Avanza por una planicie amplia y árida, bajo un cielo inquietantemente despejado. Por la ventana del auto ve postes eléctricos que se suceden conectados por un grueso cable metálico sobre el que se posan miles de pájaros idénticos perfectamente alineados. El auto serpentea por la carretera vacía, recta, interminable, a velocidad inconstante. En el asiento trasero, ella lucha contra un sopor incipiente tratando de concentrarse en el orden de las aves, buscando una sensación de confianza que la distraiga del peligro que adivina. Pero el paisaje inmóvil y las aves recortadas contra el cielo no bastan para reconfortarse. El auto no tiene conductor.
Trata de incorporarse para alcanzar el volante y guiar. Los brazos no responden, solo las piernas parecen tener algo de fuerza. Deslizando el tronco por el respaldo del asiento comienza a escalar el asiento delantero con los pies hasta lograr asir el volante. Trata de guiar, pero al estar tendida de espaldas sobre el asiento trasero, no ve el camino. El sopor vence su cuerpo. El auto se desplaza bajo una luna nueva que riega visos fluorescentes sobre un paisaje de montes escarpados. A la izquierda hay una laguna, que adivina radioactiva. Blandamente desalentada abandona el intento de controlar el vehículo y simplemente mira por la ventana cerrada hacia la laguna que se acerca. Cae. El auto se hunde pesadamente. No hay alternativa, si abre la ventana para salir y subir a la superficie se saturará de radioactividad, si no la abre llegará al fondo de la laguna y en poco tiempo consumirá el oxígeno dentro del vehículo. Ya no hay esperanzas que guardar ni promesas que cumplir.
Entonces, se le ocurre que toda su vida ha sido un trayecto de preparación para este momento, un camino bordeado de oportunidades que aprovechó, o no. Pero ya nada de eso importa, es un buen día para partir. Le llegan olas de imágenes y hechos pasados desde muchas regiones de su paisaje interno y el cuerpo. Allí están las memorias humildemente conglomeradas. Ella, respondiendo ya a los signos de la nueva economía de su vida, sabe que debe alivianarse para ascender y, mirando a sus memorias a los ojos, con compasión las libera una a una. Pero el cuerpo, adivinando su abandono inminente se resiste a la pérdida de su función de asiento, de almacén y vehículo de esa vida. Mientras ella, distraída, ya casi saborea los tiempos y espacios de otra realidad, el cuerpo, ese viejo amigo, intenta transar aliviándose de lágrimas y otros pesos. Y cuando, como último recurso, trata de hacerse inconspicuo disminuyendo el pulso, el ritmo cardíaco y el funcionamiento de los demás órganos, ella ya ha comenzado a alejarse, orientándose hacia el paisaje deslumbrante que se despliega ante su mirada nueva.