Dr. Germán Iván Martínez Gómez
Escuela Normal de Tenancingo
Secretaría de Educación Pública
Resumen:
En este texto se apunta que la evaluación es un aspecto del proceso educativo y, por tanto, que se halla ligado a la enseñanza y al aprendizaje. Se aborda la naturaleza de la evaluación, sus tipos e importancia, y se recomienda hacer de ella una experiencia de aprendizaje.
Introducción
Es preciso iniciar nuestra participación enunciando una obviedad: la evaluación es un aspecto del proceso educativo y, por tanto, está ligado a la enseñanza y al aprendizaje. Es por ello, objeto de estudio no sólo de la Pedagogía sino de la Didáctica. Debemos, por tanto, dar pie a una exposición de ideas a partir del esclarecimiento de los términos que usaremos. Con ello buscamos dejar en claro, desde el inicio, lo que entendemos por las palabras que empleamos. Así, sostenemos que la Pedagogía es la ciencia que tiene por objeto de estudio la educación. De esta manera, confundir a una con la otra equivaldría a confundir el Derecho con las leyes; la Sociología con las sociedades, o la Ética con la Moral. Pensamos que es fundamental diferenciar la ciencia del tema, asunto, problema u objeto que estudio que ésta pretende dilucidar.
David René Thierry (2011:6) afirma al respecto:
La educación, asumiendo que ha sido resuelta la posibilidad de conocerla, es ¿estática o dinámica?, ¿un hecho o un fenómeno?, ¿un proceso o un sistema?, o bien es un todo integrado y delimitado al que denominamos realidad educativa. La realidad educativa incluye los hechos (estáticos) y los procesos (dinámicos) educativos que pueden conocerse directamente, no sin ser en cierta medida un capricho heurístico debido a los problemas no resueltos de la percepción humana, pero que también requieren de interpretación, lo que se facilita gracias a la hermenéutica, a la que debe acompañarse con una investigación exegética.
La realidad educativa es un sistema dinámico complejo, ¿quién dijo que era fácil educar y estudiar a la educación? […].
Efectivamente, la educación es algo dinámico, cambiante y complejo; ligado, como bien dice Octavi Fullat (2000) a una forma de ver el mundo (cultura), maneras de transformarlo (técnicas) y modos de instalarse en él (instituciones). Desde luego, toda educación parece estar vinculada a un modelo de ser humano y un ideal de sociedad (utopía) que, si bien no es existe, busca construirse. Por ello, el mismo Thierry (2011:4) asegura que “La educación es un acto humano intencional [pues] sólo puede hablarse de educar cuando alguien tiene la intención de aprender y alguien tiene la intención de enseñar; y ambos interactúan […]”.
Pero decíamos que afortunadamente existen varias maneras de acercarse al proceso educativo. Una de ellas se ocupa del fin, esto es, el qué, por qué y para qué del educar. Ella es la Filosofía de la educación. Otra se ocupa del marco económico, político, cultural, las estructuras escolares y las circunstancias concretas, es decir, del contexto; ella es la Sociología de la Educación. Pero si lo que nos interesa es conocer al sujeto ―el educador, el educando, el grupo―, nuestra reflexión se liga a la Psicología de la Educación. Por otra parte, si la pregunta es sobre qué debe versar la educación o puede darse, aquí entrarían diversas ciencias, pues cada una de ellas ha definido los contenidos que han de abordarse. Más aún, si nuestro interés se centra en el cómo de la educación, esto es, en los materiales, el tiempo, el ritmo de la enseñanza y el aprendizaje; si nos preocupa el método, la nuestra es una reflexión orientada no sólo a la cuestión metodológica sino a la Didáctica; y cabe decir que la evaluación tiene que vérselas con ella.
Desarrollo metodológico
Particularmente, la Evaluación Educativa se centra en constatar que los objetivos y propósitos del curso, taller, seminario o sesión se hayan cubierto cabalmente y que el rendimiento de los estudiantes sea el esperado. Así, un aspecto central en la planeación docente es determinar los objetivos de aprendizaje para que, a partir de ellos, se diseñen por un lado las estrategias didácticas ―es decir, se ideen las acciones para que nuestros estudiantes se apropien de los contenidos― y, por otro, se definan los instrumentos de evaluación más pertinentes.
Como sabemos, los objetivos de aprendizaje expresan no sólo los propósitos de la educación sino lo que se espera que los estudiantes logren saber, hacer y ser. Por su parte, las estrategias didácticas involucran una planeación que desglosa y jerarquiza los contenidos determinados por el programa, sean éstos conceptuales –o declarativos–, procedimentales –o procesuales– y actitudinades –o valorales. Finalmente, y esta es una cuestión que nos parece medular, la evaluación es la actividad que complementa –y no finiquita como hemos pensado equivocadamente– los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Queremos decir con esto que la evaluación no debe tener un sentido negativo, traumático para los estudiantes y decepcionante para los docentes, sino positivo y valioso pues puede convertirse en la elaboración crítica de una experiencia de aprendizaje. Este es, a nuestro parecer, el sentido de la evaluación en la educación superior: hacer de ella otro momento de aprendizaje.
