La cabaña del Km 1
Silvia y yo nos casamos el último día de febrero de 1980, si mal no recuerdo. Le voy a preguntar a ella, porque los hombres no solemos ser demasiado buenos para recordar esas fechas... Las circunstancias de cómo llegamos a ese punto podrían ser el tema de unos cuantos capítulos, pero eso quedará para otro momento más adelante, o tal vez para nunca, el tiempo dirá.
Lo que quiero contar, tratemos de enfocarnos, es algo maravilloso, por llamarlo de alguna manera, que ocurrió a principios del invierno de ese año. Pero tengo que darles un poco de contexto para que se entienda.
Al casarnos, mis posesiones se limitaban prácticamente a la ropa que llevaba puesta, y algunas mudas más, no muchas. El motivo de eso también sería largo de contar. Silvia vivía con su mamá, Eva Monfredini y su hermano, Aldo Monfredini y tenía un fitito azul. Así que como el fitito era demasiado estrecho como para que viviéramos en él, más considerando que en ese tiempo yo medía 1,97 (con el pasar de los años ahora mido 1,92...), después de una luna de miel de dos noches, regalo de Aldo, el hermano de Silvia, nos instalamos en la casa donde ellos vivían, en la calle Frey, a media cuadra de la Catedral.
Era toda una historia, porque dormíamos en el comedor, improvisando cada noche una cama de dos plazas sacando una cama de esas plegadizas de abajo de otra que funcionaba como sofá durante el día. No era lo que se puede decir una situación cómoda. Silvia trabajaba como maestra jardinera en el Jardín de infantes Las Hormiguitas, de la calle Güemes y yo en ese momento no tenía trabajo, excepto ayudar cuando hacíamos cotillón por encargo para fiestas de cumpleaños. Al poco tiempo comencé darle clases de flauta dulce a mi primer alumno, cosa que también merece un capítulo aparte.
Un día, no recurdo cómo, nos enteramos de que había una cabaña para alquilar en el Km 1 del Faldeo, fuimos a verla y nos gusto. Richard Klugg, el dueño, nos dijo que costaba 50 dólares y que teníamos que dejar 50 dólares de depósito. Hoy me enteré de que por suerte nos decidimos pronto, porque ayer, en la publicación que hice de la foto de la cabaña, Ricardo Papa me contó en un comentario que esa misma tarde él fue a ver la misma cabaña, porque se había casado hacía poco tiempo y estaba buscando vivienda. Pero Klugg le dijo que una pareja había ido a ver la casa y que iban a confirmar al día siguiente. Las cosas que uno viene a enterarse 44 años después, no?
Bueno, la cuestión es que nos mudamos a la cabaña, ya estaban empezando los fríos y el único abrigo que yo tenía era un sobretodo largo que había recibido de mi hermano mayor, nada apropiado para los inviernos barilochenses. Entonces Silvia me dijo —tenés que comprarte una buena campera de abrigo. Yo le contesté que no teníamos dinero para pagarla, pero ella me insistió —lo que no gastemos en abrigo lo vamos a tener que gastar en remedios.
Así que me fui a Camperas Fritz, en la primera cuadra de la Calle Mitre. La primera que me probé me quedaba perfecta y era una maravilla, era una campera de duvet importada, creo que alemana. No sé si alcanzarán a dimensionar lo que significa para mí cuando digo que me quedaba perfecta, porque por mi tamaño, la ropa siempre me queda corta de mangas o de piernas. La campera era una belleza y sumamente abrigada, pero costaba algo que yo no podía ni soñar en pagar, así que lo descarté y me puse a recorrer todas las demás tiendas, pero en ninguna encontré algo de mi tamaño.
Cuando a la nochecita le conté a Silvia que no había nada que me quedara bien, ella tomó el toro por las astas y me dijo —vayamos a Camperas Fritz. En cuanto entramos, me volvieron a traer la misma campera. Yo dije, sí, esa ya la vi, es preciosa, pero no la podemos pagar. Pero Silvia llamó a Aldo, su hermano, que tenía una tarjeta de crédito, cosa rarísima en esa época, porque las tarjetas de crédito eran algo de las películas de gringos, o de gente de muchisimo dinero. Me parece que casi las únicas que existían eran Diners Club y American Express. Pero Aldo trabajaba en el Banco Italia, y estaba justamente a cargo de unña tarjeta nueva llamada Argencard, así que por supuesto tenía una. Así que vino, la pagó y nos fuimos con la campera. Yo estaba muy aflijido pensando en cómo íbamos a hacer para devolverle ese dinero. Pero Silvia me dijo — no te preocupes, que de alguna manera lo vamos a pagar.
Y aquí llego finalmente a lo que quería contarles. Era de noche y estaba nevando. Cuando llegamos a la cabaña en el dintel de la puerta había una tarjeta de un tal Juan de León, que quería que lo llamara por un trabajo.
Al día siguiente fuimos a verlo a un Hotel del centro de Bariloche, y nos contrataron a Alejandro Acosta Fox y a mí para tocar durante toda la temporada en el Hotel Catedral. Esa noche nos pasaron a buscar con un Renault 12 que tenía ruedas con cadenas, porque nevaba muchísimo. El hotel tenía un nuevo gerente, un suizo que acababan de contratar. Nos dijo que teníamos que tocar caminando entre las mesas del restaurant y nos dio unas túnicas verdes que tenían apliques de pasamanería, y que nos daban un cierto aire tirolés.
Empezamos esa misma noche y la reacción del público fue fantástica. A la gente le encantaba y a nosotros también. El repertorio, como les contaba en otra publicación, lo fuimos armando en los viajes al Catedral, todos doblados en el asiento trasero del Renault 12, porque como tocábamos todas las noches y el publico se renovaba recién después de una semana, no podíamos tocar siempre exactamente lo mismo.
El Hotel pagaba nos pagaba 50 dólares por semana a cada uno, exactamente lo que había costado la campera, así que a la semana siguiente pude devolverle el dinero a mi cuñado.
Así ha sido siempre mi vida. Por eso siempre he dicho que vivo de milagro, como Mr. Magoo, ese personaje de dibujos animados que no veía casi nada y que siempre se salvaba de milagro a último momento. Iba caminando por un décimo piso de un edificio en construcción y justo cuando estaba por dar un paso en el vacío pasaba un tablón y él seguía caminando. Cuando llegaba a la punta del tablón, justo estaba frente a otro edificio y seguía sano y salvo sin siquiera darse cuenta del riesgo que había corrido, se acuerdan?
Bueno, esa es la historia de mi vida. Y hasta aquí llega lo que quería contarles hoy.
Un abrazo grande.