamos pues.

Sevillano, quien ocupaba un cargo de cierta importancia en la Troco y al que todos llamaban así por su apellido, anticipando una pelea segura, trataba de calmarlo.

Los burleteros compañeros testigos del incidente, apachurrados por lo que se acababan de enterar, consideraron que Araña había pagado un alto precio por algo de lo que no era culpable, así que se hicieron los bobos y le dieron la espalda, ninguno le respondería, sería demasiada crueldad si lo cascaban para rematarle tan desgraciado día.

Cosa diferente pensaba otro par de sujetos mal encarados que entraban justo en ese momento a la cantina.

[1] Máquina de escribir Remington de 1955.

[2] Refinería de Barrancabermeja. Foto de autor desconocido, tomada en los años 50s.

[3] La llegada del ecuatoriano Juan Crisóstomo Flórez al municipio de Aguadas, en el Departamento colombiano de Caldas, en 1860, dio origen a la industria del sombrero aguadeño. Cuenta la historia que el forastero procedente de Cuenca, trajo un sombrero tejido en fibra extraída de la palma de iraca, lo desbarató y con él enseñó a algunas humildes señoras el secreto de su tejido…

[4] Manta o ruana tejida de algodón, con una abertura en el centro por el que se introduce la cabeza de modo que cuelgue de los hombros cubriendo espalda y pecho llegando hasta la cintura. Prenda típica de Colombia. A propósito, la palabra ruana viene del francés Rouen (la ciudad donde nació Flaubert), parece que en alguna época trajeron paños de Rouen e hicieron ponchos que llamaron ruanas.

[5] Foto de autor desconocido, posiblemente tomada en los años 40s. Transporte sobre rieles entre El Centro y la refinería de Barrancabermeja, de la Troco.

[6]Planchón y lanchas en el dique seco de la Troco en Galán, Barrancabermeja. Fotos de autor desconocido, tomadas posiblemente en los años 40s.

[7] Originalmente estaba escrito así, pero alguien agregó con lápiz las letras “e” y “l” para que se leyera “cuello”, quizá el mismo capitán Araña en un posterior acto de contrición.

[8] Término coloquial para designar a los bogotanos y cundinamarqueses.

[9] Algunos discuten que el gentilicio correcto es “Barramejo”, ¡qué esperpento! Para los lingüistas “alegones”, a los del municipio de Barrancas en la Guajira se les dice “Barranqueros”. ¡Y por favor, no metan a la Real Academia Española en esta discusión tan parroquial, eh!

[10] Oriundo de Barranquilla.

[11] Oriundo del hoy Departamento de Huila, antes perteneciente al Tolima Grande.

[12] Contracción de “Hijo de p…”, pero dicho con ganas en Colombia. Expresión de la que hoy en día abusan muchos muchachos para lucir muy machitos y las muchachas para parecerse a los muchachos, ¡qué confundidos están!

[13] Dícese del sujeto que, al momento de alumbrarlo su madre, nació con dificultad. Término peyorativo… ¡Que algunos se merecen, carajo!

Continúa...

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Mateo Leví - Editor

mateolevi@gmail.com