Y es que, como bien ha dicho Juan Manuel Gutiérrez Vázquez (2006:22) “el saber escolar se ha preocupado tan sólo del saber qué en detrimento del saber cómo”. Y no se equivoca. El saber cómo consiste en el conocimiento pero sobre todo en el dominio de acciones, técnicas, maneras y procedimientos que sólo pueden evaluarse in situ. Por su parte, Philiphe Perrenaud (2006), uno de los principales teóricos de la educación basada en competencias, ha dicho que éstas tienen que ver con la “movilización de saberes”; esto es, con una transferencia no sólo de conocimientos sino de actitudes, valores y principios éticos para la adecuada resolución de problemas. Una competencia, tal y como la entendemos, no se reduce a saber algo, sino a saber hacer algo con lo que se sabe, además de saber el momento más oportuno para llevarlo a cabo y los fines y las consecuencias de la acción realizada.
Así, el enfoque de la educación basada en competencias, nos exhorta a los docentes a propiciar el aprendizaje en nuestros estudiantes; esto es, a lograr que ellos puedan, por sí mismos, de manera independiente y autónoma, ejecutar diversas acciones:
“[…] saber agrupar y clasificar, saber diseñar y realizar experimentos e investigaciones, saber medir utilizando diversas dimensiones y magnitudes, saber interpretar y evaluar la información obtenida, saber almacenar y/o recuperar información de soportes diversos, saber formular preguntas susceptibles de ser puestas a prueba, saber diseñar y construir modelos […] saber comunicar y representar lo que pensamos y hacemos, saber percibir y resolver problemas, saber escoger y manejar diversos materiales e instrumentos o piezas de equipo de acuerdo con las necesidades de la tarea que se va a realizar, saber organizar y coordinar un grupo de trabajo, saber diseñar y construir dispositivos necesarios para la puesta a prueba de una explicación tentativa o de una hipótesis, saber planificar actividades, etc.” Gutiérrez Vázquez (2006:22)
De esta forma, y pese a que hoy la evaluación educativa se ve sólo como un mecanismo de regulación del trabajo tanto de los alumnos como de los docentes —regulación que se vincula a la fabricación de nuevos sujetos para funcionar en nuevas instituciones—, es preciso apuntar que la información que obtenemos de ella puede, bien usada, permitir el mejoramiento de los procesos, la adecuada aplicación de planes y programas y, desde luego, dar lugar a un enjuiciamiento sistemático sobre la valía o el mérito de una dinámica, situación, objeto, grupo, un persona, o bien, una institución en su totalidad. En otras palabras: la evaluación educativa no sólo sirve al profesor que trabaja en el aula sino también es útil para quienes están interesados en mejorar las condiciones en que se trabaja y favorecer, con ello, la vinculación entre la investigación y la práctica docente.
Por lo que respecta a la evaluación del proceso educativo, cabe enfatizar que ésta implica emitir juicios de valor y se distingue de la medición porque no sólo tiene que ver con la acreditación o no de un curso sino que, bien trabajada, puede, como sostenemos aquí, estimular el aprendizaje, ayudar a identificar cualidades reales y potenciales, contribuir a cambiar las formas de enseñanza, reforzar o promover actitudes, aptitudes y hábitos de estudio en los alumnos, idear nuevas estrategias de aprendizaje e instituir cambios en la estructura y funcionamiento de las escuelas. La evaluación, entonces, no debe ser parcial sino integral; no debe ser esporádica sino sistemática; no debe ser inequitativa sino equitativa; efímera sino permanente; subjetiva sino lo más objetiva posible. La evaluación no debe ser sospechosa sino confiable, y no debe verse como un castigo sino como una valoración. Debe entonces ser útil, factible, exacta y ética, porque ha de permitir algún provecho o beneficio. Además, ha de ser posible o realizable, precisa y rigurosa.
Hoy resulta un lugar común hablar en el ámbito educativo de tres tipos de evaluación que, no obstante su importancia, muchas veces se pasan por alto en la educación superior. Estas son las evaluaciones diagnóstica, formativa y sumativa. La primera –también llamada inicial– permite determinar el grado de conocimiento que poseen los estudiantes antes de iniciar una sesión, bloque, curso o unidad de aprendizaje. Una de sus funciones es identificar la situación actual del grupo explorando sus habilidades cognoscitivas (para conocer) y prácticas (para ejecutar), sus aptitudes, actitudes y valores, con el fin de determinar si es posible iniciar o si hace falta reforzar algunos temas, regular, nivelar, etc. Dicho de otro modo, la evaluación diagnóstica, efectuada al inicio de una unidad de aprendizaje, nos permitirá identificar las fortalezas, debilidades y oportunidades que tienen nuestros estudiantes en nuestra materia. Pero además nos abre la posibilidad de poner en marcha algunas actividades propedéuticas, esto es, estrategias de enseñanza preparatorias para el estudio de nuestra disciplina.
La evaluación formativa, por su parte, acompaña el proceso de aprendizaje del alumno. Es un tipo de evaluación reguladora y periódica que se basa en la retroalimentación constante y persigue ajustar la enseñanza al progreso o evolución del aprendizaje de los estudiantes. Ésta, llevada a cabo en la educación superior, permitirá por un lado la revisión del currículum velando porque éste se encuentre orientarlo no ya al simple dominio de un campo del conocimiento sino a la adquisición de habilidades y el desarrollo de competencias. Por otro lado, al centrarnos en el proceso en que tiene lugar el conocimiento, el profesor se verá obligado a implementar nuevos ambientes de aprendizaje, a incorporar las Tecnologías de la Información (TIC’s) al aprendizaje y la enseñanza, vincular el conocimiento con su campo de aplicación, impulsar el trabajo en equipo y, esencialmente, a asumir un nuevo rol que donde el docente no es visto como depositario del saber sino como mediador.
El otro tipo de evaluación, la sumativa, tiene como fin asignar una calificación a partir de las evidencias que permiten identificar cuánto ha aprendido el alumno y qué es capaz de hacer con lo que sabe. Al respecto conviene decir que la educación superior debe optar no por eliminar pero si complementar las pruebas escritas con otros instrumentos de evaluación: la resolución de casos, la elaboración de proyectos, la puesta en práctica de ciertas competencias que exige la profesión en que se forman, etc.
No obstante conocer estos tipos de evaluación, cuyos nombres se dan no sólo por los tiempos en que se presentan sino por las funciones que las definen, cabe apuntar que casi no se dice que dichas evaluaciones no se excluyen u oponen entre sí, sino más bien se complementan, coexisten y se coimplican. En este sentido, la evaluación pedagógica supone, como hemos dicho, un proceso regular que no sólo se centra en obtener información sino en valorarla y tomar decisiones a partir de ella. Gracias a los datos obtenidos podemos tener una idea del nivel de aprovechamiento de los alumnos, pero también es posible analizar los planes y programas de estudio, los materiales educativos e, incluso, la planta docente. Este es el meollo del asunto: las famosas preguntas qué, cómo, quién, a quién, para qué, por qué, dónde y cuándo enseñar, son perfectamente aplicables a la evaluación. De este modo, antes de llevarla a cabo debemos determinar qué, de todo lo abordado, se ha de evaluar. Aquí es preciso no sólo cuidar la distinción entre contenidos esenciales y complementarios —o secundarios—, sino la concordancia entre el tipo de contenido a evaluar y el nivel o grado de dominio, sea cognoscitivo, afectivo o psicomotor que se alcanzó con el proceso de instrucción. ¿Qué quiere decir esto? Esto quiere decir que no es propio evaluar una habilidad práctica, por ejemplo realizar un mapa mental o un diagrama de flujo, a partir de un examen escrito en el que sólo se precisa conocer su definición. Por otro lado, es igualmente necesario determinar la validez y el alcance del instrumento a través del cual ha de llevarse a cabo la evaluación. Algunos de los más socorridos son los siguientes: realización de tareas, listas de cotejo, registros específicos, anecdotarios, baterías pedagógicas, solución de casos, proyectos de investigación, guías de lectura, cuestionarios, redacción ensayos, reportes de prácticas, etc.
Por su parte, el cómo evaluar alude a los instrumentos que permiten advertir el grado de conocimientos, habilidades y destrezas que un alumno posee. Destacamos aquí las pruebas porque, aún hoy, privan en distintos niveles educativos, desde el preescolar hasta la educación superior. De ellas, podríamos hacer énfasis en sus tipos y formatos de reactivos (opción múltiple, respuesta breve, concatenado, falso y verdadero, etc.) pero no es ese el propósito. Baste decir que en el cómo evaluar entran en juego el grado de dificultad de las preguntas, el poder de discriminación, la validez, la objetividad y confiabilidad de la prueba, entre otros aspectos que debe conocer y dominar el docente.
El quién de la evaluación puede hacer referencia al profesor de la asignatura, la academia, el órgano colegiado, el departamento, o bien, los pares académicos que forman parte de otra institución o de la misma y que realizan la evaluación. Aquí se involucran el sujeto o los sujetos que se evalúan. Por otro lado, el a quién evaluar supone el o los individuos que han de ser evaluados: un alumno, un grupo, una muestra, una institución, un programa educativo, un nivel, etc. El para qué o por qué evaluar, dice Raquel Glazman (2001:174), tiene que ver con “conocer cuáles son los usos y fines de la evaluación: certificar o calificar el aprendizaje logrado por los alumnos, acreditar y promover a los alumnos, ejercer control o conocer y valorar el proceso de adquisición del aprendizaje de los alumnos”.
Asimismo resulta necesario determinar dónde ha de llevarse a cabo la evaluación. No podemos evaluar una habilidad, decíamos antes, para buscar información o manipular instrumentos del laboratorio sino in situ; esto es, en la biblioteca o el laboratorio mismo. Hoy se ha puesto mucho énfasis en esto cuando se afirma que las competencias se evalúan en la práctica, es decir, en las condiciones, reales o ficticias, que permiten determinar el grado de dominio de ciertas capacidades. Frida Díaz Barriga (2006) llama a esto enseñanza situada. Ésta, afirma, se basa en una cuestión medular: el conocimiento está anclado a una realidad, a un contexto en el cual fue construido. Desde su perspectiva, la enseñanza situada no sólo permite efectuar un diagnóstico de lo que el estudiante realmente sabe o desea saber, sino que posibilita que éste logre una mayor comprensión de los contenidos curriculares al relacionar y vincular éstos con sus saberes personales. Bajo esta óptica, no podríamos evaluar un valor o una actitud solicitando a los estudiantes que nos comuniquen su noción o concepto. De ahí que sea preciso evaluar no sólo en el lugar correcto sino también en el momento oportuno. Esto responde a la pregunta de cuándo evaluar, se liga a la intervención o mediación pedagógica y forma parte, además, de las competencias docentes del profesor universitario.
Conclusiones
Como se podrá advertir, quizás elaborar un mismo instrumento para “calificar” a un grupo de estudiantes distintos entre sí, con intereses, gustos, estilos y ritmos de aprendizaje diferentes, no sea tan difícil si lo que queremos es asentar en una papeleta un número. Pero si buscamos evaluar de verdad, habremos de considerar que tratamos con personas en las cuales su capacidad de aprendizaje depende esencialmente de su desarrollo cognitivo; que su papel como estudiantes no se reduce a la recepción pasiva de información ni a una memorización estéril, mucho menos a una repetición mecánica de lo que el maestro le ha dicho o leído. La evaluación es un proceso complejo, tanto como el fenómeno educativo mismo. Su complejidad, retomando a Edgar Morin (2003), no es tanto por los sujetos y factores que intervienen en ella sino por el tipo de relaciones que se establecen entre los mismos. La evaluación debe verse, y con esto concluimos, como un componente más del proceso educativo; ni el último ni el menos importante. Gracias a la evaluación oportuna que realicemos como docentes será posible apreciar si nuestros estudiantes han alcanzado autonomía intelectual y han progresado en el dominio de los saberes de nuestra disciplina. Este es, a nuestro parecer, el sentido de la evaluación en la educación superior: que el alumno aprenda, paulatinamente y con ayuda del maestro, a prescindir de este último. De ahí la importancia que tiene el hecho de que los docentes aprendamos a evaluar.
Referencias bibliográficas
1. Cirigliano, Gustavo F. J. (1972), Filosofía de la educación, Hvmanitas, 2ª ed., Buenos Aires.
2. Díaz-Barriga Arceo, Frida (2006), Enseñanza situada: vínculo entre la escuela y la vida, Mc Graw Hill, México.
3. Fullat, Octavi (2001), Antropología y educación, Lupus Magíster, Universidad Iberoamericana-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla-Universidad Autónoma de Tlaxcala, México.
4. Fullat, Octavi (2000), Filosofía de la educación, Síntesis, Madrid.
5. Glazman Nowalski, Raquel (2001), Evaluación y exclusión en la enseñanza universitaria, Paidós.
6. Gutiérrez Vázquez, Juan Manuel (2006), Aprendiendo a enseñar y enseñando a aprender, Trillas, 3ª ed., México.
7. Morin, Edgar et al. (2003), Educar en la era planetaria, Gedisa, Barcelona.
8. Perrenoud, Philiphe, (2004), Diez nuevas competencias para enseñar, Graó, Barcelona.
9. _______, (2006), Construir competencias desde la escuela, Ediciones Noreste, Santiago de Chile.
10. Thierry García, David René (2006), “El pedagogo, su objeto de estudio y su campo profesional: un asunto epistemológico”, en Al pie de la LETRA. Revista de la Escuela Normal de Tenancingo, Año 5, Núm. 8, México, marzo, pp. 4-8.